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Los extraños anales de Júlia (2ª parte)

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Al empezar las clases enseguida noté que había cambiado. Las transformaciones que mi cuerpo había sufrido y la manera en que los mostraba con mi nueva ropa y sobrada seguridad hicieron que los chicos se fijaran en mi, lo que hacía que me mostrara aún más provocativa. Tuve varios rolletes con algunos chicos de mi clase, pero no pasó de noviecillos de una semana o dos, con largos rollos que no pasaban de algún manoseo en el trasero o las tetas. Empezaba a acostumbrarme en calmar mis ansias en casa después de esos encuentros, ya que los chicos no parecían atreverse o interesados en hacerlo por mi. El hecho de estar en mi ambiente de siempre, donde todos nos conocíamos y las habladurías podían correr más rápidamente de lo deseado, me hicieron más inhibida. Así, pese a desear volver a sentir una polla entre mis labios, no me atrevía a dar el paso, por miedo a ser tildada de guarra y que me marginaran. De esta forma, a mis amigas les di una versión edulcorada de mi estancia en el pueblo, explicándoles que me había echado un novio y se la había chupado varias veces (¡no podía tampoco resistirme a presumir delante de las chiquillas!), lo que provocó un torrente de preguntas.

Sin embargo, el enterarme que Mónica, una de las chicas que íbamos a la caseta del pueblo se había quedado embarazada, me asustó. Me lo contó la otra chica, por teléfono, avisándome para que estuviera preparada para el torrente de preguntas si la noticia llegaba a oídos de mis padres. Al parecer las dos acabaron acostándose con los chicos en los quince días que estuvieron allí desde mi marcha, y Mónica no sabía quién era el padre. Lo estremecedor del asunto ni siquiera me hizo sentir celos por Raúl. La habían llevado a abortar.

Pasé una buena temporada en alerta, intentando descifrar cualquier frase confusa o tono extraño en mis padres, pero creo que no se enteraron, ya que nunca sacaron el tema directamente. Decidí tomarme las cosas con calma, e ir con cuidado.

Entrando en la primavera, entablé relación con Jorge, un chico mayor, del Bachillerato. Me tenía totalmente prendada: su aspecto más masculino que el de mis compañeros, su comportamiento más maduro, las locas historias que me contaba cuando salía de juerga... Teníamos largas conversaciones en el patio de mediodía, ya que ambos comíamos en el instituto. Más adelante empezamos a salir a fumar, cuando tocábamos temas más íntimos, preguntándonos qué clase de experiencias habíamos tenido. Me gustaba ver su cara de turbación mal disimulada cuando le explicaba mis versiones de lo sucedido hacía unos meses, y cómo se ponía en tono paternalista cuando le contaba las torpezas de mis posteriores rolletes.

De esta forma empezamos a salir, no como los demás, esta vez iba en serio. Estaba totalmente colgada de él, y él de mí. Salíamos al cine y a pasear sobretodo, ya que mis padres no eran tan permisivos con mis horarios en la ciudad, y además no sabían de la existencia de Jorge. Rápidamente empezamos a enrollarnos, quedando impresionada con sus besos, que me dejaban mareada, y por cómo me tocaba. Pasé de sentirme como una masa de pan, estrujada impunemente por todas partes, a sentirme mujer: sabía cómo debía tocarme, alternaba la suavidad con la intensidad, volviéndome loca. Sin embargo, tampoco se propasaba en sus tocamientos, quizá teniendo demasiado en cuanta la diferencia de edad, lo que me provocaba una sensación entre la ternura y la frustración sexual. Nos escondíamos en los parques, y frecuentemente nos metíamos en cines dónde no veíamos ni dos minutos de película.

En un cine fue dónde le agarré el paquete, presa de la desesperación. Mientras nos enrollábamos frenéticamente, le magreé a conciencia la entrepierna, quedando él muy sorprendido, pero dejándose llevar enseguida. Le sobé un rato, divertida y segura por la sensación de control, de tenerlo en mis manos, y le empecé a desabrochar el pantalón. Entonces fue cuando pasó. Empezó a bajar su mano, que hasta ese momento me retorcía los pezones por debajo de la camiseta. No se detuvo en mi tripa, sino que la forzó por dentro de los tejanos y las braguitas, directamente a mi encharcado coño. Me quedé inmóvil unos segundos, asustada estúpidamente porque iba a notar lo mojada que estaba (no se porqué tenía la sensación de que no le iba a gustar notarme así de "sucia"), y por el olor que sabía que le quedaría en los dedos. Pero cuando un par de ellos me separaron los labios y tocaron directamente mi vagina y clítoris, frotando con toda la habilidad que permitían nuestra postura y los tejanos aún abrochados, me sentí desfallecer. Los nervios, la emoción y el placer de ser masturbada por otra persona me devolvieron esa extraña sensación de mareo que hacía meses que no sentía con tanta intensidad.

