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Riberas del Donetz

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Capítulo 1

El sargento Peter Hesslich acababa de localizarla. Llevaba toda la tarde apostado, tumbado entre la maleza entreverada de árboles que cubría ambas orillas del Donetz y sólo entonces, cuando la tarde caducaba rindiéndose a los rojizos resplandores del crepúsculo casi estival de aquellos primeros días de junio de 1943, la localizó con sus prismáticos al otro lado del río, camuflada entre la maleza y el esmirriado ramaje que tapizaba el suelo del islote, más bien arenoso, separado cuarenta-cincuenta metros del firme de la orilla soviética. Al instante soltó los prismáticos requiriendo en su lugar el fusil de precisión. A través de la mira telescópica del arma pudo apreciar con mayor nitidez aún los rasgos de la faz femenina ahora enmarcados en el retículo del visor del arma: Los rizos rubios de un cabello que debía caer en melena hasta los hombros de la mujer pero que entonces parecían recogidos en trenza enroscada a la nuca; el hoyuelo de ambas mejillas muy cerca de las comisuras de una boca bien dibujada, de labios un tanto gordezuelos, frescos y rojos cual fresones sin para ello precisar cosmético alguno. Y aquellos ojos de negrura abismal en opuesta concordancia con el rubio cabello que más bien auguraría unos ojos azules, verdes, grises incluso, pero nunca negros, como la noche más negra

Era ella; sabía que era ella; tenía que ser ella, el demonio hecho hembra humana responsable de más de un tercio de las bajas sufridas desde que esa unidad de tiradoras especiales de ignota composición desplegara en ese sector del Donetz a fines del pasado año. Balística así lo deducía claramente al observar que los proyectiles que acabaran con, más-menos, un tercio de los muertos los disparó la misma arma, luego la misma mano femenina, verdadero as de la especialidad. Su intuición de francotirador, de combatiente solitario, algo mucho más allá del simple tirador selecto, así se lo decía. Como también le decía que aquella Hija del Diablo no era una simple tiradora selecta, como sus compañeras en general, sino una auténtica francotiradora como él mismo. Dentro de seis o siete horas harían setenta y dos desde que sostuvieran ambos un duelo de paciencia, ausencia de nervios, astucia, saltos y contra saltos. Fue en la noche siguiente a que un grupo de aquellas mujeres, cinco o seis a juzgar por los casquillos abandonados y entre las que indudablemente ella se encontraba, hiciera una incursión en campo alemán dejando tras de sí diez alemanes muertos. No hubo lucha ya que las víctimas lo fueron mientras dormían. Pues bien, en la noche siguiente a la incursión, Hesslich se internó en campo soviético dispuesto a dejarles a las chicas un “buen” recuerdo por cuanta de las diez víctimas alemanas. Despenó de sendos disparos en la frente a tres escuchas avanzadas situadas en la aldea asolada, granjas y casas de labranza arruinadas por el fuego y la destrucción de la guerra que mediaba entre las trincheras ocupadas por la unidad femenina y la orilla soviética del Donetz. Luego, apareció una cuarta fusilera, escurridiza como una anguila, que planteó una estrategia semejante a la del sargento alemán en una pugna mortal por eliminarse el uno a la otra, la otra al uno. Se buscaron mutuamente empleando las mismas técnicas, las mismas triquiñuelas, buscando sorprender al adversario y mandarle al “Otro Barrio” del mismo disparo en la frente, entre ambos ojos, aunque algo por encima de ese centro y sobre el punto justo del rostro donde la nariz se origina. El típico objetivo de todo tirador escogido, cuanto más de un experto francotirador, pues de sobra sabe que nunca debe hacer más de un disparo por víctima, un disparo que debe acabar, al instante, con la vida del adversario, hacerle la “foto instantánea”, como en su jerga suelen decir, pues un segundo disparo desde el mismo sitio nunca debe hacerse so pena de delatarse al enemigo; ello significa que tras cada disparo hay que bien de inmediato abandonar el lugar, bien mantenerse en silencio.

Y en aquel juego infernal admiró a la mujer. Admiró su destreza, su entereza… En suma, su perfección de combatiente solitario, su perfección como espléndido contrincante, si no al propio nivel de él mismo a nivel hasta superior.

Y decidió suspender la confrontación, al menos por esa noche… Ya habría ocasión de volverse a encontrar y entonces, seguro, uno de ellos no sobreviviría. Esa tarde fue pues la siguiente oportunidad de enfrentamiento; no, de enfrentamiento no, sino de simple y llana eliminación de la “Hija del Diablo” sin que ni ella misma llegara a advertir su muerte… Peter Hesslich llegó a meter un proyectil en la recámara del arma y arquear el dedo en torno al gatillo, presionando suavemente sobre él hasta llevarlo a la posición de disparo: Una ligerísima presión más y el disparo habría restallado en la placidez de aquél atardecer teñido de rojo asemejando el vespertino incendio del sol junto con el firmamento entero. Pero el dedo de Peter Hesslich se detuvo en ese instante sin efectuar la postrer y letal presión sobre el gatillo. La admiración por aquella hembra mortal de nuevo le venció, con lo que hasta anuló el contacto del dedo con el gatillo, retirándolo del semi anillo que engarzaba el gatillo. Centró aún más, con más atención, si cabe, la mirada sobre aquél rostro que enmarcaba el retículo de la “Foto Instantánea”, y segundos después  se sintió aterrado por su imprudencia, su indecisión al ir a disparar… Ella también le tenía en ese momento dentro del retículo de su arma… Sus miradas se habían cruzado en esos últimos segundos previos al “envío” de la “Foto” y un escalofrío corrió por su médula espinal, sabedor de que esos momentos serían los últimos de su vida…

Porque, efectivamente, Stella Antonovna Korolensko esa tarde había tomado posición en el islote que también podría definirse como península que se adentra en la corriente del Donetz pues el espacio de varias decenas de metros que le separa de la tierra firme de la orilla oriental es en realidad una especie de promontorio cuya superficie superior dista no demasiados centímetro de la superficie líquida del río, por lo que es posible pasar de la firmeza terrestre de la orilla hasta el islote-península a pie enjuto, sin tener que sumergir en el líquido elemento más que una exigua parte de las botas, desde la suela hasta, como mucho, poco más de la puntera.

Allí Stella se hizo un abrigo de tirador zapando arena al estilo que los anátidos lo hacen para construirse sus nidos, sacando arena con los codos procurando hundir así el cuerpo en la masa arenosa. Luego empuñó firmemente el fusil con teleobjetivo y a través del visor empezó a escudriñar minuciosamente la orilla alemana en la esperanza de sorprender algún bañista o soldado germano soleándose en la playa arenosa de la orilla.

