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Viaje al infierno (1)

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Capítulo I

 

El capitán Günter von Labnitz, alzó la vista del papel donde escribía y la paseó por el entorno. Era su gente quien le rodeaba, sus hombres; los ciento y pico que integraban la compañía bajo su mando. Los conocía bien a todos. Algunos llevaban con él desde el principio, desde las campañas de Polonia y Francia, otros, los más, el año y pico que llevaban combatiendo en Africa. Les habían retirado del frente mes y algo antes, replegándolos a Italia. Unas tres semanas sesteando por las playas del Tirreno, persiguiendo a las mozas italianas, que se pirriaban  por los rubios mocetones teutónicos o tudescos, como por allí llaman a los alemanes. Y ahora, mes y algo después de salir de Africa, allí estaban, en aquel vagón de mercancías, parte del tren que, haciendo más paradas que el correo, les llevaba a cualquiera sabría dónde. Sino del soldado: Obedecer; siempre obedecer, sin dudar ni preguntar. El mando siempre sabe lo que es más conveniente

 

El capitán von Labnitz volvió a centrar la atención en lo que estaba escribiendo. Era una carta para sus padres y hermana. Les decía que ya habían salido de Africa. Que pasaron unos días de descanso en la costa italiana y que ahora iban en un tren de mercancías rumbo a cualquiera sabría dónde, aunque se lo barruntaba: Al Frente Oriental, a las inmensidades rusas.

 

Les hablaba de sus hombres, entre los cuales entonces se encontraba. Hombres valientes, cuyo respeto se ganó a pulso conviviendo con ellos: Combatiendo entre ellos, a su frente y sirviéndoles de ejemplo. Comiendo entre ellos y de sus mismos ranchos. Durmiendo entre ellos, sin buscar favoritismos por su rango de oficial y jefe de todos ellos. Divirtiéndose entre ellos, participando de los mismos juegos de cartas, las mismas borracheras, los mismos jolgorios… Andando tras las muchachas francesas o italianas, exactamente igual que cualquiera de sus hombres… También compartiendo con ellos, con su gente, hasta el último cigarrillo cuando tal era necesario…

 

Sí, a sus padres les decía de ellos, de sus hombres, de su gente, hablándoles de la camaradería que entre todos ellos habían incubado los meses, los dos años de guerra compartidos, con sus riesgos, sus miedos, sus nervios, sus heridos y sus muertos; también sus descansos, sus cortas alegrías, sus ínfimos ratos en brazos o, cuando menos, en compañía de “hembra placentera”, cual diría un literato de los siglos XV, XVI o XVII…

 

Les decía, en suma, que allí, en ese tren de mercancías y andar lento, casi indolente, en ese vagón, más para ganado que para mercancías, donde la superioridad instalara un sinfín de literas a fin de que la tropa viajara un tanto cómodos, no así oficiales y jefes que al efecto disponían de buenos vagones de pasajeros, con cabinas dobles de literas y un vagón que hacía de bar y restaurante… Sí, para ellos el convoy, el viaje era distinto, muy distinto…

 

Pero el capitán von Labnitz era feliz así; allí, en aquel casi inmundo vagón, entre sus hombres… Eso era, justamente, lo que él quería; para lo que se había preparado durante casi la mitad de sus, más bien, cortos años, pues apenas cumplidos los diez su padre, viejo aristócrata y militar prusiano, le metió interno en una escuela militar donde cursó estudios primarios y el bachillerato, pasando directamente de allí a la academia de oficiales de la Reichswehr, de donde salió, de segundo teniente, a los 19 años; nueve pues de sus poco más de 23 los había dedicado a prepararse para esto, para ser soldado, oficial; y esa vida era la que le gustaba, la que deseaba vivir.

 

Item más; esos hombres, su gente, eran para él como una parte de su familia: Eran la familia que la Patria, Alemania, le confiara para que cuidara de ella. Supiera sacar de ellos lo mejor en pro y aras de la Patria pero, también, para guardarles lo mejor que supiera, librándoles de lo peor siempre que ello fuera posible. Y eso, su padre también lo entendía a la perfección, pues había sido su propio credo personal a lo largo de toda su vida

 

Sí, en el capitán von Labnitz todavía alentaba ese místico ideal que a algunos hombres lleva a la Milicia o al Sacerdocio, profesiones de íntima vocación a ejercerlas. Además, el ambiente general en aquella Alemania de Hitler, eufórico y seguro de la final victoria, acunaba tales ideales. Ya llegarían, luego, tiempos bastante menos eufóricos, pero eso todavía no había llegado, pues la cara más dura de la guerra aún no la conocían los alemanes, el pueblo alemán. En sí, no mejor ni peor que los demás pueblos; ni más culpable ni menos inocente que los otros, sino, simplemente, distinto de los demás, tal y como todos los pueblos de la Tierra son diferentes entre sí.

 

Aquel tren corría a su aire, al aire que la superioridad le marcaba, desplazándose siempre rumbo al Este, a las interminables llanuras, estepas y tundras ucranianas y rusas; a los anchos y largos ríos de Rusia; a las grandes arboledas y bosques rusos… Pero también a sus pueblos y aldeas, calcinados, asolados, por los crueles garfios de la guerra… A sus caminos, infinitamente polvorientos en verano y hechos inmensos lodazales en Otoño e Invierno, intransitables de todo punto. Ya se sabía dónde se dirigían, a Stalingrado.

 

El nombre de la ciudad los ciudadanos alemanes lo escucharon por primera vez en Agosto de 1942, cuando Hitller comunicó que esa ciudad sería objetivo de la próxima ofensiva, no de verano, por cierto, sino de Otoño prácticamente, pues se iniciaría hacia mediados de Septiembre, exactamente el día doce, y según las evaluaciones que Friedrich Paulus, comandante jefe del VIº Ejército, hiciera a Hitller, en diez días estaría ocupada la ciudad y en otros quince más todo el área de Stalingrado estaría asegurada

 

Hacia fines de Octubre de 1942, el capitán von Labnitz y sus hombres llegaron a destino. Por Stalingrado, y para esas fechas, las cosas todavía no estaban del todo mal. Se combatía en la ciudad, calle por calle, casa por casa, edificio por edificio, sí; lo que los alemanes con el tiempo llamaron “Ratten Krieg”, “Guerra de Ratas”, prácticamente había empezado ya, combatiendo los hombres entre ruinas y escombros desperdigados por aquí y por allá, sin orden ni concierto, pues podría decirse que en toda la ciudad no quedaba ni un solo edificio en pie.

