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Riberas del Donetz 2

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Capítulo 2

Tras el topetazo que se dieron, los dos cayeron hacia atrás pero al instante estaban recuperados y listos a embestirse uno contra otro. Hesslich atrapó el cuello del oponente entre sus manos e intentó estrangularlo pero se encontró con una uñas como garras que le arañaron ambas mejillas hasta abrir en ellas profundos surcos; al tiempo, una rodilla intentó estrellarse contra la parte más preciada de la anatomía masculina pero falló pues en el camino se interpuso la culata del Máuser K98K arrojada por Hesslich pero que al caer lo hizo apoyándose en los arbustos con lo que la culata quedó cubriendo esa parte tan preciada de la anatomía de Peter Hesslich. Las mejillas le ardían y a Stella Antonovna, pues no era otro el rival de Hesslich, le faltaba el aire en los pulmones de resultas del casi estrangulamiento sufrido. Los dos retrocedieron un momento, recuperando fuerzas y apretándose a un nuevo encontronazo. Pero antes de lanzarse el uno contra el otro los dos hicieron lo mismo: Aferrar el fusil con ambas manos por el cañón para usarlo a modo de maza. Stella estrelló la culata de su arma contra la culata del Máuser, resbaló hacia el suelo y, antes de que la mujer pudiera volver a enarbolar su Moisin Nagant, Hesslich la golpeó con la culata del Máuser. El alemán tuvo un reflejo que hizo que no quisiera destrozar el cráneo de su oponente, por lo que la culata se estrelló contra el hombro de Stella aunque de paso afectó el pecho, brazo y mano de la mujer, con lo que se le escurrió el fusil de la mano, perdiéndole irremisiblemente. Al tiempo que Hesslich lanzaba la culata de su arma contra la mujer, su bota también se estrelló contra la cadera de Stella que no pudo evitar caer de rodillas ante el “Diablo”, pero dio vueltas sobre sí misma intentando recuperar el arma perdida con mano y brazo que aún conservaba útiles, pero él se lo impidió mediante un nuevo puntapié que alcanzó ese hombro de la mujer desgarrando también camisa y piel junto al seno. Stella lanzó un agudo grito de dolor pero se revolvió cual felino salvaje y del cinturón sacó una pequeña pistola, una “Tokarev TK” como las que suelen usar los oficiales de Estado Mayor y los del NKVD. Peter Hesslich le dio entonces un empujón que la lanzó al suelo saltándole encima a continuación. Ella trató de desgarrarle el cuello con las uñas, arañarle el rostro, cosa que logró a medias, pues Hesslich le atrapó manos y brazos sujetándolos firmemente contra la yerba. Stella intentó resistirse a cabezazos que Hesslich esquivó fácilmente, mordiscos, incluso dirigidos a la yugular en intento de causarle la muerte.… Pero todo fue en vano, todo inútil, pues Hesslich era más fuerte que ella y logró someterla

 

A todo esto la lucha había sido muda, sin que ninguno de los dos abriera la boca ni un momento. Por fin Stella lanzó como un resuello ahogado, dándose por vencida ante lo inevitable… Contra “El Diablo”, en pelea cuerpo a cuerpo, desde luego no podía: Ella era más bien menudita, frágil, pues su anatomía era muy, muy femenina en tanto que “El” era alto, fornido, corpulento… Fusil en mano, en combate a tiro limpio, ya se vería quién de los dos sobreviviría, pero a corta distancia, con las propias fuerzas físicas como único arma, todas las ventajas estaban de parte de “El”… Stella cerró los ojos y lloró; lloró amargamente su derrota. ”Tú no existes, Dios de los Cielos. Sí, me lo trajiste, pero permitiste que él me venciera… No, no existes y nunca, nunca creeré en Ti… No eres más que el fantoche que en el Konsomol me enseñaron que Eras…  El fantoche que el camarada Lenin desenmascaró hace tiempo”  

 

Peter Hesslich estaba totalmente sobre Stella Antonovna, presionando sobre ella con su cuerpo, igual que un amante estaría sobre ella en definitiva caricia, pero esa era la forma que Hesslich usaba para inmovilizarla y dominarla pues en esa postura no había ni rastro de erotismo, de sexualidad. Al propio tiempo brazos y manos del hombre mantenían sujetas y aprisionadas contra el suelo las femeninas mientras piernas y pies masculinos inmovilizaban las piernas y pies de la mujer.

 

Stella fue abriendo los ojos, lentamente, poco a poco, como si cada párpado le pesara una tonelada, y a través de los ojos arrasados en lágrimas de vergüenza y derrota miró al hombre… Fijamente, con odio indecible… Allí estaba “El”, sobre ella; sentía su olor, su calor…pero sobre todo veía su cabeza enfundada en aquel gorro terrible, monstruoso… El símbolo de la muerte para ella y sus camaradas fusileras… Los rostros de casi todas las camaradas inmoladas por aquel “Diablo” desfilaron en instantes ante su mente y el añejo odio que profesara a aquel hombre hecho verdadero Demonio, reverdeció en su pecho hasta casi asfixiarla. Los ojos de Stella se aceraron cuando su boca se abrió para lanzar un voluminoso escupitajo al rostro del “Diablo” al tiempo que de su faringe salía una especie de alarido medio enronquecido 

 

  • ¡¡¡Muerte a todos los fascistas!!!!

 

Stella había hablado en un alemán tosco, rudo, pero entendible

 

  • ¡Vaya, hablas alemán!...

 

Entonces Peter Hesslich se inclinó algo más sobre el rostro de la mujer. Sin inmutarse ante el nuevo escupitajo recibido en pleno rostro admiró la faz femenina, entonces tan cercana a la suya. Los ojos negros cual azabache sobre los que brillaba un destello rojizo causado por el arrebol vespertino al rebotar en el iris de esos ojos… Los cabellos dorados, cual trigo en sazón… Y los labios rojos como fresones en sazón, gordezuelos… ¡Divinos, maravillosos!... Aún y cuando formaran una débil línea al mantenerlos muy, muy apretados y con ese rictus de odio que también aparecía en ellos

 

  • Sí, hablo alemán… Poco, poco… ¡Tú matar a mí!

  • ¿Y por qué he de matarte?

  • Porque tú Diablo

  • ¡Vaya, pues en eso estoy de acuerdo contigo! Pero tú también una Diabla… ¿Te estarás quieta?

  • ¡¡¡”Niet”!!!... No, no y no… ¡¡¡Muerte fascistas!!!

  • Ya, ya… Lo entiendo y me parece normal que nos queráis matar a todos. Pero chica, seamos razonables aunque estemos en guerra… ¿Quieres que esté así, sobre ti, hasta que la guerra acabe?

 

Peter hubiera querido soltar aquellas manos y retirarse de aquel cuerpo de verdadera perdición… Apartar de su rostro los rizos rubios que sobre él se escapaban del cabello, pero no se atrevió, temió la reacción de la muchacha al verse libre de él… Al fin prosiguió

 

  • Mataste a mi mejor amigo… ¿Lo sabías?...

  • Mejor… Así… Matar tú a mí con más gusto…

 

Stella cerró de nuevo los ojos y Hesslich fue totalmente consciente de que debajo de sí mismo el cuerpo de la mujer se relajaba por completo… Y no pudo por menos que admirarla. Allí estaba, tan tranquila, como cualquiera que se comiera un bocadillo; pero ella no esperaba ningún bocadillo, sino la muerte: “¿Tenemos que morir? Pues muramos” Así, sin aspavientos; sin lloros ni súplicas; sin temblar ni exteriorizar miedo. Hasta con orgullo parecía esperar la muerte, quieta, tranquila, con toda frialdad… ¿No era para admirar eso, esa sorprendente bravura? Volvió a decir

 

  • Tú mataste a mi mejor amigo… “Moi Drug

  • ¡Sí!... ¡Pero tú vives!... ¿Por qué?

  • Hombre, eso merecería una larga charla…

 

Inopinadamente Peter Hesslich soltó las manos de la mujer al tiempo que dando un salto se ponía en pie alejándose unos pasos hacia atrás a fin de ponerse fuera del alcance de las uñas femeninas que por reciente experiencia sabía cómo arañaban; desenfundó el machete apuntándolo a Stella. La muchacha permaneció en el suelo, pero ahora con ambos brazos cruzados más allá de la cabeza, las piernas abiertas y la camisa destrozada por el hombro a causa de la tremenda patada que él le propinara y hasta hacerse girones bajo la clavícula mostrando el nacimiento de un seno

 

Entonces Stella habló

 

  • ¿Con cuchillo?

  • ¿Con cuchillo qué?

  • ¡Matarme!… Mejor así… No ruido

 

Al escucharla Hesslich enfundó el machete. Luego tomó del suelo el fusil de la chica; lo observó, lo sopesó y apuntó con él a un punto cualquiera del horizonte, comprobando la eficiencia de la mira telescópica, que hasta le pareció mejor que la de su Máuser, y es que Stella Antonovna había adaptado al Moisin Nagant la mira del Tokarev STV, no sólo más moderna sino “Made in USA”, milagro logrado por el Programa de Préstamo y Arriendo, canal por el cual los EEUU abastecían de todo tipo de materiales y mercancías, bélicos y no bélicos como grano y carne en abundancia, al “aliado” Stalin. Bajó lentamente el arma hasta tener en su retículo el rostro de Stella Antonovna, que dijo al saberse enfocada

 

  • Tú matarme con fusil mío… Gracias… Gran honor.