En esas estaba cuando divisó al sargento “nemetsky”, al tiempo de ser consciente de que él no sólo la tenía a ella divisada, sino dentro del retículo de su arma además. El mismo pavor que asaltó entonces al sargento Peter Hesslich también asaltó a la sargento soviética Stella Antonovna. Su primer impulso fue abrir fuego contra el enemigo, al tiempo que intentaba fundirse más y más en el pequeño hoyo de tirador excavado en el suelo arenoso, pero el propio instinto de conservación contuvo el pronto homicida. El disparo de su Tokarev STV-40 habría sido inútil a esa distancia, trescientos cincuenta-cuatrocientos metros, pues el “objetivo” no estaba al pie mismo de la orilla sino cien, ciento y pico metros más atrás y el alcance efectivo del Tokarev apenas alcanzaba los trescientos metros, no como el Moisin-Nagan que podía ser efectivo a seiscientos-setecientos metros, como el arma que seguro emplearía el “nemetsky”, el alemán, un Máuser K98K (K=Kurz=Corto por el cañón más corto que el generalizado entre la tropa). Luego, de disparar, milagroso que acertara, en tanto el disparo podría acarrear la respuesta del enemigo que no fallaría. A Stella no le importa morir por la Patria; de verdad que no le importaba su personal sacrificio si así ayudaba a la liberación patria, pero una muerte inútil y tonta que no beneficie en nada a la Patria o al Ejército Rojo en su Sagrada Guerra Patria sólo beneficiaría al enemigo, al “Demonio del Gorro Gris”, que segura estaba de tener entonces delante, como hace tres noches le tuvo ante sí en aquél duelo entre “Cazadores” que por finales acabara en “tablas”. Luego se abstuvo de disparar. Eso no significara que se abstuviera de pensar, pues estaba desconcertada ante la increíble actitud de aquel hombre. No podía entender, menos aún explicarse, el por qué no disparó sobre ella. Aquello, para ella, no tenía sentido… Pero… ¡Bienvenida seas, oh “Fortuna”!... Volvió a enfocar al alemán por el retículo del visor, y le observó con curiosidad. El rostro atezado del hombre más bien parecía agradable, con aquella medio sonrisa que le dedicaba; también él la observaba a ella por el mismo visor de su arma. Ese rostro no desagradable era un tanto anguloso, más alto que ancho y coronado por una obscura pelambrera cuyo tono no era capaz de distinguir entonces, a la luz verdosa propia de los rayos infrarrojos con que el teleobjetivo ilumina el campo prendido en el retículo, listo para “fotografiar” cuanto se ponga por delante. La nariz parecía recta y finamente trazada sobre una boca no en exceso ancha y de labios ni gruesos ni finos, que trazaban unos muy regulares contornos a aquella boca. En fin, que más parecía un hombre atractivo que otra cosa… Entonces el alemán hizo lo que a Stella le pareció una enorme y tonta locura: Se puso en pie ante ella, cuan alto era; y Stella no pudo por menos que admirar el cuerpo masculino erguido ante ella, las anchas espaldas, el pecho amplio, atlético y las piernas largas y fuertes como dos columnas de granito… Por un momento una idea le pasó por la mente, haciéndola sonreír socarronamente: ¿Y si capturaban vivo a semejante macho de la especie humana? Pensar en eso y en la cara que pondría la volcánica Marianka Filipovna cuando le viera a su libidinosa disposición casi le hace soltar la carcajada. Pero eso no pasaba de ser fantasía, pues bien sabía que capturar vivo a tal hombre sería empresa baldía, de imposible realización… Desde luego era duro, pero también valiente, muy valiente, para atreverse a hacer esa locura…   A pesar de sí misma, Stella Antonovna admiró a aquel hombre matador de hombres… Y de mujeres… Admiró la fuerza, el vigor, el poder que de él emanaba y la electrizaba en ese momento… Pero reaccionó al segundo: Ella era mejor que él, más tenaz y animosa, más rápida y escurridiza… ¡Y mejor tiradora! ¡Ella vencería, le cazaría, le mataría en definitiva y no al revés!... Al momento, Stella se retiró reptando hacia el angosto vado que la separaba de la orilla oriental del Donetz, irguiéndose tan pronto a su espalda quedó el casi falso islote, segura de estar entonces a cubierto del insolente adversario por la altura del islote, poca pero lo suficiente para permitirla cruzar el vado a pie enjuto con sólo agacharse un pelín.

Por su parte, el sargento Peter Hesslich también se retiró sobre las granjas ruinosas y abandonadas en busca de aquella en la que él y Uwe Dallmann fijaran su temporal residencia desde prácticamente su llegada al Donetz.

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Peter Hesslich y Stella Antonovna habían llegado a ese sector del Donetz casi al mismo tiempo. Ella en los primeros días de abril del 43 junto con la capitán médico Galina Ruslanovna, destinada a la Compañía Baida para atender sus necesidades médicas; él a fines del mismo mes junto al también sargento Uwe Dallmann, buen amigo de Hesslich. Allí fueron destinados a petición del mando del sector, el general jefe de una división de infantería que integraba a la IVª Compañía del teniente Franz Bauer que cubría el tramo del sector al norte de Belgorod, aguas arriba del Donetz y más o menos frente al lugar llamado Melechovo, por entonces un núcleo habitado a caballo entre el caserío y la aldea. ¿Razones de tal incorporación? La preocupación causada en el mando divisionario por las veintinueve bajas sufridas durante los últimos doce-catorce días, significativas por sus comunes disparos en plena frente, ligeramente por encima del centro de la línea imaginaria entre ambos ojos y vertical al puente donde se origina la nariz. Gracias a la suerte y, desde luego, serenidad y sangre fría del sargento Heinz Müller se conocía a los autores de las muertes, autoras mejor dicho, pues eran mujeres: Una unidad femenina de tiradoras desde luego escogidas, pero de la que se ignoraba su entidad, es decir su tamaño. Y también gracias a dicho sargento y su increíble aventura hasta se conocía su “modus operandi”, algo en verdad obsceno: Según la narración del sargento, éste ocupaba, la que podríamos llamar “Noche de Autos”, un pozo de escuchas avanzado junto a un cabo y dos soldados. A hora incierta de la madrugada, como brotadas de la estepa, surgieron cuatro o cinco mujeres, senos al aire, junto al pozo y rodeándole. La impresión que aquellos pobres hombres se llevaron fue mayúscula, pero el sargento logró reaccionar algo antes que los “guripas que, la verdad, estaban entonces mucho más interesados en la observación de aquellas suntuosas “domingas” que en cualquier otra cosa, por lo que ni escucharon el aviso del sargento gritándoles, “¡Al suelo! ¡Disparad, disparad!”… Así que, mientras los “guripas” caían con el típico disparo en mitad de la frente el sargento se encogía en el fondo del pozo, en posición casi fetal, con el rostro medio hundido en el limo del fondo, de forma que no se le viera la cara…ni la frente, libre de disparos. Las mujeres estuvieron dando vueltas por allí, riendo y comentando en su jerga y se marcharon al rato sin enterarse de que el sargento quedaba vivo tras ellas. Durante el tiempo que Heinz Müller estuvo allí, en el fondo del pozo, encogido y sin moverse, casi incluso que sin respirar, el bueno de Müller juraba a Dios que, si salía vivo de allí, en su vida volvería a hacer nada malo, ni tan siquiera volver a hacer “cornúpeta” a su santa pero más bien sosa esposa, para entonces una especie de vaca bien cebada. Y ni que decir tiene que de mirar otras “domingas” ajenas a su opulenta Helge, nada de nada así se helara el Infierno. Pero el sargento Heinz Müller era un tipo “bragao” y se recuperó del susto, lo que no impidió que durante al menos una semana le dejaran de castañetear los dientes y todo el cuerpo le temblequeara de lo lindo, con lo que más parecía que le hubiera dado el dichoso “Baile de San Vito”.

