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Negación - Capítulo 6

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Adoraba la lluvia.

Trotaba por la ciudad. Mi calzado deportivo chapoteaba estrepitosamente con cada zancada. Llevaba una sudadera gris con la capucha puesta, una remera blanca, y un buzo negro. Estaba empapado.

Desperté con el sonido de los relámpagos. Parecía que el cielo se derrumbaba sobre nuestras cabezas. Luego escuché el aguacero. Los días lluviosos tenían un efecto relajante en mí, me gustaba vivir esas jornadas en la tranquilidad de mi casa, en la comodidad de mi cama, idealmente leyendo un libro con las ventanas abiertas, dejando que la fría brisa refrescara mis pulmones. Esa era una forma. Correr era otra.

La alarma aún no emitía la característica melodía que odiaba. Es extraña la forma en que las notas musicales que eliges para abrir los ojos cada mañana, terminan convirtiéndose en chirridos detestables. Había decido no cambiar el tono para no estropear la opinión que tenía respecto a algunas composiciones musicales que me gustan. Tomé el celular del velador, miré la hora –las cuatro con cincuenta y tres minutos-, desconecté el despertador. No quería arruinar el día con ese ritmo abominable. Me quedé mirando el techo un momento, tratando de prolongar el momento de paz. Hoy era el día “D”, y esa realidad me aterraba. No por la idea de abandonar la práctica –inmoral– que venía ejerciendo hace dos años. Temía a lo que pudiera pasar esta noche. Las cartas estaban echadas sobre la mesa, y yo apostaba a ganador.

El tiempo transcurrió sin prisa, la seguridad de mi habitación era un escudo que me protegía de lo que me esperaba a la vuelta de la esquina, las sábanas de la cama fueron cadenas que me anclaron a ese lugar inexpugnable. Allí todo estaba en orden y nada podía salir mal. Inmerso en ese lugar de confort, comprendí –en forma tardía– que no estaba preparado. La tormenta arreció en el exterior. Y también dejó su huella en mí.

Haciendo acopio de mis fuerzas me alejé de la burbuja feliz. Me levanté y miré la cama por última vez.

- Mañana todo estará en el pasado – le prometí, alejándome al verla desconsolada por mi ausencia.

Me dirigí al despacho. Era una de las habitaciones que más me gustaban de la casa. Era un espacio pequeño, ubicado frente a la sala. Definir la decoración en un ambiente tan reducido fue complejo. Creía profundamente en las teorías que enumeran las enormes ventajas de contar con una iluminación, acústica, temperatura, color y mobiliario que contribuyen a estimular la actividad cerebral, beneficiar el estado de ánimo, incentivar la creatividad y alcanzar estados profundos de concentración. Me había decantado por el azul, el color del infinito, la fidelidad, la sabiduría y la tranquilidad. Había jugado con su gama de colores, haciendo contrastes entre tonos fríos y brillantes. Todo en la habitación fue pensado para introducirme a un estado de relajación instantáneo, era mi santuario, mi lugar de retiro, un lugar para meditar y tomar decisiones.

Deje el celular sobre el escritorio, con cuidado, como si se tratara de una bomba, que de estallar, volaría en pedazos el estudio, la casa, y cualquier vivienda que se encontrara  a mil metros a la redonda. Me senté, sostuve mi cabeza con las manos, y apoyé los codos en la mesa. Miré el teléfono largo tiempo, inerte bajo mi escrutinio, deseando una bola de cristal que me enseñara el futuro.

Seguía corriendo. Mis músculos ya empezaban a protestar, fatigados por el esfuerzo. Sentía el pulso carotideo, y el corazón bombeando sangre a una velocidad vertiginosa. No respiraba con facilidad, en algún momento del trayecto perdí el ritmo, aceleré al borde de mi capacidad y ahora vivía las consecuencias. Hiperventilaba y cada inspiración ardía en pecho. Pero no podía detenerme.

