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Mi adolescencia: Capítulo 43

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Sé que mi estado de embobamiento hacía Iñigo era muy pueril y tontorrón. Pero al fin y al cabo solo tenía 18 años y nunca antes había estado enamorada (obsesionada sí, pero enamorada no). Por lo que con un poco de cautela y manteniendo cierta frialdad le llamé por teléfono para quedar. Me mostré fría, indiferente, distante y un poco enfadada por teléfono. Al fin y al cabo no habían pasado ni 24 horas desde que le dije que no quería volverle a ver y debía dar una imagen inflexible de que mi palabra de aquel momento tenía su valía. Por lo que quedamos en una cafetería cerca de mi casa. Desde un principio se mostró como el Iñigo respetuoso, caballeroso y educado de siempre. Se disculpó una y otra vez por lo que había pasado en el ascensor. Y me rogó que le perdonase. Yo sabía muy bien lo que le había pasado (en mi corta experiencia con Edu, Rafa y David sabía muy bien que hay determinados momentos que el deseo sexual ciega literalmente a los chicos). De todos modos yo me hice de rogar. Me hice la dura. La distante. La ofendida. Puede que le comprendiera y entendiese su razón, y puede que estuviese muy enamorada de él, pero eso no era motivo para ponérselo tan fácil, por lo que simplemente le dije que necesitaba unos días para pensármelo y que ya le llamaría. Yo ya sabía en ese momento que estaba loca por volver por él y que no iba a cortar con él, pero merecía una lección por su comportamiento violento sexual del ascensor. Me faltó al respeto y eso debía pagarlo.

Por lo que durante tres largos días no hubo llamadas de teléfono entre ambos. Es más, empleé ese tiempo para quedar con mis amigas y olvidarme momentáneamente de Iñigo. Al cabo del tercer día, que era viernes, ya le llamé para hablar. Nuevamente quedamos en la misma cafetería y, nuevamente, dejé que se volviera a disculpar, justificar y a suplicar para que volviéramos. Yo me mantuve distante, fría y seria todo el rato. Finalmente, de un modo indiferente, acepté a sus pretensiones pero sin dejar de lado mi expresión distante. Le maticé: “Eso sí, poco a poco. Tenemos que ir poco a poco”. Él asintió sonriendo. Su cara se volvió feliz y de repente recobró el entusiasmo y la ilusión que siempre le caracterizó. Bueno, también recobró la belleza de sus ojos y de su rostro el cual andaba muy apagado desde el incidente del ascensor. Por lo que durante los siguientes días nuestra relación pasó a ser muy light, es más, solo besos y achuchones, nada de acostarnos y mucho menos llegar a cabo sus fantasías con la ropa y demás. Además, justo esos días fue cuando tuve las pruebas para la Agencia de Azafatas y Eventos y para ser figurante en un anuncio, por lo que mi atención estuvo muy centrada en ello.

Tampoco es que su ayuno sexual fuese una condena porque al cabo justo de una semana decidí levantar el castigo y volver a decirle qué podíamos volver a nuestras fantasías de siempre. Eso sí, quise mostrárselo con los hechos, no con las palabras, para que así fuese una sorpresa mayor. Por lo que le volví a pedir prestada la dichosa camisa azul a Jessica y me la volví a poner. Me puse el abrigo encima y quedé con Iñigo en el portal de mi casa. Al llegar allí seguía en su actitud sumisa, obediente y caballerosa de no darme más que un casto beso en los labios, pero yo le dije: “Un segundo, que se me ha olvidado el bolso en mi habitación, venga, acompáñame”. Nos montamos en el ascensor y empezamos a subir, y justo en ese momento yo paré el ascensor y me abrí el abrigo para que me viera con esa camisa. Los ojos de Iñigo se pusieron como platos, repletos de alegría, morbo y deseo, no solo por el morbo fetichista de la camisa, sino porque comprendió perfectamente que por fin que nuestro celibato había acabado y que el castigo por su mal comportamiento terminó al fin. No dijo nada. Solo me miró. Volví a darle al botón del ascensor y llegamos a mi piso.

Entramos en mi cuarto y yo agarré sus manos y las coloqué en mis pechos por encima de la camisa. Él empezó muy tímidamente a acariciarme, de forma nerviosa y apocada, como si tuviera 14 años en vez de los 20 que tenía, pero enseguida ya me acarició con firmeza, confianza, dedicación y fuerza, tanto que incluso hasta me desprendió un poco la camisa por fuera del pantalón. Le dio un subidón total. Su rostro era pura alegría. Se notaba que lo necesitaba tanto como el aire que respiraba. Quería que le quedase claro que esto era solo un anticipo y solo la demostración que el enfado (y la consecuente condena de abstinencia sexual) ya no se volvería a repetir. Por lo que le cogí de la mano y le dije: “Venga, vámonos a tomar algo por ahí”. Él sonrió, no hizo falta decir más, ambos sabíamos que a partir de ese momento íbamos a retornar a nuestras fantasías morbosas, y, si soy sincera, yo ya lo deseaba tanto como él. 

Y si de retornar fantasías morbosas estaba claro que la primera iba a ser esta de vestirme con la ropa de mis amigas, en concreto con la camisa azul de Jennifer que me había puesto esa tarde. Por lo que esa misma noche, al volver en el coche de Iñigo a casa, y aparcar cerca de mi portal le dije al oído de forma insinuante: “Mañana me volveré a poner esta misma camisa. ¿Te apetece que vayamos a mi chalet o al de tu tío a pasar mañana allí la tarde?”. No hubo respuesta. No hacía falta respuesta. Solo un intenso y larguísimo beso dejó claro que estaba entusiasmado con la idea. El mundo de fantasías que nos había caracterizado desde siempre volvía a cobrar vida y todo parecía indicar que sería igual de apasionante, fascinante y morboso que siempre. No me equivocaba en absoluto.

Al llegar a casa desde el instituto esa tarde fui al armario a cambiarme y ponerme de nuevo esa camisa. Y de repente, al mirarme en el espejo, tuve una idea, bueno, más que una idea era una broma, una broma pesada en cierto modo, pero me gustaba hacerle rabiar a Iñigo aunque ya nos hubiésemos reconciliados. Esa tarde llevaba yo un jersey gris de cuello alto, y se me ocurrió la broma de ponerme la camisa azul de Jennifer bajo dicho jersey de cuello alto. Así, Iñigo no la vería y se frustraría y desmotivaría pensando que había cambiado de idea de mi promesa de volverla a llevar hoy. Me pareció divertida la idea. Me encantó. Y así lo hice. Me puse la camisa y encima ese grueso jersey gris de cuello alto. Y el plan resultó perfecto, pues la cara de Iñigo al recogerme en el coche fue todo un poema. Su rostro mostró una frustración total y una especie de apagón en su ánimo. Ni siquiera se planteó ni por un segundo que yo podía llevar la camisa debajo de ese jersey. Solo al verme así vestida nada más recogerme se le vinieron abajo todas las expectativas e ilusiones. Me gustó hacerle rabiar así. Me gusto darle a entender que aún estaba disgustada un poco por lo del ascensor y que no iba a acceder tan pronto a lo de sus fantasías, a pesar de que el día anterior le hubiese dejado tocarme los pechos en mi cuarto.

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