 

Peter Hesslich bajó automáticamente el arma.

 

Dejemos de momento de lado ese gran honor de que tanto hablas chiquita. No sé lo que tú harías en mi lugar, pero yo no puedo matarte; no puedo disparar sobre un ser indefenso y menos contra una chica indefensa… Aunque esa chica seas tú, joven Diabla, joven “Draculea”, “Hija del Diablo”. Porque sé que eres tú, la que está rompiendo el cuello a mis camaradas. ¿Entiendes?

 

  • Niet. No todo

  • Bueno, hagámoslo más sencillo –Peter Hesslich se señaló a sí mismo con el pulgar diciendo- Yo… Peter… Piotr…

 

Stella le había entendido perfectamente, alzó la cabeza y escupió al “Diablo” en las botas tras lo cual dijo

 

  • Yo Stella… Stella Antonovna

  • Stella… Estrella… Claro, no podía ser de otra forma, pues  quien te ve se sumerge en la noche eterna… Hasta ahora conocía el Lucero del Alba, la Estrella Polar, hasta la Estrella de Belén… Desde ahora también conozco la Estrella de la Muerte…

 

Tras esto, Peter se sentó junto a la chica, con el fusil de ella sobre su regazo, como acariciándolo. Y ante ello Stella pensó que, en efecto, hay cosas peores que la muerte: Como esa, ver su querido fusil en manos de “El”, del “Diablo del Gorro Gris”… ¡Cuánta vergüenza, cuánta ofensa, cuánto deshonor para ella!…

 

  • Por favor “Diablo”… ¡Mátame!... ¡Mátame Diablo, por favor, te lo ruego!...

  • Stella, déjalo. No me aburras más con ese estribillo, que ya hasta huele…

 

Hesslich se inclinó sobre el cuerpo de Stella y trató de apartar los girones de camisa junto al nacimiento del seno para ver la herida, pero al momento Stella lanzó el puño cerrado hacia adelante, propinando al alemán un buen puñetazo en plena barbilla. Luego la fusilera se irguió un tanto quedando sentada frente a él, observándole sin entender. Sin entender que ni siquiera se inmutara ante el puñetazo, sin entender que no la hubiera estrangulado o pegado un tiro como respuesta a su agresión. No, eso no lo entendía. Porque ella, Stella Antonovna, en el lugar del “Diablo”, le habría matado sin pestañear. Entonces observó al “Diablo” más atentamente: Y lo que vio fue un rostro agradable, atractivo incluso, como atractivo le resultaba el conjunto de aquel hombre, aquel ser humano en el que Stella empezaba a ver antes que al “Diablo del Gorro Gris” a, simplemente, un hombre; un hombre francamente atractivo, verdaderamente guapo incluso. Además, con unos ojos que cuando la miraban chispeaba en ellos un brillo de franqueza que la inducía a confiar en él, en aquel hombre que entonces descubría. También su voz ayudaba a esa sensación de confianza en él, pues su entonación era acariciadora, hasta romántica y cariñosa. Ni esos ojos ni esa voz eran los de un frío, deshumanizadoasesino. Eran los ojos y la voz de un ser humano dulce y bueno. Incluso el rostro tampoco correspondía al del frío “cazador de hombres” que desde luego no cabía duda de que también era. Y se fijó en sí misma, en su ser actual: El ser de una eficiente “Cazadora de Hombres”… Pero ella no siempre fue así; así la hizo la guerra, porque antes era romántica, dulce, incapaz de hacer daño a nadie, ya fuera humano o animal. Luego… ¿No podría haber pasado algo semejante con aquel Piotr Ni Se Sabe Qué Más? Claro que su caso era distinto, ella defendía su tierra, la Sagrada Tierra Rusa en tanto él era un invasor que sólo defendía el ansia de poder de un hombre, Hitller… Aunque… ¿De verdad era así? ¿Acaso no sería él un simple hombre obligado a hacer lo que no quería?...

 

La voz de Hesslich vino a suspender esos pensamientos, esas elucubraciones, cuando señalando uno de los femeninos hombros heridos dijo

 

  • Sangras…

  • La piel ha debido de saltar y por eso sangras…

 

Peter Hesslich interrumpió por un momento la perorata para tomar del suelo el fusil de la muchacha y mantenerlo apartado de ella aún y cuándo, previamente, lo vaciara de los cinco cartuchos que cargaba. Seguidamente continuó

 

  • ¿Sientes todavía dolor?... Todavía… ¿Tú “bol”?

  • ¿Hablas ruso?

  • Niet… No, algunas palabras nada más… Tu alemán es mucho mejor… Nos entenderemos mejor así…

 

Hesslich sacó de la mochila paquetes de gasa y vendas, un buen carrete de esparadrapo, tijeras, sulfamida en polvo y pastillas para el dolor de efectos fulminantes; “Martillo Narcotizador” según el teniente médico Helge Ursbach

 

Stella le miró más sorprendida aún si cabe

 

  • ¿Tú ayudar?... ¿Tú ayudarme?

  • Digamos que así más bien me ayudo yo

 

Peter Hesslich miró largamente a la mujer. Desde luego, era linda, guapa y atractiva… Y cuando sus ojos perdían la fría dureza que el odio imprimía en ellos, hasta parecían dulces y prometedores de toda la sensibilidad y pasión del alma rusa, el alma eslava… Y pensó “¿Qué hago contigo hermosa “peque”? Cargar contigo para cruzar tus líneas y luego el Donetz a nado imposible… Además para qué, ¿para qué te pongan en manos de la SD?… De eso ni hablar… Y largarte un disparo a la cabeza sin más estando así, indefensa, menos… Luego…” Al fin volvió a hablar a la muchacha

 

  • Stella, ¿Consientes que te ayude?… ¿”Ya pomogat tibie”? Pero ten en cuenta que si te vuelves a revolver te “anestesio” de un “sopapo”, ¿entiendes?

 

Stella simplemente asintió con la cabeza. Luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Estaba alterada, muy alterada… No entendía por qué el “Diablo” fascista quería ayudarla, curarla en vez de matarla… Ella, en lugar del “Diablo”, le habría matado sin vacilar… Este “fascista” era muy raro y, sin saber por qué, esa actitud suya le producía miedo, mucho miedo… Si la apuntara con el arma o si amenazara con degollarla no le daría miedo, no temblaría por dentro, pero esa para ella inconcebible piedad la asustaba más que la cierta presunción de la muerte.

 

Hesslich tenía preparada una venda sobre la mochila y en la mano una gasa empapada en esterilizante agua oxigenada con la que procedía a limpiar la magulladura bajo la clavícula a escasa distancia del seno. Stella miró nuevamente al “Diablo”. Previamente a empezar a limpiar la herida, Hesslich había tenido que abrir la camisa de la mujer para descubrir la zona herida y cuando Stella sintió junto a su piel la mano del hombre abriéndole delicadamente la camisa, ella había empezado a temblar por dentro sintiendo cómo sus músculos, espontáneamente, se tensaban; pero ahora, mientras Piotr le limpiaba la herida, se encontraba bien, a gusto. Aquellos ojos, aquellos labios la volvían a envolver en sensaciones de paz y alivio, casi de felicidad podría decirse. Ya no pensaba en morir, ya no lo deseaba. Es más, confiaba en Piotr y supo que desde entonces podría siempre confiar en él pues era consciente de que un algo muy especial había surgido entre ellos, entre Piotr y ella… Algo que no alcanzaba a explicarse, algo que, realmente, no quería explicarse pues tenía miedo a esa explicación. Al fin sonrió ante lo que acababa de constatar: Que el “Diablo del Gorro Gris” había dejado de serlo para ella, trocándose en un simple Piotr, la forma rusa del nombre alemán Peter o el español Pedro

 

Entonces Peter Hesslich volvió a hablar

 

  • Esto no marcha… El… El sujetador… estorba… Lo siento chica pero deberías…

 

Stella sonrió plácidamente y con toda naturalidad se despojó del sujetador dejando ambos senos al descubierto, al alcance del alemán. De inmediato, si Hesslich antes, cuando comentaba sus dificultades por la falta de espacio para su intervención, estaba algo nervioso o, más bien, verdaderamente violento  por lo que tenía que decir, ahora estaba desatinado, incapaz de mirar abiertamente aquellas promesas de la más dulce Ambrosía. Con infinita torpeza fue acabando de limpiar la herida. En un momento su mano, sin querer, rozó no ya el seno sino su mismísimo botoncito, el rosadamente oscuro pezón y notó perfectamente cómo el cuerpo de la mujer se estremecía al contacto… Balbuciendo, atragantándose, trató de excusarse 

 

  • Perdona Stella… “Proshchat

  • Si ha de ser así… No te apures… Piotr… No pasa nada

 

Tras acabar la limpieza de ambas heridas, una en cada hombro y casi en cada seno, en su nacimiento exactamente, Peter Hesslich se irguió poniéndose en pie y se quedó mirando a la mujer que a sus pies yacía tendida en la hierba. Sacó unas cuantas gasas y empezó a cortar tiras de esparadrapo. Quería ganar tiempo… Tiempo para pensar en el problema que tenía ante sí: “¿Qué hago contigo, joven Estrella de la Muerte? Sólo tengo tres opciones, dejarte libre, matarte o entregarte en la IVª Compañía. Esta última, irrealizable y enteramente indeseable: No quiero que seas torturada. Tampoco soy capaz de matarte y dejarte libre es condenar a muerte a muchos camaradas. ¿Qué hago contigo, bella fusilera? ¡Atácame, saca otra pistola, un machete o cuchillo! ¡Oblígame a defenderme para que te pueda matar! ¡Tiene que suceder algo!”