El teléfono entre las articulaciones de mis brazos seguía capturando mi atención. Era un imán que me atraía. Había perdido una hora tratando de comprender la forma en la que operaba su mente, y el significado oculto en esas imágenes. Suspiré y me puse manos a la obra, sabía lo que tenía que hacer, no había nada más que pensar, ahora todo se trataba de actuar. Abrí una de las gavetas a mi derecha y extraje una carpeta, en ella estaban los resultados de los últimos exámenes de laboratorio que me había practicado. Eran, básicamente, los mismos exámenes que él me envío. Con la excepción del Cultivo Rectal que se añadía a mi lista de chequeo. Odiaba los días en que me presentaba en la consulta del  Roberto para la toma de muestra. Aunque con Claudia nunca le dijimos la verdad respecto al por qué requería ese examen con tanta regularidad, no me caía duda de que sabía, o al menos sospechaba la naturaleza impía de mis actos. Era sumar dos más dos, fisura rectal más cultivos de flora rectal consecutivos, daban como resultado un maricón guarro. Esperaba que en el mejor de casos, pensara que era sólo promiscuidad y nada tan oscuro como la verdad.

Miré su mensaje nuevamente, no me terminaba de quedar claro a qué se refería con “Cumpliré lo que te prometí”, como siempre era muy críptico y dejaba mucho espacio a la interpretación. Y eso hacía explotar mi mente y mis pelotas. El problema era que, desconocer el verdadero significado de esas palabras me angustiaba. ¿Qué quería decir?, que a pesar de haber aceptado, decidió que finalmente me follaría hasta dejarme en silla de ruedas. Era eso, o se refería a cumplir con los acuerdos de pago –bastante raro en él, que ni siquiera trató de regatear el precio que costaba mi compañía como lo hicieron muchos otros-. Además, pagaría el doble por hora. -¿Cuántas?- ni siquiera me permitía pensar en ello. Esperaba que el tiempo volara y mi estadía con él fuera breve. Mientras antes acabara todo, mejor.

Analicé las imágenes. Los informes fueron extendidos el miércoles veintiséis de junio, sin embargo la toma de muestra se llevó a cabo el martes de la semana anterior, me llamaba poderosamente la atención el por qué demoró tanto en rescatar los resultados. Me pedía que también enviara mis exámenes, cuando simplemente pudo haberlos exigido en persona, era su derecho conocerlos y mi deber mostrárselos. Me sorprendió su gesto al enviar los suyos, me tranquilizaba saber que ambos estábamos limpios. No quería ganarme una enfermedad venérea, era lo último que necesitaba.

La expectativa de tener sexo sin preservativos, me alteraba. Solo había instaurado cuatro reglas específicas para mis clientes: no agredir –excepto las nalgadas-, nada de fetichismos asociados a la orina o a las heces, no besar, y el infranqueable, siempre condón. Sólo una vez en el pasado un hombre había accedido a mi carne sin el látex. Éramos compañeros en la secundaria, mejores amigos, inseparables, hermanos. Y lo arruinamos al emborracharnos. Yo lo incité. Vivía reprimiendo mis impulsos, negándome a admitir lo que en el fondo de mi corazón sabía: me sentía emocional y sexualmente atraído por los hombres. Lo que inició como amistad terminó siendo una desilusión amorosa, me enamoré de la idea de los dos juntos para toda la vida. No era guapo, y sin embargo amaba todo su ser. Compartimos habitación durante una gira de estudios, habíamos estado bebiendo en nuestro dormitorio con otros miembros del curso. Cuando quedamos solos nos tendimos en el piso, sin decir nada. Fue todo muy inocente, yo lo besé, respondió el gesto y nos dejamos llevar. Fue mi primera vez, y al mismo tiempo, la última en la que me hicieron el amor.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, estábamos abrazados, seguíamos desnudos. Nos miramos, comprendimos lo que habíamos hecho, y nos separamos abruptamente. Nunca más nos miramos a la cara o nos dirigimos la palabra, lo que pasó esa noche quedó enterrado en el pasado. Lamenté perder su amistad profundamente. Pronto comenzó a salir con una chica, y yo continúe con mi vida.