 

Sí, todo eso pasaba, pero todavía las líneas del frente se mantenían; todavía las fuerzas empeñadas en la lucha por la ciudad contaban con vías de tránsito abiertas, por las que se recibían suministros y refuerzos medio regularmente, pudiéndose además evacuar adecuadamente heridos y enfermos un tanto graves. Hasta la gente podía disfrutar de más o menos largos días de permiso, incluso en la Patria, en Alemania.

 

Lo malo era que, como siempre suele pasar, los más inocentes eran los que se llevaban la peor parte: La aborigen población civil, reducida a mujeres, niños y ancianos, pues los hombres de quince/dieciséis años a sesenta/sesenta y alguno, estaban entre los defensores de la ciudad, bien en el Ejército Rojo, bien en las milicias obreras. Esa desvalida población civil, obligada a permanecer allí, en medio de la guerra, entre disparos de fusilería y bombardeos artilleros y aéreos, malvivía entre escombros y túneles y pasadizos subterráneos. Bueno, en eso no se diferenciaba tanto la población combatiente, pues habitar edificios en pie era sumamente peligroso, aunque alguna ruina con algo de techumbre encima todavía la habitaban, tanto civiles como combatientes…

 

No; lo peor no era eso, sino la tremenda hambruna que de tiempo atrás padecían los civiles. Incluso la habitabilidad para ellos empezaba a hacerse más que penosa, pues la invasión de alcantarillas donde poder sobrevivir al abrigo de la guerra, y con la carne que, de vez en vez, se atrevían a ingerir a base cazar ratas, empezó a hacerse común entre ellos, los sufridos civiles.

 

Sufridos civiles obligados a permanecer allí, en la ciudad de la muerte, por decisión del Camarada Generalísimo Stalin, pues esa población entorpecía el avance al invasor… Claro que esa población rusa podría sufrir, podría morir, mujeres, ancianos… ¡Niños!... Pero, eso, ¿qué importaba? Lo que en la Patria Internacional del Proletariado sobraba eran, precisamente, personas… ¡Niños incluso! ¿O no?... “¡Si se reproducen como conejos estos “mujik”!”, pensaría el Zar Rojo…

 

Pero, a pesar de la implacable orden de que nadie abandonara la ciudad sitiada por el invasor, las gentes preferían arriesgarse a morir en el río, en el Volga, a seguir muriendo en vida entre la ciudad en ruinas, por lo que se aventuraban a salir de ella en todo tipo de embarcaciones, embarcaciones que sufrían el acoso de la artillería soviética de grueso calibre, emplazada en la orilla oriental del Volga. La cosa llegaba, a veces, a tal punto de insania por parte de los artilleros del Ejército Rojo, que hasta la artillería alemana abría fuego en contra-batería sobre las piezas soviéticas, intentando proteger así a esos pobres civiles.

 

Pero es que, si esos seres desesperados lograban llegar al otro lado del río, lo primero de que debían protegerse era de las propias patrullas soviéticas, que si se contentaban con devolverlos a la ciudad cuando los descubrían y capturaban, podían decir que tenían suerte, pues lo común era que les enviaran a los campos de “reeducación” del GULAG, en Siberia, y eso, si no se procedía a ejecutarles de inmediato

 

Nada más llegar allá, el capitán von Labnitz y sus hombres, del tirón, fueron adscritos a una compañía de un batallón de infantería. Diezmada y sin mando, por haber caído recientemente su anterior jefe, Günter von Labnitz pasó a ser el nuevo comandante jefe de la compañía y sus hombres a reforzarla, quedando en un tamaño superior al normal, pues alguna de sus secciones pasó a desplegar no los tres pelotones normales, sino que llegaron a ser cuatro.

 

Pero no por acabar de llegar disfrutaron de un segundo de descanso, pues no bien el comandante del batallón les señaló el destino en la compañía, la 2ª del batallón, exactamente, también les encomendó la misión de reducir un reducto soviético que se venía defendiendo en uno de tantos edificios que, aunque en ruinas, todavía se mantenía en pie.

 

Desde el edificio, dos ametralladoras barrían el terreno, sin dejar que nadie se aproximara impunemente al objetivo. Von Labnitz distribuyó a su gente, preparándolos para el asalto, con dos secciones por delante y la tercera en reserva. El ataque comenzó con el fuego concentrado de las dos ametralladoras y los dos morteros de la compañía sobre la posición soviética. Pareció que, al menos de momento, las dos máquinas soviéticas enmudecían, mientras las granadas de mortero abrían nuevas brechas en un edificio que ya parecía un queso gruyere y los proyectiles de ametralladora rociaban la fachada a la altura donde se sabía que estaban los defensores rusos.

 

Tras doce-quince minutos de “ablandamiento”, von Labnitz ordenó el asalto a pecho descubierto de las dos secciones que irían por delante. Los hombres se levantaron, con su capitán al frente, y se lanzaron al asalto, corriendo a toda velocidad hacia el reducto soviético. Tan pronto la gente de von Labnitz inició el avance, las ametralladoras soviéticas reemprendieron el fuego.

 

El capitán, al frente de sus hombres, veía cómo estos iban cayendo a su alrededor, segados por los disparos sostenidos de las máquinas rusas. A toda prisa ordenó.

 

  • Cuerpo a tierra! ¡A tierra todo el mundo! ¡Protegeos, leñe, protegeos!...

    Los hombres siguieron las instrucciones de su jefe, lanzándose de cabeza en busca de abrigo entre los mismos cascotes, los escombros, de pretéritamente derrumbadas paredes sobre los cuales avanzaran. Von Labnitz pensó que había que cambiar de táctica, por lo que dispuso que los hombres avanzaran en grupos de tres, cuatro efectivos máximos, y durante cortos trechos, buscando el abrigo del suelo tras tres o cuatro saltos a todo correr, y nunca en línea recta. Vamos, el avance a saltos, a favor del fuego de cobertura de la fusilería, las ametralladoras y los morteros.

    Un sargento, de los antiguos de la compañía, que junto al capitán estaba, se sonrió cuando escuchó las órdenes de su nuevo jefe

  • ¡Aprende usted de prisa, mi capitán! ¡Ja, ja, ja!...