 

Pero a la vez que pensaba así, en su fuero interno deseaba que ella siguiera allí, que esos momentos no acabaran nunca. “¡Qué disparate Señor, qué disparate más grande!” se decía también

 

Espolvoreó parte de las sulfamidas en una de las heridas, aplicó a continuación una gasa encima que sujetó con una tira de esparadrapo; al tiempo preguntó a Stella

 

  • ¿Tú… tú me matarías Stella?

  • No puedo

  • Si te diera un arma, tu arma, ¿me matarías?

 

Stella no respondió automáticamente, pues pareció pensar la respuesta

 

  • Sí, creo que sí… Sería mi deber… ¿Tú no me matarías?

  • No… Decididamente no

  • ¿Por qué “niet”?... ¿Por qué no?

 

Hesslich se levantó casi en un salto, se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho y caminó frente a la chica que le miraba expectante dando vueltas y más vueltas

 

  • Si te hubiera tenido al alcance de mi Máuser ya no vivirías Stella. Pero tenía miedo de acercarme a ti, de acecharte a menos de treinta metros… Tenía miedo de verte como ahora te veo, de tenerte como ahora te tengo; sabía que cerca de ti, pudiendo verte la cara, no sería capaz de capturarte, menos de dispararte. No lo comprendes ¿verdad? Claro, cómo lo vas a entender si tú serías capaz de apuñalar a un hombre mientras le abrazas ¿Eres en verdad así?... Una de esas que obligan a copular con ellas a los prisioneros que capturan sólo para eso, violarlos en la práctica, y que después les largan un disparo a la cabeza o, simplemente, los degüellan?(1) ¿Verdaderamente eres de esas Stella? Claro, no me entiendes, no has entendido nada de lo que he dicho.

 

Stella fijó sus ojos en los de Peter Hesslich; le miró con intensidad pero sin rastro de enemistad en sus ojos

 

  • Sí entiendo… Todo lo he entendido… ¿Terminaste… con… con herida?

  • No; todavía no

 

Hesslich acabó su cura desinfectando las heridas con sulfamidas en polvo, las cubrió con gasas y aseguró las gasas al cuerpo con esparadrapo. En todo ese tiempo ninguno de los dos habló y Hesslich hizo malabarismos con manos y ojos para ni rozar no ya los senos de Stella sino incluso su piel; y para evitar que su mirada se perdiera en aquel cuerpo semi desnudo.

 

Al fin acabó y se levantó casi de un salto, pues la proximidad femenina estaba a punto de marearle. Nunca en su vida se había sentido tan inseguro, tan incómodo. Señaló el sujetador que descansaba en la hierba junto a Stella y dijo

 

  • Listo todo. Ponte ya el sujetador…

 

Entonces ella negó con la cabeza y se volvió a echar hacia atrás; cruzó las manos bajo la nuca y dijo con voz suave, acariciadora se podría decir, y entornando los párpados

 

  • No listo… Dolor en pierna… Todavía eso no curado

  • Cierto, la patada que te largué no fue manca. Pero, ¿no será esto una jugarreta tuya? ¡Si pudiera saber lo que piensas! Stella sabes que soy más fuerte que tú. Y más rápido Y estaré vigilante por si se te ocurriera algo…

 

Peter Hesslich volvió a inclinarse sobre el cuerpo de la mujer y palpó cadera y muslo sobre el pantalón. Creyó que en la parte alta del muslo, donde descargó su bota con más violencia, alguna humedad había. Sangre que fluiría de una herida lo más seguro, sangre que convendría restañar. Y curar esa herida. Pero había un inconveniente: Sería necesario desprenderse de los pantalones y… ¿Cómo se lo decía a la mujer?  

 

  • Esto Stella… Ni sé cómo decírtelo, pero… Pero…

  • Pero qué

  • Pues que… Ejem… Estorban… Estorban los pantalones

  • Ah, era eso… No importa… Ayúdame a quitármelos

 

Mientras esto decía, Stella se había desabrochado los botones del pantalón y empezado a bajárselos, subiendo el trasero para ayudarse. Cuando estaban a la altura de las rodillas Peter Hesslich tiró de ellos hasta sacarlos enteramente por los pies. Pero entonces apareció otra contrariedad: Las bragas de la Intendencia soviética. Estas eran lo más burdo pero también lo más anti-erótico que pueda darse, hasta el punto de que las bragas de una monja de clausura parecerían lo más sexi del mundo comparadas con las de la Intendencia soviética. Más parecían calzoncillos de hombre que bragas femeninas, con aquellas semi perneras que alcanzaban casi que hasta mitad del muslo, por lo que constituían un verdadero obstáculo a la hora de alcanzar las heridas de cadera y muslo.

 

Y ahí sí que Hesslich perdió los papeles, y de qué manera. Ella también fue consciente de que aquellas bragas estorbaban tanto como los pantalones y si Hesslich tenía para entonces las mejillas como tomates maduros, a Stella se le empezaron a colorear de modo que a poco más parecía que le hubieran brotado fresas en cada mejilla. De todas formas, fue ella la que solventó la papeleta cogiendo “al toro por los cuernos” 

 

  • Parece que esto también va a ser necesario…

 

Y, ni corta ni perezosa, se empezó a bajar aquella prenda, la más íntima de la mujer. Peter estaba que ni sabía dónde poner lao ojos, pero tampoco Stella le iba tan a la zaga, y los dos coincidían en las subidas de tono de lo coloreado de sus respectivos rostros. Y cuando las bastante más “bragazas” que “braguitas” alcanzaban las rodillas de Stella, de nuevo fue ella la que habló

 

  •  Vamos Piotr, no ser críos; esto tener que hacerlo… Yo confiar en ti…. ¡Aunque seas un Diablo!... Tú ayudar a quitarlas, Piotr... Tú no tonto…

 

Peter Hesslich se volvió a acercar a Stella y de nuevo se inclinó ante ella. Stella mantenía las piernas ligeramente abiertas y flexionadas por las rodillas, por lo que al inclinarse Hesslich ante esas piernas sintió que una corriente, una especie de trallazo eléctrico, recorría su espina dorsal y cómo sus ojos, por puro instinto, se dirigían hacia el panorama que allá, ante él, la más profunda intimidad femenina le ofrecía. Pero de nuevo aquello se terminó en segundos, tal vez en menos de un segundo, pues el brigada alemán otra vez desvió la vista, mudo, incapaz de articular palabra… Casi incapaz de respirar incluso…

 

Como pudo, pues ni a mirar se atrevía, Peter Hesslich intentó limpiar unas escoriaciones que la desnudez de Stella presentaba en la cadera pero también en la parte superior del muslo del mismo lado. Pero sí, limpió ambas heridas, que ni medianamente importantes eran, con agua oxigenada y taponó la de la cadera como antes tapara las de hombros y nacimiento de ambos pechos, con unas gasas sujetas con esparadrapo. La herida del muslo precisó algo más pues, efectivamente, manaba de ella un ligero hilillo de sangre, por lo que la rociada de agua oxigenada fue bastante más generosa al verter buena parte directamente sobre la herida con lo que la minúscula hemorragia prácticamente se detuvo pues ese profiláctico también tiene efectos coagulantes por lo que ayuda a cerrar heridas no extensas ni profundas. Por finales se cubrió con una compresa formada por varias gasas superpuestas cubiertas por un buen trozo de venda plegado tres o cuatro veces y por finales asegurado todo ese conjunto mediante tiras de esparadrapo. Cuando la operación de cura y limpieza hubo finalizado Peter Hesslich siguió junto a Stella, arrodillado a su lado

 

  • ¿Te duele todavía?

  • Menos… Ahora yo mejor…

 

Peter Hesslich miraba fijamente a Stella Antonovna como si deseara grabar en su memoria aquel casi perfecto  rostro de mujer, los claros rizos rubios de su cabello, los ojos negros como la noche que ya enseñoreaba el entorno, los divinos hoyuelos de sus mejillas… Y se sorprendió cuando a sí mismo se escuchó balbucir más que hablar.

 

  • Te quiero Stella

 

Aquellas palabras o balbuceos le atragantaron. No quería decirlas, ni siquiera pensó expresarlas, pero brotaron de sus labios como un torbellino, un torbellino autónomo, un torbellino que nada ni nadie controlaba, que surgió de sus labios porque sí, porque libremente quiso salir y punto. Aquello era una locura; sí, una locura, pero la locura se impuso. Peter Hesslich tomó entre sus manos el rostro de Stella, se inclinó y sus labios rozaron los ojos de la mujer. Hesslich en ese momento temió o, mejor dicho, estuvo seguro de que ella le respondería con un puñetazo como el que antes le propinara. Pero para su asombro ella no le golpeó; luego Hesslich acercó sus labios a la boca de Stella depositando allí un ligero ósculo, un beso preñado de ternura, de cariño pero con muy poco erotismo; casi que un beso u ósculo de hermano, fraternal… Y tampoco entonces, al sentirse acariciada tan suavemente, Stella intentó pegarle, ni tan siquiera morderle, mordedura que Peter Hesslich le había ofrecido en bandeja.

