Nuevos relatos publicados: 13

¡Dámela toda, mi amor! (8): Renovación de contrato y reproches.

  • 4
  • 9.256
  • 7,00 (1 Val.)
  • 0

Volví en seguida al local. Las luces de neón parpadeaban en la creciente noche pues habían abierto hacía unos minutos. Cuando entré, se adelantó Macro y me dijo tembloroso y muy pálido:

-Sándor quiere hablar contigo.

Me temía cualquier cosa, pues siempre suelen recibir golpes los seres más generosos. Me presenté en su despacho. Estaba sentado y sobre su mesa se hallaba Elisabeth, otra bailarina. Debí entrar en un mal momento, pues los dedos del prepotente Administrador estaban atacando -si se puede permitir esa expresión- el coño de la muchacha, la cual estaba a punto de correrse, pues su respiración se aceleraba y sus gemidos y su cara de felicidad no pasaban desapercibidos.

-Deberías lavarte más veces -murmuraba el dueño a los oídos de la muchacha-. Tu ... ya me entiendes siempre huele a...

-Pero te gusta ese olor -interrumpió ella mientras besaba las orejas de Sándor-. Reconócelo... Te excita mucho. Tócame más el coño. Ya lo tengo húmedo y preparado para...

Elisabeth sabía como ganarse su puesto de trabajo. Era tan sutil como el resto de muchachas del local. No me gustaba ser un voyeur o un espía de escenas sexuales por tanto decidí entrar cómo quien no sabe de qué va el asunto.

-Perdone -me disculpé al abrir la puerta-. Si quiere, volveré luego.

-No, no se vaya. Pase ahora -dijo Sándor con tranquilidad, mientras sacaba la mano con los jugos vaginales de la entrepierna de la chica. Estoy con Elisabeth para hablar de la renovación de su contrato. Han pasado seis meses. ¿No es así, nena? Pero eso puede esperar.

La mujer se sonrojó ante mi presencia y desapareció en cuestión de segundos.

El Administrador sacó un pañuelo de papel de la mesa y se limpió las manos, como si no hubiesa pasado nada. Sus gestos eran fríos, como una máquina.

-Esta guarra... parece tener miedo al agua... –comentaba mientras se pasaba los dedos por la nariz con cierto placer como quien huele un perfume o saborea un pastel-. Sin embargo su olor me excita mucho. Huele a una verdadera hembra en celo.

Se guardó el citado pañuelo como si se tratase de un trofeo. Luego se agachó y cogió del suelo un tanga negro, húmedo, que seguidamente se puso en su bolsillo de su pantalón como otra pieza de caza.

-¡Ah! –exclamó- Se ha dejado su tanga aquí. No importa, luego le darán otro. Sobra ropa interior en este local. Y yo soy un fetichista. Lo reconozco.

Me daba cierta repugnancia hablar con ese indivuo y pregunté por qué me quería ver.

-El Sr. Miklos Rastein está atendiento otros negocios en la ciudad y me ha pedido que este fin de semana me quedase yo en el local para controlar la situación -dijo el individuo-. Y yo no soy tan magnánimo como el dueño o cualquier empresario. Soy un grandísimo cabrón. Y mandé que castigasen a Sanakos, porque me he hartado de sus lastimosos espectáculos, mandé eso y yo no mezclo la piedad con el trabajo. Son tiempos difíciles para los antiguos países del Este.

-Me pareció, Sr. Sándor, que aquel hombre necesitaba ayuda de los amigos, en lugar de una sonora bronca o una paliza.

El Administrador se levantó de su mesa y se acercó. Lógicamente yo no retrocedí ni un milímetro. De hecho me veía en la calle con una paliza, pero Sándor necesitaría luego una reconstrucción facial.

-En el Club Lastritza no nos podemos permitir el lujo de ser bonachones -prosiguió-. Tiene suerte, Gallo, su arrogancia va en consonancia con su nombre. Aquí escasean los individuos para vigilar estos locales, constantes fuentes de conflictos, porque si sobrasen, usted ya habría abandonado el país. Se lo puedo asegurar.

-No lo dudo.

-Parece que lo pone en duda, caballero, porque yo acabaría en un momento con estas absurdas situaciones. Ahora vuelva a su puesto. ¡Ah! Y cuando termine la jornada se vuelve a follar a Helga. ¿A qué es buena en la cama? ¿A qué es un torbellino entre las sábanas?

El último comentario del despreciable personaje me dejó sin respuesta y abandoné el despacho del Sr. Miklos. Con razón decían en voz baja que era Sándor quien mandaba en realidad. Cuando Elisabeth vio que salía de allí, entró a continuación y se encerraron por dentro. Iban a reanudar la conversación que antes inoportunamente interrumpí.

(7,00)