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Puta - Capítulo V

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CAPÍTULO V

A lo único que temo es a tu miedo.”
William Shakespeare

 

-Perdoname, Carla. Pero no puedo hacerlo… Te juro que no puedo.- Daniela se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación mientras hablaba. -¡Es la primera vez que hago esto y quiero que sea lo más fácil y rápido posible..! ¿Me entendés? ¡Quiero que vengan de una puta vez, hacer lo que vine a hacer y después poder irme a mi casa!- Su tono se iba volviendo cada vez más histérico y no dejaba de caminar en círculos por la habitación con su estrecha ropa de colegiala. -¡Basta de disfraces y de jueguitos de viejo pajero! ¡Quiero hacer lo que vine a hacer; por lo que me pagaron! ¡Si vos querés ir, andá. Yo te espero acá!- Terminó su discurso entrando al baño y cerrando la puerta tras de sí.

Entonces se enfrentó al espejo. Sentía que su pecho subía y bajaba con fuerza. Estaba asustada pero también furiosa. Se sentía humillada con aquella ropa, en aquel lugar. Estaba por volver a hablar, por volver a decir una vez más que haría lo que tenía que hacer, tomaría el dinero y… Pero escuchó claramente cuando Carla cerraba la puerta del cuarto. Se había ido. La había bajado sola.

Diez minutos después Daniela todavía no se había atrevido a abandonar el baño. No quería enfrentarse con aquel cuarto, con aquel lujoso lecho donde en pocos minutos tendría que satisfacer los deseos perversos de aquellos hombres ¿De uno? ¿De dos? ¿De todos..?

La iban a humillar. Iban a usar su carne para calmar sus ansiedades de viejos poderosos. La iban a convertir en puta.

Las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos. Eran lágrimas de miedo y de furia.

Pero no quería sentirse así. No. No tenía que pensar de aquella forma. Carla tenía razón en eso. Si se veía a sí misma como una puta, todo se desmoronaría y ya nada tendría sentido. Se volvería débil y perdería el control de la situación. Pero… ¿lo había tenido en algún momento? Ella no era Carla. No poseía ni su confianza, ni su carácter. Y aun más indefensa y angustiada se sentía al pensar ello.

Entonces se enfrentó a la imagen que le devolvía el espejo: Una joven hermosa, disfrazada de puta. ¡Eso es! ¡Un disfraz, una máscara! ¡Esa sería su estrategia! No era una puta, pero en su próxima escena le tocaría interpretar a una. Y del éxito de aquella interpretación dependería su carrera universitaria, su sacrificio y el de sus padres.

Entonces infló su pecho de oxígeno y saltó hacia la habitación.

Pero cuando se enfrentó a aquel cuarto vacío y silencioso, sus piernas flaquearon y sintió un profundo vértigo en el estómago.

Se sentó abatida sobre la cama. Se sentía pequeña ante la desproporcionada superficie de aquel lecho amenazador. Sobre el edredón blanco descansaban su pantalón de jean con el adelanto que había recibido, la cartera de Carla y un monedero estampado con tulipanes rojos y amarillos. Atraída por él y sin pensar en lo que hacían sus manos, tomó el pequeño y llamativo estuche y hurgó en su interior. Había una tarjeta de crédito vencida a nombre de Matías Lambertini. ¿Quién sería? No tenía la menor idea. También había un pequeño sobre de papel metalizado. Lo abrió cuidadosamente y descubrió un cúmulo de polvo blanco en su interior. Nunca antes en su vida había tenido contacto con la cocaína, pero cualquier persona adulta hubiese identificado aquella sustancia. Daniela también conocía sus efectos. En seguida se filtraron en su mente las historias que se tejían en el saber popular acerca del uso que hacía Sigmound Freud de esta droga.

 

Estimado lector, vaya uno a saber qué misterioso designio provocó aquel nefasto encuentro fortuito entre nuestra joven Daniela y la cocaína. Lo cierto es que la angustiada muchacha no encontró en aquel momento ningún motivo que la ayudara a rechazar tan inoportuna invitación del destino. Coincidirás conmigo, estimado lector, que si bien el diablo sabe dónde mete la cola, no ha sido precisamente él quién ha conducido a la inocente Daniela a los umbrales del abismo con el que ahora se enfrenta.

 

La decisión estaba tomada. No había nada que perder. Ahora se sentía una verdadera colegiala a punto de cometer una travesura. La angustia había cedido ante la inyección de adrenalina.

Tomó el monedero de tulipanes con todo su contenido dentro y se encerró nuevamente en el cuarto de baño.

Ya lo había visto en el cine. Levantó una porción de polvo blanco con uno de los ángulos de la tarjeta plástica y lo acercó a la base de su nariz. Luego cerró los ojos e inhaló con exagerada vehemencia. Repitió la operación y se quedó un instante frente al espejo, conteniendo la respiración por miedo a que se le escapara aquel polvo.

Nada. Quizá un leve sabor amargo que bajaba hacia su garganta. Quizá algo de líquido en su nariz. Por lo demás, todo parecía estar en su lugar. Su mente estaba intacta.

