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Los apuntes

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Cuando la profesora de Historia de la Filosofía entregó los apuntes que debían ser fotocopiados, Morelia se los apropió, como siempre hacía. Seguramente se los llevaría a su casa, los leería y estudiaría toda la noche y solo al día siguiente los entregaría a la fotocopiadora de la universidad. Esa tacañería de Morelia me molestó terriblemente, me pareció despreciable esa forma de ahorrarse el costo de las fotocopias. Salí de la universidad con una mezcla de indignación, de rabia, de tristeza.

Esa noche, en el silencio de mi cuartucho, como siempre que estaba deprimida, me puse a inventariar todo lo que había de malo en mi soledad. Vivo en este sucucho donde tengo que compartir el baño que está al final del pasillo. A las diez de la noche ya no es un baño, es una cloaca. Extraño mi pueblo y mi casa pero ya no puedo volver a la cotidianidad de mi madre afanada en cocinar para mi abuelo y para mis hermanos. Soy negra, pero eso no es lo peor; soy lesbiana. Me gustan las mujeres pero en esta ciudad estoy más sola que nunca. Faltan dos días para que me paguen mis magros haberes en la pizzería donde hago limpieza en las mañanas y a veces en las tardes. En la lata que hace de mi despensa solamente queda un paquete de galletitas saladas, medio frasco de azúcar, un poco de arroz y dos sobrecitos de café. Tengo que preparar un examen para el viernes. Mi ropa está sucia. Debo lavarla y ponerla a secarse en la ventana. Hace calor y no hay luz y el apagón se mantendrá hasta el amanecer. Finalmente decido bañarme, lavar mi ropa y acostarme mojada mientras mi cuerpo abandonado y deprimido sueña con idilios imposibles. Hoy tampoco voy a cenar.

Al día siguiente en la universidad me avisan que debo pasar por la bedelía. Me entregan una carpeta que ni siquiera me di cuenta de que había perdido. Tiene una notita escrita en un sobre celeste: “Tienes que ser más cuidadosa. Hay distracciones que se pagan caro”. No tiene firma pero por las barbas de San Pedro que reconozco la letra de esa odiosa y estúpida muchachita. Me prometo que no le daré las gracias y que la ignoraré de la manera más ostentosa que me sea posible. Esa idiota. Voy a una clase de Historia del Arte y después a estudiar a la biblioteca. Son casi las nueve de la noche cuando acomodo mis papeles, voy a tirar esa maldita nota al cesto de basura y entonces hay otra sorpresa: en la segunda página de la carpeta, pegado con cinta adhesiva, hay un billete de quinientos pesos.

Lo contemplo con codicia, no puedo evitarlo, es la cantidad que gasto para comer durante una semana. Esto es demasiado, me digo. Ni siquiera intento buscar a Morelia. A esa hora las aulas están vacías. Vuelvo a mi cuartucho, a mi soledad. Estudio a la luz de un velador de pilas casi hasta la madrugada. Me despiertan los gritos de la vieja del cuarto de al lado que pelea con su marido borracho a las siete de la mañana. Salgo de la pizzería con mi sueldo en el bolsillo. Pago el alquiler del cuartucho, me tomo una coca helada y camino hacia la universidad. Quiero pensar que estoy contenta cuando, como en un ramalazo, me llega el recuerdo de los quinientos pesos que encontré en mi carpeta. La indignación me sube en oleadas. Estoy furiosa. Pregunto por Morelia y una de las chicas me cuenta que ella no vendrá hoy ni mañana. Se perderá el examen  de Historia del Arte, digo sorprendida. La chica me explica cómo llegar a su casa, ojalá puedas convencerla, ella suele entrar en pánico con esa materia.