    Así, las bajas empezaron a decrecer drásticamente, al tiempo que el avance progresaba a ojos vistas. Por fin, las avanzadillas de la compañía alcanzaron la distancia idónea del edificio para atacarle, directamente, con granadas de mano y cargas de demolición lanzables. Unos y otros artefactos empezaron a volar hacia el edificio, rumbo, precisamente, a huecos y ventanales. Los letales mecanismos alcanzaron, más o menos, sus objetivos, y el estallido de las explosiones no se hizo esperar. El edificio, al pronto, se estremeció, para después empezar a desplomarse piso a piso

    Desde aquél mismo día, desde el mismísimo momento de su llegada, aquello se hizo el pan nuestro de cada día para el capitán von Labnitz y sus hombres, al igual que tal cosa venía pasando para todos los efectivos alemanes que, desde mediados-fines de Agosto, venían intentando conquistar Stalingrado.

    Como antes se dice, con todo y las dificultades que tal misión representaba, las cosas del todo no les iban muy mal… Pero llegó Noviembre de 1942 y su día 19. A las 4,30 de aquél día una concentración de más millares que cientos de cañones empezaron el bombardeo de las posiciones que efectivos del Eje defendían sobre el Don, inmediatamente pasada la curva que este río hace frente a Stalingrado, Volgogrado hoy día, el IIIº Ejército rumano, que quedó aniquilado entre ese día y el siguiente. Al propio tiempo, al sur-oeste de Stalingrado, otra fuerza soviética, cuatro Ejércitos a las órdenes del general Yeremenko, cruzó el Volga embistiendo contra el IVº Ejército rumano que también quedó desarbolado en pocas horas.

    Empezaba así la Operación “Urano” planificada por el mariscal Gueorgui Zhúkov y llevada a cabo, de norte a sur, por el general Konstantín Rokossovski, y de sur a norte por el general Andréi Yeremenko. La ofensiva culminó sólo cuatro días después, el 23 de Noviembre, cuando los carros de Rokossovski y Yeremenko convergieron en el pueblo de Kalach, sobre el Don, a espaldas de Stalingrado, con lo que el VIº Ejército alemán quedaba cercado. Allí, en Kalach, comenzó la agonía y muerte de las fuerzas de Paulus y el principio del fin de la Wehrmacht y el IIIº Reich, aquél Imperio de los Mil Años que Adolf Hitller pronosticara no tantos años atrás, menos de ocho en cualquier caso.

    La vida en Stalingrado sólo varió para peor. Las toneladas de suministros diarios por vía aérea prometidas, ni el primer día se cumplieron por pura imposibilidad: Como de costumbre, al obeso jefe de la Luftwaffe, Herman Goering, se le calentó demasiado la boca al ofrecer algo que su Luftwaffe no podía afrontar. De modo que, mientras los soviéticos mejoraban día a día su situación con más y más medios, las fuerzas de Paulus sólo se depauperaban más y más cada día.

    Y así, con saltos y asaltos diarios, entreverados de acciones defensivas ante la más que creciente presión soviética, fueron pasando los días para el capitán von Labnitz y los hombres de su cada vez más menguada compañía, para no variar respecto a la general tónica, pues raro era el día que no había que lamentar alguna baja. Y dando gracias a Dios, si no era definitiva.

    De esa manera llegó un día, ya en Diciembre de 1942, en que un suceso marcó un hito importante en su vida. Había quedado cercado, al caer casualmente en una ratonera; había salido de descubierta con otros cinco o seis hombres, aquel sargento veterano de Stalingrado que el mismo día que llegara le dijo que aprendía rápido entre ellos, amén de su operador de radio y asistente, que nunca se despegaba de él, y registrando un edificio en ruinas, de pronto apareció una patrulla soviética, una veintena de soldados apoyados por un carro de combate, que los sitió. La situación llegó a hacerse desesperada para el menguado grupo de von Labnitz tras caer uno de los hombres, alcanzado por un disparo que le llevó la tapa de los sesos.

    Entonces, von Labnitz tuvo una idea para salir de allí indemnes: Hacerlo a través de las alcantarillas. Claro que la cosa tenía un inconveniente: Orientarse en el entramado de calles subterráneas, cosa nada fácil; también, confiar en la suerte para no tener un encuentro con efectivos enemigos ahí abajo. Les acompañaba un cabo con cierta experiencia en transitar por aquellas ”anfractuosidades” subterráneas, mayormente tras alguna que otra moza rusa “placentera”, que era de oír cómo el andoba afirmaba que, bajo ciertas “circunstancias”, los hedores de por ahí abajo ni se notaban…

    Este cabo, portador además de un lanzallamas portátil, abrió pues la marcha, usando el lanzallamas para alumbrar la reinante oscuridad del alcantarillado. También von Labnitz y alguien más se alumbraban con linternas. Anduvieron por las galerías, sorteando ratas que espantaban con el lanzallamas, tratando de evitar los arroyos, a veces casi ríos, de agua putrefacta, infectada de desechos, orgánicos unos, inorgánicos otros; y tratando de cubrirse las narices con lo que podían, pues incluso para ellos, experimentados en todo tipo de olores nauseabundos, el hedor allí reinante era demasiado.

    Andando, andando, al capitán von Labnitz le pareció oír unos ruidos. Aguzó el oído, tratando de escuchar mejor. Sí, eran voces, conversaciones apagadas; en ruso. Volvió a prender la atención en cuanto le rodeaba, para avisar a los demás, pero se encontró solo. ¡Estaba solo! Su gente debía haber seguido para adelante y le habían dejado allí atrás, sin darse cuenta. Se alarmó. ¿Cómo narices salir de aquel laberinto de calles subterráneas? Avanzó desorientado, temeroso; con voz queda llamaba a sus hombres: “¡Helmut! ¡Hansen! ¡Dieter!”

    Nadie le respondió. Siguió adelante, más “mosca” a cada minuto. Así, llegó a una bifurcación, un lugar donde otra calle confluía. Le pareció oír un rumor indefinible, y al momento por la calle confluente apareció una figura indefinible que parecía llevar un bulto encima. Se dieron casi que de bruces, sorprendidos ambos, la figura y él. Esta, la figura, era humana y parecía cargar otra figura, también humana, sobre los hombros. Von Labnitz reaccionó casi por instinto. Levantó el subfusil que portaba, una Walter MP 40,  con la culata hacia adelante y propinó un solemne culatazo a la figura erguida ante él. Esta se tambaleó, dejando caer la figura humana que portaba y a punto estuvo de ir tras ella al suelo si no se apoya con las manos en la pared.

