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Historia del Chip 01

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HdC — Año 2050, cerca de Florencia

Los cambios acaecidos en las últimas décadas resultaron el caldo de cultivo y el detonante de un nuevo orden mundial. Todo comenzó cuando los islamistas ganaron las guerras del petróleo. Y obligaron a todos los gobiernos a dictar normas explícitas discriminando a la mujer en un afán de trasladar a todas las sociedades sus rígidas normas. Con relativa rapidez, las nuevas reglamentaciones se extendieron, gracias en parte a la necesidad que tenían los hombres de redefinir su sexualidad, escondida en una plétora de legalismos cada vez más absurdos. La pérdida de los valores de occidente desembocó en nuevas guerras surgidas del fanatismo y la irracionalidad. Entre tanta masacre surgió un movimiento pro liberación masculina... a costa, otra vez, de las mujeres.

1)    HdC — Aprendiendo a desnudarse — Kim 001

Kim se sentía afortunada por tener un cuerpo tan atractivo. Con la nueva ley del 48, sólo las mujeres con pareja oficial podían gozar de orgasmos. El diminuto chip, colocado cuando tenía diecisiete años, le impedía disfrutar si no era con Roger. Se sentía especial por tener un amante tan fantástico. A las pocas semanas de estar juntos le hizo la propuesta: Kim podría gozar de orgasmos cuando estuvieran juntos y a cambio, ella escucharía sus fantasías y le desvelaría las suyas propias y se mostraría complaciente.

Durante un tiempo creyó que le hacía plenamente feliz. Que estar con ella era lo que más deseaba. Roger no lo negaba... pero tampoco lo afirmaba. Kim tuvo que aprender a escuchar entre líneas y a hablar con claridad. No se quedaba satisfecho si Kim no expresaba sus deseos de forma precisa. Dónde le gustaba ser acariciada. Cómo. Durante cuánto tiempo. Qué imaginaba en esos instantes. Si, por ejemplo, Roger llevaba su mano por debajo la exigua falda de Kim, quería saber qué sentía. Si apreciaba el gesto o le resultaba molesto. No quería una mujer hipócrita en su vida. O una mujer que no estuviese plenamente dispuesta a hacer el amor en cualquier momento o en cualquier lugar. Nada de dolores de cabeza virtuales. Roger quería que cuando se viesen no quedase ningún tipo de dudas sobre lo que iban a hacer. Su libertad terminaba en el momento del inicio del beso hasta el último y apasionado abrazo amoroso que se daban en el portal. Hubo muchos encuentros y desencuentros por la parte más resistente de Kim hasta lograr una base firme en su relación.

Empezó a creer que la confianza de Roger crecía al sentirse con el pleno derecho de tocarla, besarla o meterle mano cuando se le antojaba. No entendía la tremenda necesidad que yacía por debajo de esos requerimientos, pero aprendió a comprender mejor a su amante. Las dudas sólo entorpecían la relación. Y bajo ningún concepto quería perderle. Además de los orgasmos que sólo podía tener junto a él, debido al chip, en ocasiones sentía como una pasión incontenible surgía de sus entrañas. Roger apreciaba esos momentos más que nada en el mundo.

Todo el mundo se estaba ajustando a la era post—chip. Las mujeres empezaban a comprender las implicaciones de no poder tener los orgasmos cuando lo desearan. Les gustara o no, dependían de un hombre para poder culminar sus relaciones, para sentir un clímax.

Kim volvía contenta a casa. Su cuerpo adoraba el sexo y Roger lo manipulaba con gran soltura. Se sentía tan querida que no siempre se daba cuenta de que su hombre volvía a casa insatisfecho o frustrado, hasta que un día él le planteó dejar la relación. Su cara reflejó su estupefacción. En su fuero interno, sabía que esto podía ocurrir en cualquier momento. Era más bien que esperaba que durase más. Unos meses o unos años.

—Has sido muy buena conmigo, Roger. No puedo negarlo. Y yo a veces te he desatendido. Te he defraudado ¿Puedo hacer algo? — preguntó Kim compungida. Estaban caminando junto al paseo de tilos desnudos, las pocas hojas que quedaban apiladas a los lados.

—No me gustaría dejar de verte, Kim. Es sólo que me gustaría ser libre de ofrecerle el chip a otra mujer.

—Puedo preguntar si ya has escogido a alguien...— balbuceó Kim. Un sollozo se traslucía detrás de su voz.

—No, todavía no. Puede que tarde un tiempo— replicó Roger. Sus respuestas solían ser escuetas. Algo que a Kim le masacraba los nervios.

—Está bien. No quiero que me recuerdes histérica o amargada— le reconoció con pesar.

Bastaba que el hombre informase al registro para que anulasen la señal en el chip. Podía hacerlo en cualquier momento. Muchos lo hacían sin ni siquiera informar a sus amigas o novias. Kim se sintió agradecida por su deferencia.

—Roger. Sé que nos hemos centrado en mi placer y …— dijo Kim.

—No es por tu placer. Es porque no soy yo el que decide cuándo lo obtienes.

Kim no quería parecer desesperada. Lo estaba perdiendo por su estupidez. Los hombres querían atención. Sentirse admirados y poderosos.

—¿Aceptarías seguir conmigo si así fuera? — le preguntó mientras se giraba y le miraba a los ojos. Dejó los labios entreabiertos. Le gustaba besarla, no perdía nada por intentarlo.

—Necesitaría una prueba... una prueba de que tu cuerpo me pertenece, una prueba inamovible— contestó Roger. Se mantuvo impasible ante los labios sensuales, ligeramente abiertos y húmedos de su novia. Kim no quería besarle en esas circunstancias, no por falta de amor sino porque imaginaba que se sentiría manipulado.