Pero si esas veintinueve muertes eran, en sí, alarmantes, no menos lo era un dato proporcionado por los laboratorios de balística de la División, cuando demostraron que las estrías de catorce de los veintinueve proyectiles extraídos de las cabezas de los veintinueve cadáveres coincidían cual gotas de agua, lo que evidenciaba que esos catorce proyectiles habían sido disparados por el mismo arma y la misma mano, lo que indicaba que entre aquellas diabólicas hembras, al menos una era un verdadero “As” en la modalidad de tiro al “guripa” adormilado, a la que pronto se conoció como “Draculea”, “La Hija del Diablo”

Un par de noches después de la llegada de Peter Hesslich y Uwe Dallmann, las “Alegres Chicas de Colsada” de la otra orilla del río hicieron una visita de cortesía a la orilla alemana, dejando tras de sí su acostumbrada “Tarjeta de Visita” en la forma de tres hombres con la frente taladrada en su centro. Días más tarde fue el sargento Hesslich quien, a su vez, visitó la zona soviética, con el saldo de una fusilera, Schana Ilianovna, con un hombro agujereado. Cuando la joven fusilera fue encontrada explicó que el agresor fascista, en vez de casco o gorra reglamentaria, cubría la cabeza con un insólito gorro de punto gris, por lo que dicho agresor fue conocido en la Compañía Baida como el “Demonio o Diablo del Gorro Gris”

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Unas noches más tarde Peter Hesslich cruzó el Donetz en una balsa neumática que dejo amarrada en la orilla soviética al amparo de unos arbustos que caían sobre el agua, terminada de enmascarar con más ramaje y nuevos arbustos. Se internó en el campo de la Compañía Baida dejando atrás la aldea destruida y en parte calcinada que se encontraba entre la orilla y las posiciones atrincheradas donde las mujeres por lo común se alojaban, aldea en la que las chicas cultivaban huertos y mantenían gallinas, ovejas y cerdos. Estuvo allí tres días con sus tres noches, infiltrándose tras las líneas atrincheradas pero también merodeando por la aldea y el campo de nadie de esa orilla del Donetz, es decir, el trecho de tierra que mediaba entre la ribera del río y las líneas del atrincheramiento con los búnquers del mando de la Compañía, la enfermería y alojamiento de la capitán médico, Galina Ruslanovna, el alojamiento de la capitán jefe, Soia Valentinovna Baida, compartido con su amante y segundo en el mando, el teniente Víctor Ivánovich Ugarov, del Comisario Político de la Compañía y los alojamientos de las muchachas. Cuando la negrura de la segunda noche cedía ante la naciente claridad del nuevo día, el teniente Ugarov andaba de acá para allá jurando hasta en arameo; la Baida, roja de furia, daba órdenes sin cesar mandando patrullas a diestro y siniestro que escudriñaran todo el sector hasta debajo de las piedras al tiempo que preguntaba a gritos por Stella Antonovna. Y es que ante ella estaban los cadáveres de nueve de sus muchachas con un feo agujero en mitad de la frente y para ella era inconcebible que un alemán, un maldito invasor fascista, anduviera por sus dominios como “Perico por su casa”, impunemente, sin control de clase alguna.

Por fin fue Lida Ilianovna quien respondió a sus inquisiciones sobre Stella Antonovna, mientras bebía una casi taza de té frío con limón recostada contra la pared del bunker de mando, sentada en el suelo, casi desmadejada por el cansancio de tres noches y dos días de infructuoso patrullar en busca del “fantasma fascista” del gorro gris.

·         Está por ahí afuera, por la estepa, por la aldea… ¡Por todas partes!... ¡Y sin un minuto de descanso!...

El cansancio parecía pesarle quintales encima, de manera que la mantenía prácticamente extenuada, sin fuerzas ya para nada. Si el diablo alemán del gorro gris no las mataba de un disparo, lo haría el cansancio a que las sometía la búsqueda del maldito alemán, que parecía esfumarse en el aire para reaparecer cuando y donde menos se le podía esperar, dejando tras de sí el cadáver de una nueva camarada

·         Ni habla nada, ni es posible sacarle una palabra… Está centrada en la caza de ese maldito alemán y se comporta como una fiera, como una tigresa…

Con las claras del tercer día apareció en lontananza la no tan airosa figura de un vetusto avión soviético de reconocimiento, biplano aún y lento cual tortuga, un Polikarpov Po-2. Más de tres horas estuvo el aparato sobrevolando toda aquella zona soviética, escudriñando hasta el último rincón, el último recoveco o la última anfractuosidad del terreno sin descubrir nada. Y lo mismo pasó con las patrullas de tres chicas al menos que la capitana Baida envió a peinar a fondo todo el sector, piedra por piedra, árbol por árbol, matojo o arbusto por matojo, por arbusto… Pero al final, nada de nada; ni rastro del “Demonio del Gorro Gris”, como si la tierra se lo hubiera tragado. O, mejor, como si ya no estuviera por allí, como si, por finales, la noche anterior acabara su macabra ronda repasando el Donetz de regreso a su campo. Esto era lo que todo el mundo, la capitán Soia Valentinovna Baida y el teniente Víctor Ivánovich Ugarov incluidos, acabó por admitir, con lo que, cuando la tarde más bien declinaba, la búsqueda se suspendió.