Pero si es la que más sabe. La chica menea la cabeza y mientras salgo hacia la casa de Morelia ya no estoy tan indignada, ahora siento preocupación y curiosidad. Morelia vive en un edificio cerca del palacio de gobierno. Son departamentitos para estudiantes acomodados, ¿y cómo es posible que si vive aquí pueda ser tan tacaña como para ahorrarse las monedas de las fotocopias? Y ahora me asalta otra duda ¿una persona tacaña regala, o intenta regalar, quinientos pesos así, sin más, a una desconocida que perdió su carpeta? El guardia de seguridad privada me mira con desconfianza. Cuando mi mente recompone estas escenas revivo la misma confusión que experimenté al tocar la puerta de Morelia. El departamento era de dos ambientes, un dormitorio con un bañito privado y una sala dividida por un tabique de madera con una abertura en forma de arco. Allí estaba  la cocinita. La sala tenía dos sillones inflables y una mesita ratona. Morelia tenía puesto un largo camisón de algodón lila, estaba descalza y demacrada, era evidente que había dormido mucho pero también que su sueño fue inducido por calmantes ¿Valium, Nembutal?

-Pasa, y no mires el desorden.

Por la puerta abierta del dormitorio veo las sábanas desparramadas. Morelia se mete en el baño. El aire acondicionado está demasiado frío.

-¿Puedes colar un café?

Acepto con resignación y antes de que Morelia salga del baño el café está humeando en dos tacitas de  acrílico verde.

-Gracias. ¿Estudiaste para mañana?

El café está bueno verdaderamente. Asiento con la cabeza y la miro a los ojos. A medida que ella bebe sus mejillas recobran el color pero sus ojos están temerosos. Tiene puesto un short de algodón rojo y una blusa blanca algo grande para su talle. De la carpeta saco el billete y lo pongo sobre la mesita.

-Vine a devolverte esto. Gracias por devolverme la carpeta pero no necesito tu caridad.

Morelia se sienta ahora con las piernas encogidas y se abraza las rodillas. Hace un gesto, como si quisiera sonreír pero mi mirada es tan dura que se lo impido. Cuando me levanto para irme la veo esconder la cara entre sus rodillas. Morelia estalla en zollozos y yo no sé qué hacer.

-Tengo miedo, llevo dos días estudiando y no consigo retener  nada…

-¿Quieres que te ayude?

Asintió mientras respiraba hondo para dejar de llorar. Era el mismo pánico que yo había experimentado hacía dos años, cuando recién llegaba a la ciudad. Comencé a mesarle los cabellos y a pedirle que por favor parara de llorar, pero eso parecía que hacía el efecto contrario.

-¡Carajo! Grité y le di una bofetada que la sorprendió.

Nos quedamos en silencio un momento.

-Mira, dime lo que recuerdes del período carolingio- le digo en tono de orden militar.

Balbucea al principio, como una estudiante de secundaria que recita la lección. Se tranca un par de veces pero a medida que me ve asentir toma confianza. Junto a su cama veo un rollo de cartulinas. Tomo un par de lapiceras de felpa y extiendo una cartulina sobre el piso.

-Oye, vamos a hacer una lámina, una ficha gigante. Escribe. Reyes mayordomos.

Morelia escribe en silencio, solamente se oye el roce de la punta de felpa sobre la cartulina. Morelia traza toda la genealogía de Carlomagno, Pipino de Heristal, Pipino el Breve, Carlos Martel…

Finalmente vamos leyendo los apuntes que hablan del sacro imperio romano germánico. Me turno para leer y le pido que me explique. Son casi las once de la noche y estamos exhaustas. Me niego a tomar café porque después no voy  a poder dormir. El examen es escrito y empieza a las ocho de la mañana. Morelia toma un enorme despertador y lo pone a las dos de la mañana.

-Durmamos, me dice y camina hacia la cama.

Cuando el despertador suena me parece que hace una eternidad que cerré los ojos. Solo después de abrirlos me doy cuenta de que estoy en casa de Morelia. En la nevera encuentro una botella de coca y me tomo un trago interminable, total, tiene cafeína, me lavo los dientes con los dedos y me doy una ducha. Cuando salgo del baño Morelia ya ha colado café. Retomamos los apuntes y a las seis de la mañana damos por terminado el estudio. No entiendo a Morelia. Sabe más que yo y estuvo a punto de perder el examen por tercera vez. Es como para matarla. Comemos un sandwich y salimos para la universidad. El pasillo del aula 13 está lleno de gente. Una bedel nueva me hace pasar y me defiendo con uñas y dientes de las preguntas de la profesora, ex monja de la congregación del Verbo Divino, teóloga y profesora de latín. Explico todo cuanto sé de teocentrismo, de la cristiandad medieval y del papel de la iglesia en la preservación del orden sociopolítico de la Europa de Carlomagno. Cuando Morelia se sienta a dar su examen está como ida. Tiene las mejillas enrojecidas y tartamudea. En algún momento mira hacia la puerta y la fulmino con la mirada, como si la amenazara de muerte en caso de que fracase.

