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¡Dámela toda, mi amor! (9): El coche del placer.

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El tema fue la horrible muerte de Sanakos. Al día siguiente, por la tarde, se presentó completamente recuperado, en el despacho para hablar con Sándor. De hecho ya se asustó y cambiaron las facciones de su rostro cuando se enteró que aquel fin de semana no estaba Miklos, porque era más condescendiente con sus empleados. No se supo con exactitud qué hablaron durante una hora, pero nos imaginamos que no se esperaría nada bueno. Luego el jorobado salió con la cara seria. Y no volvimos a verle más. Ericka no podía disimular cierto gesto de felicidad después de la conversación. Se rumoreaba que aquella noche se fue a la cama con el Administrador para que a cambio echase de una vez al pesado de Sanakos.

Pasó una semana. Nos enteramos por la prensa local. El jorobado se había suicidado en su casa. ¡Se había ahorcado! Fuimos al día siguiente a su entierro. Muchas frases pomposas y buenas palabras de consuelo para su madre. Ericka tuvo el valor de presentarse en la iglesia, después del daño que había hecho y el resto de las compañeras de trabajo negaron que se riesen de Sanakos.

-Siempre le tratábamos bien y le cuidábamos. Entendíamos qué le pasaba -eran los bonitos comentarios que repetían con visible falsedad.

Sándor no acudió. Quizá tendría un poco de conciencia.

Afortunadamente la vida se acaba cobrando lo que nadie quiere pagar y para Ericka no hubo mejor suerte. Su novio Giancarlo era el típico hombre que disfrutaba pegando a las mujeres para demostrar su fuerza. Detrás de su físico arrollador (iban finalmente los dos a un gimnasio) se escondía un ser despreciable. De hecho su ex-mujer ya le había denunciado por frecuentes palizas y por ello se habían separado.

La camarera no se libró de ese monstruo y en una discusión, en el apartamento del italiano, un fuerte golpe dejó inconsciente a la chica. Asustado, llamó a una ambulancia que, por cierto, tardó en llegar. Trasladada con urgencia al hospital, cayó en un coma profundo y murió a las pocas horas. El caballero alegó ante las autoridades que ella resbaló en la cocina y se golpeó con la esquina de la mesa, pero no se podían explicar los hematomas que previamente había recibido la víctima. Sin embargo, la policía decidió cerrar el caso y dejaron libre a Giancarlo por falta de pruebas.

Helga tenía su día de fiesta y prefirió gastar su tiempo y dinero en Budapest. Sí, reconozco que sus gustos eran caros, comprar ropa de determinadas marcas en tiendas especializadas y comer o cenar en restaurantes famosos. Solamente un millonario podría atender a esas exigencias, pero también era cierto un hecho: La muchacha se ganaba su sueldo en tareas desagradables. ¡Cuántas veces había hecho el amor a hombres obesos, sudorosos y sucios, con un aliento fétido! ¡Cuántas veces había aguantado las toscas caricias de clientes nauseabundos! Por tanto era comprensible. Helga tenía sus derechos, como sus deberes. Pero el peor tormento era soportar los asquerosos besos del Administrador, aunque sólo podía ser con la ayuda de ese dinero, por supuesto.

Casualmente era mi día libre, sin embargo Miklos, aconsejado en su momento por las oscuras intrigas de Sándor -por supuesto-, me pidió que, puesto que me dirigía a Budapest, comprase una serie de enchufes, pintura y un pequeño saco de cemento para realizar unas obras en las habitaciones que de un modo esporádico habían ocupado los desaparecidos Sanakos y Ericka. Yo acepté, pero... ¡Ja! ¡Vi la cara del traicionero Sándor cuando mi amiga subió a mi coche y, juntos, fuimos a la capital por los recados!

-Debimos ser más cautelosos -dijo Helga en el automóvil, en el momento de atravesar el puente que unía las dos partes de la ciudad-. Nos han visto ir juntos. Sándor irá detrás de tus pelotas y no parará hasta que...

-Sí, sé lo que pasa -repliqué con cierta angustia-. ¡Ah! Me gustaría estrellar mi puño en su rostro de babosa.

-Desgraciadamente esta repugnante rivalidad no se puede arreglar con un combate, como en un ring.

Dejé el vehículo en un enorme aparcamiento que había en la ciudad. Y de allí recorreríamos la ciudad para buscar los respectivos materiales, ella, su ropa de gusto exquisito y yo, los enchufes y la pintura... Sin embargo se retrasó nuestra idea por unos placenteros minutos. Quizá se debió a la reinante penumbra del párquing...

Helga deslizó su alargada mano sobre mi entrepierna. Mi pene empezó a aumentar de tamaño en breves segundos y se encontró con el problema del pantalón.

-A ver... Quiero saber cómo tienes hoy esa cosa -dijo con sutilidad mi amiga.

Yo permanecía callado. Dejaba hacer... me dejaba arrastrar por sus caricias. En el silencio del lugar se oyó el ruido de la cremallera. ¡Nunca pensé que fuese tan molesto! Entonces mi miembro salió con vehemencia, como quien se ahoga y necesita aire. Inmediatamente la bailarina de strip-tease cogió la punta de mi pene con dos dedos y los presiónó de un modo agradable. Después su mano me estaba masturbando. No pude evitar la cara de satisfaccion y eché mi cabeza hacia atrás entre reprimidos gemidos.

-No te contengas -susurraba ella mientras aumentaba la rapidez de su brazo-. Ahora quiero ver tu leche, cabrón, quiero que me la des... Toda... Y quiero que grites cuando lo hagas.

Su mano era como una máquina. Me presionaba debidamente mi pene y sentía que en cualquier momento iba a eyacular.

Helga paró por unos segundos. Estaba un poco cansada. Luego me dijo que le dolía un poco el brazo y la incómoda postura dificultaba su acción.

-¡Sigue! ¡Mierda! ¡Sigue! -pedía, suplicaba a mi venerada diosa del placer-. No pares ahora, por favor.

La bailarina reanudó su tarea con ánimo y fuerza. Me concentraba, echar mi leche como clamaba ella... Correrme como se dice vulgarmente... Solo unos segundos más... ¡Sí! ¡Sí...! ¡Así...!

Estaba previsto que no eyacularía con aquella soberbia actuación que realizaba la muchacha, pues en aquel instante entró un viejo en el párquing para recoger su coche y por supuesto nos vio cuando nuestra labor estaba a punto de alcanzar su provechoso resultado. Curiosamente el hombre no se escadalizó, no puso cara de sorpresa. Quizá se sentía amargado, porque en su momento no tuvo sus oportunidades.

Quienes pusieron cara de perplejos fuimos nosotros y enseguida mi amiga y yo paramos. Con un malestar general me abroché el botón del pantalón y el cinturón, y me subí la cremallera, mientras Helga se miraba por el espejo retrovisor, sacaba de su bolso un peine y se ordenaba su agitada melena y luego se pintaba los labios.

Salimos del coche. Andaba con dificultad. Me temblaban las piernas.

-¿Cómo te sientes? -preguntaba ella con cierta ironía.

-Mal. Esto no se hace -repliqué con seriedad-. Cuando estoy a punto de correrme, debemos parar...

Se veía que mi creciente malestar iba a desembocar en un carácter distanciado, pero Helga, que ya me conocía, se cogió a mi cuello, me besó la oreja y deslizó su inquieta lengua.

-Si me acompañas a esas compras, te compensaré -me susurró con dulzura.

Francisco

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