    El alemán levantó de nuevo el arma para repetir el culatazo, esta vez a la cabeza, con ansias de matar a quien sólo ruso podía ser; pero se detuvo en seco, pues la figura se le reveló como una mujer. Más bien alta, de pelo oscuro, probablemente negro, y facciones mongoloides con alguna influencia irania, y von Labnitz, de inmediato, rememoró la etnia uzbeka, un tanto mezcla de estas dos. También uniforme militar, con insignias de oficial, comandante o mayor, por más precisión, y tocada con el típico gorro cuartelero, con la estrella roja de cinco puntas y la hoz y el martillo, en dorado, en el centro de la estrella.

 

  • ¡Ruski Verch! ¡Davai! ¡Davai!

  • Estáis rodeados. Si grito…

  • Si gritas mueres

  • Tú también, si me disparas

  • ¡Ruski Verch!

  • ¡Ruski “vierch”! Al menos, pronúncialo bien

    El capitán von Labnitz señaló al cuerpo caído en tierra, en el fluyente suelo de la alcantarilla; le dio varios empellones  e inquirió

  • ¿Está muerto?

  • ¡Naturalmente! Matando sois muy buenos…

    De nuevo se escuchó rumor de voces y el capitán alzó de nuevo la MP 40, apuntando con el arma directamente al rostro de la mujer, la mayor soviética, a la que a la vez, tapaba la boca con la mano libre

  • ¡Silencio o te mato! ¡Te juro que te mato si gritas!

  • Si me matas, tú mueres. Nunca saldrás de aquí… Ninguno de vosotros saldrá de aquí con vida… ¡Cerdos fascistas!...

    Von Labnitz estaba verdaderamente nervioso… O, mejor, asustado. Sabía que en lo dicho por la mujer había mucha verdad. El, por sí mismo, difícilmente encontraría el camino para salir de aquél dédalo de calles y pasadizos… Y, desde luego, de allí, de Stalingrado, sería más que problemático salir vivo, indemne… Sin saber qué hacer, enteramente desorientado, tomó una decisión a voleo. Sencillamente, ponerse en movimiento; ponerse a andar… ¿A dónde?... ¿Hacia qué sitio o lugar? Ni repajolera idea; pero sí sabía que de allí, de donde ahora estaba, debía salir lo antes posible.

    Empujó con la boca de fuego del arma a la mujer y la hizo andar hacia adelante; sin más.

  • Fascista; por aquí vamos mal; no saldremos fuera, nos internaremos más y más en las alcantarillas… Hasta que no podamos seguir, pues el agua de los vertidos lo cubrirá todo y nos cerrará el paso… Nos ahogaremos si intentamos salir buceando: Son varios kilómetros hasta el Volga

  • Sigue adelante… Y no intentes nada… Te mataría…

  • Hagamos un trato fascista: Yo te saco de aquí, te llevo a tus camaradas, y tú me dejas libre… ¿Qué me dices?

    Gunter von Labnitz titubeó. Quería creerla; confiar en ella; quería salir de allí, de aquél ambiente pestilente que empezaba a ahogarle, a asfixiarle… Pero no se decidía a aceptar la propuesta… No se acababa de fiar de la mujer… Sabía que le traicionaría, que le tendería una trampa… Al fin dijo

  • ¿Cómo me puedo fiar de ti?... ¿Cómo puedo confiar en ti?

    La mujer, displicente, se encogió de hombros.

  • Eso tú verás. O me crees, te arriesgas y salimos de aquí, o no me crees, no te arriesgas y te quedas aquí… “In aeternum”… Tú decides, alemán fascista…

    Sí; la mujer tenía razón. Sólo cabía confiar, a pesar de todos los pesares, pues de no hacerlo… No quería ni pensarlo

  • De acuerdo; tú diriges. ¿Hacia dónde vamos?

  • Por aquí. Sígueme, alemán fascista

 

 

 

Tras algunas vueltas y revueltas, efectivamente, la pareja salió a las calles de Stalingrado. Entonces ella dijo

 

  • Si sigues en esa dirección, alemán fascista, encontrarás a los tuyos. Pero ten cuidado, que nuestras patrullas también suelen pulular por aquí; y nuestros francotiradores no menos. Me disgustaría que, después de haberte perdonado la vida, te dejaras matar tontamente

  • No te preocupes, rusa bolchevique. (Aquí, al remedar los epítetos de la mujer, Günter von Labnitz rió desenfadadamente. Y, cosa curiosa, ella correspondió a sus carcajadas con el mismo desenfado) Por la cuenta que me tiene, seré asaz precavido. Adiós, mi estimada comandante rusa bolchevique…

    Y diciendo esto, von Labnitz se llevó la punta de los dedos al filo de la visera del casco, a la altura de la sien más o menos, y, extremando el ademán de la militar cortesía, la saludó.

    Ella rió todavía más, si ello cupiera, y haciendo una casi versallesca reverencia, dijo a su vez

  • Adiós, mi estimado capitán alemán fascista

    Riendo por su cuenta, von Labnitz dio la espalda a la rusa y se empezó a alejar de ella, en la misma dirección que la mujer antes le señalara. Apenas llevaría dos o tres pasos, cuando la voz de la rusa le detuvo

  • Mi estimado capitán alemán fascista, mira para acá un momento, “S’il vou plait”

    El alemán se giró hacia la comandante rusa; entonces ella, agachándose un momento, sacó de la caña de su bota derecha un enorme cuchillo de campaña

  • Pude matarte, alemán fascista. Pensaba hacerlo desde el principio… Pero, me diste pena… ¡Eres tan inocente!... ¡Pareces un niño; un niño grande!

    Seguidamente, la rusa hizo algo francamente increíble. Se llevó a los labios los extendidos dedos índice, corazón y anular y, tras estamparles un beso, hizo ademán de enviar ese beso al “alemán fascista”. Von Labnitz quedó atónito ante tamaño gesto, tan fuera de lugar, lo que, si ya no riera bastante la comandante rusa, hizo que riera ahora a carcajadas más que limpias.

    Luego, y sin dejar de carcajearse, fue ella la que dio la espalda al alemán para marchar en dirección opuesta a la que indicara a éste. El capitán von Labnitz se quedó allí, como alelado, viéndola alejarse. La verdad es que por vez primera la miraba, la veía de verdad; la primera vez que se fijaba en su cuerpo alto, esbelto; su pelo, que ahora, a la luz de la más que mediada tarde, efectivamente, vio que era negro como la noche, cual ala de cuervo, y recogido en un moño que sobresalía de la gorra cuartelera.