 

  • Te quiero Stella; me enamoré de ti… Ni sé cómo ni cuándo pudo ser, pero ha sido, es… Te quiero Stella, con todo mi ser, con toda mi alma…

 

Stella seguía allí, ante él, hierática cual estatua pétrea de modo que en ella lo único que destacaba, la única reacción que los besos de Hesslich provocara, eran esos ojos fijos en él y ahora abiertos como platos. Hesslich entonces repitió una vez más su declaración amorosa, “Te quiero Stella”, para a continuación volver a inclinarse sobre ella tal y como estaba, de rodillas ante y entre las abiertas piernas de ella, ante la desnudez femenina, para besarla de nuevo en sus labios, en la boca, pero entonces no como antes, pues aunque la ternura y suavidad anterior las mantuvo, a tal ternura y suavidad se unió o, mejor, la aderezó con la pasión propia del ser enamorado que él era…

 

Pero entonces sí que explotó Stella. Desde que Peter Hesslich empezara a atender a Stella Antonovna, en la joven se venía produciendo un proceso de sensaciones, de sentimientos, hasta ese momento por entero ignorados para ella. Cuando las manos de aquel alemán, el que fuera desde siempre para ella el “Diablo del Gorro Gris”, su cuerpo respondió afablemente al contacto, casi lo agradeció, pero cuando él acabó de despojarla de los pantalones primero, las bragas después; cuando sintió las manos del hombre cerca, muy cerca de su pubis al limpiarle y curarle las heridas de cadera y muslo notó perfectamente cómo una corriente eléctrica cálida, agradable le recorría todo el cuerpo. El corazón le empezó a latir con inusitada fuerza y en cada latido llegaba a su ser aquel calor que de agradable paulatinamente se iba trocando en inmensamente placentero. Ese placentero calor le alcanzaba las palmas de los pies, las pantorrillas, la cara interna de los muslos, pechos, hombros, sienes y hasta bajo el cuero cabelludo. Pero nada de eso tenía comparación con lo que la hacía sentir en el regazo, en el bajo vientre, en su pubis en suma, pues allí caldeaba y caldeaba… Y volvía a caldear comunicando a su corazón unas infinitas ansias de amar a aquel hombre. ¿Qué le había pasado? ¿Qué me ha pasado? se preguntaba. Y la respuesta surgió arrolladora, la repuesta que ya antes, cuando Piotr le abría la camisa para empezar a curarla, cuando constató que el “Demonio del Gorro Gris” deviniera en Piotr, se negó a formularse, pues esa respuesta era, sencillamente, que amaba a aquel hombre; que a ella le había pasado lo mismo que a él, a Piotr, a su ahora amado Piotr… Como él, tampoco ella se explicaba ni comprendía cómo ni cuándo había sucedido, pero de lo que no le cabía duda alguna es de que había sucedido; que ella amaba a Piotr con todas las veras de su alma, de su corazón, de su ser entero… Él era alemán, un “fascista”, un enemigo invasor de su tan amada Patria Rusa, pero por aquella noche al menos la paz entre Stella Antonovna y Peter Hesslich se iba a concluir, pues él no podría ya nunca ser enemigo de ella como ella tampoco podría ya nunca ser enemiga de él.

 

Así, cuando Piotr la besó esta segunda vez en los labios, cuando volvió a sentir en su boca el calor de esa boca adorada, cuando todas las fibras de su ser fueron conscientes, sintieron hasta en lo más hondo, en lo más íntimo, la pasión del ser amado, Stella estalló como estalla un volcán cuando entra en erupción. Y fue consciente de que lo único que entonces deseaba era amar y ser amada, ser feliz y hacer feliz a y por su hombre definitivo, Piotr. El hombre del amor imposible, el hombre cuyo amor y cariño nunca más volvería a gozar y sentir… Pero aquella noche y en ese lugar exacto del Frente Ruso la guarra se había extinguido como si nunca hubiera existido, como si nunca hubiera empezado… Y mañana… Pues mañana se vería

 

Las horas pasaron y pasaron y con las horas se repitieron hasta el paroxismo los inacabables momentos de amor y placer, de apasionante y apasionada entrega mutua. A veces aquel carrusel de amor y deseo debía detenerse pues los amantes, de momento, agotaban su capacidad de prodigarse; entonces dedicaban unos minutos al descanso entre las caricias que el uno a la otra, la otra al uno, se dedicaban para tras reponerse un tanto volver al amoroso cuerpo a cuerpo…

 

Pero con el transcurrir de las horas la noche se iba agotando y la negrura nocturna irremisiblemente cedería terreno a la cegadora luz diurna hasta batirse la noche en franca retirada abandonando el campo al nuevo día. Y ello significaba que aquello, la maravillosa noche de amor, irrepetible, debía cesar, acabarse… Eso lo sabía bien Stella Antonovna, como también sabía que su amado Piotr nunca lo haría, nunca tomaría tal decisión, pues la única decisión que tomaría sería la de proseguir esa inolvidable noche hasta hacerla eterna… Luego ella era la única que podía tomar la sensata decisión de acabar, dar fin a esa noche irrepetible. Y Stella tomó la necesaria decisión. Comenzó por cerrar aún más el dogal con que sus piernas atenazaban las extremidades inferiores de su amado obligándole a que la unión entre ambos cuerpos, el aplastamiento de un cuerpo contra el otro, sólo pudiera superarse mediante la mutua incrustación de cuerpos en imposible materialización del Divino mandato “Y se unirán los dos en una sola carne”, con el resultado de que la virilidad de su amante se hundió más y más en el órgano por antonomasia femenino de Stella hasta el punto de sentir cómo golpeaba una y otra vez en el fondo mismo de dicho órgano, por no decir que en el mismísimo cuello de su matriz. Entonces, cuando más en su fondo sentía el esencialmente viril órgano de Piotr, ella impulsó las arremetidas de sus caderas que lanzaban desbocada su pelvis al encuentro de la hombría de su amado hasta darles un ritmo vertiginoso, enloquecedor, que enardecía a Piotr hasta el paroxismo. Stella se había mantenido abrazada al cuello de Hesslich pero entonces alzó sus manos al rostro del hombre y entre ellas tomó la cara del ser que en esos momentos más le importaba. Llevó sus labios hasta los de él besándole con pasión arrebatada al tiempo que decía

 

  • Ya lyublyu tibya, Piotr (Te quiero Piotr)- Ya lyublyu tibia bol’she, lyubov moyá (Te quiero mucho, mi amor). Lyubov, prosti menya, prosti menya… Ya dolzhen moyá zhizn…. Poymite menya (Perdóname amor, perdóname, amor. Debo hacerlo, vida mía. Compréndelo)

 

Stella hablaba en ruso todo el tiempo, aunque más que hablar lo que hacía era gritar. Y según hablaba gritaba más y más… Piotr no se enteraba de nada de lo que ella decía. Creía que los gritos eran la expresión del clímax a que estaba llegando y se sentía ufano, feliz y orgulloso de la felicidad que a ella, suponía, le estaba dando. Entre tanto Stella había bajado las manos, que ahora estaban en el cuello de Piotr, rodeándolo, al tiempo que sus brazos encerraban en otro fiero dogal los brazos de él, que a su vez habían bajado a lo largo del desnudo cuerpo de ella, haciendo que las manos sujetaran caderas, nalgas incluso, de la mujer para hacer lo más íntima y prieta posible la unión entre ambos. Los dedos de Stella acariciaron un momento el cuello de su hombre para después aferrarse a aquel cuello con desesperación, presionando sobre la laringe. Los antebrazos le temblaron a Stella y los hombros le dolían de tanto presionar sobre el cuello de Piotr; los músculos de Stella se agarrotaban en supremo esfuerzo por casi estrangular a Piotr, que cuando se dio cuenta de lo que sucedía, cuando notó que el aire desaparecía de sus pulmones impidiéndole una normal respiración era ya muy tarde. Quiso librarse de aquellos brazos, aquellas manos que segundos antes eran su gloria y ahora sentía que serían su muerte, pero no pudo pues el mortal abrazo de ella le mantenía inmovilizado. Quiso patalear pero el dogal de las piernas de ella también se lo impidió. Estaba allí, atrapado como un conejo ante un águila. Se sintió perdido, seguro de que en minutos estaría muerto… Y pensó “Cómo me has engañado Stella. Te creía distinta, pero también tú eres capaz de apuñalar a un hombre al tiempo que le amas”…

 

Cuando Piotr cayo exánime sobre el cuerpo de Stella, convertido en un trágico muñeco de trapo, ella soltó el cuello de él. Volvió a mirarle y de nuevo su mano acarició aquel rostro. Un rostro cuyos ojos estaban abiertos y fijos, estáticos, tal y como la muerte los deja cuando sobreviene. Entonces Stella volvió a besar, a acariciar el rostro, los labios de Piotr, del brigada alemán Peter Hesslich, y con toda delicadeza cerró esos ojos abiertos como platos. Y cuando esos ojos estuvieron cerrados en mimética imitación del sueño Stella los besó, los acarició suavemente, con esa inmensa ternura que sólo el más sincero amor y cariño es capaz de generar… Hasta pasó su lengua sobre ellos para proseguir lamiendo todo aquel rostro inerte, a pesar del barro que le embadurnara desde que Hesslich empezara su mortal “cacería humana” enmascarándole ante inoportunos reflejos luminosos que le delataran.