Mientras aguardaba algo, algún efecto, se miró al espejo y se gustó. Se gustó más que antes. Se acomodó la vincha elástica que sostenía su cabello y volvió a pasar una pincelada de brillo labial sobre su boca. Tenía unos ojos hermosos. Entonces se le ocurrió colocar un poco de rímel sobre sus pestañas para exaltar aún más su belleza-

La droga era como un caramelo amargo, pero no parecía hacer ningún efecto importante. Quizá no estuviera acertando con la dosis, pensó. Sin basilar, tomó el sobre de papel metalizado y repitió la operación con la tarjeta plástica.

Se volvió  a mirar al espejo. Se acomodó el escote. Nunca había admirado tanto sus propios pechos. No pudo evitar acariciarlos sobre el algodón blanco de la camisa.

No tenía deseos de ver a ninguno de aquellos viejos pervertidos, pero le molestaba seguir estando allí sola sin poder hacer nada. Se sentía ansiosa, muy ansiosa, como nunca antes lo había estado.

Salió a la habitación y dio algunas vueltas sin saber muy bien a donde ir. ¿Debería bajar? El miedo había desaparecido. Ahora era ella quien tenía el control de la situación. Lo sentía. Lo sabía. Sabía por qué y para qué estaba allí y quería terminar el asunto de una buena vez. Quería que llegara el momento de su gran interpretación.

Siguió caminando por el cuarto sin ir a ninguna parte pero con su cabeza trabajando a mil kilómetros por segundo: ¿Quién vendría primero? ¿Vendría uno o más de uno? ¿Había sido un error haberse negado al pedido de Carla, o..?

Sonido de pasos fuera de la habitación. Alguien estaba subiendo por las escaleras.

Sin pensarlo, corrió hacia el baño y cerró la puerta. Esta vez sí sabía a dónde iba: directamente hacia el monedero de tulipanes rojos y amarillos. Ya no hacía falta la tarjeta plástica, podía inhalar directamente desde la base de su dedos pulgar. Rápidamente. Todo.

-¡Ssssssssss....!  Ahhh...- Aquel sabor amargo que se deslizaba garganta abajo era una delicia, pero... Ya no quedaba nada de polvo en aquel pequeño sobre.

Cuando Jorge entró al cuarto principal no vio a nadie.

-¿Dónde se escondió la nena más tímida de la casa? –preguntó en un tono que a Daniela se le antojo muy poco paternal. Acto seguido se acercó hacia la puerta del baño y llamó con dos golpes: -¿Estás ahí, bombón?

Daniela identificó al mecenas de su amiga por el timbre de voz y en cierto modo se tranquilizó.

-Ya salgo.

Hubiera preferido vérselas con Mario, un tipo joven que además no estaba nada mal. Pero el hecho de que no tuviera que enfrentar a Ricardo, por lo menos en el primer round de la noche, le daba más seguridad. Al fin y al cabo Jorge era una persona de confianza; Carla le había dado la certeza. También estaba el tipo del cumpleaños que aun no conocía...

Pensaba todo esto mientras se miraba al espejo y arreglaba su cabello lacio y oscuro bajo la vincha elástica azul que cruzaba su cabeza y se escondía detrás de la nuca.

Antes de abandonar el baño volvió sobre el papel metalizado y lamió los escasos restos de lo que allí quedaba. Luego lo estrujó en su mano y lo arrojó al cesto.

Cuando Daniela abrió la puerta, Jorge estaba sentado al borde de la cama. Se había quitado los pantalones y su verga estaba completamente erguida.

Pese a la inyección de confianza que la droga le había provocado, no estaba preparada para encontrarse con aquel cuadro. Sus ojos se quedaron clavados en el falo enhiesto que se le antojó violento y perturbador.

-Mirá como me dejó tu amiga...– Intervino Jorge mientras se aferraba el miembro por el tronco: -Se puso a bailar un poco y nos dejó a todos como piedras.

Daniela seguía en la misma posición, junto a la puerta del baño, con la vista clavada en el tótem y sin poder articular palabra. Su cabeza era una fábrica de pensamientos confusos que se truncaban antes de terminar y se agolpaban allí sin encontrar la salida: “No la tiene muy grande; no me va a lastimar.” “Se la voy a tener que chupar un rato.” “Tengo que acordarme del condón.” “Está limpio.” “No voy a confesarle que no lo hago hace tiempo” “Este sabor amargo que siento va a evitar que me de arcadas” “Voy a esperar que él me pida lo que quiere” “Tengo que actuar como una puta” “Tengo que lograr que acabe rápido” “Tengo que...”

-Vení, sentate conmigo. Vamos a charlar un poco.- Solicitó Jorge con tono complaciente mientras palmeaba el edredón, justo a su lado, enseñándole el sitio preciso donde debía apoyar el culo. Con la otra mano se masturbaba con una cadencia que a Daniela se le antojó enfermizamente lenta. Su glande se asomaba y se escondía con parsimoniosa constancia.

Finalmente Daniela salió de su caótica introspección desviando su mirada de aquel objeto. Se sentó a su lado, obediente, pero segura de lo que estaba haciendo. La mini de tablas trepo hasta lo más alto de sus muslos y tuvo que apretar las piernas para no dejar expuesto su sexo. Sintió la tela fría y suave del edredón de plumas sobre la piel desnuda de sus glúteos.

