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Historia del Chip 005 - Practicidad encubierta - Kim 003

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5)    HdC — Practicidad encubierta— Kim 003

Decidió ponerse la ropa más usada que tenía, temiendo que se quedaría enganchada a cualquier rama y se estropease todavía más. Y con los antecedentes conocidos, quizás la volvería a perder. Comprar nuevos trapitos estaba descartado. Convencer a su madre, aplacar a su hermana, -que heredaba parte de los ropajes-, y asegurarse de que a Roger le gustaba lo que adquiría, resultaba una tarea hercúlea más propia de un diplomático en zona de guerra.

En su fuero interno pensaba que a Roger le daba igual lo que llevase puesto, mientras se lo quitase en el momento propicio... o en cualquier otro. Donde estaba el verdadero problema era en la ropa interior. Aparte de lo poco que tenía que pudiera ser considerado verdaderamente sexy, no podía permitirse el lujo de perder demasiadas braguitas o sujetadores.

No siempre terminaban en el paseo de tilos o junto al lago. Hoy, por ejemplo, estaban en un pub ruidoso y extravagantemente caro. Esas eran las ocasiones que más sacaban de quicio a Kim. Si hubiera sido avisada de los planes, se hubiera puesto un atuendo acorde y no una falda corta y traslúcida que ni su hermana se atrevía a usar hacía tiempo. Le quedaba demasiada ajustada y no tenía más remedio que llevarla por encima de las caderas, obligando al tejido a expandirse en demasía. Y la blusa no casaba. Rojo y azul no eran colores demasiado armoniosos uno con el otro.

Sin obviar el hecho de que la mitad de las pijas del país debían reunirse en ese lugar. Roger ganaba mucho dinero, eso resultaba obvio. También que no podían faltarle ligues de altura. No le importaba. Ningún hombre era fiel. Ni en cuerpo ni en espíritu. Pero afortunadamente no podía programar el chip para dos mujeres a la vez.

Su ego le susurraba que algo debía de tener cuando era ella la elegida y no cualquiera de las beldades que rondaban por el antro en el que se hallaban. No se trataba de eso, más bien de la imposibilidad de seguirle el juego a su amante, algo disperso en el mar de piernas a su disposición. Incluidas las suyas. Puede que su cara reflejase algo de desesperación. O acaso Roger había aprendido a reconocer los síntomas en su cuerpo.

—Kim... ¿quieres que nos vayamos a otro sitio? No estás disfrutando de la música, ni de la bebida.

Negó con la cabeza, incapaz de explicarse. Bebió otro sorbo de su Fra Angélico y sonrió hacia él. Con algo de reparo le informó del problema.

—Es que... pensaba que íbamos a ir al paseo. Me puse algo de ropa antigua. Y aquí me siento fuera de lugar—. confesó con la tranquilidad de saber que la semioscuridad impedía ver sus facciones con claridad.                                         

Roger se levantó y se sentó junto a ella.

—A mí me gusta lo que llevas. Y más si los dos sabemos que es ‘desechable’. Nunca he pretendido agobiarte con esos pequeños detalles. Pero lo siento, he sido poco considerado.    

Kim abrió la boca para hablar y la cerró al instante. Debía estar tomándole el pelo. No sólo era poco considerado, era manifiestamente irritante con ella. Roger cogió su mano y con mimo se dispuso a besarla. Kim imaginó que traería problemas. Era incapaz de resistirse a sus manipulaciones. Los pezones se endurecieron. Más abajo, prefería no plantearse nada. Cuando pudo coger resuello, lo acarició detrás de la cabeza, como si amansara una fiera.

—Poco considerado, poco galante y un cabrón redomado— se atrevió a decir con voz insinuante. Roger ni se inmutó y acarició un pezón erguido a través de la tela.

—No puedo negarlo. Pero el amor está en los detalles. Busquemos un lugar más acogedor para hablar y desnudarte.

Kim ya no quería retroceder. Acogedor iba a ser detrás del pub o junto a un lugar oscuro. Como primera opción le hubiera resultado válida, ahora era reticente. Pero Roger ya se había levantado. Kim se sonrojó. Todo el mundo se debía imaginar lo que iban a hacer. Llevaban media consumición. Sin contar que habían visto como le había acariciado a través de la tela. Imaginaba que supondrían que era idea suya.

Al llegar a la moto, esperó pacientemente a que la desbloquease y le diese uno de los cascos convenientemente anclados. No sabía a qué esperaba. Entonces Roger la besó de nuevo.

—Podrías desnudarte aquí— solicitó. Kim ni se lo planteó. Estaban a treinta metros del pub, en mitad del parking. Era humillante.

—No pienso ir desnuda ahora. Sin contar con que no quiero perder mi ropa. Sobre todo, mis braguitas y mi sujetador— le informó a un perplejo Roger. Quiso morderse la lengua, sintiéndose estúpida por justificarse.

Era la primera vez que le había pedido desnudarse en la moto antes de hacer el amor. Ya había vuelto tres veces desnuda sentada en el sillín y manteniendo el trapito húmedo sin dejar de disfrutar de varios orgasmos. Cuando llegaba a casa se calmaba a base de baños, previo cierre del baño con pestillo como medida de seguridad, la experiencia un grado. La idea de comenzar desnuda de antemano como preámbulo se le hacía cuesta arriba. En cambio, después de un buen repaso de Roger no podía imaginarse otra manera mejor de volver. Existía un cierto riesgo, aunque era pequeño. La moto se podía alejar con rapidez de allí y Roger conocía los atajos y los senderos minuciosamente.