 

Con suma delicadeza aparto el cuerpo inerte dejándolo a su lado, boca arriba y desnudo. Y Stella, antes de cuidarse en cubrir su también desnudo cuerpo, recogió la ropa de él y con camisa, pantalón y guerrera cubrió el cuerpo de Piotr, para seguidamente poner bajo su cabeza la mochila a modo de almohada.  Luego se vistió ella misma, recogió del suelo los dos fusiles, el de Piotr y el suyo, para dirigirse con ellos a un árbol de grueso tronco que cerca de allí crecía y, a estacazo limpio contra el tronco del árbol, hacerlos añicos. Recogió del suelo los dispersos trozos de arma y uno a uno los fue esparciendo por el bosque, lanzándolos a los cuatro vientos, a los cuatro puntos cardinales. Regresó junto a él, se inclinó sobre su rostro y le volvió a acariciar.

 

  • Duerme mi amor; descansa. Y luego, cuando despiertes, vuelve con los tuyos. Y olvídame amor… Esta noche nunca más podrá repetirse… Olvídame mi vida. Pero vive, no permitas que te matemos… No quieras ser ningún héroe, conserva tu vida… Y, ojalá, pronto encuentres otro amor, otra mujer a la que puedas querer y que ella pueda amarte… No como yo te amo y te amaré mientras viva, de eso estoy segura, pero que te haga feliz la vida…

 

Durante todo su discurso, Stella estuvo acariciando aquel rostro. La verdad es que fue poco, muy poco el tiempo que estuvo inclinada sobre ese rostro, pues ya cuando comenzara a hablar se había recostado junto al ser amado… Pero cuando cesó de hablar volvió a erguirse e, inclinándose de nuevo sobre ese rostro que desde entonces llevaría tatuado a fuego en su alma, le besó en los labios al tiempo que sus manos le acariciaban. Era la despedida del ser que ya era toda su vida. Una despedida definitiva, sin posibilidad de marcha atrás…

 

Por fin Stella se levantó y escudriñó el suelo con la vista hasta localizar lo que buscaba: El gorro gris de punto. Lo recogió y se lo metió en un bolsillo. Luego, con el rostro arrasado en saladas lágrimas, inició el regreso hacia donde la Compañía Baida vivaqueaba, a paso firme y sin volver la vista atrás ni un momento.

 

Allí, sobre la estepa, quedó el cuerpo del brigada alemán Peter Hesslich. Parecía muerto, pero realmente no lo estaba, sólo desvanecido. Stella en modo alguno quiso matarle, sólo eso, adormecerle. Aquello, el amor entre ambos, tenía que acabarse y ellos dos separarse, separarse para siempre pues su cariño de hombre-mujer era inviable, imposible: Una guerra les separaba y, aunque durante unas horas, durante una noche, ellos dos hubieran superado, anulado, esa guerra con su mutuo amor, cuando la noche acabara, cuando de nuevo fuera de día, la horrenda realidad se volvería a imponer, a hacerse patente. Sí, tenían que separarse pero esa decisión Piotr no la hubiera tomado nunca, Stella lo sabía. Sabía que él jamás cejaría en su amor por ella, jamás habría admitido separarse ya de ella, luego ella tomó la decisión que Piotr no hubiera sido capaz de tomar.

 

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Los días, las semanas y los meses fueron pasando. A las 3,30 horas del día 5 de Julio de 1943 el Ejército alemán inició la Ofensiva “Ciudadela”, su canto del cisne en el Frente Oriental y, precisamente, en la zona del curso alto del Donetz, al norte de Belgorod. Como es habitual comenzó con el bombardeo artillero sobre la primera y segunda líneas soviéticas al que en breve se unió el bombardeo aéreo, con escuadras de bombarderos He 111 atacando la segunda y tercera línea soviética, nudos de comunicaciones, emplazamientos artilleros, masas blindadas y de infantería… Y escuadrillas de bombarderos en picado Ju 87 “Stuka” y Ju 88. La Compañía Baida, cubriendo sector en primera línea, sufrió entonces las primeras bajas que en aquella última ofensiva alemana habría de sufrir. Al propio tiempo la Unidad de Ingenieros que venía vivaqueando junto a la IVª Compañía del teniente Bauer tendía dos puentes por los que habría de cruzar la Infantería y su acompañamiento de unidades blindadas y zapadores.

 

A las 5 horas el bombardeo sobre la primera línea soviética cesó y la infantería alemana, la IVª Compañía del teniente Bauer apoyada por cuatro carros Panzer V “Pantera” y Panzer VI “Tigre”, dos cazacarros SD KFZ 187 “Ferdinand” más las unidades de ingenieros zapadores, con dos Panzer III Lanzallamas y unos treinta zapadores con equipos lanzallamas individuales.

 

La Compañía Baida defendió sus posiciones con tesón pero el ataque de los panzer alemanes y aún más cuando aparecieron los carros y zapadores lanzallamas que arrasaban todo a su paso, achicharrándolo, quebraron toda resistencia al producirse el pánico entre las defensoras. La capitán Soia Valentinovna y el teniente Víctor Ugarov organizaron la ordenada evacuación de las trincheras que la Compañía defendía, aunque no se pudo evitar que las bajas fueran muchas. La retirada se realizó con tal orden que fue posible llevarse consigo no sólo a las fusileras heridas sino que también a bastantes de las caídas para siempre en combate para poderlas enterrar dignamente, cual corresponde a unas heroínas que sacrificaron lo más preciado para una persona, la propia vida. Stella Antonovna fue de las últimas fusileras en retirarse. Había combatido con el ardor y tenacidad habitual en ella. Para todo el mundo era la misma patriota de siempre, fiera e incansable, pero lo que realmente pasaba por su interior nadie lo sabía. Aquella mañana estaba siendo una de las peores de su vida, por no decir la peor. El combate que mantenía no era el que normalmente utilizaba: En el disparo selectivo contra un enemigo, éste aparecía nítidamente en el visor de su arma, reconocía a la perfección su rostro y cuanto quisiera saber de él; pero en este otro combate defensivo, donde se disparaba al bulto, sin pensar, sin saber sobre quién se abríaa fuego, ella estaba vendida por la idea que en cada disparo que hacía la asaltaba: “¿Será Piotr?” “¿Habré acertado a Piotr?” “¿Podré haberle matado?” Y eso la estaba matando a lo largo de toda aquella horrible mañana. Por eso, cuando se procedió a la retirada de las posiciones defendidas ella respiró aliviada, pues se acababa esa forma de combatir. Tras ellas quedaba la segunda línea de defensa encomendada a las unidades de la infantería, blindados, artillería etc. del Ejército Rojo en general, es decir, básicamente masculinas.

 

La Compañía se replegó a Melechovo, un lugar habitado en la ruta hacia Kursk, a orillas del Rusumaia, afluente del Donetz por su derecha. A pocos centenares de metros del riachuelo las chicas levantaron su campamento, una micro aldea de tiendas de campaña que en poco tiempo estaba habitable. Pero si pensaban que podrían descansar desde entonces se equivocaron de medio a medio, pues aquella noche el mando del batallón informó a su jefe, la capitán Baida, que sus chicas deberían tomar posiciones a lo largo del Rusumaia y frenar allí el avance alemán lo suficiente para permitir la retirada ordenada de varias unidades soviéticas bastante castigadas. Sencillamente, se exigía el sacrificio de la Compañía Baida en aras de recuperar el Ejército Rojo un buen número de compañías entonces al borde del colapso absoluto.

 

Aquella noche, la del 5 al 6 de Julio, a la orilla del Rusumaia nadie durmió pues las muchachas se la pasaron cavando trincheras que fortificaban con sacos terreros. Cuando ya la luz diurna del día 6 enseñoreaba la mañana, a eso de las 7,30-8 de la mañana, aparecieron los alemanes: Nuevamente era la IVª Compañía del teniente Bauer quien se enfrentaba a la Baida.