Tomé fotografías de mis exámenes y se las envíe. Pensé en escribirle un texto, pero no sabía qué decir. Les eché un último vistazo a las imágenes que recibí durante la noche, estaba pensando en la legitimidad de lo que veía, cuando me percaté que el médico tratante que solicitó las pruebas sanguíneas era nada más y nada menos que el Dr. Roberto Santibáñez. -¡Aquí vamos de nuevo!- pensé. Otro descubrimiento que me dejaba taciturno. -¿¡Qué estaba haciendo ahí!?- habíamos estado en el mismo edificio, las posibilidades de habernos encontrado habían sido de al menos, un noventa y nueve por ciento. -¿Otra de sus provocaciones o mera coincidencia?- decidí dejarlo pasar, para cuando terminara el día ya nada de eso importaría.

Había decidido trotar bajo la lluvia cuando descubrí lo de Roberto, pero mi mente estaba saturada de pensamientos y ni la lluvia parecía poder llegar ahí para limpiar mi cerebro. Necesitaba hallar un equilibrio que me permitiera alcanzar la paz. Cuando me venció la fatiga, regresé a casa, igual de inquieto como cuando empezó el día. Debí quedarme en la cama.

- - -

La expectativa, era el alivio que sentiría cuando conociera la fecha, la hora y el momento en que le pondría fin a estos años de llevar una doble vida. La realidad era distinta, era agónica, eterna. Los relojes parecían burlarse de mí por la lentitud con la que avanzaban. No estaba enfocado en el trabajo, mi único interés era ver el minutero avanzar.

Le agradecía por siempre a este oficio, y a la vez, lo maldecía desde lo más profundo de mi ser. Cuando atendí a Eduardo por primera vez, después de la culpa, vino el deseo de abandonar todo, aunque sabía que no tenía esa opción. Con la enfermedad de mi madre, la Universidad y las demandas de mis hermanas no existía una ruta alternativa. Tenía que darlo todo y cargar la pesada cruz en solitario, o arrástranos al hoyo. Eduardo no me lo hizo fácil, fue mi segundo contacto sexual y mi primer cliente, sus exigencias me abrumaban, y eso le encantaba. Con tiempo y entrenamiento, aprendí el arte del sexo y el orgasmo. Complacer se volvió parte de mi naturaleza, y Eduardo fue, en parte, un mentor. Comencé a odiarlo más tarde, cuando me llevó a lugares más oscuros de los que conocía, y me consumió. Luego un día, lo abandoné y prometió venganza.

Miré otra vez el reloj. Las tres de la tarde. Claudia me había llamado antes del mediodía, había quedado con Cecilia, quería que no reuniéramos los tres para el almuerzo. Me excusé, recordándole que hoy no sería buena compañía para nadie, y no quería arruinarles el momento. Pareció entender mi humor, dijo que en ocasiones los días lluviosos ponen melancólica a la gente, sabía lo que hacía, trataba de bajarle el perfil al asunto. Luego de un rato apeló a mi lado sentimental, habló de mi madre y lo orgullosa que estaría de saber las valientes decisiones hice y como estaba intentado remediar todo. Conocía mis puntos débiles. Claudia tampoco me daba opciones, ya no podía retractarme, tenía que zanjar este asunto hoy.

El teléfono volvió a sonar a las cinco de la tarde, era Claudia otra vez, no me dejaría en paz.

- Diga – contesté con desgano.

- ¿Cómo estás? – por el tono de su voz pude notar que su preocupación crecía en forma proporcional a la mía.

- He estado mejor…

- Sé que estás nervioso, pero…

- Lo sé, lo sé… – la interrumpí – sé que dirás, y tienes toda la razón, no es necesario que lo repitas mil veces. Ese barco ya zarpó.