Sí, cuando la tarde de aquel tercer día de incursión del “Demonio del Gorro Gris” se abocaba a su término todo el mundo en la Compañía Baida estaba convencido de que el incursor regresó esa madrugada a su guarida, todo el mundo menos Stella Antonovna que, por el contrario, estaba convencida de que el letal alemán todavía estaba allí, entre ellas; escondido, agazapado…y al acecho de nuevas víctimas… Pero ella, Stella Antonovna, estaría también allí, alerta y esperándole para acabar con su carrera de asesino a distancia, asesino en la sombra…

Y a decir verdad que tanto Stella Antonovna como quién aventurara aquello de que la tierra se había tragado al sargento Peter Hesslich estaban en lo cierto, porque el odiado alemán estaba allí, entre ellas; allí desde que al ir clareando el día el campo se fuera poblando de patrullas de tres o cuatro chicas peinando el terreno palmo a palmo, piedra a piedra, árbol a árbol y arbusto por arbusto, embutido en el angosto embudo creado por el estallido de una granada y cubierto por un gran arbusto y hojarasca a granel. Fueron varias las veces que a través del día las patrullas de fusileras pasaron junto a su escondite. Hesslich las escuchó hablar, reír, canturrear… El corazón casi se le paraba en tales circunstancias de tremenda tensión y su respiración bajaba el ritmo hasta hacerse imperceptible para él mismo…

Pero llegó el anochecer y en poco la obscuridad se adueñó del entorno. Y con la oscuridad se reinició la feroz caza del hombre, aunque más exacto sería decir de la mujer. Iban ya “cazadas” otras dos fusileras escogidas de la Compañía Baida cuando la vivaracha hija de la región del lago Baikal, Olga Borisovna Babaiev se salvó de la “quema” al lanzarse de cabeza a un montón de vigas más calcinadas que otra cosa mientras su compañera Marina Pavlovna caía a su lado con la frente agujereada talmente que en plena frente. Luego, mientras la doctora Ruslanovna trataba de calmarle en la enfermería el terrible ataque de nervios que padecía, balbuceaba más que gritaba sin cesar

·         ¡Es él! ¡Le he visto! ¡Sí, le he visto!… ¡Y he visto su horrible gorro gris de punto! ¡Lo llevaba puesto y lo he visto!

Y lloraba; lloraba incesantemente la hija del lago Baikal hasta que por fin quedó dormida al amor del fuerte calmante que la capitán médico Galina Ruslanovna le administró por vía intravenosa

Cuando la madrugada del cuarto día finalizaba el sargento Peter Hesslich dio por terminada su incursión regresando a la orilla del Donetz en busca de su balsa neumática y en el más absoluto silencio inició la vuelta a la orilla propia del río.

Pero esa vuelta a la orilla alemana del Donetz tuvo un testigo desde la orilla contraria, la sargento del Ejército Rojo Stella Antonovna, que una vez más vio cómo ante sus propias narices se le volvía a escurrir el ser que ella más odiaba en este mundo.

Desde por la mañana Stella había andado merodeando por casi todo el sector a la caza del intruso con el nulo resultado general, hasta que ya en la tarde la idea de que el alemán merodeador había debido regresar a su cubil en las últimas horas de la madrugada se iba asentando en todas las mentes. Como sabemos, ella en absoluto compartía esta peregrina idea; su olfato de “cazadora” de hombres se lo indicaba con toda claridad, pero al propio tiempo esa misma intuición le decía que el “Demonio del Gorro Gris” debía estar escondido y muy bien escondido a saber en dónde: Indudablemente, en un lugar que nadie nunca podrá saber por bien que se conozca el terreno propio, por lo que se dijo que mejor descansar hasta que la noche empezara a mostrar su oscuridad, hora en que el “Demonio” abandonaría su refugio para reemprender la “cacería”. Así que, efectivamente, marchó a su búnker a  descansar hasta la anochecida. Cuando las sombras nocturnas se extendían por los contornos atrincherados, Stella reemprendió a su vez su “cacería”. Algo después de la medianoche se tropezó con el primer cadáver que el monstruo dejara tras de sí, atraída por el disparo que en el silencio nocturno restalló como un cañonazo. Del segundo y tercer cadáver que Hesslich dejó boca arriba ni se enteró de momento, pero sí alcanzó a enterarse de la algarabía que formó la camarada hija del Baikal cuando presa de un ataque de nervios irrumpió en el búnker de mando de la compañía llorando a lágrima viva mientras clamaba sin cesar

·         ¡Es él! ¡Le he visto! ¡He visto su horrible gorro!...

Como era fácil barruntar la furia, la rabia, en absoluto contenida de la capitán Soia Valentinovna estalló como era costumbre, haciendo casi temblar de puro desasosiego a las camaradas fusileras  de la Compañía. Y si se añade que al momento la “Jefa” despachó numerosas patrullas de reconocimiento será fácil imaginar la barahúnda que se formó en el campo de la Compañía de fusileras.

Mientras la mayoría de las pesquisas se dirigían hacia donde Olga Borisovna y su infortunada compañera fueran atacadas, Stella Antonovna prefirió dirigirse hacia otra área del sector casi opuesto, la aldea y la orilla oriental del Donetz. Su natural intuición de “cazadora de hombres” nata le decía que “él” habría tratado de alejarse de su último “escenario” lo más posible y en dirección contraria además, por lo que con la mayor celeridad que pudo se trasladó a la aldea. Allí encontró a dos de las vigías o escuchas asesinadas, no de disparos sino con el boquete un machete en la garganta; silenciosamente muertas y todavía calientes las dos… Trágica señal de no haberse equivocado. Buscó a la tercera escucha y la encontró en su pozo de observación, despierta y observante cual era su deber, pero que también sufrió un tembloroso escalofrío cuando supo la suerte corrida por sus compañeras… ¡Qué cerca le anduvo la “Dama Negra” aquella noche!...

Desde ese momento Stella tomó las necesarias precauciones. Saltando de sitio en sitio, al amparo de la protección de los edificios de la aldea fue saliendo de ésta para salir a la zona abierta que cundía entre la aldea y la orilla, convencida de que el “Demonio del Gorro Gris” andaba por allí, acechando a la espera de cobrarse nuevas presas cual el animal depredador que era…y que, también, ella misma era. Al salir a la espesura de la alfombra de yerba verde y crecida en varias decenas de centímetros, dos-tres por lo menos, y tachonada de floresta, arbustos de no exigua altura y árboles, (abedules, sauces y alisos)  creciendo acá y allá, Stella se lanzó de cabeza al suelo para adentrarse en tal terreno reptando, con el fusil Moisin Nagan sostenido sobre los brazos y valiéndose de codos y rodillas, amén del empuje de los pies firmemente afincados en el suelo, para avanzar. Tras cubrir un escaso centenar de metros, Stella alzó la cabeza para otear el horizonte a su vista y le pareció distinguir algo en el río; se irguió lo suficiente para sentarse y requerir los prismáticos que iluminaban el objetivo centrado con IR, y a su luz verdosa identificó una balsa neumática que perezosa avanzaba hacia la orilla alemana a poca distancia ya de la misma. Sobre la balsa divisó el uniforme alemán de su poseedor, el mosquetón Máuser K 98K más una bolsa de esas llamadas de costado, con su asa en cinta de lona larga para poder colgarla en bandolera. Y a su lado una figura de hombre nadando con todo vigor, empujando la balsa hacia la orilla. A juzgar por el uniforme transportado en la balsa el hombre debía nadar desnudo pero conservando una prenda encima, un gorro gris de lana en la cabeza… ¡El pues! Como impulsada por un resorte Stella Antonovna se puso en pie y se lanzó a la carrera rumbo a la orilla del Donetz, pero cuando por fin la alcanzó fue para arrojarse al suelo llorando de pura rabia, de puro despecho por haber llegado tarde, cuando el odiado enemigo ya se perdía, desnudo aún y con lo que la balsa transportaba en los brazos, entre la floresta y las casas de la orilla alemana del río fuera del alcance de su Moisin Nagan. Allí quedó Stella Antonovna llorando y pataleando al tiempo que con los puños golpeaba desesperada la arena de la orilla fluvial. Al rato se irguió cuan alta era y, sin dejar de llorar, elevó un puño amenazante hacia la otra orilla, la orilla alemana asegurando

·         ¡Te mataré Diablo! ¡Te mataré cueste lo que cueste! ¡Te mataré porque soy mejor que tú! ¡Te mataré y te arrebataré tu maldito gorro, te lo juro! ¡Y me lo pondré siempre que vaya a la caza de los tuyos, maldito asesino!