Son casi las doce del mediodía cuando salimos de la universidad. Tuvimos que esperar a que terminara el examen para que la profesora nos diera la nota. Morelia tuvo setenta y ocho puntos, yo setenta y nueve. Estoy sin fuerzas, apenas puedo caminar pero una felicidad demasiado notoria me inunda por completo. Entre los árboles del campus revolotean palomas y siento ganas de reír. Un examen aprobado es en cierta medida un permiso para seguir soñando, una victoria más en una guerra que parece interminable.

-¿Qué vas a hacer?

-Tengo que trabajar.

-¿En la pizzería?

-¿Y cómo tú sabes que trabajo en una pizzería?

-Te vi una vez ahí, pero tú no me viste- dice y se sonroja como una niña que estuviera confesando una falta.

-¿Y a qué hora sales?

Pienso un poco antes de responder. Me preocupa de dónde sacaré fuerzas para limpiar esa cocina, los pisos, lavar toda esa vajilla.

-Creo que a las seis y media ¿por qué?

-Tal vez deberíamos festejar esto ¿tú crees?

-Hmm, pero hoy no, creo que voy a llegar arrastrada a mi casa, apenas con fuerzas para dormir.

-Mira… festejemos el viernes entonces, vayamos al cine, comemos pizza y…

Mi mirada de hielo debe de haberla detenido. Se volvió a sonrojar.

-Me parece que te entiendo, dijo, imagino que debes odiar la pizza.

Esa noche dormí de un tirón hasta el otro día. Limpié mi cuarto, compré más galletas, más arroz y fideos. Renové las baterías de mi radio y me volví a dormir hasta la hora de ir a trabajar. Al regresar estudié hasta las dos de la madrugada  y me dormí hasta las nueve de la mañana.

La universidad es un colmenar. El comentario de los exámenes, de las increíbles respuestas de algunas de las reprobadas desata largas carcajadas en los grupos. De pronto se me acerca una de las muchachas. Me mira con respeto, como si yo hubiera ganado un premio o algo así.

-Mira, me dijeron que hiciste que Morelia aprobara Historia del Arte, muchacha, eso sí que es una hazaña.

-Yo no la aprobé. Fue la profesora.

-Mira, si ella perdía otra vez la materia su madre se la llevaba de vuelta a España. Morelia fuera capaz de suicidarse para no regresar.

Ante mi mirada de sorpresa la muchacha suelta su rollo.

-Mira, la madre de Morelia es una vieja tirana. Tiene cuartos. Aceptó que Morelia viniera a estudiar a Dominicana porque estaba convencida de que ella fracasaría y se tendría que volver a Madrid, ya tú sabes, con el rabo entre las piernas, pero ahora, cuando la vieja sepa que aprobó y que seguramente tomará cursos de verano, óyeme, me gustaría ver la cara de esa jodida vieja. En ese momento llega Morelia, viste una falda negra y una blusa blanca, sandalias blancas y un reloj deportivo que le sientan muy bien. Trae una carpeta negra y un bolso de tela. Todas la reciben con una bulla de aprobación y ella sonríe, pero se pone colorada como un tomate.

La clase de repaso es ligera, el tiempo se pasa volando mientras la alegría del examen aprobado se disipa ante la proximidad de uno nuevo, tan exigente como el anterior. Cuando junto mis cosas para irme recuerdo que es viernes y que ya no tengo ganas de aceptar la invitación de Morelia. Mi costumbre de alejarme de las personas que pueden llegar a ser importantes para mí en algún momento.

Salgo al pasillo pero Morelia me alcanza enseguida.

-Oye. No te habrás olvidado de nuestros planes, ¿verdad?

