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Confesiones de un putito (final)

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No puedo describir lo que ambos señores me hacen sentir cada vez que me cogen. Sólo puedo decirles, estimados lectores, que a cambio de esos goces me siento un esclavo incondicional de ambos y que haría cualquier cosa con tal de no ser expulsado de este Paraíso del sexo en el que el señor Abel y el señor Orlando reinan omnipotentes.

Esto pensaba y sentía mientras chupaba y lamía la verga del señor Abel y me deleitaba con los embates de la del señor Orlando en mi culo.

Yo estaba en éxtasis cuando ambos acabaron con diferencia de pocos segundos y me inundaron de leche. Tragué la de mi boca hasta no dejar allí ni una sola gota y fue delicioso sentir en lo profundo de mi trasero el calorcito de ese otro semen.

Me derrumbé boca abajo en la cama, con ellos echados también, jadeando, y les pedí permiso para ir al baño a masturbarme.

-Andá, putita… andá… te lo ganaste… -murmuró el señor Abel entre jadeos.

Corrí al baño, me senté en el inodoro de cara a la pared y caliente como estaba no tarde en alcanzar un orgasmo resuelto en cuatro espesos chorros de semen. Yo seguía sediento, de modo que hice que esa lechita fuera a dar en la palma de mi mano izquierda y me la bebí toda, absolutamente toda con lamidas rápidas y enfebrecidas. ¡Qué placer delicioso siento al beber mi propio semen!

Volví relajado al dormitorio, me tendí junto a los dos sátiros y esperé pacientemente a que recobraran fuerzas y volvieran a darme, aunque hambriento como seguía estando, en determinado momento decidí contribuir a esa recuperación.

Entonces empecé a sobar sus vergas. Les pedí que me hicieran lugar entre ambos, me acomodé de espaldas y tomé la verga del señor Abel con mi mano derecha y la del señor Orlando con la izquierda.

Debo ser bueno en eso porque ambas pijas no tardaron en volver a estar bien duras y erectas, en medio de comentarios halagadores y calientes de ambos vejetes. Y entonces volví a estar en cuatro patas, como la perrita que soy, con el señor Abel a mis espaldas, para darme por el culo, y el señor Orlando frente a mí, con su verga apuntando a mi cara. En cuanto abrí la boca me la metió y empecé a chupar con entusiasmo, deleitándome con el sabor de ese hermoso ariete cárneo. Entonces el señor Abel me penetró por el culo salvajemente, de un solo envión y la pija del señor Orlando en mi boca transformó mi grito de dolor en un gemido ahogado en tanto sentí repiquetear los huevos de mi violador contra mis nalgas, a cada embate.

El dolor desapareció cuando la verga estuvo metida toda en mi culo y el placer fue inenarrable. ¡Dos vergas para mi hambre! con las manos del señor Orlando en mi nuca y las del señor Abel aferrando con fuerza mis caderas. No sé cuanto tiempo pasó hasta que sentí el semen llenando mi boca y poco después, mientras tragaba todo ese delicioso elixir, los varios chorros de leche inundándome el culo. Los tres caímos en la cama entre jadeos, gemidos y frases obscenas de mis dos cogedores, que prometían que la fiesta iba a seguir.

Mientras yo trataba de normalizar mi respiración vi que en el glande de ambas pijas brillaban algunas gotas de semen y entonces me lancé a beberlas, invadido por una sed al parecer insaciable.

-Seguís con ganas, ¿eh, perrita puta? –me dijo el señor Abel. –No te preocupes que en cuanto nos repongamos te vamos a seguir dando.

Al escuchar semejante promesa me sentí la putita más feliz del mundo y más todavía cuando el señor Orlando agregó entre risitas lujuriosas: -Sí, putita, tomamos viagra, así que tenemos mucho resto todavía. Y lo tuvieron, ¡sí que lo tuvieron! Estuve varias horas más en sus manos y aunque la leche de cada orgasmo era cada vez más escasa, eso no disminuía mi goce de sentir ambas pijas en mi boca y mi culo, que ya me ardía un poco.

Finalmente, agotados, nos quedamos dormidos.

Desperté, alarmado en plena oscuridad. No quería irme sin hablar con mis dos hombres, para quedar a su disposición. Encendí la luz y eso hizo que ambos despertaran, ¡y con una erección! Eran las cinco de la mañana en el reloj que el señor Abel tenía sobre la mesita de noche.

Ambos se sentaron en la cama restregándose los ojos.

-Me… me voy, señor Abel… Es tarde tengo… tengo que irme.

-Oíme bien, putita. Te voy a explicar cómo serán las cosas. Vos no decidís nada. Ni cuándo venís ni cuándo te vas. Todo lo decidimos Orlando y yo, que somos tus dueños, ¿y sabés que sos vos? Nuestra mascota putita.

-Pero… -murmuré estremecido al darme cuenta de en qué me estaba convirtiendo en manos de esos dos vejetes.

-Pero nada, putita. –me cortó el señor Orlando y su tono me convenció de que no tenía sentido rebelarme. Por otra parte, si bien podía terminar con la relación, asumí que jamás podría prescindir del placer sexual extremo que ellos me daban.

-¿Te quedó claro, perrita puta?

Yo estaba sometido a una tensión nerviosa muy grande y en medio de ese estado anímico vacilé entre abandonar o entregarme, hasta que finalmente dije con un hijo de voz: -Sí, señor Orlando…

-Sí, ¿qué, putita?

-Sí, me… me quedó claro…

-A ver qué tan claro te quedó, Jorgelina. –intervino el señor Abel. –Decinos que sos.

-Una… una putita… -admití en voz baja y con la cabeza gacha mientras sentía que la humillante situación me estaba excitando.

-Una perrita putita. –me corrigió el señor Abel y entonces yo repetí: -Una… una perrita putita…

-¡Muy bien! –aprobó el señor Orlando y dijo: -Sos nuestra perrita Jorgelina, una perrita muy putita…

-A las perritas se las tiene con collar y correa, ¿cierto, Orlando? –preguntó retóricamente el señor Abel.

-¡Claro!

-Bueno, entonces a partir de la próxima la vamos a tener con collar y correa…

-¡Sí, señor!… -aprobó el señor Orlando y entonces me di cuenta, estremecido, de que estaba en manos de dos perversos y lo más grave era que no quería liberarme de ellos, sino al revés, entregarme indefenso y ansioso a todas sus morbosas extravagancias.

Fin

(9,22)