—No sé ....

Roger la interrumpió.

—Es muy sencillo. Por ejemplo, no me gusta la ropa que llevas. Quítatela y escóndela en un seto.

Kim dudó. Hacía algo de frío y no podía imaginarse andar desnudo. Y mucho menos dejar su vestimenta atrás.

—Lo ves. No serías capaz— aseveró Roger con una sonrisa que rezumaba tristeza. Kim se encogió de hombros.

—Lo admito. Es que ha sido de sopetón. ¿Tanto te gustaría? — preguntó, sabiendo la respuesta.

—Kim, preciosa, eso no importa, es que no estás preparada para seguir mis peticiones— le contestó Roger burlón.

—¿Completamente desnuda? ¿Zapatos incluidos? — inquirió con fuerza.

—Tampoco me gustan— señaló él con cierta crueldad.

Sin darse tiempo a pensar, Kim se quitó el vestido, el sujetador, las bragas y los zapatos. Hizo un pequeño nudo con el vestido dejando el resto dentro del mismo. Buscó un seto alto y denso. Se lastimó la piel con los salientes de las ramas. Sólo sirvió para que se sintiese más desnuda y desvalida. Quería negarse a sí misma la excitación que sentía. Y mantener el control de la situación. Ocultar su deseo de ser penetrada. Retornó junto a Roger, el suelo frío no le permitía olvidar que se hallaba tal y como había venido al mundo. O el aire denso y húmedo.

Roger esperaba pacientemente. No dejaba de apreciar las formas sinuosas que tan bien conocía. A pesar de ello, Kim sintió que faltaba algo. Sólo cuando él levanto la mirada hacia su cara recordó que llevaba los pendientes. Estaba claro que tampoco eran objetos que le volviesen loco. Se los quitó. No quería perderlos, aunque era una estupidez. No iba a volver a ponérselos. Los lanzó con toda la fuerza que pudo y con tal enojo que no pudo precisar la dirección. Roger esbozó una medio sonrisa. Kim hizo un giro completo. Desinhibida y seductora. Sumada a su cuerpo desprovisto de vestimentas. ¿Qué hombre no entendía ese lenguaje?

Su hasta hace unos minutos novio, abrió el codo derecho dando a entender que continuarían la caminata. Kim, haciendo tripas corazón, se agarró al brazo ofrecido. Sólo quedaba el bolso de todo lo que había llevado puesto esa noche. Se lo había dado cuando se quitó la ropa y Roger todavía lo tenía sujeto en la mano. Kim se lo colgó del hombro y cuidando de no ir demasiado deprisa siguió contando tilos y setos, notándose más desnuda llevando el bolso. Quince minutos más tarde tenía los pies helados. Cada grieta, cada surco parecía puesto ex profeso. No se habían dicho ni una palabra. Kim no pudo callarse más tiempo y preguntó.

—Roger ¿puedo besarte?

No hizo falta nada más. Los labios se juntaron llenos del deseo contenido. Kim ayudó a Roger a bajarse los pantalones y los calzoncillos. Acabaron en el suelo, en la tierra irregular y frío. La penetró de un golpe y eyaculó con rapidez. Ella tuvo su orgasmo también, aunque hizo todo lo que pudo por evitarlo, como si eso fuera a ser una compensación. Le resultó imposible.

Tenía toda la espalda, las piernas y el culo doloridos. Las pequeñas piedrecitas se hincaban en la piel, unidas a su peso y el de Roger presionando hacia abajo. Pero no dijo nada. Esperó a que su amante se decidiera a retirarse. Mientras tanto, Roger lamía un pezón y jugueteaba con suavidad con el otro.

No encontraron la ropa a la vuelta. Demasiados setos, demasiada oscuridad o acaso esa era la intención del amante. Al llegar junto a la moto, Roger se quitó la chaqueta y se la ofreció. Mientras se la ajustaba, su amante abrió la guantera y sacó un trapo sucio. Kim pudo apreciar que tenía alguna que otra mancha de grasa. Sin mediar palabra, Roger colocó el trapo sobre la parte trasera del sillín, cuidando de que al sentarse no manchase sus pantalones. Elevó su pierna derecha y se colocó sobre la moto. Puso la llave en el contacto y esperó a que su amante vestida únicamente con su chaqueta de cuero se incorporase.

Kim no había dejado de sentirse excitada durante toda la vuelta hasta el vehículo. Los interiores de sus muslos estaban brillantes, gracias a una mezcla de esperma y líquido vaginal. Había preferido no tocarlo. Ahora tendría que volver a casa con las piernas, las nalgas y la vagina desnuda. Los labios inferiores tendrían que mantener el contacto con un grasiento trozo de tela. El mensaje de su amante le parecía muy claro: era importante mantener el sillín limpio.

Estaba acostumbrada a ir en la moto. En estas condiciones, la fogosidad apenas desvanecida, la imposibilidad de cubrir sus largas piernas, de proteger su culo que iba a quedar bien expuesto o sus sentidos alerta desde que se desvistió, todo se iba a juntar para hacerla sentir una mujerzuela, una chica dispuesta a hacer cualquier cosa por un falo erguido.

El nuevo orgasmo también fue inevitable. La vibración al arrancar la moto, los pliegues de los labios presionando el manchado trapo, los pezones apretados a la espalda de Roger impelidos a traspasar la chaqueta, recordándole los guijarros en su propia espalda un rato antes. Tuvo otros dos cúlmenes en el corto camino a casa, apenas a veinte minutos. Nunca supo si alguien llegó a verla encaramada sobre la moto en su estado semidesnudo. Todo el tiempo estuvo pensando en sus pezones, en sus pechos bien presionados hacia Roger y en sus piernas abiertas.

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