Estoy a punto de inventarme una enfermedad pero no se me ocurre ninguna creíble, una infección vaginal, imposible, estoy inmunizada a cualquier porquería con ese baño compartido con la vieja de al lado y el resto de la gente de la cuartería, no tengo ningún pariente a quien enfermar, o matar llegado el caso…

-No… por supuesto yo…

-Mira, ¿te parece que veamos Kill Bill y después comemos algo?

-Sí, claro, pero voy a cambiarme y…

-Ven conmigo.

Salimos al parqueo de la universidad y Morelia abre la puerta de un Skoda Octavia azul. Estoy aterrada. Me llevará a casa y verá que vivo en un sector marginal, seguramente creerá que vendo droga en ese barrio para pagarme la universidad, o que tal vez soy prostituta y…

-¿Hay café en tu casa?

-Sí, claro.

Hago de tripas corazón y me propongo actuar con toda la naturalidad que me es posible mientras Morelia maneja con destreza. Se estaciona a la entrada de la cuartería para no molestar a los niños que juegan al básquet en me dio del callejón. Una bachata atruena el aire. Enciendo el calentadorcito y pongo el café mientras Moelia se sienta en mi cama. Estoy transpirada pero es de la tensión. La dejo leyendo el diario y como, gracias a Dios, a Alá, a Manitú, a Ketzalcoatl, a Júpiter y queseyoquién más hay agua, me doy una ducha al cubo. Al volver al cuarto Morelia ya ha colado el café. Morelia evita mirarme mientras me seco y me visto. Me pongo un conjunto de interiores blancos, una falda azul, una blusa rosada con estampados geométricos negros y morados, sandalias negras y aprisiono mis rizos renegridos con dos enormes hebillas rojas en forma de soles.

-Oye, tu esmalte sí está muy chulo, déjame usarlo- pide Morelia.

-Muchacha, estás en tu casa.

Iba a pasarme solamente brillo en los labios, pero finalmente decido maquillarme, me los pinto, me pinto las uñas, me pongo la loción barata que compré en el supermercado de a la vuelta y bebo mi café ya tibio. Felizmente el aire acondicionado del auto de Morelia deja afuera al calor. La radio deja oír una canción de Laura Paussini. Me relajo. Morelia vio cómo vivo y no salió huyendo.

La película de Tarantino tiene demasiada sangre, como siempre. Vamos después a un restaurante cerca del malecón. Una orquesta toca música vieja. Ella tararea un momento Vereda tropical y la miro asombrada. Está como más suelta. Me mira directo a los ojos y su mirada es tan bondadosa que me impacta. De todas maneras no abandono mi rostro de piedra. Por las dudas.

La cena transcurre con un breve intercambio de historias personales, preguntas concretas, dónde naciste, cómo te haces para estudiar en esa universidad. Digo mentiras. No me sale contarle que el que envía el dinero para pagarme la universidad es en realidad mi padre, al que no veo desde hace más de doce años y que en él odio a todos los hombres por igual. Invento una media beca.

-Debe ser difícil para ti, por favor, no te ofendas, lo digo de corazón.

Brindamos con vino blanco mientras comemos mariscos, y después un postre helado que es una delicia. Morelia ríe. Está feliz, como si apenas hubiera terminado de rendir Historia del Arte. No te entusiasmes, muchacha, que lo de filosofía es más duro todavía. Cuando salimos de ahí son más de las doce de la noche. Morelia pone música en el auto y es exactamente la que me gusta. Me dejo llevar mientras ella maneja en silencio y cuando apenas me doy cuenta estamos entrando al parqueo del edificio de apartamentos donde ella vive.

-Mira, ¿te apetecería un brindis? Lo hemos pasado tan bien que no quisiera que esta noche acabara.

Acepto mientras mis barreras empiezan a emitir destellos rojos. Cuídate mujer. Tú no puedes pisar ninguna ramita crujiente que alerte a los lobos agazapados en el bosque. Caray. Nunca he probado un bourbon como éste. En realidad muy pocas veces he probado siquiera el whisky ni ninguna otra clase de bebida alcohólica. A medida que Morelia habla bebo y me achispo un poco pero algo falla. Yo no estoy prevenida contra ella sino contra mí. Hay un apagón y la casa queda a oscuras. Morelia traba la puerta y enciende una vela. El estruendo de una planta de energía hace regresar  la luz pero a ella la veo rara.

