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Elena (A.C.) - mi masoquista

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Este será el primero de A.C., de los varios que escribiré. Su historia merece ser contada. En unos pocos días, terminaré mi historia con Ga y el reencuentro que tuve con ella… he estado algo ocupado. Sin más, el recuerdo de una de las mejores mujeres que he conocido. Uno de mis más grandes amores...

 

La conocí desde que era pequeño. Siempre fue una gran amiga, aunque no era la mejor, pero se convirtió en una de mis grandes confidentes. Nuestros padres eran casi “compadres” y el inicio de nuestra relación fue un dulce pasaje transitorio sin penas ni dolor relacionado a los suegros.

Creo que antes ya la había mencionado como “A.C.” que son las iniciales de sus nombres de pila, pero por motivos de privacidad cambiaré su nombre a… “Elena”. (lo último que supe de ella es que tiene novio al que adora y trabaja en ese lugar que queda a 3 h. y al que todo el mundo del Distrito Federal se quiere mudar…)

Por mucho tiempo ella anhelaba estar a mi lado y, ahora, es al revés… Ella es morena. De estatura normal, pero con unas piernas de infarto y un culo de ensueño. Es un poco gordita y sus pechos son normales, tirando a pequeños. Tiene unos ojos hermosamente cafés, un lunar en la ceja izquierda y una sonrisa que cautiva. Su voz es tan dulce como la mejor miel y tiene un carácter como pocas. Me impresiona, aún ahora, su sencillez y honestidad… Sin duda alguna es una de las mujeres más hermosas y espectaculares que he conocido. En resumen, era una verdadera mina de oro.

Coincidimos, como tantas veces, en una excursión de nuestro círculo de amigos y familia, a Pachuca, Hidalgo. Y ahí nació una atracción hacia ella, que difícilmente puedo describir. No me la podía sacar de la cabeza y sé que, ambos sentimos atracción mutua en mayor grado durante aquél viaje. Lo recuerdo muy bien…

Me levanté, ansioso aquella mañana de viernes. El cielo era un lienzo de nubes blancas y con forma de borrego que agradaban la vista de cualquiera que alzara los ojos. Estaba emocionado porque, tras un breve preliminar de correos y mensajes, habíamos concretado una cita. Nuestra primera cita. Tuve que sacar de mis ahorros personales una cantidad considerable de dinero (aunque no menguaron en demasía las reservas), pues quería impresionarla. Conocía un restaurante un poco bohemio en la conocida zona de San Ángel, en la Ciudad de México. Venden unas crepas muy buenas ahí.

Sobra decir que fue uno de los días más felices de mi vida. Fui despacio y al pasar los meses, no concebía mi vida sin ella. Aquella mujer había perforado mis defensas y, por alguna extraña razón, jamás me atreví a más con ella, pese a que despertaba en mí las más lúbricas pasiones. Como todo buen hombre, a cada ocasión que se presentaba, ponía en práctica el pequeño voyerista interno y aprovechaba para verle las nalgas, las piernas y las tetas cuando miraba hacia otro lado o me daba la espalda. Sin embargo, fuera de toda lujuria, ella generaba en mí un sentimiento que superaba con creces a cualquier cosa que hubiera sentido por cualquier mujer en mi haber; incluso lo que había sentido por Ga (puedes leer mis otros relatos ingresando a mi perfil, ya que Ga tiene bastante historia, te invito a hacerlo, querido lector) parecía ser pequeño en comparación con ella.

No obstante, la vida quiso que me encontrara de nuevo con una mujer afín a mis tendencias. No sé por qué razón, pero he tenido un poco de suerte en ese aspecto, aunque no la que yo quisiera. Con el paso del tiempo descubrí que Elena hacía honor a su nombre. Era el fuego mismo en la cama y desnuda me pareció la mujer más bella del universo conocido por el hombre. Era una “antorcha” a mi vida.

Todo tuvo comienzos cuando estábamos cerca de cumplir el primer mes de novios formales. Ella cumplía años y había organizado una fiesta para conmemorar la ocasión en uno de los estados más tranquilos y hermosos de mí bonito México: Querétaro.