- Shhhhh... ¡Calma! - susurró en mi oído, devolviéndome de nuevo a la última fila de butacas del cine. Realmente no se si dije algo, o me puse a gemir o me retorcía demasiado. Me di cuenta en ese momento que hacía un rato que tenía su polla en mi mano, inmóvil, demasiado centrada en mis sensaciones como para atenderle, y empecé entonces a masturbarle. Ambos nos dimos placer torpemente en la oscuridad de la sala, con una excitación que aún la recuerdo intensa, intentando disimular nuestros gestos y ruidos, algo que apenas pude hacer al llegar a mi orgasmo. Él me metió la lengua profundamente en la boca para evitar mis gemidos, y, habiéndome quedado medio mareada, puso su mano sobre la mía, que aún lo sostenía pero volvía a estar inmóvil, y me hizo acabarle.

El resto de la tarde fueron risas, nervios, bromas por las manchas de semen en la ropa... Recuerdo que, sentados en una cafetería, me miró a los ojos sin decir nada, se llevó los dedos a la nariz y aspiró profundamente con una sonrisa en los labios. Noté un escalofrío recorriéndome de arriba a abajo, y nuevos latidos en mi coño, que permaneció mojado.

Empezamos ahí a buscar cualquier momento y lugar para poder satisfacer nuestras constantes ansias de sexo. Alguna tarde después de clases íbamos a mi casa, pero en pocas ocasiones, ya que me ponía muy nerviosa por si mis padres aparecían de repente. Casi siempre estábamos en su casa, dónde sus padres también llegaban al atardecer, y su hermano, universitario, andaba más fuera que dentro. Pasada la vergüenza de las primeras veces, disfrutaba plenamente de sus comidas de coño, convirtiéndose en algo casi obligado, de la misma forma que mis mamadas para él.

El sexo se convirtió en algo nuevo, nada que ver con mis experiencias veraniegas. La intimidad y complicidad que sentíamos lo hacían totalmente distinto. Me sentía cómoda tanto vestida como desnuda, y no teníamos reparos en experimentar. Así, nos llegamos a masajear con cremas todo el cuerpo, a masturbar por teléfono, a hacer los primeros 69, corridas en mis pechos y mi cara... Me encantaba, por ejemplo, notar el sabor de su semen en mi boca durante las clases, después de habérsela chupado en los lavabos durante el recreo. Que se corriera en mi cara me resultó un poco raro al principio, y no me importaba recibirlo después de unas cuantas veces. Pero los días en que llevaba un calentón más subido, no podía evitar arrodillarme delante suyo, chupársela como una posesa mientras me masturbaba, y pedirle que se corriera en mi cara, lo que me precipitaba a un vertiginoso orgasmo.

Aprendí realmente a chupar una polla. A chuparla de verdad, no a menear locamente la cabeza, ni dejármela follar. Jugaba con ella, la acariciaba, estrujaba, la lamía por fuera de arriba a abajo, sus huevos... Me volvía loca ver su cara cuando, de rodillas, le miraba directamente a los ojos, mientras me la pasaba por los labios entreabiertos, dándole suaves lamidas por la punta y, después, por el frenillo, como si fuera un helado. Disfrutaba enormemente viéndole entre mis piernas, lamiéndome con intensidad el coño, que ahora empezaba a cuidar recortándome los pelos con unas tijeras. Me propuso afeitármelo, lo que realmente no me importaba, pero finalmente no acepté, por la vergüenza de que mis compañeras me vieran sin pelo en las duchas.

Dejé durante estos meses de masturbarme, centrando todo mi deseo a los momentos que compartíamos. Al tener uno o dos encuentros diarios no lo eché en falta, pero ese mismo hecho hizo que se precipitaran las cosas.

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