-Una lástima que no hayas bajado con Carlita... Hubiese sido un lindo regalo para Humberto verlas a las dos dándose un poco de... amor.

-Perdón Jorge. Pero no me gustan las mujeres.- Daniela respondió con una seguridad extraña en ella. Fue cortante, pero tuvo cuidado de no parecer irrespetuosa.

-¡Ah! ¡Pero que chica tan puritana..! Aunque por lo que veo esto si te llama la atención.- Mientras hablaba continuaba menándose la herramienta sin aumentar la cadencia. Ella acomodó la tela de su falda sobre los muslos para desviar la atención. Sentía el roce del muslo de Jorge contra el suyo.

-¿Cuánto hace que estás en esto, hermosa?

-Bastante.- Mintió con gran seguridad.

-¿Es tu primera vez?

Daniela sintió que la invadía un acceso de furia. Lo que antes de haber inhalado la droga hubiese sido un temor paralizante, ahora era todo ira.

-Ese no es el problema. Es mi decisión estar en esto. Da lo mismo cuánto tiempo hace.

-Bueno, bueno. ¡Me gustan las jovencitas con carácter! No te irrites. Solo lo preguntaba porque no parecés una puta.

-No lo soy.

-¿No? ¿Estás haciendo una inspección para el ministerio de salud y no nos dijiste nada?- Ironizó Jorge.

Daniela sintió que se acaloraba por el odio visceral que le provocaba aquel viejo provocador y decidió no responder.

De momento ni siquiera intentaba tocarla. Estaban pegados, uno al lado del otro, se rozaban, con solo mover la mano podía llegar a cualquier parte de su anatomía. Pero solo se zarandeaba el miembro hacia arriba y hacia abajo, una y otra vez. Ella advirtió que Jorge intentaba mirarla a los ojos y decidió continuar con su actitud esquiva. Se acomodó el escote y se alisó el cabello con sus manos.

-No te había visto bien allá abajo... ¡Sos una muñeca, nena!- La chica hacía oídos sordos. -Tu piel, tus ojos, tus labios... Vení… dame un beso.- Exigió Jorge repentinamente mientras continuaba con su lenta cadencia masturbatoria. –Quiero probar esa boquita virgen mientras me hago una paja. ¿No te molesta, no? ¿A cuántos hombres besaste de verdad en tu vida? Decime la verdad. Besos de amante me refiero. ¿Cuántos?

Daniela podría haberle dado un cachetazo en ese preciso momento o podría haberlo escupido o insultado; pero cuando se dio vuelta y lo miró directamente a los ojos, acercó su boca a la de Jorge y lo besó. Lo besó con furia. Podría haberle mutilado la boca de un mordisco, pero su lengua serpenteó buscando la de él a través de sus labios. Él respondió con la misma vehemencia. Por primera vez desde que se encontraron en aquel cuarto Jorge dejó de masturbarse para darle otro uso a su fatigada mano: Se aferró a uno de los pechos de Daniela y comenzó a amasarlo con fiereza sobre la ceñida camisa. Los únicos dos botones de la prenda que habían cedido lo suficiente como para calzar en el ojal, terminaron saltando por el aire ante la fuerza invasiva de aquella mano. De esta forma sus pechos quedaron definitivamente liberados de la presión de la prenda y a la suerte del inefable Jorge que parecía querer exprimirlos una y otra vez.

-Quiero que me hagas una turca.- Dijo entre jadeos en el primer momento en que pudo separar su boca de la de Daniela.

-¿Una qué?

-Una turca. Quiero cogerte las tetas.- Pero al ver que la jovencita parecía no entender su deseo, la tomó de la nuca y la condujo hacia el suelo.

Daniela se dejó deslizar sobre la cama hasta apoyar sus rodillas sobre la alfombra y quedar justo de cara a la verga empinada de Jorge. El viejo, que se había percatado desde el comienzo de cuán inexperta era aquella hermosa muchacha, tomó la iniciativa. Se acercó lo suficiente como para acomodar su rabo entre la pálida piel de sus generosos pechos, justo a la altura del esternón.

Daniela, que si bien no tenía gran experiencia en las artes del sexo, se dio perfecta cuenta de lo que tenía que hacer. Empujó sus senos hacia adentro envolviendo el pene de aquel hombre. El contacto con su piel no era desagradable. Daniela no recordaba haber visto nunca un pene tan rugoso. Las venas hinchadas que lo surcaban le otorgaban una textura sorprendente. Además, sintió en su propia carne el calor que irradiaba aquella vara.

Comenzó a moverse de arriba hacia abajo flexionando sus rodillas en cada movimiento. Sus manos presionaban desde los costados para estrechar el canal por donde discurría la verga de aquel desconocido. Esta presión provocaba que el pene se deslizara también dentro de su propia vaina y que el capullo desnudo asomara por encima de su busto en cada movimiento descendente. Era una esfera tersa con una leve hendidura cenital de un color morado tan intenso que contrastaba graciosamente con la pálida piel de sus pechos.