La fiesta fue un verdadero derroche de alcohol, risas y uno que otro baile. Conocí a todos sus amigos y a sus hermanos, y la verdad es que pasamos un muy buen rato, con la culminación de una borrachera de antología. A eso de las 4 de la mañana, cuando solo unos pocos quedábamos en pie y aun con ansias de extinguir cualquier signo de alcohol presente, ella anuncio que se retiraba a dormir y me obligó a subir con ella.

Y puedo decir que lo más común entre gente de nuestra edad es eso. Dormir juntos, después de una buena peda, que las cosas sigan su curso y que las hormonas hagan su parte. Incluso, dicha acción era casi como una rutina para mí. Durante mi soltería, el patrón era el mismo: fiesta de viernes, borrachera, ligue y, de menos, una buena dosis de caricias compartidas con alguna mujer de la fiesta… o con varias.

Así que, dicha acción no me molestaba en absoluto, pero en esta ocasión era completamente diferente. La velocidad con que los sentimientos en mi interior brotaban hacia ella había crecido a un ritmo completamente vertiginoso y, tras un par de días de conocerla, ya la amaba. Si, lo sé, era muy pronto… pero qué puede hacer uno con el amor…

No me había sentido así en años. Había tenido una que otra novia, pero nada digno de mención. No había sentido esas mariposas ni aquel vacío característico del enamoramiento. Y ella, sin pensarlo, lo había logrado. Y yo sin quererlo (de hecho, lo trataba de evitar a toda costa, tras haber sufrido innumerables decepciones y dolores) me encontraba perdidamente loco por una mujer. Y precisamente, todos mis 5 años de experiencia sexual se vinieron abajo cuando ella me tomo de la mano y me guio hasta su cuarto.

Estaba completamente aterrado. No tenía idea de que debía hacer y cómo comportarme. ¿Qué esperaba ella de mí? ¿Sería bueno adoptar la actitud que adoptaba cada fin de semana o lo mejor sería ser prudente? Mi corazón dictaba lo último, pero mi entrepierna pensaba lo contrario. ¿La perdería si actuaba con la presteza conocida por tantas y tantas mujeres que pasaron por mis manos y sufrieron el embate de mis caderas? No podía permitirme aquella posibilidad, así que me contuve, fuera de que el calor abrazador, propio del estado, suplicaba que nos despojásemos algo de ropa.

Contuve todos mis deseos de poseerla y por lo menos intercambiar caricias. Me detuve en el impulso de recorrerla con mis manos y memorizar aquel cuerpo de diosa que estaba recostado junto a mi persona. La abracé por la cintura y detuve mi labia, que estaba por salir para enamorarla y dejar que usara su cuerpo. Detuve aquellas frases que, sin dudar, podrían enamorar a casi cualquier mujer. No quería arruinar la ocasión de lograr algo serio con ella. La abracé y me dispuse a dormir, con ganas contenidas y rogando que el alcohol tuviera grandes efectos en mi cuerpo e impidieran la erección que estaba por cobrar vida.

Pero cuando mi cometido estaba por lograrse y estaba casi abrazando a Morfeo, noté un leve movimiento en la mano que se posaba sobre ella y al instante escuché su voz:

—¿Ya te dormiste? – me preguntó

—No. ¿Por? – respondí adormilado.

—No… por nada – susurró.

—¿Quieres que baje por agua o algo? – le ofrecí.

—No, no. Gracias, estoy bien – me dijo aun de espaldas a mí – ¿Te la pasaste bien?

—Bastante. ¿No se nota? – dije con la voz completamente pastosa que evidenciaba el grado de alcohol que había en mi cuerpo.

—¿Estás pedo? – me preguntó

—Un poco – mentí

—Yo estoy algo “happy” – me confesó

Reinó el silencio entre nosotros y justamente cuando estaba por quedarme dormido sentí como su mano tomó la mía y con firmeza la colocó en uno de sus pechos. Que delicia. Sin embargo, no tuve tiempo de disfrutar aquella acción, pues mi mente trabajaba demasiado rápido y estaba concentrada en otra cosa. ¿Qué pensará si comienzo a recorrerla con mis manos? ¿Habrá sido un reflejo o lo hizo a propósito? A la luz de la actualidad, tengo la plena seguridad de que lo hizo a posta… pero… ¿su razón? Ese fue el primer momento en que anhelé…

A la velocidad del sonido pensé un sinfín de cosas y mi resolución fue ser completamente honesto. Tenía que confesarle mis sentimientos, por locos que éstos fueran. No quería que pensara que solo quería un acostón o una aventura de unas cuantas semanas... Yo quería estar con ella y quería estar bien. Algo formal, seguro y duradero. Y me topé con otro inconveniente. A pesar de que aquella acción me había despertado, el alcohol comenzaba a hacer sus estragos en mi cuerpo y me desvanecía por momentos, presa involuntaria del sueño. Y cometí un gran error: le confesé mis sentimientos a tan sólo 4 semanas de ser novios.