-¿Le tienes miedo a la oscuridad?

-Un poco sí.

Me río abiertamente. Culpa del bourbon.

-Eres una malvada dice ella con ojos pícaros. Si pudieras contagiarme una parte de tu coraje, de tu seguridad, yo…

-¿Seguridad? ¿Yo? Si supieras, niña. Mi seguridad es una máscara, un espantapájaros para alejar a pajaritos molestos como…

-¿Como yo?

Sus ojos brillan y se ve tan hermosa en ese momento. -No Morelia. No como tú. Mira, tendré que pedir un taxi. Hay un vecino mío que trabaja de noche, si está disponible se animará a entrar al barrio.

Morelia está compungida

-¿Ya te quieres ir? Mira, yo en realidad quería hablar contigo de… bueno… ya tú sabes, estudiar juntas para el examen y…

-Nou proublem pero… me quedo callada ¿se lo digo? (Mira Morelia resulta que yo… soy les… ya tú sabes, me gustan las mujeres, no, tú no pero… carajo… este bourbon está genial)

-¿Sí? Bueno… tú sabes, será cuestión de… organonizar las horarias… ah…

-¿Argonizarnos? Sí claro

-¿Quién de las dos está más borracha?

-Me parece que yo…

Reímos y la planta se apaga pero la luz no vuelve. Morelia enciende una lámpara de batería que tiene un nombre raro, es que con este bourbon, imposible recordarlo. Morelia dice que la risa le da deseos de ir al baño. Camina con las piernas flojas, se sostiene de la puerta pero se cae. Me asusto.

-Pero muchacha ¿Y qué es lo tuyo?

-No es nada. No te asustes.

Morelia entra al baño y se oye el ruido de la ducha. Cinco. Ocho. Doce minutos.

-¿Estás bien?

-Sí. Ya salgo.

Sale envuelta en una toallita que apenas le cubre los senos y deja sus piernas al descubierto. Muslos blaquecinos luminosos a la luz de la lámpara. Con otra toallita más pequeña se seca el pelo. Me meto en el baño para no verla pero no tranco la puerta. Queda entornada a medias pero no logro ver nada. El baño está a oscuras pero entra luminosidad de afuera. Hay luna llena. Salgo después de una eternidad. Como todo está silencioso imagino que Morelia estará dormida. Me escaparé y no volveré a verla por unos días. No estudiaré con ella. Siento que me falta el aire. La luz ha vuelto y el aire acondicionado empieza a funcionar de nuevo.

-No te vayas. Ya estoy sobria.

-Pero… es tarde… yo…

-¿Tienes miedo?

Su vocecita suena como un desafío, como una tentación. Se sostiene la toalla contra el pecho. Su cabello húmedo brilla y ella huele a jabón, a champú de manzanilla.

-Talvez… lo digo con un hilo de voz porque la voz me tiembla. Me tiemblan las piernas y antes de que pueda darme vuelta para salir huyendo tengo a Morelia entre mis brazos. La beso con furia, después con ternura y luego con deseo. La toalla cae al piso y la tengo desnuda y siento que tal vez ya viví esto en otra vida o en sueños que jamás me atreví a soñar. Quiero hablar pero ella me tapa la boca con un dedo. Sus senos son redondos y pequeños. Sus dedos están helados y me ponen a volar a medida que me desnudan de a poco. En el espejo frente a su cama somos un contraste de mi piel negra con su piel blanquísma. Se pone detrás de mí para desprenderme el sostén y sus dedos helados dibujan pétalos sueltos sobre mis pezones durísimos como espinas de carne. Me dueles en todas las ganas, Morelia. Sus dedos comienzan a bajar mi tanga mientras su lengua es una tibieza mojada que se desliza por mi espalda. Mordisquea mis glúteos y ahora ya no puedo tenerme en pie, caigo de bruces sobre la cama y siento su mano que se entibia mientras me unta con crema para manos. Morelia, me vas derretir. Desnudas sobre la cama nos besamos con la animalidad del deseo y temo que la dureza de mis pezones la atraviese pero no. Sus senos se deslizan sobre mi boca mientras un dedo ahora caliente me abre con delicada lentitud y juega con mi mata oscura y entra y sale como un niño juguetón que explora una gruta descubierta en el bosque. Le atrapo el lóbulo de la oreja con los dientes y ella se escurre y el calor mojado me abre de par en par, con exasperante suavidad siento crecer un espasmo en mi vientre, un cosquilleo que no experimenté jamás, es como una música que utiliza mi cuerpo para hacer una danza y estallo en un largo gemido mientras toda mi piel se vuelve hipersensible y me acurruco en posición fetal como una niña que tuviera frio.