- ¡Te estás cerrando a las posibilidades!, ¿qué no lo ves? – Suspiró – sólo quiero que sepas que yo también estoy muy orgullosa de ti… todo lo que has conseguido… no ha sido fácil. Nadie te ha regalado nada… yo… - su voz se quebró - … amigo, yo…

- No llores, por favor. – Comencé a sentir un dolor en el pecho, si seguíamos hablando, terminaríamos llorando a ambos lados de la línea - Te prometo que estaré bien, debes confiar en mí.

- Lo hago, lo sabes. Sólo quiero asegurarme que no te arrepentirás de último momento. Eso sería… bueno… terrible.

- No lo haré, cerraremos esta etapa – La incluía, también era difícil para ella.

- No quiero que salgas lastimado… yo siento que te estoy obligando a hacer algo que no quieres hacer.

- Amiga, no digas eso, por supuesto que no es así, sabes que yo tomé la decisión. Tú tenías razón, debí abandonarlo hace tiempo… Siento que esto se me fue de las manos… - admití.

- No, nunca será lo suficientemente temprano o tarde para terminar con esto. No existen los mementos precisos, sólo hay momentos.

- Tengo miedo – le dije.

- Lo sé.

- Estoy nervioso.

- Lo sé.

- ¡Sólo estás diciendo “lo sé”! – la acusé.

- Lo sé – su pequeña broma me tranquilizó un poco.

- Puedo hacer esto – concluí.

- ¡Yo sé que sí! Tú eres una persona extraordinariamente fuerte, has superado cosas peores.

- Gracias.

- No me lo agradezcas… - nos quedamos esperando unos minutos, ninguno de los dos muy seguros de como continuar con la conversación, fue Claudia quien rompió el silencio - ¿Tienes todo preparado? – preguntó.

- Sí – hice un rápido chequeo mental.

- Recuerda lo que te expliqué en la consulta. Los tiempos, treinta minutos, por tres horas y…

- La siguiente administración seis a ocho horas después, lo tengo.

- Bien, hiciste la tarea.

- Estoy por sobre todo esto.

- Quizá no es el mejor el mejor momento para decir esto, pero… no olvides hacerte un buen y… profundo aseo rectal.

-  ¡No puedo creer que me dijeras eso! - le dije susurrando, sonrojado.

- Tenía que hacerlo… adoro hacerte sentir incómodo, apuesto a que estás más rojo que un tómate.

- ¡Oh! Ya basta, hablamos más tarde.

- Está bien… está bien… mantenme informada, y por favor Fabián, cuídate.

- Lo haré. Adiós.

- Adiós – me dijo y corté la comunicación.

La media hora siguiente, transcurrió con la misma lentitud. Cuando por fin pude salir del recinto me sentía un poco más aliviado, ya era libre de las paredes que me mantuvieron cautivo por nueve horas. Y de ese reloj, que era el carcelero más macabro de la historia.

- - -

Bailaba, el grupo me seguía. Hace pocos minutos les había enseñado una secuencia de pasos que estuve ensayando mentalmente el domingo por la mañana. Resultaron ser bastante fáciles de aprender y parecían estar causando efecto. Todos se veían agotados, incluso el joven instructor que se movía al unísono conmigo en el espejo.

Su pelo estaba un poco largo, quizás necesitaba un corte. El flequillo cubría una de sus cejas, acentuando su aspecto juvenil. Tenía la cara roja por el esfuerzo físico, y estaba sudado. Los bailarines que lo acompañaban parecían estar teniendo un buen momento, todos ignoraban el dolor en su mirada. A pesar de su sonrisa y la forma histriónica en la gesticulaba para dar instrucciones, había tensión en sus ojos. Y había tristeza también, mucha tristeza. Me pregunté cómo alguien tan joven podía sobrevivir con tanta angustia en el alma. Él se esforzaba en disimularlo, se ponía máscaras de alegría, pero en sus ojos oscuros, había un niño solitario pidiendo ayuda.