—Antes de que hagamos alguna cosa – le susurré al oído por detrás de su nuca – quiero que sepas algo. Quizá te resulte inverosímil o me tires de a loco, pero no quiero que esto sea algo superfluo. No puedo sacarte de mi mente y no quiero sacarte de mi mente. Me gustas, me atraes y veo un futuro prometedor contigo a mi lado. En otras palabras y aunque suene muy pronto y quizá no me creas: TE AMO. Te amo Elena…

Y esperé alguna respuesta por parte suya pero no la hubo. ¿En qué demonios estaba pensando? Inmediatamente me arrepentí de haber pronunciado tal discurso. Lo mejor que pude haber hecho era haberme comportado como cualquier hombre y disfrutar de un cuerpo que no era mío. Pero, de pronto, ella se removió y dijo las peores palabras que alguien puede pronunciar después de recibir un “te amo”.

—Gracias… muchas gracias… - me respondió en un leve susurro con aquella voz tan dulce.

—…

¿Y qué demonios esperaba yo? Por supuesto que ella no me correspondía. Sí, Elena estaba conmigo y era obvio que le atraía, pero llegar al grado del amor… que estúpido. Ni que decir que aquella respuesta me quitó el sueño y cuando ella se hubo quedado dormida, bajé a organizar mis pensamientos.

Digan lo que digan todos sobre el amor, hasta esos momentos, yo era mucho más feliz y la pasaba mejor cuando no estaba enamorado. El amor duele, intranquiliza, crea ansiedad, celos y un sinfín de cosas más. Por esa y muchas razones más, había procurado no enamorarme. En el caso de Elena, todo esto fue inevitable y me alcanzó demasiado rápido como para tomar las acostumbradas precauciones. Qué puedo decir, así es el amor y la verdad no me arrepiento de nada. Estaba felizmente condenado. Felizmente, creo que es la palabra clave. Siempre es mejor amar, a pesar de cualquier dolor. Dicho sentimiento es tan total, que supera con creces cualquier desaire que pudiera existir. Ay, el amor… el amor…

Tras haber hecho aquella estupidez, mi plan fue actuar como si nunca hubiera dicho ni hecho nada… y las cosas comenzaron a mejorar. Pese a que mis sentimientos eran sinceros, lo adjudiqué al alcohol y siempre fingí demencia en cuanto a mi declaración, al fin y al cabo, los caballeros no tenemos memoria. Pero mi espera fue recompensada y un par de meses después escuché esas dulces palabras de su boca: TE AMO. Al instante yo volaba por “el espacio sideral, tal como lo hace Superman”.

Lamentablemente tengo que reconocer que fui un verdadero fiasco en la cama al inicio de nuestras primeras incursiones como pareja en el ámbito sexual. No sé qué pasaba dentro de mí, pero parecía que volvía a ser aquel escuincle de 15 años en su primera vez. Era torpe, a veces brusco y temblaba, no sé si de emoción o nerviosismo. Debo reconocer, aun a mi muy herido pesar, que la primera vez que lo hicimos, no duré más de 5 minutos… Sí… lo admito… pero que se le hará (de que serviría mentir…)

Sin embargo, no sé cuándo fue que las cosas comenzaron a mejorar. Lo que sí recuerdo fue que, cuando llevábamos alrededor de ocho meses, las cosas dieron un giro inesperado y tanto ella, como yo, comenzamos a disfrutar coger con una pasión y calentura extremas. Para esas instancias, yo ya volvía a ser el mismo hombre que tenía cierta fama de “semental” y eso me ayudaba bastante. Para mi placer y el de ella…

Debido a ciertas circunstancias, nuestros encuentros se habían limitado a hoteles y alguno que otro “rapidín” en lugares al azar y siempre que teníamos oportunidad. Y fue en uno de esos palitos rápidos donde hice un descubrimiento bastante peculiar y benéfico para nuestra vida sexual.