Daniela había tomado la iniciativa por primera vez en la noche, y por primera vez en su vida advertía los efectos positivos que aquella droga provocaba en su personalidad. Se sentía segura. Más segura que nunca. Mucho más que cuando decidió acompañar a su amiga. Sabía que se estaba ganando el pan. Más que eso: se estaba ganando una beca para todo un semestre. Estaba orgullosa de si misma. Eso valía la pena y en eso pensaba mientras frotaba el sexagenario pene de Jorge contra su delicada piel de veinte abriles; pensaba en eso y en algo más: ¡Qué bien le vendría un poco más de aquel polvo blanco! No había más y ya había comenzado a extrañarlo. A necesitarlo.

Mientras Daniela lo masturbaba con sus pechos, Jorge la observaba fascinado. No recordaba haber visto en si vida nada semejante. La relación tamaño-dureza de aquellas ubres era perfecta. Una perfección natural que rebozaba de belleza y juventud. Pero había algo especialmente cautivante en la forma de sus pezones. Estaban hinchados. La areola rosada se elevaba sobre la piel blanca como si estuviese rellena de plumas, y sobre aquel mullido colchón se elevaba, a su vez, una delicada perla rosada. Era un pezón con doble elevación. Era pura tentación y a Jorge se le hacía agua la boca, pero no estaba dispuesto todavía a resignar el placer que la chica le estaba regalando.

-Metetétela en la boca, preciosa.

Ante la nueva directiva, Daniela se apartó un poco hacia atrás liberando finalmente a la presa. Se limpió con el dorso de la mano una gota de agua que le brotaba de la nariz.  Continuaba arrodillada sobre el suelo, sentada sobre sus propios talones. No le quitaba la vista al pene de Jorge. Sabía que en breves instantes lo tendría en su boca. Hacía tanto tiempo que no degustaba a un hombre que apenas tenía un recuerdo vago de su sabor. Pero no le importaba casi nada. Solo quería otro pase. Uno más. El último.

Se tragó la verga con voracidad, como si ello pudiera calmar sus otras necesidades. Todavía conservaba algo de aquel amargor en su garganta, se regodeaba en él; y el maridaje con el sabor intenso que ahora invadía su boca parecía aumentar su deseo de inhalar un poco más. Solo un poco. Pero era imposible, no había más. Entonces comenzó a succionar sonoramente de aquel miembro como si en ello le fuera la vida. De hecho no advirtió que alguien más había entrado al cuarto. Sólo subía y bajaba incesantemente sobre la virilidad de un incrédulo y maravillado Jorge. Tampoco advirtió que una mano desconocida invadía su intimidad por debajo de la falda y surcaba su sexo con el dedo mayor.

-Se la ve entusiasmada...- dijo una voz que nunca antes había escuchado, y que nunca escuchó realmente.

-Me está volviendo loco, amigo. Me parece que le voy a dejar todo “el regalito” en la boca...

-¿Entonces me permitirías que...?

-Faltaba más, Humbertito. - Habilitó Jorge con exagerada camaradería.  -Es tu regalo de cumpleaños, mi amigo.

Sus oídos escucharon la breve charla, pero su mente estaba en otro lugar.

Antes de subir a la caza de Daniela, Jorge había decidido ceder a sus amigos lo que él asumía como el plato fuerte de la noche: su “conejita intelectual”. En realidad, tenía muy claro cuál sería su objetivo personal aquella noche.

Carla la había dado la bienvenida a Humberto con una breve performance de autosatisfacción logrando cautivar a todo su auditorio. Sentada sobre el lujoso sillón de pana blanca de la sala, frotaba su sexo con dos dedos mientras simulaba con notable realismo los últimos espasmos de un orgasmo intenso. Sin pedir permiso, Ricardo se acercó desde ofreciendo su pene aun aletargado casi como una ofrenda. Al advertir esto, Carla terminó su acting y giró su blonda cabeza con orejas de conejo para dedicarse a lamer aquel colgajo como si fuera el mejor de los dulces.

Ricardo, con sus sesenta años, de estatura imponente y ancha espalda, era el único que necesitaba los recursos químicos de la bluepil para alcanzar una erección plena y sostenida. La píldora haría efecto de un momento a otro, pero la boca de aquella joven modelo tan puta y refinada, sin dudas catalizaría la acción de la droga.

Humberto, que no tenía problemas de impotencia, veía como su amigo de toda la vida se había acercado a la rubia con un objetivo claro: que se la empinaran con la boca. Ella seguía sentada en el sofá con las piernas abiertas mientras succionaba laboriosamente. La tanga blanca pendía de uno de sus tobillos. Humberto no podía quitar la vista de esa cuevita húmeda e irritada por la fricción… Se le hacía agua la boca. Entonces se acercó hacia el sofá. Carla, sin sacarse lo que tenía en la boca, le regaló una sonrisa. Ella había adivinado sus intenciones. Abrió sus piernas lo máximo posible y apoyó uno de sus talones sobre el almohadón de pana dejando su sexo expuesto en toda su profundidad.

-¿Te dio hambre..?- Consultó con lujuria. Entonces Humberto, conmovido por semejante participación,  se arrodilló entre sus piernas y hundió literalmente su rostro entre aquellos pliegues rosados. Sintió inmediatamente como la tibia humedad se adhería a su piel. Ese perfume lo enloquecía. Después comenzó a lamer con fruición.