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Los días fueron pasando desde aquella noche sin grandes novedades: Alguna que otra muerte acaecida a ambos lados del río por disparos aislados que invariablemente hacían blanco en mitad de la frente de la víctima, alguna que otra incursión en campo adversario lanzadas desde las dos orillas enfrentadas del mismo río que causaban algunos muertos… En fin, nada fuera de lo normal, a no ser que Stella Antonovna a partir de la noche de marras había abandonado el albergue que las chicas ocupaban en los búnquers del atrincheramiento para instalarse “sine-díe” en la aldea desde donde cada noche se desplazaba a la orilla del Donetz vigilando el lado alemán allende el río y esperándole a “él”

Así llegó una noche en la que a Stella le latió deprisa, muy deprisa, el corazón hasta notar los latidos en su frente, sus sienes…hasta en las encías, pues ante ella, al otro lado del río y casi, casi, que en la misma orilla estaban apostados ellos; ella había tomado posición en la isla-península donde estaba cuando por vez se vieron ambos, pero ahora con el Moisin Nagan que perfectamente podía alcanzar el lugar donde acababa de divisar al maldito hombre del Gorro Gris junto a otro alemán que hasta entonces nunca viera. Ese otro fascista no era de pelo más bien oscuro, como el del “Diablo”, sino amarillo como el oro recién acuñado, como el trigo cuando está punto de sazonar; por lo demás, a Stella le pareció muy semejante a su enemigo íntimo, casi lo mismo de fornido y corpulento, de espaldas casi tan amplias como las de “él”.

Y es que, efectivamente, aquella noche estaban allí los sargentos Peter Hesslich y Uwe Dallmann, en la misma linde que separa el trecho cubierto de hierba, hojarasca, matorral y árboles de la parte misma de la orilla del río, playa arenosa abierta a uno de los numerosos remansos que aquí y allá forman los tranquilos meandros que traza el Donetz tan pronto como abandona la agreste zona de su nacimiento pocos kilómetros más allá de sus fuentes, un centenar escaso. Era casi el mismo sitio donde esa misma mañana aparecieran dos soldados de ingenieros abatidos por sendos disparos en casi el centro de sus frentes. Uwe Dallmann casi se había mostrado contento cuando su amigo Hesslich le propuso apostarse los dos aquella noche en ese lugar.

·         Hombre, por una vez tuviste una excelente idea. Esta noche allí tendremos calma total. Hasta podremosechar alguna cabezadita…

·         O tal vez no….

·         ¿Estás loco o vas de broma? ¿Desde cuándo se repite un ataque en el mismo sitio? Calma chicha es lo que habrá allí esta noche…

De todas formas, ambos hombres se tendieron boca abajo sobre la verde alfombra herbácea allá donde ésta iba a morir a la mayor gloria de la playita arenosa que a partir de ahí mismo se extendía hasta la misma orilla del río. Pasaba el tiempo y por allí no ocurría nada, como tampoco se observaba movimiento alguno en el lado soviético.  

·         ¿Quién tiene razón, eh? En mis tripas hay más ruido y más movimiento que ahí enfrente.

Hesslich no respondió y Dallmann se rebuscó en los bolsillos hasta sacar una tableta de chocolate

·         ¿Quieres Peter?

·         No. Y cállate; estate quieto aunque sólo sea un momento

Dallmann rio ruidosamente, cortó un buen trozo y se lo lanzó a Hesslich mientras decía

·         ¡Hale Hopp!

Para mejor lanzar el chocolate, Uwe Dallmann se incorporó un poco y por un segundo escaso su cabeza emergió del suelo. El disparo resonó como un trallazo en la noche; el trozo de chocolate cayó al suelo, junto a Hesslich y Uwe Dallmann se irguió casi por completo, giró en el aire sobre sí mismo y rodó al suelo donde quedó tendido boca arriba. La risa se le quebró en los labios y quedó allí quieto, muy quieto, formando una figura ridícula por lo retorcida; en la frente, el típico agujerito del que empezó a manar un leve, finísimo, hilillo sanguinolento. El sargento Uwe Dallmann, casi el único amigo que Peter Hesslich poseyera en tierra rusa, acababa de morir de un disparo, disparo que sólo una persona había podido realizar, la hembra diabólica, la “Hija del Diablo”. Durante el segundo en que caían al suelo chocolate y Uwe Dallmann, Peter Hesslich quedó paralizado, como anonadado, pero al momento estalló en un ataque de furia, de rabia homicida; de odio mortal hacia aquella hija del Averno. Una furia, un odio que ni siquiera sabía él que pudiera existir en su interior; que pudiera desarrollarse en su yo íntimo, pues era como si un fuego infinito le devorara el alma. Sí, cierto, en su interior se gestó en un segundo un instinto homicida que nunca antes conociera. Un instinto que ya no era otra cosa que de verdadero asesino, un rasgo que él desde siempre había despreciado y hasta odiado. Empezó a disparar sobre el punto del que había visto surgir el fogonazo del disparo cartucho tras cartucho; uno, dos, tres, cuatro, cinco… Recargó el arma con otros cinco cartuchos y siguió disparando sin tregua, seis, siete, ocho… Stella Antonovna vio cómo la tierra saltaba a su alrededor, sintió cómo los proyectiles silbaban junto a ella, cómo un diluvio de fuego se le cernía encima y creyó lo más oportuno sustraerse  de momento a aquello. Reptó hacia atrás hasta hundirse en el vado que separaba el islote/península de la tierra firme de la orilla y al caer sobre la arena de la orilla se dispuso a tomar allí una nueva posición desde la que dispararle a “él”. Se tumbó boca abajo cuan larga era y le vio nítidamente ante ella, de pie junto a la orilla disparando sin tregua al tiempo que a sus oídos llegaban en las alas de la suave brisa nocturna los gritos e insultos de su “enemigo íntimo” 

·         ¡Ramera! ¡Maldita zorra, carroña de Satanás! ¡Te mataré, juro por Dios que te mataré, zorra asesina!