Quise abrazarlo y decirle que todo saldría bien, pero yo sabía que nadie podía ayudarle ahora. La desesperación en sus ojos lo decía. Seguíamos moviéndonos, uno frente al otro. Y su dolor me agobió, de pronto deseé que él fuera el reflejo de alguien más, lo deseé lejos de mí, no deseaba ver la oscuridad de su mirada.

- ¿Fabián, estás bien? – alguien toco mi hombro.

Abrí los ojos, sin saber en qué momento los había cerrado en primer lugar. Lagrimas corrían por mis mejillas, mezclándose con el sudor. Miré a la persona que me hablaba, era Andrea, una de las alumnas más antiguas de mis clases, me miraba con preocupación. Luego me fije en el resto. Todos estaban parados, mirándome, atónitos. Nadie decía nada, parecíamos estatuas. La música seguía sonando, una canción a medio concluir.

- ¿Fabián? – Andrea volvió a insistir. Me aclaré la garganta, soltando el nudo que sentía ahí.

- Discúlpenme – mi voz sonó ronca. Mis palabras parecieron volver a la vida al grupo de personas a mí alrededor. Los miré. - ¿Continuamos? – Forcé una sonrisa.

- Podemos continuar otro día… si no te sientes bien – Cuando Andrea dijo esto, muchos de los otros espectadores asintieron, validando las palabras de mi interlocutora. Me sequé las lágrimas con las manos.

- Estoy bien, no pasa nada. ¡Vamos, a sus posiciones! – di una palmada en el aire para llamar la atención de todos y seguí la clase.

Dejé de mirar el espejo, le di la espalda, solo me enfoqué en ellos. Los corregía cuando sentía que no estaban ejecutando los pasos como correspondía y les fui dando ánimos para que se siguieran moviendo. Molesté a algunas de las mujeres que bailaban acercándome demasiado a ellas, seduciéndolas con mi cuerpo, me divertía el efecto que producía en ellas, lograba desconcentrarlas y hacerlas perder completamente el hilo de la coreografía. Al resto también le encantaba, era mi forma de darle humor a las sesiones, y además, esperaba que olvidaran el penoso espectáculo de hace unos minutos.

Unos hermosos ojos verdes llamarón mi atención casi al finalizar la rutina. Me observaban desde la puerta, sin perder ningún detalle. Le hice un gesto a Cecilia preguntándole por qué, nuevamente, no participaba de la clase. Me hizo señas pidiéndome que conversáramos y le pedí que esperara unos minutos. Cuando terminé la clase me dirigí rápidamente al pasillo, para no hacer esperar a Ceci, y para evitar la batahola de preguntas que se vendrían respecto a mi estado emocional.

La encontré con Brawny, quién me analizó con la mirada mientras me acercaba. Ambos estaban teniendo una acalorada conversación que interrumpieron en cuanto me vieron. Sabía que él estaba estresado, la instauración del programa de entrenamiento sería el lunes.

- ¿Qué pasa? – les pregunté, fingiendo alegría.

- ¿Qué te pasa a ti Enano?, Me contaron que hubo un pequeño accidente en la mitad de tú clase – me sonrojé.

- Creo que deberían hablar de eso más tarde – saltó Cecilia en mi defensa – no creo que sea un buen momento para esto Miguel, ambos tienen cosas más importantes en las que pensar.

- Tienes razón – le respondió Brawny, claramente alterado.

- Tienes razón – murmuré, agachando la cabeza, incapaz de sostener la mirada inquisidora de Miguel. Aunque lo sentía observándome.

- Nos vemos luego – soltó al fin, y se marchó.

Lo vi alejarse, iba a mitad de camino y comenzó a darle órdenes a uno de los personal trainers para que se concentrara en su trabajo y dejara de mirar a las chicas que trabajaban sus cuerpos en las máquinas de ejercicios. Volteó en dirección a las oficinas, seguí mirando la esquina por la que desapareció. Cecilia tomó mi mano, apretándola.