    También sus ojos apreciaron la belleza y voluptuosidad de las femeninas caderas, así como de su culito de ensueño… Entonces el capitán von Labnitz se maldijo a sí mismo; maldijo Stalingrado; maldijo la guerra… Pero sobre todo, maldijo al “Gran Hombre”; al “Mesías de Alemania”; al Enviado por los dioses germánicos, Thor y Odín,  para la salvación de la Nación Germana, Alemania y Austria unidas “Per Aeternitatem” en el Anschluss. Es decir, maldecía más que a nada, más que a nadie, al Fürer Adolf Hitler

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    Aquella mañana había amanecido sin nubes en el cielo. Desde luego, hacía un frío helador, pero el sol luciendo en lo alto por lo menos solazaba el alma. Además, era un día bello, pues era tranquilo. El comandante del batallón no había venido con sus habituales pejiguerías: “Ir aquí, ir allá” o lo todavía peor, que siempre hay algo peor en la vida: “Hay que tomar tal o cual cota, tal o cual posición enemiga…

    Pero aquella mañana tales nubarrones no aparecían en el horizonte de los hombres de la 2ª Compañía, del 3º batallón del 295 Regimiento de Granaderos, es decir, de Infantería, esa de movilidad a “pinrel”, que diría un castizo madrileño, por lo que tales hombres podían dedicarse a lo que más les pluguiera: Sestear tranquilamente en la litera, jugar a las cartas, escuchar el último discurso del Gran Adolf Nacional de Todos los Alemanes, “Urbi et Orbe”, o del no menos “adorable” Joseph Goebels; o, bien, simplemente, pasar el tiempo mirando a las musarañas, que tampoco es mala marca en lo tocante a no dar palo al agua, aunque tal vez un poco aburrido.

    Aunque claro, como la alegría dura poco en casa del pobre, a eso de las diez y pico de la mañana, el comandante del batallón vino a “jorobar la marrana” en el plácido cotarro del búnker de la compañía. Al parecer, la cosa era que unos cuantos efectivos soviéticos, apoyados por ni se sabe cuántos carros de combate, acababan de romper la línea del frente allí al lado, justamente, con lo que la “marrana” estaba algo más que jorobada a esas alturas, y mejor dejar de sestear, si es que no se quería despertar en cualquier campo soviético de Siberia, lo cual pues, francamente, tampoco era plan que se diga.

    En fin, que los efectivos de casi toda la compañía salieron a enfrentar aquella fuerza blindada que se les venía encima. ¿Con qué medios? Eso fue lo más problemático pues, aparte de las ametralladoras y morteros  de la compañía, que más bien le harían cosquillas a los T 34 rusos, sólo podrían contar los hombres con un anticarro Pak 36, de 37 mm, que sin lanzar grandes alharacas, sí podría hacer algo de “pupa” a los carros soviéticos, y que fue el único extra con que el comandante del batallón pudo proveerles.

    Pero las armas anti-carro decisivas, casi, casi, que lo serían los propios hombres, haciendo frente a los blindados más o menos que a pecho descubierto, equipados con cargas magnéticas de demolición que pulverizarían a los carros en un santiamén. Lo malo, como con el cascabel al gato, sería llegar a ponérselas, pero todo se andaría, no adelantemos acontecimientos.

    Resumiendo, que sobre las once y media de la mañana allí estaban los hombres de la compañía, en trincheras y pozos de tirador. Y, a mano, las cargas explosivas. Pasó el tiempo y por fin aparecieron las ominosas figuras de los carros soviéticos, cuajadas de infantes sus estructuras.

    El tiempo se detuvo por unos momentos para el capitán von Labnitz y sus hombres. Los carros enemigos surgieron por su izquierda y rodaron ante ellos unas decenas de metros. Trece, catorce, quince, diecisiete carros T-34 avanzaban hacia adelante hasta que empezaron a girar, dándoles el frente a ellos, los alemanes, hacia quienes siguieron avanzando. La pieza anticarro, el Pak 36/37mm, abrió fuego… Y falló el disparo. Recargaron en segundos (la pieza podía hacer hasta 15 disparos/minuto)… Y volvieron a fallar. Aunque, ¿de verdad fallaban?; ¿de verdad erraban el blanco? Pues no, que los dos disparos acertaron de lleno, pero la distancia era excesiva pues, aunque en teoría a 500mt el proyectil perforaría un blindaje de hasta 48mm, la práctica decía que a más de 300mt el disparo era ineficaz aunque acertara, pues no hacía más que cosquillas a blindajes de 40 o más mm.

    Los carros soviéticos siguieron avanzando y sus cañones empezaron a tronar, llevándose por delante a los ocupantes de dos trincheras, unos siete hombres en total. Cuando los vehículos se aproximaron lo suficiente, se detuvieron y de ellos se fueron descolgando los infantes para de inmediato lanzarse a la carrera sobre las defensas alemanas con infernal griterío, aquellos famosos por tan repetidos “Hurra!, “Hurra”, “Hurra”, animándose unos a otros, alentándose así a llegar hasta las líneas alemanas y barrerlas a su paso.

    Ese fue el momento en que ametralladoras y morteros alemanes, amén de toda la fusilería, empezaron a disparar sobre los infantes soviéticos, lanzados en suicida carrera. Las filas atacantes empezaron a clarearse mientras los hombres caían uno a uno. De todas formas, la avanzada de la infantería soviética alcanzó una de las trincheras alemanas más adelantadas y masacró a sus ocupantes. Un carro también llegó a otra de estas trincheras y le pasó por encima, aplastando a sus tres ocupantes.

    El carro, tras pasar por encima de la trinchera, repasó el camino retrocediendo; se plantó encima y maniobró en redondo, asegurándose de que nadie quedara allí mínimamente entero. Reemprendió la marcha y disparó, errando esta vez el soviético, pero al momento saltó por los aires, convertido en tea incendiada, al recibir un disparo del Pak 36, esta vez ya a 300 o menos metros de distancia.

    Los hombres se prepararon; el momento de la verdad se acercaba. Hundidos, acurrucados en el fondo de la trinchera, del pozo de tirador, con el corazón en la garganta y un miedo horrible atenazándoles el corazón, los hombres aguardaron. El terrible chirriar de las cadenas poco a poco, segundo a segundo, minuto a minuto, se acercaba. Ya está aquí el carro del “Iván”, pensaban.