Nueve, diez cartuchos; vuelta a recargar y vuelta a disparar. Once, doce cartuchos… Hesslich se había metido en el agua mosquetón en ristre… trece, catorce cartuchos… Stella Antonovna apuntó con calma, y con más calma aún fue presionando suave pero firmemente el gatillo hasta llevarle al punto de disparo. Y con toda calma siguió apretando sobre el gatillo hasta que el disparo resonó entre aquella barahúnda de explosiones, gritos y olor a pólvora. Pero entonces el Destino, que es caprichoso, decidió jugar a favor de Peter Hesslich en la forma de una oportuna bengala que iluminó el cielo en el mismo instante en que el proyectil enfilaba la bocacha del Moisin Nagant que Stella Antonovna empuñaba con lo que la fusilera se desconcertó y el desconcierto derivó en que el cañón del arma se desviara algún centímetro hacia arriba de modo que el proyectil silbó inofensivo sobre la cabeza de Peter Hesslich que al momento se zambulló en el agua.

Y allí acabó todo por aquella noche, pues la bengala la había lanzado el grupo de soldados de la unidad de zapadores que acampaba junto a la IVª compañía del teniente Bauer, los cuales iniciaron un fuego graneado sobre Stella Antonovna; pero también en este caso la diosa Fortuna quiso ser benigna con la joven fusilera soviética haciendo que la primera granizada de fuego y plomo errara su objetivo, si bien por centímetros, pero respetando el cuerpo de Stella por esos centímetros al menos. Y luego, cuando el propio Peter Hesslich ganó al fin la orilla alemana y mojado hasta los huesos arrebató el arma a uno de los zapadores intentando hacer puntería sobre la “Draculea”, la “Hija del Diablo”, era ya tarde pues Stella Antonovna, cono movida por un resorte, había rodado sobre sí misma alejándose del espacio iluminado hasta ponerse a cubierto de luces y miradas cuando alcanzó el abrigo de las casas y granjas medio quemadas y por entero arruinadas de la aldea.

Así concluía la noche para Stella Antonovna, con un resultado que si no era brillante pues “Él” se le había vuelto a escapar, sí al menos casi satisfactorio pues se había cobrado una presa nada despreciable en aquél alemán de pelo rubio como trigo a punto de entrar en sazón que, le constaba, también era un “cazador” de hombres, menos hábil, menos certero que el ”Diablo”, indudablemente, pero “cazador de hombres” al menos; y muerto él, a saber cuántas camaradas, cuántas/os buenos patriotas de la Gran Patria Soviética, de esa otra Gran Patria que era la Madrecita Rusia, se habrían salvado….

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Uwe Dallmann fue enterrado con honores militares en el cementerio de los Héroes, formando el Pelotón de Honores que disparó las salvas de ordenanza, Peter Hesslich y once francotiradores de entre los asignados al Regimiento, incluidos los restantes cuatro del 2º Batallón. En el uniforme de Hesslich como sobre la bandera que cubría el féretro que contenía los restos de Dallmann, brillaban los galones de brigada, órdenes de ascenso que llegaron a la Plana de la IVª Compañía en la tarde del mismo día en que Dallmann murió. Además, sobre la bandera del féretro también lucía la Cruz de Hierro de 1ª Clase, otorgada a título póstumo

Dos noches más tarde, una noche oscura, pues la luna no alumbraba por ser nueva, el teniente Bauer, el capitán jefe de la unidad de zapadores, el teniente médico auxiliar Helge Ursbach, casi todas las planas Mayores de la IVª Compañía y de la unidad de zapadores, así como buena parte de los oficiales, suboficiales y simples “guripas” de infantería y zapadores, veían partir hacia la orilla soviética al ya brigada Peter Hesslich en un bote neumático accionado a remos. Consigo Hesslich sólo llevaba su fusil, abundante munición abarrotando, bolsillos, una mochila y la funda de su máscara anti-gas. Además, un pequeño botiquín que por finales el teniente médico Ursbach consiguió que aceptara: Vendas, gasas, esparadrapo, sulfamida en polvo, el antibiótico de la época, y píldoras analgésicas. Cuando la silueta del bote y del brigada se perdió en la negrura de la noche comentó el teniente Bauer

·         A ese no le volveremos a ver nunca más. Podemos darle de baja: Muerto en combate…

A esta conclusión le llevaba lo que el propio Hesslich le comentara poco antes de partir:

·         Si en seis u ocho días no he regresado, dadme de baja. Habré caído…

Hacia media mañana del día siguiente en los atrincheramientos que alojaban a la Compañía Baida se escucharon unos disparos, dos exactamente, provenientes de la aldea. Cundió la alarma y una escuadra de fusileras partió para allá. Lo que encontraron fue a dos camaradas abatidas por sendos disparos en plena frente. Las camaradas estaban tendidas en un bancal de verdura que trabajaban, con las azadas a su lado y los Moisin Nagan a la espalda, en bandolera. Es decir, que las habían abatido a plena luz del día. Pero eso no fue todo, pues poco después del medio día se encontró a Lidia Semionovna en un granero. A simple vista se diría que descansaba beatíficamente tumbada en mullido heno… Lo malo era que su frente tenía un feo orificio que todavía manaba un tenue hilo de sangre. Y lo peor, que el granero se encontraba casi al otro extremo del sector que la Compañía cubría, lo que indicaba que el intruso se había deslizado ante las narices de todas ellas, ante las líneas de centinelas establecidas y ante todo el complejo de trincheras en la mayor impunidad, sin que nadie se hubiera apercibido de su presencia, de su paso por ahí.

Soia Valentinovna reunió a sus suboficiales y jefas de pelotón y durante veinte minutos les estuvo despotricando a mansalva

·         ¡A vosotras os va demasiado bien! ¡Estamos en guerra y aquí todo el mundo anda pensando en camas y tíos “bien armados”!... ¡Pues se acabó la buena vida y los sueños venéreos! ¡Alarma, alarma general! ¡Patrullas reforzadas por todo el sector!....

Cuando acabó la perorata para todo el auditorio quedó más que claro que el repertorio de juramentos, palabrotas y blasfemias de todo tipo de la capitán Valentinovna no tenía parangón en el mundo entero y parte del extranjero. La propia capitán salió en descubierta armada hasta los dientes, como la totalidad de sus fusileras, quedando en el atrincheramiento sólo el teniente Víctor Ugarov con una radiotelegrafista y la capitán médico Galina Ruslanovna que metió el dedo en la llaga cuando dijo a Ugarov

·         ¿Crees que sea el del gorro gris de punto?

·         No lo sé… Puede… Pero, ¿qué más da? Tenemos a Stella Antonovna y un ramillete de fusileras más, mejores, incluso, que él…. ¿Qué puede pasar pues?