- Tranquilo, se le pesara… no están teniendo un buen día parece – la miré. Se veía tan hermosa como siempre, a pesar de las ojeras, la palidez y el cansancio en su cara. Mi miraba, como siempre, tratando de sondear lo qué pasaba por mi mente, sus ojos llenos de curiosidad.

- Parece que la playa en invierno no es buena idea – dije, sacándola de sus cavilaciones.

- ¡Oh! No, por el contrario, todo fue perfecto… creo que lo necesitábamos.

- Me alegra escuchar eso – sonreí – ¿Cuándo regresaron?

- El miércoles por la tarde, pasé a saludar a Claudia, Tono tenía que pasar a buscar unos exámenes que nos pidió… - se cortó, como cuando te sorprenden hablando de algo que no te corresponde decir.

- ¿Hay algo que no me estás diciendo? – la acusé.

- Yo… vamos a hablar a otro lado.

- ¿Vas a contarme?

- Por supuesto, ven – me tomó de la mano y me guío por los pasillos hasta la pequeña cafetería que había en el ala norte del gimnasio, no existía un muro que separara el espacio del exterior, solo un gran ventanal de vidrio que daba hacia los jardines. La lluvia mantenía su intensidad sin dar tregua.

- Siéntate, ¿Quieres algo? – me ofreció.

- No, tengo que dar otra clase a las siete, así estoy bien.

- Bien… - miró hacia el exterior.

- Y bien… - le dije, cuando el silencio se volvió incómodo.

- Había planeado decirte esto de otra forma, pero bueno, las cosas nunca sale como yo quiero, te acuerdas de esa vez que me iba a comprar esos zapatos rojos, el taco era exquisito, cuando lleg… - hablaba a toda velocidad, estaba nerviosa.

- Ceci… estás divagando… ¿Qué pasa?

- Estoy embarazada – dijo de pronto, sin vacilación. Me quedé mirándola sin saber que decir.

- Estás embarazada – balbuceé.

- ¡Sí, estoy embarazada! – se veía feliz, estaba feliz.

- Estás embarazada. – seguía en shock con la noticia.

- Te sientes bien, parece que vas a… - me miraba con sincera preocupación esta vez.

- ¡Estás embarazada! – Salté de la silla, la agarre y la abracé, no me importó la remera sudada o el olor que pudiera tener en ese momento, ella estaba jodidamente embarazada. Y a diferencia de mí, ella podría ser feliz, ella merecía serlo. Lloré como un niño entre sus brazos. En parte por la felicidad que sentía por su noticia, y por otra parte, por mero egoísmo, necesitaba el abrazo de alguien en este momento, necesitaba a mi madre.

- Tranquilo… ¿Qué va mal amigo?... tranquilo, nada malo va a pasar… tranquilo. – afianzó el abrazo, conteniéndome con sus palabras llenas de amor, mientras empapaba con lágrimas su chaqueta.

- Disculpa – le dije cuando pude volver a la calma – Yo… me tomaste por sorpresa.

- Está bien, supe que no era un buen momento cuando te vi hace un rato en el salón, pero no podía seguir ocultándotelo más, te quiero siendo parte de esto, tu eres muy importante para mí, lo sabes – tomó mi cara entre sus pequeñas manos, y besó mis dos mejillas, ahí donde mis lágrimas hacían su recorrido hasta precipitarse al suelo. - ¿Me dirás que va mal?

- ¿Estás loca?, y arruinar el momento, ¡por Dios, estás embarazada! – la tomé entre mis brazos elevándola y giré con ella, nos reímos.

- Tranquilo, no querrás que te vomite la cara. – la dejé en el suelo lentamente, dramatizando una mueca de asco.

- Tienes razón… ¿Cuánto…

- Doce semanas – se anticipó.

- ¿Claudia… - traté otra vez.