 

Los infantes alemanes tomaron posiciones en la orilla del Rusumaia opuesta a la que las chicas de Soia Valentinovna ocupaban, agazapados y protegidos entre la vegetación baja y los árboles que bordeaban la ribera del río. Al propio tiempo, en el campo soviético, avanzaron hacia el curso del Rusumaia como una docena de carros T-34 y Kv-1, mientras una batería anti-carro con cuatro piezas de 37mm tomaba posiciones tras la línea defensiva que las fusileras constituían. Los carros soviéticos tan pronto entraron en posición iniciaron el martilleo artillero de la orilla alemana de modo que, aunque con no demasiado éxito en lo relativo a causar bajas en la tropa alemana, sí obtuvieron la ventaja de obligar a los infantes a pegarse contra el suelo buscando casi incrustarse en él, sin osar levantar la cabeza ni por equivocación, pues el “horno estaba para pocos bollos”

 

Así transcurrieron unos minutos, quince o veinte al menos, con los soviéticos imponiéndose con autoridad a la infantería alemana que trataba de aguantar lo mejor posible la marea de fuego y hierro que se le venía encima, hasta que a su vez hicieron aparición por la retaguardia alemana tres carros “Pantera” y otros dos “Tigre” que a toda velocidad avanzaron hasta casi “beber” las aguas del Rusumaia, iniciando un duelo artillero con los carros soviéticos. Al poco estallaban en llamas dos carros soviéticos, T34 uno, KV 1 el otro, y un “Pantera” alemán. El duelo entre carros alemanes y soviéticos se prolongó, evolucionando todos ellos en sus respectivos campos, moviéndose casi constantemente: Disparaban, se movían, se detenían y volvían a disparar. A los diez minutos de combate las pérdidas de ambos bandos se habían incrementado en un carro más por contendiente, otro KV 1 soviético y otro “Pantera” alemán, con lo que los carros alemanes retrocedieron hasta quedar fuera del alcance de los T 34, suprior al del KV 1, pero inferior al alcance de los “Pantera” y los “Tigre” que empezaron a hacer “carne” impunemente en los blindados soviéticos. Y, para colmo de la desdicha de los medios acorazados soviéticos, hizo allí su aparición un “cazacarros” “Ferdinand”, con alcance eficaz superior en más de 1000 mt al de los T 34. La lente de proyección del visor de puntería señalaba con prusiana exactitud el ángulo de tiro, abriendo fuego entonces la pieza de 88mm y 71 calibres de longitud con infalible precisión, y los carros soviéticos, uno a uno, iban convirtiéndose en masas de acero retorcido y llamas. Así, poco a poco, las columnas de humo negro se fueron elevando al cielo despejado flotando sobre la estepa rusa. Los carros soviéticos retrocedieron buscando salvarse del holocausto que los alemanes les estaban infringiendo y las piezas de la batería anti carro avanzaron a tomar posiciones, eso sí, resguardadas en la alta espesura que crecía a ambas márgenes del Rusumaia, dispuestas a impedir la penetración de los carros alemanes que parecía inminente.

 

Pero la ruptura de los carros alemanes no se produjo porque el teniente Bauer creyó más oportuno que fueran sus infantes quienes se lanzaran al asalto de la orilla soviética del Rusumaia. Peter Hesslich, agazapado junto a Bauer entre el matorral que cubría la orilla alemana, le había indicado que mejor lanzara los tres carros de que aún disponían abriendo paso a la infantería, pero el teniente desestimó la idea en el convencimiento de que las 55 Tn. de los “Tigre” se embarrancaría en el lodo del lecho del río; ítem más, menospreció la entidad de la defensa rusa, diciendo a Hesslich que allá delante sólo habría una sección extraviada sin ninguna moral de combate. De modo que los infantes alemanes en infernal griterío de victoria anticipada se lanzaron a la carrera hacia el río, dispuestos a vadearlo en un santiamén, con lo que enseguida estaban en el agua, que al llegar más o menos a mitad del río les cubría hasta el pecho, con mosquetón y cartucheras repletas de munición mantenidos en alto, a salvo de la acción del agua. Bauer iba al frente de sus hombres, con Hesslich al lado y a varios metros a ambos lados, al mando de sendas secciones de granaderos, (nombre oficial de los infantes alemanes), el alférez von Stattemberg y el brigada Straus. Pero cuando la compañía alcanzaba más o menos la mitad del río, se abatió sobre sus hombres la tragedia en forma de una tormenta de disparos que desde la orilla soviética alcanzaba a la gente en plena frente, la bien conocida “tarjeta de presentación” de aquellas hembras infernales, las fusileras de la Compañía Baida. Al momento el teniente Bauer ordenó el repliegue de sus hombres que precipitadamente intentaron salir de aquel terrible avispero en que se metieran. Pero muchos no lo lograban, con lo que los infantes alemanes abatidos a tiro limpio se multiplicaban en forma más que amenazadora. El propio Bauer, cediendo al río su MP 40, tuvo que sumergirse en el agua hasta hacer desaparecer la cabeza de la mortal superficie para bucear hasta la orilla de partida. Otros imitaron su iniciativa y, olvidados de mosquetón y municiones, buscaban salir de la ratonera en que la superficie del río se convertía por momentos por el mismo camino que su teniente-jefe, el buceo subacuático. Hesslich, que junto a Bauer vadeaba el río, también se zambulló en el agua buceando, pero no en requerimiento de la orilla de origen sino de la demandada al iniciar el avance hacia la margen soviética. Llegó en breve tiempo y dejó emerger la cabeza lo justo para recuperar aire y otear el panorama en lo posible. El reconocimiento visual le permitió localizar a unos 20 metros a su derecha, tal vez 25-30, una buena posición desde la que hostigar al enemigo. Constituía una especie de elevación o promontorio que desde la orilla misma ascendía a través de unas decenas de metros hasta una cima al parecer un tanto plana, desde la que barruntaba habría una panorámica bastante decente del terreno ocupado por aquello de quedar algo más alto que el resto de la parte de la orilla ocupada por las fusileras que impertérritas abatían uno a uno a sus camaradas. Amparado en la maleza que caía sobre la misma corriente de agua y valiéndose de los propios arbustos que se abatían hasta el agua, avanzó lentamente hacia su meta, sin hacer ruido y perfectamente a salvo de miradas indeseables. Llegado hasta la base de la suave loma ascendente y ayudándose aún más de tales arbustos que hasta allí le llevaran, trepó por la ligera pendiente hasta situarse en lo alto del más que chato promontorio donde la alta maleza no podría decirse que escaseara precisamente. Ya allí se confundió entre la poblada vegetación baja y dispuso su armamento. A este respecto afirmar que Hesslich, como buen profesional del “Asesinato Legal a Distancia”, había sido más cuidadoso que el teniente Bauer, el alférez von Stattemberg, suboficiales y “guripas” en general de la IVª Compañía, pues su “Máuser” de precisión, especialmente equilibrado para que su puntería fuera más bien infalible, así como la abundante munición, los protegió en una funda embreada, impermeable al agua, que entonces abrió extrayendo arma y munición en perfecto estado de uso aunque él mismo y su uniforme estuvieren empapados en agua. Observó detenidamente, con sus prismáticos de campaña, el campo visual a su alcance lo que era decir todo el sector donde las fusileras de la Compañía Baida desplegaban; y la impresión que recibió fue que su inicial intuición había sido acertada, pues era un observatorio en verdad privilegiado. Peter Hesslich cargó su arma, la sopesó unos instantes y con gélida parsimonia empezó a apuntar, centrando con todo cuidado un rostro femenino en el retículo de la mira telescópica del arma para al momento disparar. Y así sucesivamente: Disparo, cerrojo atrás expulsando la vaina, cerrojo adelante empujando otro cartucho a la recámara, apuntar detenidamente y disparar de nuevo. Y a cada disparo, una joven fusilera convertida en tétrica muñeca de trapo que caía desmadejada al suelo con un fino taladro en mitad de la frente. Y casi sin enterarse nadie de lo que sucedía, pues ni por soñación a nadie se le podía ocurrir que un maldito fascista asesino hubiera cruzado el Rusumaia e instalado entre ellas mismas.

 

Los tres carros alemanes, los dos “Tigre” y el “Pantera”, avanzaron otra vez hacia la orilla del río para afinar la puntería sobre las líneas soviéticas, tratando de dar fuego de cobertura a los infantes que, dentro del río, todavía trataban de ponerse a salvo de las fusileras. En esa acción el monumental “Ferdinand” colaboraba con su mortal martilleo por lo infalible que solía ser. En el río todavía estaban casi la mitad de los efectivos de la compañía de Bauer entre muertos, heridos y los todavía ilesos. La superficie se poblaba cada vez más de cadáveres que el fondo del río devolvía a medida que los cuerpos iban quedando por entero inertes al apagarse el último estertor, el último ramalazo muscular  espontáneo. Con ello los cadáveres presentaban la trágica postura de la muerte, inertes boca abajo y con los brazos casi abiertos en cruz… El alférez von Stattemberg había logrado alcanzar la orilla salvadora así como el teniente Bauer, aunque si éste lo había hecho por entero indemne no así el alférez, que presentaba un no profundo raspón a un lado de la frente juntito a la sien. No cabía duda de que Stattemberg había vuelto a nacer en esa mañana. Por contra, el brigada Straus yacía boca abajo en la superficie líquida del río. Desde su posición el teniente Bauer paseaba su mirada ora por la orilla, a su alrededor, ora por la superficie del agua y a sus ojos les faltaba poco para quedar arrasados en lágrimas ante la magnitud de aquella tragedia. Golpeaba el suelo con sus puños una y otra vez: “Malditas hembras satánicas; malditos engendros de Satanás”… Y el odio más feroz hacia las fusileras se adueñaba de su corazón. Verdaderas ansias asesinas enseñoreaban sus más íntimos sentimientos. Lamentaba profundamente que aquella noche el mando le arrebatara los dos Panzer III lanzallamas, pues si todavía dispusiera de ellos aquella carroña del Averno ya se habría enterado “de lo que vale un peine”, pues para entonces todo su campo ya  estaría arrasado por las llamas y ellas carbonizadas. Bauer no era un hombre especialmente violento, mucho menos cruel, pero ver a su querida compañía, a sus hombres, tal vez los seres que por entonces más apreciaba, inertes en el río, sistemáticamente muertos a traición, le causaba una furia tan intensa que su mente casi desvariaba en aquellos pensamientos de refinada crueldad, absolutamente impropia en él siempre propenso más a una en cierto modo tolerancia que al odio y la violencia desatados. Pero el espectáculo que sus ojos percibían era demasiado hasta para él.