Mientras tanto, la boca laboriosa de Carla había comenzado a dar sus frutos. Entre lametones y succiones, y con la ayuda indispensable del sildenafil, estaba logrando despertar la virilidad de Ricardo.

-Humberto, amigo: ¿Te molestaría que estrene tu regalo?

-Llegaste primero.- Respondió el agasajado con auténtica resignación.

-Quiero probar a todos...-Intervino Carla en tono conciliador y dulce como la miel.- El orden no importa....- Después se dirigió directamente hacia Humberto. –¡Qué bien la chupás! ¿No querés dármelo en la boquita después? Tu amigo se fue y me dejó con sed...

Humberto se estremeció ante semejante propuesta. Pero él era un tipo clásico, tradicional, a la vieja usanza. Nada mejor que una almejita joven, apretada y profunda donde descargar su ansiedad. Eso era lo que le hacía falta en ese momento; y era lo que iba a buscar escaleras arriba mientras Ricardo se calzaba un condón para montarse a la conejita.

¿Y Mario? El joven hijo de Jorge se había dedicado a musicalizar el acting de la niña consentida de su padre. No había podido evitar observarla y tampoco había logrado contener la erección. Pero no tenía nada que hacer allí. Cuando su padre subió a buscar a Daniela, él salió al parque a fumar un cigarrillo. Todavía con la verga incomodándole en el pantalón pensó que quizás un polvo con la amiga tímida de Carla no le sentaría nada mal. Pero desechó la idea inmediatamente. Esa chica era joven, hermosa e inteligente… pero no era puta. Algo más allá de su voluntad la había llevado hasta allí aquella noche. Entonces se adentró pensativo en los jardines, en la parte más densa y oscura; se sentó al pie de un frondoso pino y se masturbó bajo el cielo estrellado. Justo en el momento en que alcanzaba su orgasmo escuchó un aullido largo y agudo proveniente del primer piso. Pensó en Daniela y sintió pena por ella.

 

Pero volvamos, estimado lector, al último y más cruel acto de esta noche. Daniela cree... mejor dicho, está convencida que tiene el control. Pero bien sabes cuál es la última carta de aquella droga miserable con la que nuestra adorable Daniela se ha tropezado casi accidentalmente: Cuando comienza a desmoronarse el mundo perfecto que ella modela maquiavélicamente en tu mente; cuando la muralla que contiene aquel mundo comienza a ceder ante la presión de la realidad, y cuando esa realidad aterra, una sola cosa se vuelve imprescindible: volver a aspirar.

 

Daniela liberó el pene que mantenía apretado entre sus labios para levantar la cabeza y aullar como una presa herida de muerte. Sintió que un hierro caliente le perforaba su sexo tan poco habituado a las visitas. Cada centímetro de carne que avanzaba dentro de ella la desgarraba. Jorge y Humberto cruzaron una mirada de sorpresa ante semejante alarido. El primero permanecía de espaldas sobre la cama con la verga apuntando al cenit. El brillo de la saliva acumulada de la chica le daba un tono bermellón brillante. Por su parte, Humberto de rodillas sobre el suelo, había abordado a Daniela por detrás; le había levantado la falda escocesa y sin ningún preámbulo la había ensartado como a una puta de feria.

Daniela dejó escapar algunas lágrimas, pero al sentir las manos de Jorge posarse a ambos lados de su cabeza y dirigirla de nuevo a su faena, volvió a engullir el miembro.

Cuando todo terminara, ninguno de los tres habría podido estimar con certeza cuanto habría tiempo habría durado. Humberto la mantenía aferrada de las caderas y la embestía con fuerza como probando el límite de aquella profundidad. Los golpes secos de sus muslos contra los glúteos blancos de Daniela sonaban como una sucesión delirante de bofetadas. El viejo calvo y delgado era la fuente de todo el movimiento. Era la máquina de un tren al que se le acoplaban dos vagones: Daniela y, más adelante, su amigo. Las embestidas hacían oscilar la cabeza de la jovencita en vaivén sobre la verga de Jorge, que entraba y salía de su boca siguiendo el ritmo impuesto por Humberto.

Jorge fue el primero en ceder ante los impulsos eléctricos que se desataron en su bajo vientre. En ese instante, los ojos vidriosos y almendrados de Daniela se abrieron como platos. Su boca estaba anestesiada por la droga y la fricción, pero una sensación de ahogo la invadió cuando Jorge comenzó a derramar una espesa y abundante cantidad de esperma en su garganta absolutamente inexperta en aquellas esencias. Tragar era la única salida, la salida natural. Y Daniela tragaba mientras su boca se volvía a colmar, y entonces volvía a tragar, una y otra vez. Mientras la tibia semilla de Jorge se deslizaba en su garganta, llegó desde atrás la estocada final. Humberto aulló y dejó su verga inmóvil clavada hasta el fondo. Daniela pudo percibir el eco y la comezón de la última bofetada sobre sus nalgas. Luego percibió la extraña sensación de que algo latía dentro de ella, en su vientre. Finalmente, el peso de un cuerpo huesudo que se desplomaba sobre su espalda.