- Sí, lo planificamos juntas, tengo fe en ella. Hemos tomado todas las medidas necesarias, inyecciones, medicamentos, todo. No debería haber ningún problema esta vez – me tranquilizó – Por eso quería que almorzáramos juntos hoy, iba a contártelo ahí.

- ¿Seré Tío?

- ¿Serás Tío? – me confirmó, y nos enfrascamos en una conversación sobre la alocada vida de una futura madre. Me habló de sus sueños y deseos, de la felicidad de sus padres por la noticia, de los miedos de su esposo, de sus proyectos, de sus mini-vacaciones y de los nombres, para el niño o la niña en camino. Junto a ella el sol brillaba, no había lluvia que me afectara a su lado, me contagié de su optimismo. Descubrí mirándola, que sin importar lo difíciles que sean las pruebas del camino, sin importar lo dolorosas que pueden llegar a ser, si existe convicción, también hay esperanza. Junto a mi amiga, ahí sentados, encontré paz.

- - -

Salí de la ducha. Me tiré en la cama, desnudo.

Eran las diez con veinte minutos, en unos minutos más me dirigiría  voluntariamente al purgatorio a pagar mi penitencia. Miré el pequeño sobre, aquel que me dio Claudia hace unos días. Esa era la clave para sobrellevar lo que sea que él planeaba hacer conmigo esta noche.

De ser el que exigía y decidía, pasé a ser el que acataba y obedecía. Todo se basaba en un juego de poder. Si trataba de mirar en retrospectiva, no sabía a ciencia cierta en qué momento erré tanto el camino, en qué momento me perdí tanto hasta convertirme casi en el juguete en una asociación tan tormentosa. Yo no era sumiso, y no planeaba ser el perro de ningún enfermo. Yo amaba mi libertad de decisión. No toleraba el dolor y solo obedecía a mi instinto.

Este era mi acto de revelación, este era el punto de inflexión, así le demostraba a él y me demostraba a mí mismo que yo tomaba el control de las cosas. No era un espectador, era un participe, un engrane más del sistema.

Agarré uno de los supositorios y lo calenté unos segundos en mi mano, llevé mis rodillas al pecho, y lo introduje lentamente por mi ano haciendo presión con el dedo medio. Profundicé lo más que pude la inserción. Me quedé mirando el techo, estaba hecho, y ya no había vuelta atrás. Espere algunos segundos, expectante, buscando algún efecto inmediato. Nada pasó. Recé para que el anestésico no fallara, o yo expulsara el fármaco, o tuviera alguna extraña situación médica que me hiciera resistente a su efecto.

Mi celular anunció la entrada de un mensaje, me moví lentamente, sin elevar mí trasero de la cama, temía que si me ponía de pie, la gravedad hiciera efecto y el supositorio callera al suelo. Para evitar cualquier accidente mantenía los músculos rectales apretados, lo que me permitía sentir la presencia de ese objeto extraño en mi interior. A tientas tome el teléfono del velador, era él.

Depósito Ok. Revisar.

Con dedos temblorosos, revisé mi cuenta bancaria en una de las aplicaciones del móvil, tal como informaba, había un abono a mi cuenta, y efectivamente, se trataba del doble del valor que pedía por una hora de servicios sexuales. Cerré la aplicación y aparté el celular. Mañana les enviaría a mis hermanas la suma total dividida en dos partes iguales, no quería saber nada más de ese dinero.

Le había prometido a mi madre en su lecho de muerte dos cosas, que terminaría la Universidad y que cuidaría a mis hermanas. Por la forma en que mamá me miró antes de abandonar la vida, sé que creyó en mi palabra. En su memoria cumplí, e hice todo lo que estuvo en mis manos para no defraudarla. Ya me prostituía antes de que muriera. Cuando ingresé a la escuela de ingeniería, obtuve una beca completa para mis estudios superiores, mamá podía trabajar y todo marchaba sobre ruedas, las chicas no eran tan exigentes en ese entonces. Comencé a laborar de garzón en un famoso restaurant de la ciudad, vivía de propinas y un módico salario. Me hospedaba en las residencias estudiantiles de la Universidad, tenía el dinero suficiente para comida y locomoción.

