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Miriam

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Estaba tirada en la cama con Sergio, metiéndonos mano y ligeros de ropa. Parecía que se avecinaba un buen polvo, sin embargo, me sorprendió con unos planes distintos.

—El otro día te di unos azotes y te gustó, ¿verdad? –me preguntó.

—“Me gustó” es quedarse corto –respondí-. Aunque aún me duele el culo.

Hasta aquel momento solo había explorado la sumisión y el masoquismo de una forma suave, pero pronto me introduciría más profundamente en él.

—Tienes una piel muy sensible. –Me agarró del culo y me atrajo hacia él para besarme-. Muy, muy sensible.

Recorrió mi labio inferior con el pulgar mientras se inclinaba para besar mis pechos. Se llevó un pezón a los labios y tiró de él con los dientes.

—¡Ah! –resoplé.

—¿Te duele?

—Sí.

—¿Te gusta?

—Sí.

Entonces me agarró los dos pezones entre el índice y el pulgar y empezó a apretármelos y a tirar de ellos, y luego hasta a retorcérmelos. Me mordí el labio para evitar gemir de dolor, aunque no tardaron en ponerse duros. Y me dijo:

—Tengo algo nuevo.

Sacó del cajón de su mesita unas pequeñas pinzas unidas por una cadena metálica.

—Son para los pezones –me dijo-. ¿Quieres probarlas?

—Claro –respondí, siempre curiosa.

Me acarició un pezón con mimo y acercó la primera pinza. La abrió, y nada más soltarla, apretó mi pezón con tal fuerza que yo tuve que apretar a mi vez los dientes para no gritar. Pero cuando Sergio me preguntó:

—¿Quieres que la afloje?

Negué con la cabeza.

Todavía no estaba acostumbrada al dolor continuo, y aunque era intenso y agudo, me propuse aguantarlo. Además se trataba de un dolor que contenía una sensación placentera oculta.

Cuando fue a ponerme la segunda pinza en mi otro pezón, ya me hacía a la idea de lo que venía. Sin embargo, cuando la soltó, noté que no me dolía tanto como la otra.

—No tienen la misma presión –le dije.

—¿Y qué quieres que haga? –Me preguntó- ¿Aflojo la otra o aprieto esta?

—Aprieta esta.

Él llevó sus dos manos a mi cara y me besó. No fue un beso largo, pero sí profundo. Luego, apretó la pinza y el sufrimiento de mi pezón se equiparó al del otro.

—Como es la primera vez que las llevas, solo te las dejaré unos 10 minutos, más o menos lo que dura la primera parte de la sonata “Pathetique” de Beethoven –me dijo—. Si antes de que transcurran quieres quitártelas, dímelo, no lo hagas tú misma. Esta noche disfrutaré de ti de muchas formas, pero antes... ¿tocarías esa pieza para mí?

Me extrañó que me pidiera eso en aquel momento, pero accedí, aunque no sabía hasta que punto podría hacer una interpretación decente en aquel momento. Me senté frente al piano prácticamente desnuda, apenas con unas braguitas y las pinzas cuya cadena tintineó al chocar contra la tapa del piano, sintiendo la tela fría de la banqueta contra mis muslos.

Nada más posar los dedos sobre las pulidas teclas, Sergio me dijo:

—Por cada nota que falles, recibirás 10 azotes.

En condiciones normales fallaría una o dos notas de esa pieza, pero en aquel momento, caliente como estaba y con los pezones ardiéndome de dolor, no sabía lo que podía ocurrir.

—Vale –acepté excitada.

Llevé mis manos a la posición inicial y me demoré un instante en respirar hondo y tratar de olvidarme del dolor de mis pezones. Sergio estaba justo detrás de mí, prácticamente podía sentir su aliento en mi nuca. Sabía que en algún momento intervendría para hacer que me equivocara. Comencé a tocar nerviosa, tratando que mis nervios –aparte del dolor, aparte de la excitación— no repercutieran en mi interpretación, y si bien no toqué con la ligereza con la que podría haber tocado en otras circunstancias más propicias para tal tarea, no cometí errores propiamente dichos.

Sin embargo, cuando llevaba casi la mitad de la pieza interpretada de manera impecable, empecé a relajarme y a olvidar la presencia de Sergio, hasta había disminuido el dolor inicial.

Fue entonces cuando, inesperadamente, dio un tirón de la cadena que colgaba de las pinzas en un movimiento casi imperceptible que estiró mis pezones más de lo que nunca habría imaginado.

—¡Au! –grité de dolor, al tiempo que uno de mis dedos hacía sonar una nota que no debería haberse escuchado.