 

Cuando a los carros alemanes les faltaban no demasiados metros para alcanzar lo que se podría denominar primera línea ante el Rusumaia, las piezas anti carro soviéticas empezaron a lanzar sus granadas sobre los blindados. Al momento, nada más notar cómo dos de estas granadas hacían impacto casi a su lado, levantando paletadas de tierra y maleza sobre él, el “Pantera” frenó en seco e inmediatamente salió “de naja” en marcha atrás como alma que lleva el diablo aunque sin dejar de disparar, ahora con el visor de puntería centrado en el punto desde el cual las llamaradas de los disparos habían surgido. Los “Tigre” en cambio se mantuvieron impertérritos allí donde estaban, aunque variando el objetivo de sus sistemas de adquisición de blancos y dirección de tiro para centrarlo todo sobre la zona donde desde luego estaban emboscados los contra carros. También el “Ferdinand” se unió a la tarea de eliminar la resistencia anti-carro soviética con lo que en no muchos minutos todo esa área estaba arrasado y con densas nubes de humo negro engastadas de rojizas llamaradas que se elevaban hacia el cielo: Allí, donde momentos antes se emplazara la batería anti-carro, sólo pervivía un amasijo de esqueletos de acero retorcidos, uno por cada pieza artillera, combinado con los restos humanos: Cuerpos inertes de seres carentes de vida despedazados por la explosión de las granadas  arrojadas por los carros y el “Ferdinand”, conjuntos de miembros humanos desperdigados aquí y allá.

 

Antes, durante el intercambio de disparos entre ambas orillas del Rusumaia, las granadas anti-carro hicieron blanco una y otra vez en las corazas frontales de los “Tigre”, corazas de 200 mm, 20cm, de espesor; impactos directos que los carros absorbieron sin el menor problema, sólo simples “arañazos” en aquellas “epidermis” de acero. Pero una de las granadas tuvo algo de más suerte, pues aunque su impacto no causó daños irreparables en la estructura del “Tigre”, sí que destrozó su sistema de rodaje, las cadenas sobre las que el carro avanza impulsado por la rueda propulsora de adelante, con lo que quedó inmovilizado cual poderoso acorazado que embarrancara en bajío marino. Pero la tripulación no abandonó su vehículo, sino que continuó dentro del mismo, sosteniendo el fuego contra el adversario. Ítem más, durante los pocos minutos que duró el cañoneo entre carros y cañones contra carro, los panzer alemanes coordinaron el fuego de cañón sobre el espacio ocupado por la batería anti-tanque con el fuego de la ametralladora Mg 34 de 7,92 mm instalada en la barcaza, junto al conductor, en tiro directo sobre infantería, con lo que tampoco las trincheras y pozos de tirador que las fusileras ocupaban quedaban libres del furioso acoso del fuego enemigo, con sus víctimas adicionales.

 

Más o menos por cuando la batería anti carro era aniquilada la capitán Soia Valentinovna y el teniente Ugarov caían abatidos por sendos disparos en plena frente. La capitán Baida había tenido un solo segundo de descuido cuando alzó la cabeza más de lo debido para dar instrucciones a un grupo de fusileras algo adelantadas a ella; y Ugarov, al ver caer a su amada, se levantó de un salto para correr junto a ella, con lo que al final quedaron juntos, unidos para siempre, él encima de ella, en postrer y eterno abrazo.

 

Cuando la Baida cayó Lida Ilianovna compartía trinchera con ella por lo que al momento la fusilera sintió cómo un horrendo escalofrío recorría su espalda y el pelo se le erizaba en la nuca, consciente de lo cerca que la muerte la había rondado, que lo cortés no quita lo valiente. Pero también fue consciente de que desde ese momento la Compañía quedaba descabezada, sin autoridad alguna que la dirigiera y ese no era, desde luego, el mejor momento para que tal evento se produjera, pues la difícil situación por que la unidad femenina pasaba lo que demandaba era un mando decidido que pudiera sacarlas a todas lo mejor posible del atolladero. Así que con el alma en vilo, saltando de posición en posición, tratando de ofrecer siempre el menor blanco posible, se fue acercando a la posición que Stella Antonovna compartía con Marianka Ivanovna y Wanda Alexandrovna. Se dejó caer en el angosto atrincheramiento al llegar. 

 

  • Stellinka, Soíska acaba de caer; y Ugarov también. Nos están “friendo” a modo y esto necesita cuanto antes un jefe que lo solvente. Tú eres la siguiente en el mando, luego tú debes tomarlo al instante Stella.

 

Stella no lo dudó y se hizo cargo al momento del mando como era su deber. Despachó correos a los pelotones ordenando que de inmediato se iniciara el repliegue ordenado de la unidad. Se debía evacuar primeramente a las heridas y cuantas fallecidas se pudiera para  a continuación hacerlo las todavía útiles, pelotón a pelotón, cubriéndose la retirada unos a otros.

 

Los carros T-34 se volvieron a aproximar para participar en la evacuación de las fusileras, pero sin sobrepasar la retaguardia de la Compañía por si las moscas, pues el fuego del “Ferdinand” imponía “Un respeto imponente”, como dice el poema “El Piyayo”.

 

La decisión de Stella Antonovna no pudo llegar en mejor momento, pues para entonces el teniente Bauer ya había decidido a su vez lanzar un segundo asalto contra la orilla soviética. Desde hacía ya rato venía sintiendo sobre sí las miradas de su gente, los “granaderos“ a su mando; por más que admitieran la bravura de aquellas mujeres, aquellos “engendros de Satanás” como las definían a esas alturas y sin que a nadie se le ocurrieran aquellas “gracietas” de no hacía tanto tiempo, soeces, groseras, de mal gusto de “machos creídos”, como lo de “Aquí lo que hace falta es un ataque a bragueta abierta. Seguro se rinden en apertura de piernas”, tampoco eran conejitos asustados corriendo al abrigo de su madriguera.

 

A su orden los dos carros aún operativos avanzaron hacia la orilla hasta introducirse en la corriente fluvial. Siguieron adelante hasta cubrir casi un tercio de la distancia entre ambas riberas, disparando sus piezas artilleras y las dos ametralladoras Mg 34 de 7,92 mm de que cada uno disponía, barriendo con su fuego la orilla opuesta y esquilmando una vez más todo cuanto por allí se emplazaba. Un impacto directo de cañón alcanzó de lleno un nido de ametralladora, con lo que la máquina, una más que moderna SG 43 de 7,62mm, y sus tres servidoras volaron por los aires, los cuerpos de las chicas despedazados, con sus miembros esparcidos varios metros a la redonda. A esa altura los lanzadores fumígenos de los carros lanzaron su carga sobre la ribera soviética que en minutos quedó cubierta por una espesa neblina entre oscura y un tanto blancuzca que prácticamente imposibilitaba la visión a muy pocos metros. Entonces, los granaderos se lanzaron al asalto a la carrera hasta sumergirse en el agua, llegando hasta la mitad de la corriente como la vez anterior, con el agua por el pecho y fusiles más cartucheras en alto, levantados por ambos brazos cuanto éstos daban de sí. A su vez, un pelotón de ingenieros zapadores, diez “guripas” portando lanzallamas individuales, un radio-operador y un cabo 1º jefe, embarcaban en tres canoas neumáticas y emprendían el paso al otro lado del Rusumaia. Para entonces el teniente Franz Bauer reconocía su error del principio: Debió hacer caso de Peter Hesslich y haber mandado los cinco carros por delante, como ahora hiciera. ¡Cuánta sangre alemana se hubiera ahorrado de no haber sido tan pusilánime respecto a los “Tigre” y “Pantera”!