    Y sí, los carros rusos llegaron y pasaron sobre trincheras y pozos de tirador. Algunos, como antes, cedieron al peso del blindado, espachurrando, despedazando, las cadenas los cuerpos humanos, pero la mayoría de trincheras y pozos aguantaron la tremenda presión sobre el suelo. Dejaron atrás los carros pozos y trincheras y, al momento, los infantes alemanes saltaron fuera para, a todo correr, lanzarse tras las traseras de los vehículos; las alcanzaron y allí plantaron sus cargas, para de inmediato volver al pozo o trinchera y lanzarse de cabeza a su fondo.

    Uno a uno, los carros soviéticos fueron estallando, convertidos en llameante luminaria. Los tripulantes se lanzaban al suelo envueltos en llamas, gritando de dolor, abrasándose, hasta que una piadosa ráfaga de ametralladora, un piadoso disparo de fusilería, acababa con su dolor y con su vida.

    Poco a poco, y de esa misma forma, aquél nevado, helado, paisaje, se fue cubriendo de monstruos de acero, despedazados, calcinados o en llamas. Comandante de carro hubo que, sabedor de que su carro iba a  estallar en segundos más que en minutos, trató de escapar a su destino lanzándose por la abierta torreta del carro. Sí, llegaban a tierra, pero despedazados. La explosión sorprendía al hombre mientras saltaba a tierra y la onda expansiva le alcanzaba de lleno reventándole, llegando a tierra sólo despojos humanos, brazos, piernas, torsos; hasta cabezas cercenadas de cuajo

    Tras un montículo de nieve, el capitán von Labnitz y uno de sus mejores amigos, aquél veterano sargento que tan bien le cayera el mismo día que llegara a Stalingrado, esperaban, tensos, que un T 34 se les acercara. El carro avanzaba lentamente, abriendo fuego con su cañón de 76mm y barriendo el montículo con la ametralladora de 7,62mm emplazada en la barcaza del carro, junto al puesto del conductor

    Por fin, el T 34 llegó justo al inicio del terraplén de nieve congelada, y a punto de pasarles por encima a capitán y sargento. Entonces los dos hombres saltaron hacia adelante, cada una por un lado y, mientras el carro pasaba junto a ambos dos, cada uno “pegó” a las corazas laterales del blindado la carga explosiva de que, para tal ocasión, se proveyera. El carro saltó por los aires, incendiando casi que de inmediato, mientras que de sus entrañas surgían dos de los cuatro tripulantes, también en llamas, rugiendo, bramando de dolor

    Von Labnitz embrazó su subfusil, la MP 40, apuntando al carrista más próximo, pero el sargento se lo impidió

  • Déjalos que se asen. Que les den a esos cerdos, a esos grandes cornudos

 

Así era, en verdad, la guerra por allí; no sólo en Stalingrado, sino en general, en todo el Frente Ruso: Despiadada, feroz, por ambos bandos era una lucha de fieras sanguinarias, en la que nadie, ni los unos ni los otros, daba ni pedía cuartel. Se combatía hasta el fin, hasta la muerte, pues en ambos bandos se sabía que rendirse era sinónimo de muerte, y antes que perecer sacrificado como un animal, se prefería morir matando, con el arma en la mano…combatiendo…

 

Del más de centenar de infantes rusos que iniciaran el asalto a las posiciones germanas, no quedaba ni uno solo en pie; muertos la mayoría de ellos, moribundos o sin brazos, sin piernas los demás. Hubo un soldado alemán que, alcanzado de lleno por la granada del cañón de un carro, el cuerpo se le separó en dos mitades por la cintura. Quedó erguido, con el torso vertical al suelo, asentado por la cintura cercenada. A pesar de todos los pesares, siguió vivo algunos minutos,  gritando alaridos, aullidos, de inmenso dolor. Con la penosa situación, acabó un carro soviético que, viniendo desde detrás del hombre, le pasó por encima, aplastándolo… Por fin, aquello terminó cuando, a la vista del panorama, los cuatro T 34 supervivientes al desastre, hicieron marcha atrás abandonando aquél escenario como alma que lleva el diablo

 

 

 

Cuando los restos de la compañía, unos treinta hombres supervivientes de los poco menos de ochenta que en la mañana salieran del búnker, regresó a la ciudad en ruinas y casi, casi, ganaban el ansiado búnker que era su residencia, al cruzar una diminuta plazuela von Labnitz y sus hombres vieron algo que les llamó la atención: Alineados contra un lienzo de pared que se diría manteníase en pie de puro milagro, había un grupo de prisioneros rusos y, ante ellos doce o catorce hombres de la gendarmería de la SD, la policía militar a cargo de las SS, con un capitán a su mando. Sí, aquél pelotón de SS se disponía a fusilar a un puñado de prisioneros rusos.

 

 

 

Pero en aquel momento sucedía que el capitán Günter von Labnitz estaba más que arto de sangre, de muertes… Con lo protagonizado horas antes, tenía suficiente por aquél día… No; no lo aguantaba; no toleraría ni una sola muerte más… Al menos, por el momento, por ese día… Luego de dos saltos se plantó entre los ejecutores y los que iban a ser ejecutados… Los verdugos y las víctimas

 

 

 

  • ¡Bajad los fusiles! ¡De inmediato! ¡¡¡ES UNA ORDEN!!!... Y marchaos, iros… Esta gente, estos desgraciados, hoy no morirán… ¡¡Son libres; están libres!! ¿Entendéis?... ¡¡¡No morirán hoy; están libres!!!... ¡¡¡Libres, libres porque yo así lo quiero; libres porque yo así lo decido aquí y ahora!!!...

     

 

Al momento, el capitán SS saltó sobre él, vociferando, hecho una furia

 

 

 

  • ¡¡¡Pero!!!... ¡¡¡Pero quién te crees que eres, cretino, mal nacido!!! ¡¡¡Largo de aquí!!! ¡¡¡Largo de aquí, antes de que te eche a patadas!!! ¡¡¡Comunista!!! ¡¡¡Bolchevique!!!

 

 

 

Von Labnitz no respondió. Simplemente, se volvió hacia el oficial de las SS y le largó un puñetazo en pleno rostro que le hizo trastabillar hasta dar con sus huesos en tierra, con un labio partido, sangrando, y la nariz casi aplastada, manando sangre también. Nada más llegar al suelo, el SS sacó su pistola de la funda encañonando al capitán von Labnitz; al instante, también los gendarmes SS alzaron sus fusiles, apuntando al capitán de infantería, pero ese movimiento prácticamente coincidió con el ruido que, tras los gendarmes, hacían decenas de cerrojos de fusil al correr, primero para atrás y luego hacia adelante, empujando un cartucho hasta la recámara del arma.