—Sigue –me dijo. Aunque no hacía falta, pues si bien había fallado, no había parado de tocar.

Sentía los pezones arder, y durante una milésima de segundo pensé en pedirle a Sergio que me liberara de las pinzas, pero deseché esa idea al instante enfadándome conmigo misma por siquiera haberla tenido. Y enfrascada en esos pensamientos cometí mi segundo error yo solita, pocos compases después del primero. Traté de concentrarme en lo que estaba tocando, pero ver a Sergio paseando sus dedos sobre la cadenita no ayudaba. De vez en cuando tiraba poco a poco de ella, hacía estirarse mis pezones hasta el límite y yo me inclinaba hacia delante tratando de reducir la tensión de la cadena y por consiguiente el agudo dolor que sentía en mis pezones, todo esto con cuidado de no fallar ninguna nota, tensa sobre mi sitio. 

—No muevas el cuerpo –me corrigió Sergio.

Y yo obedecí, me reincorporé y traté de no mover más que las manos. Siguió jugando con las cadenas y traté de mantener firme, pero dejé de evitar hacerme hacia delante a medida que tiraba más y más de la cadena. Entonces Sergio, intransigente, me dio un tirón mucho más fuerte que el primero, tan fuerte que olvidé por un segundo que estaba tocando y me sumí en un intenso pico de dolor.

—¡AHHH! –aullé, mientras trataba de reanudar la interpretación como podía.

—Te he dicho que no te muevas –repitió él tranquilamente.

Seguí tocando jadeante de dolor, y aunque también él siguió tirando de la cadena paulatinamente, y sentía mis pezones maltratados y profundamente doloridos, no volví a mover ni un ápice mi posición, aunque cometí unos pocos fallos más.

Cuando dejó de sonar la última nota, había fallado 6 veces y los pezones me dolían a más no poder. Sergio enseguida me los liberó, quitándome primero una pinza y luego la otra. Me llevé instintivamente las manos a ellos, pero eso no evitó que una nueva oleada de dolor apareciera, a medida que la sangre volvía a ellos. Con todo, resultaba un alivio haberme librado por fin de las pinzas y haber pasado la prueba del piano de forma aceptable. Sergio se agachó y me besó y lamió los pezones con ternura, y el dolor, aunque lentamente, fue remitiendo. Luego posó sus pulgares sobre ellos y me los masajeó con sumo cuidado mientras me decía que lo había hecho muy bien, que era muy buena, y yo me sentí orgullosa.

—Pero esto no ha hecho más que empezar –me dijo también—. Apenas has sentido una mínima parte del dolor que vas a sentir a continuación. ¿Vas a ser fuerte por mí, Miriam?

—Sí –le dije sin dudar.

—No voy a azotarte el culo. Voy a azotarte el coño—. Esto era nuevo para mí, pero me gustó la idea—. Y no será con la mano como la última vez, sino con una fusta.

Esta idea también me resultó excitante, pero a la vez me intimidó. Nunca había probado la fusta, y 60 azotes –por los 6 fallos cometidos— me parecían muchos para empezar. Con todo, me dispuse a aguantar estoicamente como una buena sumisa. Obviamente, él pararía si yo llegaba a pedírselo, aunque no quería que se diera el caso.

—De acuerdo –aprobé.

Me quitó las braguitas para dejarme ya totalmente desnuda, llevó dos dedos a mi entrepierna para comprobar lo húmeda que me había puesto y me los hizo lamer. Me noté salada, ácida, densa. Me llevó de vuelta a la cama.

—Ahora te ataré, zorra –no me llamaba a menudo así, pero cuando lo hizo solo consiguió que me mojara aún más. Sabía que me iba a tratar como a tal—. Si no lo hiciera, al primer azote cerrarías las piernas instintivamente. Y te quiero bien expuesta para mí.

Y eso hizo. Me tumbé en la cama, me hizo abrir los brazos y las piernas en forma de X, y me ató de forma que quedé con los brazos estirados y las piernas flexionadas pero bien separadas. En esta posición, le dejaba acceso y una visión perfecta de mi coño brillante por el flujo que manaba de él.

No dijo que yo podía pararlo cuando quisiera porque no era necesario. En vez de eso, dijo:

—Quiero que sufras, Miriam. Quiero que cuando te dé el último azote, tus ojos no estén menos húmedos que tu coño.

Y solo con decir eso, un subidón de adrenalina hizo que me hirviera la sangre a la vez que mi coño se humedecía todavía más, y supe que me iba a causar mucho dolor. Un dolor delicioso.

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