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Mi dócil hermana (1ª parte)

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No se que es lo que me ocurre con mi hermana Raquel, que es lo que me excita tanto de de ella. Es miércoles. Se acerca el fin de semana, y solamente pensar que la ausencia de mis padres me dará la oportunidad de disfrutar de ella me pone a cien. La observo mientras se pasea por el pasillo, intentando memorizar los apuntes, concentrada en sus estudios y siento un cosquilleo en el estómago, en el vientre, en la columna, en la próstata y el cipote. Yo creo que ella ya se ha percatado de mis intenciones. Ya ha empezado a poner esa cara de mosquita muerta, de víctima que tanto me gusta de ella. No pone cuidado. Le da igual si con ese camisón trasparente se notan las bragas, si al coger el salero, la apertura de su chaleco me permite ver el canal de su pecho, la parte más baja de su sujetador, y con un poco de suerte, si no piensa salir, sus pechos deliciosos. Tengo dieciocho años y estudio económicas

Me llamo Michael. Mi hermana Raquel es mayor que yo. Tiene veinte años. Yo soy un chico que acaba de salir de la adolescencia. Aún me salen espinillas y mi barba aún no se ha cerrado. Mido 1,70 aunque aún puedo crecer unos centímetros. Soy delgado, de espaldas aún por ensanchar, un universitario que estudia la semana antes de los exámenes. Mi hermana es una chica rubia, casi castaña, delgada y alta. Mide 1,73. Tiene un tipo precioso a pesar de su delgadez. Su culo es deliciosamente elegante, como sus pechos, ni gordo ni delgado y muy bien puesto.

Es de piernas largas, como sus brazos y manos, como su cuello y sus pies. Su cara es preciosa, de ojos marrones verdosos, de nariz recta y alargada, como la cara. Es muy poco velluda. Una muñeca. A cualquier hombre le gustaría. Yo llevo años enamorado de ella. Desde que mi pollita tomó algo de vida, quizás con diez u once años, cuando en la playa me fijé en sus nalgas, en sus caderas, en su tipo, mi hermana me gusta. Al fin y al cabo, yo ya la veía mayor, deseable. Cuando más crecía, mayor era la atracción que Raquel realizaba sobre mí. Yo lo ocultaba, lógicamente, aunque era algo más que mi prototipo de mujer. Era mi objeto de deseo. Pasaba horas en vela, con la polla a medio gas imaginándome que su cuerpo era mío y yo disponía de él utilizándolo para satisfacer mis deseos con mis limitados conocimientos sobre el sexo

Un día le propuse jugar a un inocente juego. Los dos habíamos visto una película un poco fuerte. Yo tenía 18 años y ella 21. Mi proposición era que yo representaría el papel del protagonista y ella el de su acompañante femenina. Imaginamos las distintas peripecias de la película. Llegó el momento deseado. Era la hora de la siesta. Nuestros padres dormían. Le propuse darnos un beso y acostarnos en la cama como hacían los dos protagonistas. Raquel lo pensó unos instantes. Su boca se acercó a la mía despacio y nuestros labios se sellaron. Raquel me enseñó a besar esa tarde. Fue ella la que me introdujo la lengua dentro de mí. La que se abrazó mientras nos besábamos. La que me animaba a repetir nuevamente cada beso. Tengo que decir que aquella situación, de la que ella era más responsable que yo con mis 18, se prolongó durante años. Aprendí a acariciar sus pechos cuando nos besábamos mientras mi polla crecía dentro de mi bragueta.

Desabrochaba los botones de su camisa e introducía mi mano entre su piel y su sujetador. Aprendí a reconocer el gozo de Raquel ante mis caricias en sus pechos, en sus nalgas, entre sus muslos, a lo que se oponía de palabra, diciendo que le producía cosquillas. Un día probé a besar sus pechos. Pensé que se negaría, pero no me dijo nada. Permaneció quieta mientras le lamía los pezones y yo sentí por primera vez cómo se le endurecían y empecé a comprender que yo no era el único al que se le ponía algo duro. Otro día, me corrí. Era la primera vez. Ya me habían avisado en las clases de educación sexual que eso ocurriría.

Pero no sabía como disimular la mancha que tenia en mis pantalones. Raquel me los lavó a mano. Desde entonces, cuando nos besábamos, yo con catorce años y ella ya con dieciséis, Raquel metía su mano en mi bragueta y me tocaba la polla y no paraba de manosearlo hasta que conseguía que me corriera. Se consiguio novio y dejamos de hacerlo durante un año. Cuando yo cumplí los dieciséis, ella tenía dieciocho. Yo había aprendido algunas cosas, como la forma en que se debía follar, aunque sólo en teoría. Un día estábamos solos en casa. Me acerqué a mi hermana por detrás. Me había puesto muy caliente por que no llevaba sujetador y le había visto las tetas en un descuido. Le levanté la falda en silencio y comencé a acariciarle los cachetes del culo estaban fríos, pero cuando bajaba la mano hasta su coño, se iba calentando.