·         Nada de particular; sólo que pavimente el atrincheramiento con cadáveres que luzcan un hermoso orificio en plena frente…

Ugarov, huraño, la dejó plantada para dirigirse a otro lugar donde no le pronosticaran semejante tragedia, que ya le valía a la Ruslanovna y los ánimos que daba la camarada doctora…

Pero las medidas tomadas por Soia Valentinovna no parecían dar resultado positivo alguno pues todos los esfuerzos por localizar al insolente intruso resultaron baldíos. Pero, en cambio, las malas noticias se acumulaban casi que por minutos, pues recibió el parte de que cinco milicianos rojos habían sido despenados de disparos en la frente mientras descargaban bagajes en una posición de artillería. Cinco milicianos muertos en menos de un minuto, pues no les dio tiempo a nada, y menos que a nada, a resguardarse: Habían aparecido juntos, mostrando bien a las claras que descargaban vituallas en el momento de morir; todo un cargador disparado en segundos, proyectil tras proyectil… Pero eso no era todo, pues esos milicianos habían sido tiroteados detrás de las líneas de la Compañía, entre la Compañía y el mando del batallón. Item más, cuatro horas después, cuando la madrugada iba bastante más que mediada, otros dos “guripas” rusos sufrieron la misma suerte del disparo, más o menos, entre ceja y ceja. Y en otro lugar distinto y distante del anterior; dos soldados que regresaban a su posición tras visitar a unos “colegas” en una posición no lejana a la suya. Y cuando amanecía cayó la última víctima, al menos de momento: Un segundo teniente que, caballero en motocicleta, se dirigía a la Plana de su compañía. Once bajas en sólo ese día… ¿Quién daba más?...

Casi al tiempo que esa última víctima del intruso fascista caía abatida, en el alojamiento que la Baida y el teniente Ugarov compartían, éste trataba de consolar a su pareja, enteramente abatida desde que conociera la noticia de las muertes soviéticas más allá del sector confiado a su Compañía.

·         Ahora ya no va contra nosotros. Va por ahí como lobo hambriento, atacando a cuantos encuentra a su paso

·         Sí, pero ha partido de aquí. Ha pasado ante nuestras narices y no hemos sido capaces de enterarnos ni de por dónde ha pasado; no hemos sido capaces de detenerle y aniquilarle. Esto me está haciendo polvo. ¿Sabes lo que me ha dicho el jefe del Batallón? ¡Que debo ocuparme más del enemigo y menos del sujetador! ¡Eso me ha dicho, sí, eso me ha dicho! ¿Cómo puedo “tragar” tanta humillación? ¿Somos todavía una Unidad selecta? Se ríen ya de nosotras por todas partes; se hacen chistes a costa nuestra… Escucha, escucha… “Radio Ereván pregunta: ¿Son buenas las mujeres en el combate cuerpo a cuerpo? Respuesta: Eso depende del adversario masculino” Ah, Víctor querido, si esto sigue así tendré que quitarme la vida…

Antes del mediodía, en un bosquecillo a espaldas de la Compañía Baida y no demasiado distante de sus atrincheramientos, un soldado de un Grupo Pesado de Lanza Minas (morteros de más de 200 mm.) cayó de un disparo en la frente. Otro soldado no lejos de él vio cómo el matador se escurría después entre la maleza como si fuera un gato. El soldado superviviente al hecho, temblando de pies a cabeza, sin explicarse bien todavía cómo él escapó a la suerte de su camarada, dio una valiosa información: El atacante cubría su cabeza con un gorro gris de punto. Era pues, el “Demonio del Gorro Gris”

Cuando la capitán Soia Valentinovna Baida supo esta información ordenó que las mejores fusileras, y sobre todo Stella Antonovna, salieran de inmediato en todas direcciones en busca del intruso: El “Diablo del Gorro Gris” era de ellas y sólo ellas debían matarle.

Cuando anochecía partieron todas las convocadas. En general iban en grupos de cuatro o cinco chicas excepto Stella Antonovna; ella era una combatiente solitaria que prefería su propio estilo de lucha individualista que la cooperación con otras camaradas. Antes de partir cada cual por su lado, patrullas de cuatro o cinco camaradas por una parte, Stella Antonovna por otra, ésta pidió a sus compañeras

·         Si le veis no le matéis; heridle sólo

Fue Marianka Stepanovna quien contestó

·         Y eso… ¿Por qué?

·         Quiero verle; verle morir. No debe morir de un disparo; debe saber que muere, sentir que muere poco a poco, lenta, refinadamente…

Stella dio la espalda a sus compañeras alejándose de ellas seguidamente y más de una de ellas sintió cómo un escalofrío corría su espalda… ¡Cuánto odio en ese corazón!... Era para estremecerse…

Stella Antonovna alcanzó el bosque donde últimamente fuera visto “El”. Cuando rondaba ya la espesura se dejó caer al suelo y siguió avanzando como un reptil, reptando sobre su vientre. Entonces la sorprendieron unos disparos hacia su izquierda y pensó

·         ¡Oh no! ¡No Dios, no permitas que esté “El” allí! Te he dicho que, si en verdad existes, me lo demuestres poniendo en mis manos a ese “Diablo”. Permite que sea yo quien le mate y creeré en Ti. Y te rezaré como mis padres y mi tío Iván y la tía Sofía te rezaban…

Stella permaneció inmóvil un tiempo, escrutando las tinieblas y analizando los ruidos de la noche, pero nada extraño advirtieron sus sentidos: Todo estaba en calma, todo normal… Se acercó rodando sobre sí misma a un próximo grupo de árboles blanquecinos, álamos, donde también crecía, alta, la hierba. Se acomodó entre aquella alfombra verde y esperó, esperó, esperó. A partir de entonces todo fue esperar; esperar con la infinita paciencia del cazador. Se decía: “Si ellas, mis camaradas, no lo atrapan antes, “El” se deslizará hasta aquí, vendrá a mí”…

Como en el cuento “Pulgarcito” dejaba tras de sí piedrecitas para así encontrar luego el camino de vuelta, así Peter Hesslich dejaba a su paso una estela de muerte y sangre, de cadáveres soviéticos, pero no para encontrar ningún camino de vuelta a su orilla del Donetz sino para atraer tras él a aquella odiosa mujer, “La Hija del Diablo”, la “Draculea”. Quería enfurecerla, encelarla lo suficiente para hacer que ella siguiera el trágico rastro dejado tras de sí y así, al final, poderse sentar a esperar que ella misma se pusiera ante su mira telescópica.