Todo se vino abajo en mi tercer año de carrera universitaria. Mamá comenzó a sentirse mal en forma repentina, los gastos médicos nos agobiarnos, y decidí tomar otros trabajos para ayudar a solventar los costos de su enfermedad cuando fue diagnosticada: ayudé en la biblioteca del campus, fui cajero en un supermercado, aumenté mis horas en el restaurant, y durante la noche, era guardia en un pub nocturno. Pronto, dejé de ir a clases, prefería usar mi tiempo produciendo dinero a estar sentado escuchando a un profesor hablar cosas sin sentido, tenía otras prioridades más importantes, la vida de mi madre por ejemplo.

Como era de esperar, mi rendimiento académico se resintió, me presentaba a las evaluaciones, pero sólo a hacer acto de presencia, no contestaba los exámenes, no porque no quería, simplemente no tenía idea. Me llamaron a junta disciplinaria al poco tiempo, los académicos decidieron revocar la beca, era una decepción para la escuela, la Universidad, y para mi madre. Sin beca no había otra alternativa, tenía que abandonar mi sueño, y aferrarme a la realidad, yo no había nacido para grandes cosas, yo era el hijo de mi madre, y nada más.

Claudia me conoció en esos días negros, me apoyó y trató en vano de convencerme de seguir en la lucha, se empecinaba a evitar que me rindiera. Ella no sabía de los problemas en casa, yo sólo era un joven provinciano demasiado obstinado que había decidido abandonar sus estudios para ella.

Fue en el bar donde trabajaba como guardia, fue un compañero de trabajo quién  me habló de un negocio rentable, en el que por pocas horas y poco esfuerzo podías volverte millonario, si sabias sacarte partido. Lucas era muy guapo, y le llovían los clientes. Se acostaba con cualquier hombre que tuviera un billete en su cartera. Me introdujo a la prostitución, y me presentó a Eduardo.

Sonó la alarma, era momento de partir. Me puse de pie lentamente, revisando cada dos segundos el piso. Temía ver el supositorio tirado ahí. Del vestidor saqué un buzo gris, que me puse rápidamente – sin ropa interior debajo – y una sudadera azul marino, que era tres veces mi talla. Me calcé unas zapatillas y me miré al espejo. Me veía más joven de lo que era, y a pesar de lo desaliñado del conjunto, me veía bien, desarreglado, pero presentable. Como cada vez que nos reuníamos, deje atrás el celular, solo lleve mi cartera con el dinero suficiente para mi retorno en taxi.

Salí a la lluvia bajo un paraguas, las precipitaciones no cesaba. Hice el corto camino al paradero en silencio. Sentía el hormigueo de los nervios en el estómago, se acentuaba con cada respiración. No percibía  en mi trasero ninguna diferencia, y pensé lo peor, -el supositorio no hizo efecto-. A mitad de camino me di cuenta que Iba demasiado desabrigado, el viento gélido abrazó mi cuerpo, y me congelaba. Llegué al paradero temblando, pero no tenía claro si era de frío o miedo.

El auto no se hizo esperar, giró en la esquina lentamente, prolongando el momento. De pronto me pareció una pompa funeraria demasiado ostentosa, que trasladaría mi cuerpo hasta el cementerio. Al menos, pensé, allí podría descansar de todo este pesar. Me puse de pie trabajosamente, incapaz de hacer las conexiones sinápticas correctas entre mi cerebro y mis piernas. El deportivo negro se detuvo ante mí. El vidrio del copiloto bajó, revelando al demonio que se sentaba al volante. Como siempre me deslumbró la perfección de sus facciones, y la masculinidad de su cuerpo. Nos quedamos mirando por un segundo que se transformó en horas. Elevó las cejas.

- ¿Vas a entrar o no? – dijo.

(9,80)