Raquel se volvió y me besó como lo hacía antes, y metió su mano en mi bragueta. Me puso a cién y luego, me desabrochó el pantalón, me bajó los calzoncillos y para mi placer e incredulidad, se arrodilló delante de mí y se la metió en la boca y me dio un placer, el mayor placer que jamás me habían dado. No paré hasta eyacular. Raquel apartó la cara y escupió unas gotitas de mi semen que se la habían quedado dentro. Otras le habían manchado la falda. Empezamos a hacer "cositas" otra vez. Cada vez nos entregábamos más a nuestros juegos. Ya no aceptábamos la ropa. Me refiero a la suya, naturalmente.

Yo la desnudaba y la dejaba en bragas, sólo en bragas y le daba besos por todo el cuerpo, desde la planta de los pies hasta la parte interior de los muslos y los pechos, y las nalgas. No me atreví nunca con el sexo, hasta que ella tomó mi mano y me la puso sobre su coño, por encima de sus bragas. Tenía miedo pero ella me animaba a profanarla. Sentí sus labios gorditos, sentí cómo aparecía una hendidura entre sus muslos. Ella se puso caliente. Jamás la había visto así y finalmente, ante su insistencia, decidí acariciarla con fuerza y pareció darle un ataque de una extraña locura que yo identifiqué con lo que me habían enseñado como orgasmo.

Cada vez me volví más atrevido con su sexo, y al cabo de algunas semanas, empezaron a sobrarme sus bragas y mi dedo se apoderaba de su raja después de jugar con su clítoris y de acariciarla con suavemente con la yema de mi dedo. No tenía en la cabeza culminar una relación sexual con ella. Y yo creo que ella tampoco. Mis padres se han ido a pasar fuera el fin de semana.

Es sábado por la mañana. Raquel no podía ir. Les ha dicho que tiene que estudiar. Es mentira. Quiere quedarse. Conforme ha llegado el momento de la partida de mis padres mi corazón se me ha acelerado y ahora está más acelerado que nunca. No se cuando abordarla. ¿Después de comer? Sí. Será después de comer. Antes de comer he abierto la caja que guardo en el lugar más secreto de mi cuarto. Es una cajita fuerte en la que tengo unas braguitas tanga, unas cuerdecitas muy suaves pero bastante corditas para atar unas manos o unos tobillos. Tengo un bote de pastillas de esas efervescente, que me lo pongo en el dedo y lo utilizo como consolador, y algunas cosas más, como un juego de bisutería de plástico, un juego de medias de mamá llenas de carreras y los condones.

Lo saco todo de la caja y lo guardo debajo de mi almohada. Luego disimuladamente voy al cuarto de mi hermana y cojo aquella minúscula falda que se compró para su novio, Esa camiseta de hace tres años que se le ha quedado estrecha y le marca todo el pecho, esos zapatos de tacón de aguja. Mi hermana anda por ahí en camisón. Se le ven las piernas hasta la mitad de los muslos y se le adivinan sus tetitas moverse libremente. Ahora desayuna. Tiene una miga de pan con un rastro de mantequilla en los labios, el pelo alborotado. Está riquísima. Después va a ducharse. Espero a que entre y oigo cerrar la puerta. Yo sé lo que tengo que hacer. Le doy tiempo hasta que el grifo se abre y entro.

Abro la cortina con decisión. Está desnuda y rápidamente se cruza las manos delante de los pechos y se da la vuelta. Tiene una espalda muy bonita, un poquito ancha en los hombros, se va estrechando hasta la cintura para ancharse en las caderas. Sus nalgas brillan bajo la espuma de jabón. Cierro la cortina y salgo del baño. Ahora Raquel sabe que la deseo, Raquel ha ido a su cuarto envuelta en su toalla. Si el camisón le quedaba corto, la toalla sólo le tapa unos cuatro dedos por debajo de las nalgas. La espío desde el otro lado del pasillo y la veo entrar en su cuarto, donde encima de la cama le he colocado las bragas tanga, la minifalda, la camiseta estrecha, las medias que recuperé de la basura por que mamá las tiró, llenas de carreras, y los zapatos de tacón. Sale del cuarto al rato. Lleva puesta la ropa que le he dado.