Era domingo por la tarde y nos encontrábamos insufriblemente calientes. Su madre tiene un consultorio dental en la colonia Roma y acababa de cerrar el mismo. Toda su familia se había ido una plaza que quedaba a unas calles para tomar un helado, pero nosotros nos quedamos esperándolos, con una excusa simple y tonta. Ni que decir que cuando escuchamos cerrar la puerta que daba a la calle nos atacamos el uno al otro. La sala de espera del consultorio se convirtió en el escenario de la batalla que tenía lugar, pero pronto nos movimos hasta el verdadero consultorio. Por la morbosidad del instante, en un momento, me empujó y caí sentado como un paciente más en una de las sillas más aterradoras que existen. Ella, haciendo el papel de la dentista, se paró a un lado de mí y me ordenó que abriera la boca. La obedecí y sentí su lengua jugar con la mía al instante.

Me bajé el pantalón y ella me hizo un tratamiento oral que yo ansiaba. Mientras tanto, yo amasaba uno de sus pechos por encima de su camisa. Es hermoso ver a la mujer que amas mamando tu verga. Y ella lo hacía delicioso. Noté sus pezones endurecer sobre la tela y no sé por qué razón me dejé llevar. Quizá por el momento o por otras razones, pero surgió aquella parte de mí que sólo Gabriela (y alguna que otra) lograba sacar a flote. Tomé uno de sus pezones y lo estiré de manera brutal. Al instante reparé en mi acción, pero ella parecía no haberse dado cuenta. Repetí la acción y Elena soltó un leve gemido.

—Te amo – le dije jadeante.

—Yo también – me respondió y siguió con su afanosa lamida

Una de sus manos fue a bajar a su entrepierna, desabrochándose el pantalón mientras yo seguía estirando uno de sus pezones con verdadera saña. Se separó de mí y se bajó el pantalón, dejándome ver aquella perfecta y chorreante vulva rematada por una mata de pelos, aunado a unas piernas carnosas, grandes y bien torneadas. Se me hizo agua la boca de semejante espectáculo y me abalancé sobre ella para comerla, pero enseguida me detuvo, me dio la espalda, abrió las piernas y se sentó sobre mí.

Casi me vengo en ese instante de tal visión. Tomé sus caderas y acompasé sus movimientos. Acariciaba su espalda con mis manos y en ocasiones apretaba sus pechos. Pero mi vista no se despegaba de aquel glorioso y bien formado par de nalgas que vibraban con cada embate. Era hipnótico, atrayente, excitante y sumamente morboso. Mi calentura aumentaba, si eso podía ser posible y nuevamente me dejé llevar por aquella costumbre tan deliciosa que hacía tiempo no practicaba. Le solté una nalgada. Lo hice “sin querer, queriendo” y el corazón se me paralizó por dos razones: 1) miedo a perderla o fracturar la mejor relación que había tenido hasta el momento por dicha acción y 2) porque, me fascina azotar culos; tenía mucho tiempo que no lo hacía y volverlo a hacer me proporcionó una oleada de placer difícilmente descriptible.

Para mi buena fortuna al instante escuché de aquellos hermosos labios: “haz eso otra vez”. Le pregunté si estaba segura y asintió entre gemidos. No pude reprimir una sonrisa de oreja a oreja. Le solté otras dos con un poco más de fuerza y para mi placer, ella lo disfrutaba. ¿Sería posible que ella fuera así? Mi corazón se aceleró y un placer enloquecedor me recorrió las venas como si fuera adrenalina.

Cerré los ojos ante tal placer mientras intentaba absorber las desordenadas y caóticas sensaciones que generaba en mí el hecho de que ella disfrutara que yo le infringiera cierto dolor. Gemí incontrolablemente. Desgraciadamente mi resistencia estaba menguando, debido a las sensaciones que experimentaba en cuerpo y mente. No creía aguantar mucho más, pero no quería venirme en ese instante, pues quería alargar aquel momento de arrollador placer lo máximo posible. Mi cuerpo estaba tenso y deseoso por liberarse y sucedió. Me vine. Mi cuerpo se convulsionó levemente y me sentí caer por un precipicio: ¡vaya orgasmo! Lamentablemente para mi orgullo, ella no se vino conmigo, pero sé que igualmente lo disfrutó y, lo que es más, descubrí algo sumamente importante en ella: una hermosa masoca.