En algún momento los dos tipos salieron del cuarto y ella se quedó sola sobre la cama, con la mente en blanco. Luego se puso de pie y fue hacia el baño. Allí se encontró con su imagen sonriente frente al espejo. Aunque Daniela no estaba muy segura de ser ella misma la del reflejo, tenía muy claro que se trataba de una sonrisa de satisfacción por la tarea cumplida. Sus labios, encendidos por la irritación, dibujaban una mueca artificial en aquel bello rostro níveo, ahora levemente inflamado. Por un momento Daniela se preguntó quién sería aquella zorra con la camisa abierta y aquellos esplendidos pechos semidesnudos que la miraba con altanería desde el espejo. Daniela quería ser ella, lo deseaba. Quería vivir en ese mundo perfecto. Pero hubo algo, un destello de realidad, que abrió la primera grieta. La mancha en la comisura de sus labios. Se acercó al espejo. Era apenas una película transparente, amarillenta, que se adhería a su piel. Era una gota de semen que estaba empezando a secarse. Era solo una gota excedente de todo lo que había engullido. Entonces se frotó el abdomen desnudo con la palma de su mano y contuvo una arcada. La sonrisa ya no estaba en su lugar. Ahora sí podía reconocerse y ya nada parecía estar en su lugar. Ahora solo había una mueca de angustia al borde del pánico y una mancha de esperma al costado de su boca. Abrió el grifo y se frotó los labios con el dorso de la mano al borde de un ataque de histeria. Se enjuagó la boca y escupió, una, dos, tres, diez veces; y se volvió a mirar al espejo, y esta vez el pánico se apoderó de ella. Una gota espesa y fría bajaba desde su interior y se deslizaba pesadamente hacia abajo por la cara interna de su muslo. Se limpió con la mano lo más rápido que pudo, como si aquello pudiera evitar lo inevitable. El líquido se adhirió rápidamente a sus dedos.

-No, no, no... no puede ser. No tenía forro. ¡No usó forro! ¡El hijo de puta no se puso forro!

Se introdujo el dedo mayo en su vagina y hurgó como si buscara allí algún objeto perdido; luego lo retiró y un chorro burbujeante de fluido viscoso cayó sobre su mano.

Lloró como una niña mientras se higienizaba. Todo el peso del mundo real había caído como un alud sobre su mente aterrada. Cuando volvió a ver su rostro inflamado en el espejo solo quería una cosa: volver a ser aquella zorra, volver a aspirar un poco más.

No había estado en los planes originales de Ricardo distraer su atención con la noviecita de Jorge. Pero la pletórica pasión con la que la chica se había frotado su delicada almejita rosada lo había hecho cambiar de parecer.

Carla se lo había montado como una auténtica puta de lujo y Ricardo estaba más que satisfecho. Ni siquiera le importó pagar el bonus extra de quinientos dólares que la joven le había pedido a cambio de dejarlo acabar en su boca. Luego le quitó el preservativo en una hábil y rápida maniobra, y se llevó la herramienta desnuda a la boca. Aprisionó el glande entre sus labios y comenzó a succionar como un ternero hambriento. Ricardo contuvo el aullido y comenzó a derramarse en la boca de Carla. Las apócrifas orejas de conejo se bamboleaban en la cabeza rubia de la chica mientras ella succionaba y engullía todo lo que aquel miembro le ofrecía. Apenas terminado el trabajo, le dijo:

-No le cuentes nada a Jorge que se va a poner celoso... - Le guiñó un ojo y se marchó hacia el toilette de la planta baja mientras se acomodaba las orejas sobre la cabeza.

Diez minutos más tarde, cuando bajaron Jorge y Humberto, Ricardo seguia empinado y caliente como un toro. La pastilla aun hacía su efecto y todavía tenía un crédito de trescientos dólares en el piso superior que esperaba cobrarse cuanto antes.

Cuando Ricardo entró al cuarto, Daniela todavía se encontraba en el baño.

Al igual que Jorge, éste se quitó la ropa y se recostó sobre la cama a esperarla. Se encontraba completamente desnudo y con la verga desmesuradamente inflamada apuntando hacia el cielorraso.

La chica, en medio de un ataque de nervios, no lo había oído entrar y cuando salió del baño y se encontró con aquel escenario sintió que se le aflojaban las piernas.

-¡No! No puedo hacerlo. Me voy. Acá le dejo su plata, señor... –Daniela tomó su pantalón del suelo y sacó del bolsillo los tres billetes de cien dólares que Ricardo le había dado hacía unos minutos y los arrojó sobre la mesa de noche. Le temblaban las manos. Estaba histérica. Ya no lloraba, pero tenía los ojos hinchados.

-¿A dónde vas?- Preguntó Ricardo con graciosa sorpresa.

-¡Me voy! – Y se sentó sobre la cama dándole la espalda para ponerse el jean.

-¿Te aburriste o.... se te acabó el energizante?- Daniela se quedó helada. Como había sabido lo de... -Tomá- Dijo Ricardo. Daniela volteó en seguida pensando que iba a ofrecerle droga, pero le estaba tendiendo un pañuelo. -Limpiate la nariz que tenés sangre.