 

 

 

Los gendarmes quedaron indecisos, sabedores de que decenas de fusiles les apuntaban desde atrás, listos para disparar. Entonces, en medio de la confusión que la acción de los hombres de von Labnitz produjera, aquél veterano sargento, el amigo del capitán von Labnitz, de dos zancadas se plantó ante el caído capitán SS, apuntándole con su subfusil, su Walter MP 40, diciéndole con voz pausada, tranquila, a la par que glacial

 

 

 

  • Mi capitán; creo que será mejor que todos nos serenemos un poco. Por favor, no “jorobe” más la “marrana”; coja a sus “soldaditos”, tan elegantes ellos… Tan elegantes como usted, con sus uniformes negros, sus calaveritas y tibias, y este formidable abrigo de piel de oso que lleva puesto, tan cálido, tan calentito él, que debe dar tantísimo gusto llevarlo, y se larguen todos ustedes en buena hora y por las buenas. ¡Venga, capitán!... Por una vez en su “pastelera” vida, sea usted humano; haga usted una buena obra… Ya verá cómo algún día me lo agradecerá… Como me lo agradecerá dentro de un momento, cuando sea consciente de lo cerca de morir que  ahora está…

 

 

 

El capitán de las SS guardó su pistola y se levantó, mascullando maldiciones y amenazas. Se acordarían de él, decía. Daría parte de ellos; de todos ellos, desde el capitán que los mandaba hasta el último hombre de la compañía. Elevaría sus quejas hasta donde fuera necesario, al propio Fürer si hacía falta. Pero se marchó, llevándose con él a sus hombres, que respiraron aliviados cuando la tensión vivida se desvanecía.

 

El grupo de prisioneros rusos estaba bastante desorientado ante el espectáculo que acababan de presenciar, pues de las palabras cruzadas entre aquellos “nemetky” (alemanes), no habían entendido ni jota, pero algo parecía que todos ellos habían comprendido: Que, al menos de momento, conservarían la vida.

 

 

 

Günter von Labnitz ni siquiera había mirado a tales personas; simplemente, vio el conjunto y lo que iba a pasar momentos después… Y el pensamiento de que minutos después se derramaría más sangre, sin saber por qué, le sublevó al instante… Se le hizo insoportable que ante él, de nuevo, se volviera a disparar, volviera a morir más gente.

 

 

 

Odiaba la guerra; la odiaba como nunca antes odiara nada… Odiaba el derramamiento de sangre, la sangría en que aquello se estaba convirtiendo… Lo que estaba viendo desde que llegara allí, a Stalingrado, no lo había visto nunca antes. Conocía la guerra; llevaba haciéndola desde 1939, en Polonia, en Francia, en el desierto libio… Pero lo que aquí cada día vivía no se parecía a nada de lo antes vivido. Aquí, en Stalingrado, no habían hombres, sino fieras inhumanas.

 

 

 

Y lo que poco ha pasó ante aquellos tanques, esos hombres ardiendo, esas teas, esas antorchas humanas, para él eran la absoluta suma del horror. Sobre todo, el recuerdo, la imagen de aquellos últimos tanquistas retorciéndose entre llamas, muriendo literalmente achicharrados ante sus ojos… Ese permitir, casi impertérrito, tal horror, le torturaba increíblemente…

 

Se sintió cansado, tremendamente cansado… Y sin ánimos… Derrumbado por una tensión nerviosa que le agobiaba. Se volvió hacia su amigo, aquel veterano sargento, Joachin Brunk (Sí amigos, tan simple en nuestra lengua como “Joaquín Puente”. Buscaba un apellido alemán para el personaje y recordé el título de una tremenda película bélica alemana, de los años 50, “Die Brunk”, “El Puente”) para decirle

 

 

 

  • Por favor, Joachin, que se vayan… Que se larguen en paz…

 

 

 

Y echó a andar sin mirar atrás, deseando alejarse de allí; regresar cuanto antes al Bunker de la compañía… Pero entonces sucedió algo que le hizo detenerse y volver la vista atrás. Primero fueron una voz femenina hablando en ruso, a la que ninguna atención prestó. Pero enseguida oyó a esa misma voz decir, esta vez en un alemán que, por conocido, reconoció de quién era esa voz

 

 

 

  • Gracias, mi estimado capitán alemán fascista

 

 

 

Sí, era aquella mujer rusa, aquella mayor del Ejército Rojo que encontrara en los pasadizos de las alcantarillas. De nuevo la miró; de nuevo la admiró. No cabía duda alguna: Era una mujer extraordinariamente bella, atractiva… Y deseable; absolutamente deseable; extremadamente deseable… Claro que, pensó, aquí y ahora, en estas condiciones, una escoba con faldas resultaría casi deseable…

 

Se llevó, como la vez anterior, la mano derecha al borde de la visera del casco, con los dedos extendidos, casi rígidos, y saludó dedicando una sonrisa a la mujer

 

 

 

  • Encantado de servirla, mi muy apreciada comandante rusa bolchevique

 

 

 

Se sonrieron mutuamente por un par de minutos y luego ella se volvió hacia sus soldados, hablándoles en su lengua, tras lo que empezaron a moverse, marchándose de aquel lugar, en tanto Günter von Labnitz se volvía para continuar su camino. Según los rusos se marchaban, se cruzaban con los hombres de von Labnitz, que, curiosos, los miraban al pasar junto a ellos. Entonces se escuchaba cómo los “ruskis” decían al pasar junto a los alemanes

 

 

 

  • ¡Spasiva! ¡Balshoe spasiva, moi drug! (“Gracias; muchas gracias, mi amigo”.- En ruso, grafía latina, “Muchas Gracias” se escribe “Bolshoe Spasivo”, pero fonéticamente suena “Balshoe Spasiva, pues la “o”, sin acentuar, suena “a”)

 

 

 

Las bravatas del oficial de las SS se quedaron en eso, bravatas. Desde luego que presentó su escrito de quejas al comandante jefe del batallón 3/295, y este, simplemente, se limitó a darle curso hasta el coronel jefe del regimiento 295, el cual, a su vez, elevó el escrito al general de la división. Vamos, que allí se pasaban la “patata caliente” de unos a otros.