Se separó de mí y cuando se subía el pantalón, le solté una pequeña y última nalgada, pero me apoderé de ella y mis dedos se dirigieron rápidamente a su coño. No iba a permitir que se fuera indemne. Ella, sorprendida, sonrió y comenzó a gemir entre susurros ante mis hábiles maniobras manuales. Su respiración aumentaba al ritmo de mis dedos y sientí su clímax próximo. De pronto enmudeció, aunque yo no me detuve. Escucho y el alma se nos vino a los pies.

Las voces de su familia estaban regresando y casi prestos para entrar, lo cual nos dejaba menos de 2 minutos para aparentar que nada malo había sucedido en su ausencia.

—Vamos mi amor, córrete para mí – le susurró al oído y aumentando el ritmo de mis dedos en su clítoris.

—No, ya van a llegar mis papás – me dice e intenta apartarse, pero no con mucha fuerza, pues se ve que lo está disfrutando.

—No, hasta que te vengas. Vamos – la insto – córrete ya…

—No, ya. Otro día le seguimos… – me suplica.

—Me vale que nos cachen, hasta que te corras, no te suelto.

—Pablo… Por favor… – me refunfuña entre gemidos y leves forcejeos.

—Elena…

Ella reprime un gemido largo y siento mis dedos inundados por una leve y caliente humedad. Se vino. Se recargó sobre mi pecho, jadeando visiblemente cuando escuchamos la puerta abrirse. Impulsados por un resorte invisible, los dos nos vestimos en un instante. Pero hay un fallo: el consultorio huele a sexo.

Maldita sea. Ella, rápida, echó mano de un aromatizante de ambiente y rocía la estancia, ocultando nuestro pecado. Con señas, le indico nuestro modo de actuar y cuando su madre asoma al consultorio, yo estoy recostado en la silla de los pacientes aparentemente adormilado, mientras ella acaricia mi rapada cabeza en el lugar que debería de estar el dentista: un cuadro de lo más inocente y romántico.

Su padre entra detrás de su madre y nos dicen que han comprado boletos para el cine, que nos vayamos levantando, porque la función empieza en una hora. Salen, tras una breve charla con Elena. Los dos sonreímos cómplices en cuanto sus progenitores nos dieron la espalda. Adrenalina pura y sexo son una combinación ganadora. Sólo los que han estado en situaciones similares me comprenderán.

Por desgracia, tuvimos que esperar dos semanas por sucedáneos ajenos a nuestro control para volver a unir nuestros cuerpos en el delicioso rito carnal del amor. Aquél sábado en un hotel de la Ciudad de México, confirmé mis anhelos en cuanto a Elena… Y debo decir que fue lo mejor que me pudo haber pasado.

Pasé por ella al consultorio de su madre a eso del mediodía. Estaba desbocado de deseo como un burro en celo. El sólo verla con aquel pantalón de mezclilla que le cortaba la circulación, me dejó babeando. Se le marcaban esas piernas tan carnosas y bien torneadas… ni qué decir de su hermoso trasero. La misma Venus se pondría celosa de tan impactante fémina.

Cuando se cerró la puerta de nuestra habitación de hotel yo ya la tenía tumbada sobre la cama y recorría, cual pulpo, cada centímetro de su piel. Ella se dejaba hacer.

La desnudé lentamente sin dejar de amasar y recorrer cada parte de aquél glorioso cuerpo y en cuanto ella estuvo desnuda me abalancé sobre su coño, pintado de rojo y palpitante. Lo devoré y aquel salado y ácido sabor inundó mi boca como si fuera la bebida más deliciosa del mundo. Notaba sus gemidos a causa de mi lengua y mis dedos que ya hurgaban en su interior. Era como meter dos dedos en un horno.

Recorrí cada milímetro de aquella gruta ávida de placer. Lamía, mordisqueaba levemente y saboreaba cada parte de su coño y ella lo agradecía. Sin previo aviso, introduje un tercer dedo y al parecer dicha acción fue el detonante para ella, que comenzó a mover sus caderas, acompasando el movimiento de mis dedos, penetrándola. Mi lengua seguía afanada en su clítoris y cuando noté que estaba por venirse, disminuí el ritmo y me despegué de ella.