Daniela tomó el pañuelo, se lo pasó por el morro y una mueca de horror se dibujó en su rostro cuando vio la mancha escarlata sobre la tela blanca. Quiso salir corriendo hacia el baño, pero se fue de boca sobre el piso trastabillándose con sus propios pantalones. Pudo amortiguar el golpe con sus manos, pero ya no tuvo fuerzas para ponerse de pie. Se largó a llorar desconsoladamente tendida boca abajo sobre el piso.

Ricardo se puso de pie y vio a Daniela desplomada sobre el suelo. Sintió pena por ella. Tenía el pantalón enredado en sus tobillos y la falda de tablas que apenas alcanzaba a cubrirle la mitad superior de los glúteos. Desprovista de su ropa interior, los pliegues de su sexo quedaban a la vista. Ricardo solo tuvo que inclinarse apenas un poco para ver el nacimiento de los labios mayores por debajo del perineo.

Daniela ya no se sentía observada, ya no sentía pudor. Solo lloraba y balbuceaba cosas inentendibles. Tan ausente parecía de su propia situación de vulnerabilidad que tampoco reaccionó ante la mano de Ricardo cuando este le aferró el culo. Lo apretó una, dos, tres veces; como quién evalúa la resistencia de un material. Luego se lo abrió impúdicamente para tener detalle de su ano y de su vulva.

-Dicen que cuando son de piel tan blanquita no se les pone morado. Se les pone de un rojo casi anaranjado. ¿A vos cómo se te pone la colita?- Pero Daniela lloraba y lloraba. Entonces, Ricardo, tomó algo del cajón de su mesa de noche. -Esto te va a despertar.- Y le puso una bolsita transparente llena de polvo planco, sobre la alfombra, a la altura de sus ojos.

Daniela dejó de llorar en el acto y tomó el pequeño envoltorio, se lo arrebató.

-¿Sabés cuál es el precio de eso no?

-No me importa.

-Mejor así. Porque ya pagué demasiado por adelantado. A mí se me está acabando la paciencia y a vos el crédito.- Ricardo le quitó rudamente el pantalón enredado de entre los tobillos y le tendió la mano para levantarla. Daniela se puso de pie. Aun tenía la camisa abierta y sus tetas estaban inflamadas por el roce de su pecho lloroso sobre la alfombra.

-Quiero ir al baño.- Reclamó Daniela. Pero Ricardo la tomó del brazo antes que pudiera moverse y le arrebató la droga.

-Después. Las putitas como vos no tienen freno. Si te llegás a dar vuelta acá, en mi casa, voy preso. Si querés matarte, matate afuera. Ahora ponete contra la pared y separá bien las piernitas que vamos a jugar un rato a ponerle la cola al burro.

Daniela quería insultarlo, arrebatarle lo que le había sacado, golpearlo, decirle que dejara de abusar de ella; pero por sobre todas las cosas quería recuperar la bolsa, la deseaba... Y sabía que solo había un camino para conseguirla. Entonces, aun con lágrimas en los ojos,  apoyó las palmas de las manos contra la pared, separó convenientemente las piernas y empujó su cadera hacia atrás arqueando la espalda como una puta.

 

Estimado lector, lamentablemente ha llegado la hora de despedirnos. Hemos arribado al último acto de la última escena. Si en algún rincón de tu mente inocente todavía albergas la posibilidad de que esta trágica historia revierta su destino tomando un giro inesperado, es momento de que pierdas las esperanzas. Tú y yo -incluso Daniela, desde su afiebrado estado de prematura abstinencia producto de su situación desesperada-  somos concientes de lo que vendrá a continuación: la hunillación de aquel cuerpo virginal a cambio de un poco de anestesia para el alma. Un alma herida de muerte. Pero este es solo el comienzo... Tu deber es continuar hasta el final, estimado lector, aunque no te culpo si decides renunciar aquí mismo. Haz lo que dicte tu conciencia.

 

Ricardo le aferró los pechos por detrás y pegó su ancha y velluda anatomía a la grácil figura de Daniela. Más allá de los más de cuarenta años que los separaban, sus cuerpos eran tan diferentes que no parecían dos ejemplares de la misma especie. Las diferencias en sus tallas; en su robustez; en el color y textura de sus cuerpos, de su piel… Los ubicaban en las antípodas de cualquier taxonomía. Cualquier experto en la materia hubiese asegurado, a priori, la inviabilidad de un apareamiento.

 Daniela hacía fuerza con sus brazos sobre la pared para no ceder ante la presión brutal que recibía desde atrás. Comenzaba a sentir dolor en las muñecas y a pensar cuánto tiempo resistiría antes de colapsar definitivamente. Las manos gruesas del viejo habían tomado el comando de sus tetas y las amasaban con violencia. De tanto en tanto le pellizcaba los pezones que se le habían hinchado involuntariamente como dos olivas maduras.

