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Sigo esperando que alguien me viole

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Mi nombre no es importante. Tampoco mi profesión, ni mis ocupaciones, ni mis sentimientos en general. Lo que importa es que, para mí el sexo jamás fue igual después de aquella experiencia.

Nunca vibré tanto, ni me conmocioné buscando en vano a ese hombre, esperando absurdamente alguna señal del destino, o por lo menos a un tipo que me lleve al mismo infinito que conocí cuando pequeña.

Hoy tengo 30, estoy soltera y sin hijos. Sigo viviendo en Lanús, en la casa de mis padres, y solo alcanzo pequeños espasmos de felicidad cuando me masturbo viendo cochinadas en internet. Me encanta pajearme en las noches lluviosas. Aquel día de octubre también llovió, a pesar del implacable sol que nos acompañó toda la jornada.

Yo estudiaba en capital. Por lo que normalmente viajaba en tren. Me fascinan los trenes, el desparpajo con el que la gente anda en ellos.

Las mujeres les dan de mamar a sus niños o les cambian los pañales. Las parejitas se matan chapando. Las más rapiditas se hacen un lugarcito para ganarse unos mangos peteando al obrero o albañil que las requiera. Los desubicados te tocan el orto o las tetas, y las histéricas parecen estar afónicas. Los sabiondos pelan apuntes, los hambrientos desayunan y almuerzan a la vez, los apurados te pisan, los viejos no avanzan, los vendedores ambulantes gritan demasiado y los que no quieren pensar se duermen sin importarles ronquidos o respiraciones insolentes. Me gusta la impunidad de los trenes!

Ese viernes de primavera no volví enseguida a la estación. Unas amigas quisieron que las acompañe a elegir un regalo para el novio de una de ellas. Después de ver vidrieras, pavear en la calle y comer un panchito con bastante mostaza, miré el reloj, y un cosquilleo pareció instalarse en mis cordones nerviosos. Sentía calor en el cuero cabelludo, un fuego en la espalda, y unas ganas de volver a casa inauditas. Pensé que era mi conciencia, o la preocupación de mis padres por demorarme. Ya eran las 9 de la noche.

Me despedí de las chicas, me compré unas lapiceras que me faltaban y corrí a la estación para tomar el tren. Chispeaba bastante, el viento movía los carteles de la ciudad, y la gente me llevaba por delante, cono si fuese invisible. Por suerte no esperé más de 5 minutos.

Abordé el tren, elegí un asiento cerca de la ventanilla, dejé mi mochila en el piso y saqué mi mp3. Pero me enojé mal al darme cuenta que no tenía nada de batería. Lo guardé y me comí un alfajor mientras miraba por la sucia ventana que la noche se cerraba cada vez más. No sé cuánto tiempo pasé así. Solo que, de repente noto que alguien detrás de mí respira como nervioso, que dice algo que no alcanzo a dilucidar y que, acto seguido me acaricia el pelo.

Intento no reaccionar, especialmente por mis propios temores. Luego me dice: ¡qué lindas tetitas morocha, te las quiero chupar!

No sé. Todo fue tan rápido. El tren fue aminorando la marcha hasta detenerse en una de las estaciones más peligrosas del recorrido. El extraño, al que entonces pude distinguir como a un tipo alto, gordo y pelado, levantó mi mochila, me agarró de un brazo y me obligó a bajarme del tren.

Cuando intenté gritar me tapó la boca. Caminamos por un suelo de piedras, bastante irregular, cuando la bocina del tren anunciaba su partida. El cielo estaba encapotado, negro y escandaloso entre el viento y algunos truenos. El tipo me conducía amarrada a él, y eso me asustaba con la misma intensidad con la que me atraía. Aquella estación era tan sombría que, ni siquiera tenía la boletería abierta.

El tren ya no se oía, ni tampoco los pasos de la gente cuando me tiró en un banco, me desprendió la blusa, me subió el corpiño y me manoseó las tetas con unas manos tan ásperas como gentiles. Estiró mis pezones y se atrevió a chuparlos.

¡ponete como perrita nena, y dale que no hay mucho tiempo!, dijo medio ronco y violento.