 

 

 

Pero el general de la división pensó que de allí aquello no debía de pasar. Llamó al capitán reclamante y le hizo ver lo improcedente que resultaría tomar medida alguna contra el capitán Günter von Labnitz tras lo que acababa de hacer, rechazar el ataque de una considerable fuerza soviética. Los hombres se desmoralizarían si tal cosa se hacía. El capitán SS hasta se atrevió a amenazar al general con hacer llegar su protesta hasta Berlín, pero el general le repuso que Berlín estaba lejos y que, amenazar a un superior en las condiciones en que se encontraban, cercados, podría interpretarse como insubordinación ante el enemigo, con lo que podría hacerle fusilar a él en ese mismo instante, con lo que el capitán-policía del partido nazi consideró más oportuno “envainársela”. Eso sí, rumiando fiera venganza contra von Labnitz y contra el mismísimo general cuando su gran Fürer liberara Stalingrado, según tenía prometido. Hasta el Fürer Adolf Hitller se enteraría de tamaña afrenta a él infringida.

 

 

 

En fin, que antes que sanciones, lo que el capitán Günter von Labnitz obtuvo fue el ascenso a mayor (En el Ejército alemán, antes y ahora, el empleo de comandante se denomina así, mayor) y la Cruz de Hierro de 1ª Clase, ya que de antes poseía la de 2ª Clase. Así, el nuevo comandante pasó a comandar el batallón 3/295, ya que su antiguo comandante, ascendido a teniente coronel, pasó a la plana mayor de otro regimiento, el 361.

 

 

 

Días después ocurrió un suceso de lo más penoso. El sargento Joachin Brunk, el amigo de von Labnitz, recibió una carta de su casa, de su mujer. La empezó a leer; acabó de leerla y se quedó un momento como alelado; quieto, con la vista fija en la pared, pálido, muy, muy pálido, y callado. Pero al momento prorrumpió en maldiciones y jurando hasta en arameo. Fue un acceso de furor, emprendido contra todas las mujeres en general: Unas golfas, unas rameras eran, para él y en aquel momento, todas, todas sin excepción, un hatajo de furcias rameras…

 

 

 

En aquella carta su mujer le confesaba que llevaba meses acostándose con un hombre, un francés prisionero de guerra para más Inri, que la ayudaba en la granja. Que ella estaba sola, que las noches eran muy largas y que el francés estaba allí, a su lado, en tanto él, su marido, no dormía con ella… Había resultado embarazada y tendría a ese hijo; lo criaría y cuidaría junto a su padre, el francés, que ahora era su hombre, su marido de hecho.

 

 

 

Que lo lamentaba por él, por Joachin; que la comprendiera… En fin, lo que las mujeres dicen, decían antes, cuando querían mandar al marido a paseo para juntarse con otro hombre que les hacía más tilín. Pero que no quería volver a verle; que no regresara más por casa… Porque, eso sí; al marido no quería volver a verle, pero con la granja, que era de él por herencia, se quedaba, pues, de otra forma, ¿cómo vivirían ella y los hijos que tuvo con él, con Joachin? Era justo pues que el marido, amén de cornudo, resultara apaleado…

 

 

 

Dos o tres días después, se mandó a la compañía a que cerrara una brecha  abierta por los rusos dentro de la ciudad. Los hombres se parapetaron tras montones de cascotes y mampostería, parte de lienzos de pared derrumbados. Pero cuando el fuego soviético era más graneado y la ofensiva enemiga más álgida, el sargento Joachin Brunk saltó fuera del parapeto se encaramó sobre cascotes y demás disparando frenético su MP 40. Duró segundos hasta que una ráfaga de ametralladora dio con él en tierra. Cuando cayó al suelo, ya estaba muerto… Una forma de suicidio a la que allí, en Rusia, se acudía cada vez con más frecuencia y ahínco. No se volvía el arma contra sí mismo, intrínseco acto de cobardía, sino que se exponía el hombre directamente al fuego enemigo, disparando hasta el último minuto, hasta su último segundo de vida…

 

 

 

El tiempo, días y semanas, fueron transcurriendo y con el tiempo llegó el fin de 1942 y el inicio de 1943. Y con 1943, llegó el 30 de Enero de ese año, día en que el Fürer Adolf Hitller asciende a Paulus al empleo de Mariscal de Campo, recordándole, sibilinamente, que ningún mariscal alemán, hasta entonces, se había rendido al enemigo. Pero como para todo siempre hay una primera vez, al día siguiente, 31 de Enero de 1943, Paulus se rendía a los soviéticos del general Rokossovski, aunque la rendición de los efectivos alemanes no tuvo lugar hasta el 2 de Febrero, pues Paulus impuso la condición de que las tropas no sean desarmadas hasta que él estuviera lejos de Stalingrado. Al parecer, no quería estar entre sus hombres, y menos que éstos le vieran, cuando la rendición del VIº Ejército se hiciera pública y efectiva.

 

Al día siguiente, 3 de Febrero, se rinde el último reducto alemán en Stalingrado, la famosa fábrica de tractores. La agonía de los hombres del VIº Ejército alemán había concluido; ya sólo faltaba su exterminio total. (1)

 

 

 

NOTAS AL TEXTO

 

  1. Sólo un apunte al respecto. En Febrero de 1943 los rusos capturaron unos 100.000 hombres del VIº Ejército alemán. De ellos, sólo regresaron a Alemania unos 7.000. Las ejecuciones sumarias fueron bastante comunes en los primeros días, aunque hay que reconocer que el mando soviético, el general Rokossovski, las cortó con bastante rapidez y energía. Lo peor fue la marcha a pie hasta los campos de prisioneros de Siberia, donde la inmensa mayoría de los capturados fueron enviados, pues del destino siberiano se salvaron bien pocos, apenas un 2%, es decir, menos de 2000 hombres. A través de muchos miles de kilómetros sobre la nieve y el hielo, fueron cayendo alrededor de la mitad, de 40 a 50.000 hombres, más que nada, por las malas condiciones físicas en que la mayoría de ellos se encontraban, agotados, desnutridos, enfermos, en especial de disentería. Y eso sin contar con los heridos, las víctimas de congelación, los inválidos… Esos, en su inmensa mayoría, fueron rematados en los primeros días, pues todo aquél que no podía seguir, era rematado y dejado atrás. Luego, al resto, los liquidaron las condiciones de vida y trabajo en los GULAG.

 

 

 

(8,80)