Ahora ella sólo espera mi momento, pero yo me haré esperar. He comprobado que cuanto más tarde, más la desconcierto, y es cuando más docil y caliente me la encuentro. Raquel se ha puesto ese perfume barato que me embriaga y se ha pintado como a mí me gusta, provocativa, sensual, con pinta de fulana. La miro con descaro y ella se ruboriza. Me rozo con ella cuando pasa cerca de mí y le manoseo el culo. La comida nos la ha dejado mamá preparada. Sólo tenemos que calentarla. Raquel no duda en poner dos platos sobre la mesa y en servime. Me coloco frente a ella y la miro con seriedad mientras ella se esfuerza en sonreir. Ya me siento su amo y señor. Ya me veo con los dedos manchados de su humedad mientras ella jadea sobre mi hombro.

La ordeno que haga café y rápidamente me obedece. Es una costumbre. Siempre tomamos café. Me gusta el sabor que el café deja en sus labios, ese sabor fuerte y dulce que impregna su aliento. Mientras me prepara el café me limpio los dientes y ella hará lo propio cuando acabe de servirme el café. Nos gusta hacer las cosas bien. Me tomo el café y ella conmigo. Entre los dos hay un silencio tenso. Ella espera que le ordene cualquier cosa. Finalmente se levanta decepcionada.- Bueno, si no quieres nada más me voy a dormir la mona.- Aún va por el pasillo, andando despacio. Le paso la voz -¡Espera!- y ella se da la vuelta lentamente. Puedo adivinar una sonrisita en su boca. - ¿Por qué te has vestido de esta forma? ¿Para ponerme caliente?

-¿Yo?. es para estar cómoda.-

- ¿Cómoda? ¡Si vas vestida de putita!.- - ¡Ay Michael, cómo me dices eso!.-

- ¡Con esas medias! ¡Parece que hubieras salido de echar un polvo de detrás de unos matorales! ¡Puta! ¡Más que puta!.

- Raquel agacha la cabeza. La sonrisa ha desaparecido de su boca y me mira con sumisión. Le levanto bruscamente la falda, con esfuerzo, deslizándola por sus muslos hasta sus caderas.

-¡A ver que bragas llevas! ¡Eso, bragas de puta!.- La cojo de la cintura y luego de las nalgas, prietas y suaves y la atraigo hacia mí. De nuevo aparece una sonrisa en la cara de Raquel. Hinco mis dedos en su carne y me la acerco. Su cara sólo está separada de la mía unos centímetros. Su olor me embriaga.

- ¡Seguro que no llevas sujetador!

- Le manoseo los pechos por encima de la camiseta. Son suaves, menudos, deliciosos. La tela de la camiseta deja que aprecie ya la dureza de sus pezones. La beso. Aprieto mis labios contra ella. Quisiera arrancarle con mis labios un trozo de los suyos, que se me ofrecen entreabiertos, sumisos, pacientes. Quiero pegar mi boca a la suya, en un contacto de cien por cien, respirar su aire. Ella se entrega a mí. Saco de los bolsillos de mi pantalón uno de los cordones que guardaba en mi caja fuerte y le pongo las manos a la espalda. Raquel las deja ahí, paciente, esperando que se las ate. Yo le doy la vuelta. Ahora me ofrece sus nalgas mientras le ato las manos.

Observo el excitante efecto que me producen sus minúsculas bragas, la tersa piel de sus nalgas bajo el borde de la falda que permanece subida en su cintura. Y debajo, el borde superior de las medias a la altura del muslo. Con los zapatos de tacón ella me saca cinco dedos. Así tengo sus nalgas más a la altura de la mano. Quiero llevarla a un lugar de la casa donde nunca hallamos estado. Es difícil. La he masturbado ya sobre la mesa de la cocina, sobre el sofá del salón, en el pasillo, en el baño, en mi dormitorio y en el suyo. ¡Ya está! Detrás de la cocina hay un pequeño lavadero. Le bajo la falda y le desabrocho la cremallera. La falda cae ayudada por mi mano. Queda en mitad del pasillo mientras nos alejamos. Yo la empujo pasillo adelante, hacia el lavadero, separado del patio de vecinos por sólo una ventana de cristales traslúcidos.

Miro el gracioso movimiento de su trasero mientras la conduzco al lugar donde será mía. Su pelo está rizado ligeramente por haberse duchado. Sus manos permanecen atadas. Estamos en el lavadero. De nuevo la abrazo y la beso con pasión, mientras hinco una de mis manos en sus nalgas y le sobo el pecho por encima de la camiseta. Luego mi mano abandona sus nalgas y comienzo una maniobra de profundización. Le levanto la camiseta hasta encontrar la caliente y suave piel de sus senos, que salen como botando de la prenda que le queda demasiado ajustada. Mi otra mano acaricia su vientre y se desliza hacia abajo. Busco el borde superior de su tanga, y cuando lo encuentro meto mi mano dentro de sus bragas.