En su deambular constante a la caza de nuevas víctimas cual lobo hambriento y solitario tal y como el teniente Ugarov le retratara, también Hesslich dejó atrás “piezas” que, por finales, prefirió que siguieran viviendo. Porque para esas alturas Peter Hesslich se había convertido en una especie de ser omnipotente, casi un Dios, dador de la Vida y de la Muerte: “Este podrá seguir viviendo pero este otro morirá irremisiblemente” parecía dictaminar continuamente. Y así dispuso que viviera un soldado ruso que, sentado en un gran tocón, con una navaja intentaba tallar un buen mazacote de madera dándole la forma de una aldeana granja rusa; eso evocó en Hesslich su propia casa, la granja alemana en que naciera, y en ese soldado vio la añoranza del hogar lejano, de la familia, padres, hermanos… Y decidió que siguiera viviendo. Como también decidió que perviviera una pareja, un teniente soviético y una rolliza campesina del lugar que, tumbados en la hierba a modo de mullido colchón, se solazaban con los goces de la carne, él bufando cual búfalo y ella atronando el aire de aquel entorno forestal con los más agudos alaridos de puro placer sexual. Hesslich observó la escena por un momento y pensó que, fuera como fuese y a pesar de cuanto pudiera pasar, lo cierto es que la vida siempre sigue; sea como fuere, la vida se aferraría siempre a la Vida, sobreviviendo a todo, por horrendo que ese todo pudiera ser y pasó de largo, dejando que la pareja siguiera con lo suyo. Y, quién podría saberlo, tal vez forjando Vida en medio de tanta Muerte….

Algún centenar de metros más allá de donde la pareja apasionadamente retozaba, Peter Hesslich se dejó caer sobre la acogedora, por alta, hierba, baca arriba y con la vista prendida en un firmamento que la caída de la tarde hacía menos luminoso en ominoso presagio de la ya cercana noche finiquitadora del huyente día. El recuerdo del soldado tallista  trajo a su memoria la natal aldea y el tiempo antiguo, cuando Hesslich era ingeniero de montes y entusiasta guardamontes. Su memoria rememoró la visión de los corzos recortándose entre la neblina de los amaneceres para luego galopar a través de toda la espesura forestal; los zorros olisqueando en la hierba tras el rastro de conejos, liebres o perdices; los buitres planeando majestuosos con las alas  abiertas en toda su envergadura trazando círculos en el cielo a la búsqueda de posibles objetivos o las cornejas aseándose en lo alto de cualquier piedra… Si en aquellos entonces le dijeran que un día estaría agazapado a la espera de un blanco humano, que un día sería cazador de hombres y los iría abatiendo uno a uno sin experimentar emoción alguna, al instante hubiera dicho que esa persona estaba loca de remate, pues le hubiera sido imposible identificarse con tal ser, ni por el bien de Alemania siquiera… Pero ahora, ¿qué? Allí estaba, sí, agazapado como un lobo, como cualquier fiera depredadora acechando una presa cualquiera… No, una “presa” cualquiera no, pues él no era un animal salvaje, irracional, que sólo podía actuar por instinto; no, él era un ser humano, un ser que se supone pensante, que puede actuar a su libre albedrío, a su voluntad libérrima, sin someterse a ningún instinto impuesto por ley natural de supervivencia alguna, sino que podía elegir entre unas cosas y otras, entre el bien y el mal. Y claro, como animal depredador pensante, humano, su presa estaba claramente seleccionada, una joven fusilera rubia de inmensos ojos negros y atractivos hoyuelos en sus mejillas; una mujer joven, lozana y, desde luego, hermosa hasta poder parecer inmensamente bella, pero en la que todo era engañoso pues esos bellísimos ojos fijaban en el retículo del visor de infrarrojos de su arma un objetivo humano, una frente humana, y unos dedos que debían ser bellísimos y a veces incluso acariciadores, no dudaban en curvarse en torno al gatillo del arma y disparar sobre esa frente horadándola; sin inmutarse, sin importarle lo más mínimo tronzar una vida humana que no pocas veces estaría en plena floración. Y él, igual que ella, acababa de tronzar también una buena cantidad de vidas humanas en la flor de su existencia sin remorderle por ello la conciencia, sin importarle en lo más mínimo….

Con aquellos pensamientos se fue durmiendo poco a poco en un sueño que apenas si podía ser reparador pues constantemente era interrumpido por ignotas pesadillas que una vez despierto no dejaban huella en la memoria, o ruidos del bosque, ruidos normales, las más de las veces sobradamente conocidos, pero que esa noche de tremenda tensión y ansiedad le causaban hasta pavor al diferenciarlos su cerebro. Pero lo que ninguno de ellos dos sabían, Peter Hesslich y Stella Antonovna, es que esa noche en la que ambos dormían a medias, bajo semejantes tensiones y miedos, apenas si unos doscientos metros mediaban entre los dos.

Transcurrieron dos días más durante los cuales los dos, Stella Antonovna y Peter Hesslich, Peter Hesslich y Stella Antonovna, se acecharon mutuamente pero sin verse, sin encontrarse. Se buscaron con verdadero ahínco mas sin ningún éxito. Parece mentira lo inmensamente grande que a veces puede parecer un casi ínfimo bosquecillo. Allí estaban, ellos dos solos, sin más compañía que los animales del bosque, mamíferos y aves y el límpido soplar del viento, pues las visitas humanas se prohibieron por toda la zona, esa que a diario venía costando al Ejército Rojo cadáver tras cadáver. De manera que para Stella Antonovna parecía que la tierra se había tragado al “Diablo del Gorro Gris” y Peter Hesslich creía que la “Hija del Diablo” había salido del universo mundo.

Fue Peter Hesslich quien primero empezó a desconfiar de su intuición de cazador que le decía que “Ella” estaba allí, tras su pista. Empezó a considerar que la astuta fémina no se hubiera “tragado” el anzuelo del rastro de muerte que tras de sí dejara y anduviere por otro lugar, esperándole, lugar que sólo podía ser uno: La zona de los atrincheramientos de la Compañía y, particularmente, la aldea destruida situada en el camino entre los atrincheramientos y el río. Casi seguro que sería allí donde la diabólica mujer le esperaría, apoyada en toda una trampa tendida y en la que él muy posiblemente caería: Toda una línea de avezadas fusileras constituidas en celosas centinelas dispuestas a localizarle tan pronto hiciera él aparición por aquella zona. Bien, pues tendrían que en verdad localizarle primero y después darle “caza”, cosas ante las que él también opondría su propia astucia y sentido del enemigo.

Empezaba a oscurecer tras el crepúsculo que acababa con la tarde de ese segundo día tras las últimas “piezas” cobradas cuando Peter Hesslich iniciaba el desalojo del bosquecillo. En la cabeza el imprescindible gorro cubriéndole la frente para evitar resplandores en la noche, rostro y manos embadurnadas en oscuro barro con la misma finalidad, evitar el reverbero de la luz lunar sobre la claridad de rostro y manos, y el fusil dispuesto sobre los brazos, Hesslich reptaba sobre el suelo dirigiéndose así hacia el lindero del bosque, internarse en el abierto terreno ondulado que se extendía hasta las líneas atrincheradas de la Compañía Baida y desde allí ganar la orilla del Donetz para regresar a sus propias líneas. A punto de salir del bosquecillo se encontró con una aglomeración de arbustos que le cerraba el paso. Fue a contornearlos para dejarlos atrás, pero cuando tomaba impulso para avanzar ante él surgió una figura humana que en la corta parte de segundo que dispuso para observarla antes del inevitable topetazo, le pareció grácilmente hermosa, casi femenina se diría.

 

FIN DEL CAPÍTULO

(8,81)