Lo hice. El tipo me subió la pollerita del colegio, me mordió la cola, me pegó y metió sin ninguna delicadeza un dedo en mi vagina. Me lo hizo lamer y luego juntó su cara a la mía para mostrarme cómo él también lo chupaba. Me pidió que saque la lengua y me la tocó con otro dedo que retiró de mi concha. A esa altura yo estaba re caliente.

¡Ya cogiste vos pendeja?!, me preguntó estirándome la bombacha hacia abajo. Me abrió las piernas, escupió mi culo y mi conchita de pocos vellos. Frotó su bulto inflamado contra mis nalguitas todavía oculto en su vaquero, y luego de un minúsculo segundo oí cómo se desprendía el cinturón y se bajaba la bragueta.

Era demasiado tarde para gritar.

De repente el pene de ese degenerado entra bruscamente en mi sexo, y sus manos me sujetan de los hombros para pegarme más a él. Mis tetas se mecen con el compás de los primeros y más suaves bombazos, y pronto el banco se mueve hacia los costados con mis gemidos imposibles de callar.

¡Así nena, gritá que acá nadie te escucha atorrantita, sos una rica nena con olor a colegio, sentila toda chiquita!, decía sereno el tipo que, ahora me garchaba con más prisa, me deslizaba un dedo por entre los cachetes del culo y me lo ponía en la boca. Por ahí me manoteaba las tetas y me decía:

¡cómo se debe calentar tu novio con estas tetas putita!

Le mordí un dedo cuando me lo ordenó, le dije que quería su leche y le juré que no tenía novio, porque me gustaba más estar con uno y con otro a la vez. Me volvía loca la manera de garchar de ese desconocido maniático!

Cuando le grité: ¡cogeme bien hijo de puta, no pares, dame mucha verga!, no hubo mucho más por hacer que su sabiduría le indicó. Sentí que su cuerpo se apartó del mío, me subió la bombacha, me arregló la pollera y me sentó de sopetón en el banco mugriento. Regresó a chuparme las tetas, sin dejarme que le toque la pija, y cuando pensé que se iría como una sombra espectral en la oscuridad, me acostó en las maderas en clenque del banco mojado por las gotas de lluvia que arremolinaba el viento, puso su verga entre mis tetas y el corpiño, se la apretó y masajeó un poco, y se sacudió como si un ataque inesperado hubiese sucumbido en su mente.

Derramó de repente un generoso río de semen en el hueco de mis tetas, mientras yo germinaba más calentura en mi interior. Jadeó, fregó sus huevos en la tela del corpiño, me dijo que me cuidara de los trenes semi vacíos, a la vez que se limpiaba la puntita en mi pollera, y me dio un beso paternal en la frente.

Mi cuerpo tiritaba de lujuria y emoción cuando me prendió paciente los botones de la camisita. Después me ayudó a colocarme la mochila en los hombros, me puso de pie notando mi estado de estupidez y me dijo:

¡ahora te vas a ir tranquilita, y de esto ni una palabra a nadie… ahí está tu tren mocosa, nos vemos, y báñate cuando llegues a tu casa!

En efecto, el tren abría las puertas para que varios pasajeros desciendan apurados, y para que yo suba, más alzada que una perra callejera. Solo habían pasado 15 minutos desde que bajamos del tren anterior.

No lo podía creer! Aquel perverso ya no me acechaba, y no me gustaba saberlo. En el viaje no pude hacer otra cosa que masturbarme como una loca. Ni me importaba si alguien me veía. Aproveché a saborear la leche del misterioso ser que me violó en la estación mientras escabullía uno a uno mis dedos bajo mi bombacha. Incluso, en un momento me la dejé en las rodillas para tocarme más cómoda. Tuve unos orgasmos deliciosos con el sabor de ese semen maduro en los labios y los gemiditos en la garganta, los que ni pensé en reprimir.

Cuando bajé una chica me preguntó si me sentía bien. Fue genial cómo le cambió la cara cuando le dije: ¡sí mami, me estaba pajeando mal, solo eso!

Todavía sigo buscando que alguien me viole como ese cretino sudoroso, poco caballero, depravado y estupendo mamador de pezones. Me hubiese encantado que me chupe la conchita y que me haga el orto!   

Fin

(9,21)