Es un paréntesis demasiado breve. Morelia se desliza sobre mí. Me invade y juego a atrapar cada parte de su cuerpo con mi boca, con mis manos, la pongo debajo y empiezo a libar un néctar que huele a lirios mojados, a charcas en el bosque y Morelia dice muy quedamente ya… repite ya... y se arquea y me aprieta las piernas y jadea y gime y… por favor, no me toques que tengo cosquillas, dice mientras ríe sin poder parar, ríe hasta toser y la abrazo porque tengo frío.

Hicimos el amor dos veces más. Nos dormimos casi con la primera claridad del día y mis barreras despertaron antes que yo. Tenía el sexo irritado y el cuerpo complacido con esa tibieza pegada a mis espaldas. Me doy una ducha. Me siento al lado de Morelia y le acaricio los cabellos. En el reloj sobre su mesita de noche son las once de la mañana. Morelia despierta y me sonríe pero se pone colorada.

-¿Estás bien?-

Me responde con fingido acento madrileño.

-Pues… de puta madre…¿y tú?

Era verano y aprobamos todas las materias. Después del último examen, el de Etica, nos encerramos durante dos días en el décimo piso de un hotel del centro. Hicimos el amor tantas veces que perdí la cuenta. Solo recuerdo que el segundo día me costó un poco quitarle a Morelia toda la miel con que se embebió los senos y que en la noche salimos al balcón, completamente desnudas y nos amamos a la luz de las estrellas mientras abajo la ciudad se dormía en su rutina nocturna. Me negué a mudarme con Morelia porque en algún sitio de internet leí sobre los resultados desastrosos de esa maldita costumbre que tienen las lesbianas de, al mes conocerse, irse a vivir juntas. Morelia se quedó hasta principios de diciembre y se fue a Madrid para las fiestas y mis barreras volvieron a subir. No fui a ningún cibercafé para ver si me escribía. Ensayé durante cuatro días que todo había terminado y al quinto día me emborraché con cerveza y casi pierdo mi trabajo en la pizzería.

Era viernes en la noche, enero estaba montado sobre la agonía del año que se iba. La gente compraba sus bebidas y sus piernas de cerdo para la noche del treinta y uno de diciembre. Ya me había cambiado para irme cuando uno de los cajeros me hizo una seña con el teléfono. Supe que era Morelia porque mi alma en vilo convirtió en kilómetros los pocos pasos que di para llegar.

-Si no abres tu correo electrónico se te va a saturar de mensajes. Te amo.

-Yo…

-Estás muerta de miedo. Lo sé. Pero el miércoles aclararemos algunas vainas.

-¿El miércoles?

-Como a las seis de la tarde ¿Oíste?

-Sí…yo…

Morelia cerró la llamada y yo caminé varias cuadras mientras las lágrimas me caían con completa displicencia. Una mujer me preguntó qué me pasaba. La miré y seguí mi camino. La eternidad, aun cuando es dulce, transcurre con lentitud, pero transcurre.

 Aquí, a solas con mis recuerdos, repaso una y otra vez este manuscrito mientras miro por enésima vez que el vuelo de Iberia procedente de Madrid ya ha llegado. Vienen dos hombres gordos, calvos y de cara colorada. Detrás, Morelia, hermosa en una falda de algodón rojo y con una camiseta blanca con pancita afuera, arrastra dos maletas enormes mientras me saluda con la mano y sonríe y yo siento que si no la tengo en mis brazos dentro de diez segundos sencillamente podría morir de amor.

(9,50)