 

Desde que las neblinas producto de las granadas fumígenas se expandieran por el campo soviético, éste se convirtió en una barahúnda de idas y venidas pues, poco a poco, lo de la retirada ordenada se empezó a convertir en lo de “Maricón el último”, pues lo de esas granadas era fiel premonición de que, en breve, los alemanes estarían entre las “chavalas” y no precisamente “A bragueta abierta”, aunque puede que todo luego se anduviere, sino con los “lanzallamas” en ristre, cosa que erizaba el pelo a la más bragada de todas y con los más firmes “ovarios”. En fin, que en vista de la situación Peter Hesslich se descolgó de su privilegiada posición elevada y bajó al santo suelo para acabar de sumar alguna que otra “presa” más a su particular cuenta del día. De modo que en minutos Hesslich se vio entre mujeres que corrían casi sin rumbo y sin apenas divisarlas pues la visión se perdía al instante de divisar cualquier “objetivo”, por lo que era verlas un segundo y al siguiente no quedar rastro de ellas. Entonces fue cuando inopinadamente aparecieron ante él las tres muchachas, corriendo de izquierda a derecha. Apenas si pudo verlas y de ellas sólo le quedó, de momento, la imagen de una de ellas con una de las típicas latas de munición en una mano y el fusil en la otra. Sin pensarlo, sin apuntar siquiera, como por inercia, Hesslich disparó y al trallazo del disparo la chica que portaba la caja de munición se vino al suelo en tanto otra de ellas, la más adelantada se lanzaba de cabeza al suelo, chillando histérica, aunque lo que de su garganta salía más que gritos eran ruidosos sollozos, desde luego, cuajados de histeria; ese griterío o ruidosos sollozos, se mantuvo durante tiempo aunque no la prudente decisión de permanecer tendida en el suelo, en intento de fusión con ese retazo de estepa rusa, sino que en breves minutos se levantó imprudentemente para lanzarse a correr, sollozando, gritando aún más que antes, aterrorizada ante lo cerca que le pasó la muerte. No pagó cara su locura porque para entonces la atención del “killer” alemán la mantenía atrapada la tercera figura femenina: Esta se había inclinado sobre el cuerpo caído hasta apoyar una rodilla en tierra; pareció acariciar aquel rostro con una mano y luego se alzó cuan alta era, no demasiado por cierto, con parsimonia, sin prisas ni nervios, quedando allí de pie, sin tomar la más elemental precaución y con el arma, el fusil Moisin Nagant, sostenido al desgaire. Así, inmóvil, impertérrita, paseó la vista con evidente atención por todo su alrededor, como si buscara algo… O a alguien…

 

Stella Antonovna, pues no era otra la estática figura femenina, había reconocido el disparo que taladraba la frente de Marianka Ivanovna caída muerta a sus pies. El, Piotr, su Piotr, estaba allí, cerca de ella, pues ese disparo era suyo. Como sabía que lo fueron los que acabaron con la vida de Soia Valentinovna, Víctor Ugarov y un puñado de camaradas más, lo menos diez o doce…   “¿Dónde estás Piotr? ¿Por qué vacilas? Tu Alemania y mi URSS están en guerra. Tú y yo somos enemigos; yo soy tan enemigo como lo era Marianka, como lo era Soíska… Como lo eran cuantas hoy has exterminado… ¿Por qué pues no me disparas? ¿Acaso no te ofrezco un buen blanco? Mírame Piotr, estoy aquí, de pie, esperando la muerte de tus manos… Dispara mi amor, dispara… Mátame… Soluciona nuestro problema, nuestra muerte en vida… ¡Haz que al fin pueda descansar, querido mío!... ¿Por qué no lo haces? ¿Porque una vez nos declaramos nuestro cariño... ¿Porque una vez nos dijimos palabras de amor?... ¿Por que una noche nos amamos y nos entregamos uno al otro, yo a ti y tú a mí, sin reservas?... ¿Es eso suficiente Piotr?” esto se decía para sí misma, mientras trataba de localizarle entre aquél humo, aquella neblina que se le metía a uno en la garganta, haciéndole toser... Aquél aquelarre de idas y venidas, explosiones, disparos…

 

Por su parte Peter Hesslich, sin llegar a reconocerla, sabía que era, Stella, quien estaba allí, ante él. Y la idea de que aquel disparo la hubiera podido alcanzar a ella, a la razón de su vida, le desgarraba el alma, le torturaba Pero más le torturaba entonces el hecho de que en minutos estarían allí los zapadores alemanes con sus lanzallamas. Y a Stella la urgía para que se marchara, desapareciera de allí… “Stella huye, huye por favor… No permitas estar aquí cuando ellos lleguen… Esa es la forma más atroz de morir, Stella… No permitas morir así mi vida… Huye, escapa, por favor…” Así gritaba que no hablaba Peter Hesslich a Stella Antonovna, aunque aquello fuera esfuerzo inútil, pues las explosiones, los gritos y las descargas de fusilería y ametralladora que aún tenían lugar por parte de las fusileras en imposible intento de frenar, rechazar más bien, la embestida alemana, para entonces ya imparable.

 

En aquellos momentos ocurrió un hecho sorprendente: Por unos minutos la niebla de humo desapareció y los dos, Stella y Peter o Piotr se vieron a la perfección el uno a la otra… Pero allí había entonces otra persona, una fusilera a la que parecía que ninguno de los dos veía, pero que en esos momentos encañonaba al alemán hasta empezar a curvar el dedo en torno al gatillo de su arma.

 

Lida Ilianovna, pues era ella la que había llegado a todo correr en auxilio de su amiga y jefa al creerla en alto peligro, iba a disparar sobre el alemán cundo su mente reparó en algo insólito en aquel asesino silencioso: Ese ser ominoso no encañonaba a Stella… Tampoco a ella, a Lida… Estaba allí, impertérrito, como si con él nada fuera… Con el arma apuntando más bien hacia el suelo… Pero con la vista, indudablemente, prendida en Stella. Aquello la intrigó, pues si no lo comprendía mucho menos se lo podía explicar. Lida no bajó el arma pero sí aflojó el dedo sobre el gatillo y, casi a hurtadillas, observó a Stella. A continuación de nuevo al alemán, del que no le cabía duda era el “Diablo del Gorro Gris”, aunque entonces su cabeza no lo luciera… Fueron varias las veces que su vista pasó de su camarada al enemigo para reanudar en el acto la secuencia de miradas: Los dos, Stella y el del “Gorro Gris”, estaban en la misma posición, con el arma baja y observándose intensamente… Pero Lida vio más en esos ojos, pues vio cariño, comunión de almas en una sola… Finalmente comprendió lo que sucedía y su rostro recibió aquella comprensión con una sonrisa, sólo que esa sonrisa era un tanto triste al recordarle el semejante sentimiento que ella misma guardaba hacia un camarada de aquel alemán.(2) Bajó el fusil y miró a Peter Hesslich de distinta manera, con curiosidad, y no pudo por menos que admitir el buen gusto de Stella al fijarse en ese hombre. Lida tendió el brazo a su amiga, pasándoselo por los hombros mientras le decía

 

  • Vamos Stella. Despídete de él si quieres, pero debemos irnos. Creo que él te lo pedía cuando llegué… Vámonos Stella, vámonos…

 

La sonrisa de Lida Ilianovna se acentuó, perdido ya el casi rictus de tristeza para hacerse franca y amplia, cuando observó que su camarada se llevaba los dedos de la mano derecha a los labios, los besaba y seguidamente extendía el brazo hacia su amado alemán enviándole así ese beso; y cómo el alemán, a continuación, hacía lo mismo que Stella había hecho, enviándole a su vez un beso que, como el de ella, era todo ternura, cariño rendido y sublime amor. De ambos labios brotó un “Adiós amor” y Stella junto a Lida se volvió hacia atrás en busca del T 34 que a no demasiada distancia las esperaba. Finalmente Peter Hesslich vio cómo las dos fusileras se encaramaban al carro soviético y cómo éste arrancaba y, chirriante, traqueteando, emprendía la retirada a través de la estepa.

 

Hesslich entonces se sentó en el suelo al estilo que los musulmanes suelen hacerlo y terció el Máuser sobre las piernas. Sacó de la guerrera un cigarrillo, lo miró y lo lanzó lejos de sí: Chorreaba agua. Al fin, tranquilamente esperó a que sus camaradas acabaran de cruzar el Rusumaia y se reunieran allí con él

 

NOTAS AL TEXTO

 

  1. Verídico. A tener en cuenta que, desde un principio de la guerra, tanto la URSS como Japón, se negaron a reconocer al adversario capturado la condición de “Prisionero de Guerra”, pues ninguna de ambas potencias suscribió el protocolo de Ginebra que establece los derechos y deberes tanto del prisionero como de la potencia captora, por lo que la URSS siempre los consideró simples “Criminales”, delincuentes comunes con menos derechos incluso que sus propios delincuentes. Así, al amparo de una absoluta carencia de leyes o garantías hacia los Prisioneros de Guerra, las unidades captoras decidían a su albedrío el destino del prisionero, desde su inmediata eliminación hasta cualquier atrocidad que se les pudiera ocurrir. Así, entre las unidades femeninas del Ejército Rojo, la violación de los prisioneros y su posterior inmolación fue bastante común, con la diferencia sobre el final que al prisionero se reservaba entre lo que el texto dice y la realidad vivida es que en esa realidad el prisionero no era despenado de un simple disparo, sino que se enteraba muy bien de lo que era morir torturado. La forma predilecta de tortura, lógicamente, se dirigía a los genitales: Desde cortarlos de cuajo y metérselos en la boca al torturado, incluso introduciéndolos hasta provocar la muerte por asfixia, hasta machacarlos con las culatas de los fusiles. Hubo una unidad, un batallón femenino de infantería en Stalingrado, cuya especialidad era masturbarlos hasta que “aquello” adquiría el tamaño idóneo para machacarlo a modo, o seccionarlo en minuciosas “rodajitas”. Sí, aquellas féminas solían ser verdaderas “Alegres Chicas de Colsada” (Para quien no lo sepa o no lo recuerde, así se denominaba allá por los años 50-60 al coro de chicas de una famosa Compañía de Revistas)

  2. Ver mi relato “Lida”

 

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