Atravieso la parte baja de su vientre, suave, totalmente depilada por exigencias mías y encuentro la piel rugosa de los labios de su sexo, y en medio, su clítoris excitado que tomo entre mis dedos. Juego con ella. Muevo mis dedos, los que contienen su clítoris y los que pellizcan tiernamente sus pezones. Quiero que mi boca los encuentre tersos, crecidos, deseosos de recibir placer. Mientras la sigo besando, ahora más despacio, recreándome en sus gestos, en la manera que tiene su mirada de expresar el placer. Me separo y bajo los tirante de su camiseta y luego doy un tirón hacia debajo. Sé que quizás le haya causado alguna molestia por la estrechez de la prenda, pero a ella le gusta que la traten así. De hecho su cara a pasado de reflejar la sorpresa a reflejar cierto dolor, y cuando sus pechos han salido de la presión de la camiseta, que se la he dejado a la altura de la cintura, como dos masas libres, ha puesto esa cara de putita satisfecha que tantas ganas me dan de comérmela, de hacerla mía sin mirarle a la cara, sin preocuparme de si le gusta o no.

Oigo a la vecina de al lado abrir la ventana del fregadero mientras le como los pechos a Raquel. Lo hago despacio, con ternura, aunque de vez en cuando tomo un pezón entre mis labios y lo estiro, o lo aprieto tal vez demasiado fuerte. Cada vez que hago una cosa así ella se retuerce pero en seguida me ofrece sus pechos para que los siga martirizando dulcemente. Ella también se ha dado cuenta de la vecina y con voz queda, no deja de suplicarme que pare.

-¡Que nos van a oir!- Al final guarda silencio. Acepta la situación y se queda callada y quieta mientras le bajo las bragas hasta la altura de los tobillos. No se las quita. Sabe que me gusta así, con las bragas uniendo sus piernas. Paso mi lengua por su vientre desnudo de ropa y de pelo. Me encanta ver su coño depilado. Tiene un peca en su lado derecho que me lo hace inconfundible. Encontraría el coño de mi hermana entre mil que me pusieran en fotos. A ella le encanta sentir mi lengua en su coñito, pero yo le exigí que se depilara totalmente. Ella me obedece. Me tomo todo el tiempo que hace falta para coger con mis dedos y separarle los labios y lamer su clitoris, hasta arrancarle las primeras gotitas del néctar de su sexo.

Lo adivino por que desprende un olorcito que me llega a la zona más profunda de mi mente. Entonces me disparo. Lo tomo entre los labios y le doy lametones con la lengua, lo estiro y lo suelto para volver a buscarlo. Paso la mano por su sexo y me lo encuentro húmedo, excitado y descubro que Raquel ha comenzado a proporcionarse placer ella misma. Y la vecina de al lado no deja de tender la ropa. No me gusta que hagas eso, Raquel. No me gusta que te metas el dedo mientras te hago mía. Yo soy quien debe darte el placer. Yo soy el chulo que te convierte en una zorra caliente. Me pongo de pié, tras bajarle las medias llenas de carreras hasta la altura de los tobillos.

Me percato de que sólo la camiseta arrremolinada en su cintura cubre su cuerpo. la apoyo en el borde duro del lavadero y tiro de su nuca hacia mí mientras con la otra mano me deslizo por su vientre, buscando entre sus muslos la humedad de su sexo e introduzco dos dedos con decisión dentro de ella, que se apresta a retirar el suyo. La oigo gemir de placer. Quiere apartar la cabeza de mi hombro pero la obligo a permanecer así. De nuevo gime suavemente cuando muevo mis dedos dentro de ella. Oigo el chirrido de las ruedecitas del tenderero de la vecina cada vez que estra de la cuerda para colgar una nueva prenda de ropa y aprovecho para introducir mis dedos más profundamente, manchandolos de su humedad, de la miel que me empalaga. Estoy yo mismo a punto de reventar.

Me duele la punta del pene de la excitación. Si no se corre ya, me voy a correr yo mismo. Muevo mis dedos rápidamente a un lado y otro de su vagina y ella irrumpe en un chillidito tras de lo cual parece sufrir un pequeño desmayo y luego, la siento morderme el cuello, conteniendo sus gemidos para evitar que la pesada de la vecina oiga nada. La siento derrumbarse sobre mí. La siento humedecer mis dedos, restregar su cara en mi hombro, buscar el contacto de mi cuerpo con todo su cuerpo, y luego quedarse quieta, muy quieta mientras yo mismo la beso en el hombro y el cuello.

CONTINUARA…

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