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La profesora de filosofía.

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Trabajo en una Universidad y mi oficina está junto a la de Susana, una profesora de Filosofía muy seria, con lentes de intelectual, pero con una mirada que hace notar su sensualidad. Generalmente usa faldas cortas, un poco amplias, que permiten ver sus muslos cuando camina y observar su braga, cuando se sienta. Nuestras oficinas están separadas por una pared con lunas; en la mía hay un librero sin fondo adosado a las lunas.

Muchas veces la había sentido llegar a su oficina a trabajar. A veces me intrigan unos leves ruidos que procedían de su despacho, como suspiros tenues o gemidos apagados. Cuando eso ocurría la imaginaba pensativa, recordando alguna aventura o evocando a un amigo lejano. En otras, me parecía que esos gemidos eran de placer, y la imaginaba acariciándose los senos, con sus hermosos ojos semicerrados, con la lengua anhelante de chocar con otra para gozar. La imaginaba acariciándose el sexo, con las piernas juntas atrapando su mano para que llegue hasta lo más profundo de su gruta.

Algunas veces, al verla avanzar por el pasillo en sentido contrario al mío, había notado a la altura de su entrepierna un insinuante bulto que me hacía pensar en una vulva grande, cubierta por una gran mata de vellos, deseosa de ser recorrida por una lengua hambrienta y anhelante de saciar la sed con los jugos que de ella se desprendían. Cuando eso ocurría, no podía evitar de tener una erección que ella, seguramente apreciaba.

Una tarde necesité consultar un libro que estaba en la parte alta del librero. Subí la escalinata y retire el libro; al hacerlo, quedó a la vista el fondo del librero, y tras él la pared de lunas en la que faltaba un vidrio. Nunca me había percatado de la existencia de esa abertura.

Ya iba a bajar, cuando sentí un jadeo que provenía de la oficina contigua. Observé por el agujero libre y lo que vi me dejó asombrado y casi paralizado. Susana estaba sentada en una silla junto a su escritorio. Podía ver su rostro encendido con los ojos cubiertos por los lentes que aumentaban la sensación de mujer sensual y el cerquillo que caía sobre su frente. El espectáculo era realmente de lujuria: una mujer hermosa, ardiente, intelectual, que dejaba en libertad sus instintos y daba rienda suelta a sus deseos más ardientes.

Susana había subido su falda por encima de las rodillas dejando ver unos muslos firmes, bien formados, que invitaban a la caricia. Sus labios frescos, entreabiertos, mostraban una lengua roja, húmeda, con la que recorría sus labios mientras una de sus manos se hundía en el sexo cubierto por una braga blanca, pequeña, por la que asomaba una mata de vellos negros que sólo de verlos me excitaron. Debía llevar buen rato en esas caricias, pues parecía haber perdido el sentido del tiempo y del espacio. Sólo atendía a sus requerimientos sexuales y a una pasión aparentemente incontenible. Su sexo húmedo se transparentaba en esa braga diminuta, mojada por las eyaculaciones abundantes de una raja ansiosa de llegar al clímax.

La profesora de Filosofía se estaba masturbando, con los ojos semicerrados y emitiendo unos gemidos tenues que llegaban a mis oídos como mensaje de placer sin fin. Sus dedos entraban y salían con un ritmo acompasado que iba creciendo. La otra mano se cerraba sobre uno de sus senos cubierto por una blusa clara que transparentaba un sostén de calidad.

Parecía experta en estos menesteres; estaba absorta en la autosatisfacción y sólo atendía al llamado de la propia naturaleza necesitada de apagar el fuego de un volcán cuya lava ardiente debía hervir en su interior.

La escena evocaba los festines de una diosa insatisfecha que necesitaba de la propia acción para llegar al orgasmo. Los movimientos eran cada vez más intensos. Las piernas, muy abiertas, mostraban la sonrisa de un conejito que gozaba al máximo. Susana tenía un coño delicioso; sus jugos resbalaban por las ingles y las piernas. Los labios exteriores se abrían y cerraban al ritmo del propio placer, mostrando el camino que conduce a la zona más oscura que toda pinga bien formada quisiera recorrer. La mía estaba a punto de estallar.

Los gemidos iban en aumento; la mano dejó de entrar y salir para coger el clítoris en una caricia frenética que la hizo gritar con ansiedad. El momento culminante se acercaba. Susana se movía sobre la silla abriendo y cerrando las piernas conforme el placer se lo pedía. La lengua se estiraba en su afán de llegar hasta el pezón que, erecto, amenazaba con traspasar el sostén y la blusa. El conjunto de lo que veía era alucinante. Senos firmes con pezones poderosos que pedían una caricia varonil; piernas duras que querían ser recorridas por unos dedos maestros en la ubicación de las zonas más sensibles; una lengua que deseaba ser mordida por un beso de pasión; un sexo que vibraba con el anuncio del final; una mujer ardiente que había encontrado en sus propias manos la forma de satisfacer sus apetitos inextinguibles.

Susana se detuvo, lanzó un último gemido y un suspiro de placer. La mano apareció llena de jugos incitantes abandonando un coño enrojecido por las fuertes caricias recibidas. Los ojos se abrieron como volviendo a la realidad. Acomodó sus ropas y respiró profundo. Sin saberlo, me había dado una clase magistral. El teléfono de su oficina comenzó a timbrar y ella contestó con una ¡aló! que debió arrechar a la persona que llamaba. Yo me retiré a mi escritorio a meditar sobre lo que podría suceder. En otra ocasión les cuento cómo trabé con ella una ardiente relación.

 

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