Elena, alzó su cara al instante, enojada por la abrupta interrupción de su inminente orgasmo, pero la hice callar, metiéndole en la boca los dedos que instantes antes habían estado en su vagina. Y justamente cuando hacía esto, le solté una frase que hace mucho no le soltaba a una mujer, pero que siempre me había valido para realizar dicha acción: “para que sepas lo rica que estas”.

Se resistió, pero al final lamió y puedo decir que lo disfrutó. Yo estaba a reventar. Aun con ropa, la volví a tumbar en la cama y tras un leve lametón en su vulva, me despegué para desnudarme y cogerla de una vez por todas. Mi verga estaba más dura que un mástil y saltó libre en cuando me bajé el bóxer. Ella me observaba y tenía tatuado a fuego en la cara un sentimiento: deseo.

—Ven y cómetela – le ordené – pero quiero que te masturbes mientras lo haces.

Ni presta ni perezosa se hincó sobre la cama y cumplió la orden mientras su otra mano hacía lo propio. ¡Vaya que delicia! Era buena en el glorioso arte de la felación. Me estaba dejando llevar, presa de mis suposiciones que en un momento estaría por confirmar. Y tomé su cabeza con una de mis manos y comencé a empujar. Mi sorpresa fue tal cuando ella se resistió. ¿Acaso no era una masoca? Intenté varias veces, pero obtuve el mismo resultado. Al parecer no le gustaba que se la metieran hasta el fondo de la garganta. Triste, aquella sensación es muy gratificante para un hombre.

Tras unos diez minutos de una rica mamada, la obligué a ponerse como una perra y me enseñará ese par de gloriosas nalgas. No existía en el mundo mejor culo que aquél. Le solté un fuerte tortazo y escuché un leve gemido. Por ese lado íbamos bien. Sin más, penetré de un solo envite su encharcado coño y ella gimió como toda una puta. Al instante, la percibí moverse hacia atrás y hacia adelante. Vaya que quería que la cogiera. No la hice esperar y comencé con un movimiento frenético. Mientras lo hacía, de vez en vez le soltaba una fuerte nalgada que, por lo que me indicaban sus gemidos, ella agradecía.

En lo particular, no hay nada más delicioso que coger a una mujer, mientras se le azota el culo y, lo que es mejor, que ella lo disfrute.

Alterné los ritmos con que nos movíamos. Primero rápido, después normal y al final lento. Una y otra vez; tras unos veinte minutos ella se movía sola de un modo frenético. Yo intentaba ralentizar el movimiento, pero no me dejaba. Cuando noté sus nalgas enrojecidas, me incliné hacia ella para aprisionar sus senos y noté algo: ella misma se azotaba sus bamboleantes tetas.

Eso fue el golpe definitivo para mí, que, al notar aquello, me vine e inundé su ser con mi cimiente. Le solté una nalgada fortísima para finalizar y salí de ella con la verga morcillona. Los dos jadeábamos, pero pude ver una sonrisa en su rostro. Nos quedamos en silencio hasta que nuestra respiración se normalizó. Me acerqué a ella y la abracé. Ella se volvió hacia mí y me miró contenta.

—Gracias – me dijo.

—Gracias a ti mujer. Ese ha sido uno de los mejores polvos que he tenido en muchísimo tiempo.

—¿De verdad? – inquirió Elena

—“De veritas, de veritas” – le respondí sonriendo y agregué – Pero hay algo que quiero saber…

—¿Qué cosa? – me preguntó

—Antes de que me viniera, noté algo… ¿Te estabas golpeando tu misma las tetas? – pregunté con todo el tacto que me fue posible.

—Si… - me respondió apartando la mirada

—Eso quiere decir que… - me aventuré a decir y ella evitó mi mirada - ¿Te gusta el dolor?

—Un poco… - respondió avergonzada.

Cuando admitió eso, no puede hacer otra cosa más que sonreír. Aquello era lo que estaba buscando después de tanto tiempo… ¡Qué buena ventura! La atraje a mi pecho, sintiendo como mi virilidad comenzaba a despertar de nuevo y le dije:

Elena, tú y yo nos la vamos a pasar muy bien…

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