Roger se encogió de hombros y le ofreció el casco. Kim levantó la pierna derecha y la elevó con toda la elegancia que pudo para poder sentarse de caballete. Las piernas desnudas casi hasta la cadera embellecían el armazón negro. Con precaución, salieron a la carretera y comenzaron a charlar a través de las emisoras de los cascos. Roger se relajaba conduciendo como nadie que hubiera conocido Kim y por fortuna no hacía un frío excesivo esa noche, ya que se alejaron a través de la autopista cortando el viento. No se encontraron a nadie así que si hubiera ido desnuda no hubiera pasado nada. Aparte de la mutua excitación.

Hablando sobre el tema en cuestión, Roger pareció entender el trascendental dilema de la ropa interior no desechable de su amante. Y propuso una solución brillante, al menos para él, Esperó a llegar al destino y al parar el motor de la moto la señaló.

—Lo mejor es que te quites el sujetador y las bragas cuando salgas de casa y las pongas en el cajetín de la moto. Así no se pueden perder. Cuando te deje en casa, las recoges.

Había la suficiente luna como para poder contemplarse los rostros y el cuerpo desnudo de Kim cuando se desvistiese—. Kim creyó oír en el tono de voz de Roger algo de sarcasmo, su cara hierática le indicaron que hablaba en serio.

Los juegos en el bosque, por extremos que pareciesen, eran el resultado de la excitación de ambos. Por muy meditados que estuviesen, los dos podrían argumentar que eran fruto de la pasión... o de la sana exploración de dos almas enamoradas. La posibilidad de quitarse la ropa interior por un motivo de pura practicidad era algo completamente distinto. Lo peor para Kim es que deseaba hacerlo. Aparentar que era por cuestiones pragmáticas cuando en su interior la excitación había resurgido con la fuerza de un volcán era una forma de aplacar su ego maltrecho y humillado.                                

Sin decir nada Kim se preparó para desnudarse, sin esperar la indicación de su amante. Se quitó la blusa y la dejó sobre el sillín. Luego los zapatos, aunque con esa falda no sería estrictamente necesario, pero de alguna manera sabía que se esperaba de ella que se quedase completamente desnuda, ya fuera por un instante. La falda pasó por los pies con lentitud, tratando Kim de no mancharla. La colocó igualmente en el sillín y se dispuso a desabrocharse el sujetador. No sólo no le gustaba nada... si no que si hubiera sabido que no había peligro de perderlo... se hubiera puesto otro. Se lo ofreció a Roger para que lo guardase en el cajetín, que estaba delante. Con los pulgares empujó hacia abajo sus bragas y también se las dio. El olor que desprendían no dejaba lugar a dudas. Para colmo, al abrir el cajetín Roger, Kim captó la mezcla que tan bien conocía del trapo lleno de grasa y su propio líquido vaginal seco. Si todo esto no era suficiente, Roger le propuso que su bolso también se guardase allí y para evitar que pudiera mancharse sacó el trapo. Se puso la falda y el top. Esta vez, a la hora de levantar la pierna trató de mantener la falda levantada y cuidó de sentarse directamente en el trapo y no tocar el sillín. Si sus labios vaginales hubieran estado en contacto directo con el cuero, como ocurría con sus nalgas, hubiera tenido un orgasmo en ese momento.

Roger arrancó la moto y le dijo que ya sólo faltaban cinco minutos. El lugar resultó un embarcadero y allí cogieron un pequeño bote de remos. Bajar de la moto sólo con la falda, -sin la protección de las braguitas-, le provocaron ganas de arrinconar a Roger. Entrar en la barca resultó el éxtasis, los gestos de sus piernas obligadas a abrirse traicionando su cuerpo. Le extrañó que Roger no le hubiera dicho de dejar la blusa y la falda en la moto y permanecer en la barca desnuda. Diez minutos remando bastaron para llegar a una pequeña playa. Kim se quitó lo que llevaba puesto en cuanto Roger embarrancó y ató la embarcación. Dejó su ropa en la barca nuevamente sin necesidad de que se lo dijese su amante y procedieron a caminar por la arena.

Después de dos horas de besuqueos, penetraciones e intercambio exhaustivo de fluidos se bañaron. El agua estaba helada pero no tardaron en entrar en calor. A la vuelta Kim no se puso la ropa sintiéndose idiota por no habérsela quitado a la ida. Si Roger la quería desnuda, estaría desnuda. Y ya nunca haría falta que se lo dijese.      

Cuando se estaba incorporando a la moto, Roger le indicó que debía ponerse su atuendo justo antes de la autopista, dónde un control era posible. Kim se encaramó desnuda, el trapo infecto entre las piernas y su ropa hecha un ovillo en la cintura de Roger, en su mano, por dónde se sujetaba con fuerza a su cintura.

Al llegar a la autopista, Kim saltó de la moto con rapidez y se colocó su falda y su blusa para volver a encaramarse con velocidad endiablada y sentir de nuevo la grasa pegándose a sus labios. O así lo creyó. Por momentos pensaba que el líquido que desprendían sus piernas disolvían todas las manchas de aceite y delataban peligrosamente su ardor. Pensó en su vibrador. Mejor no usarlo tan a menudo. Su efecto era peligrosamente parecido a lo que sentía ahora con la vibración de la moto y las piernas a cada lado del sillín.

Al llegar al portal, se bajó con rapidez y sin dilación se quitó la ropa. Esperó a que Roger sacase sus bragas y su sujetador. Entonces recordó quitarse los zapatos. Se colocó todo a toda velocidad y le devolvió el trapo. Se dieron un último beso.

—Te quiero, Roger— dijo Kim.

—Te quiero, Kim.

Roger esperó a que Kim hubiera entrado en el portal y dejó que transcurriese el tiempo necesario para asegurarse que había tenido tiempo de subir y entrar en su casa.

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