Pero esto realmente no le importaba. Podía soportar el peso sobre su espalda y la estimulación obscena sobre sus pechos durante más tiempo. Era la fricción de aquella barra de carne rígida frotándose amenazadoramente entre sus glúteos lo que la desesperaba. Era aquella exposición total, aquella sensación de vulnerabilidad absoluta, lo que la estremecía. Todo se le había ido de las manos y ya no recordaba desde hacía cuanto tiempo. Sólo sabía que había algo que podía calmarla y lo tenía aquel infame hijo de puta. Él tenía la anestesia para el alma y para el cuerpo.

-Deme un poco… solo un poco.- Logró balbucear. -Una sola vez… por favor.

-Nunca es una sola vez. Además sos muy jovencita…- y le apretó los pechos rítmicamente como avalando sus palabras con la turgencia de su anatomía. -Es una pena qué…

-¡No soy una adicta! Por favor se lo pido… es solo por hoy…- y Daniela comenzó a lagrimear otra vez. -Es la primera vez en mi vida que…

-¿…que aspirás María?- Preguntó con sarcasmo. -Todas dicen lo mismo…

-Que hago este trabajo…- Entonces Daniela finalmente consiguió lo que quería: giró la cabeza y con los ojos de miel inflamados por el llanto y el rostro acalorado por la fuerza que estaba haciendo, lo miró a los ojos: -No soy una puta y es la primera vez que van a hacerme esto… la necesito antes… Solo una vez, por favor… Tengo miedo. No quiero que me duela…

Ricardo sintió que nunca antes, en sus sesenta y tres años, había tenido la verga tan dura ni había sentido tantas ganas de fornicar como en ese preciso instante.

Cuando despegó su cuerpo del de Daniela ella sintió un intenso alivio sobre sus pechos y sobre los músculos de sus brazos. También se había ido aquella horrible sensación de la vara incandescente presionando contra sus nalgas.

-Vení.– Ricardo se sentó sobre la cama y Daniela lo imitó sentándose a su lado. Ella no le quitaba la vista de encima a la bolsa con cocaína que Ricardo sopesaba sobre la palma de su mano.

-No voy a permitir que vuelvas a aspirar. Podrías tener una hemorragia.

Daniela estaba a punto de decir que no le importaba, estaba a punto de arrebatarle la mercancía nuevamente y salir corriendo de allí de una puta vez. Pero no dijo ni hizo nada. Le temblaban las manos. El viejo las tomó entre las suyas, le levantó el mentón con suavidad hasta establecer contacto visual y le habló como un padre:

-Vamos a hacerlo a mi manera, ¿de acuerdo?

La frase era un total misterio para Daniela, pero si eso implicaba darse un pase inmediatamente, entonces estaría de acuerdo. La muchachita de cabello negro y piel de leche asintió con la cabeza.

-Bien. Ahora recostate acá- Y plameó con su pesada mano el centro de la cama. –Boca abajo.– Daniela obedeció inmediatamente y se dejó caer de bruces a lo largo del amplio lecho. Su mirada no se apartaba de la bolsa que pendía de la mano del viejo. Pudo ver como éste la abría con cuidado clínico y metía la yema de su dedo índice dentro. La falange se hundió en el polvo blanco. Daniela sintió que su corazón latía con fuerza dentro de su pecho: el momento estaba cerca, muy cerca. Por fin todo volvería a su lugar.

Ricardo se frotó la encía superior con los restos que quedaban en su dedo y luego lo lamió.

-Nunca probaste nada como esto. Esta mercadería no le llega a las chiquilinas como vos… Por eso se le pudre la cabeza tan rápido a la juventud.

Ricardo volvió a hundir la punta del dedo índice en la cocaína pero esta vez, ayudado por la humedad de su saliva, salió repleta de polvo blanco. –¡Mirá! Parece un soldado de la misión de paz de Naciones Unidas… - Le dijo Ricardo mostrándole el dedo. Daniela no logró captar el chiste sobre los cascos blancos; en su mente no había espacio para metáforas. El viejo se divertía solo, la estaba pasando en grande. –Ahora el soldado tiene una doble misión, mi amiguita. ¿Estás lista?- Daniela volvió a asentir con la cabeza sin saber qué seguiría a continuación, pero con la plena certeza de que aquel premio sería para ella. –Abrite bien la colita con las mano.- Pidió Ricardo con total naturalidad, como si ella estuviese habituada a tales procedimientos. Daniela obedeció como si realmente así fuera.

El hombre entrado en años sintió un nuevo cosquilleo en el bajo vientre cuando vio en todo su esplendor los minúsculos pétalos de aquella flor contraída.

-Una delicia…

Primero se lubricó el dedo mayor con saliva, con cuidado de no contaminar al que portaba la droga; luego lo posó sobre aquella tibia rugosidad.

Al advertir el contacto en aquella zona, Daniela dio un respingo, pero se dejó hacer.

-Decime… ¿Vas a la iglesia, Dani?- Preguntó insólitamente el viejo mientras describía con la punta del dedo mayor, círculos concéntricos en torno a su ano.

-De chica.– Susurró. Mientras se preguntaba internamente si aquel dedo que la exploraba era el que llevaba la droga.

-¿Escuchaste hablar alguna vez de aquel pasaje donde San Mateo cita a Jesús cuando dice: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de lo cielos”?

-No.– Respondió Daniela con total desinterés. Todavía no sentía más que aquel dedo obsceno merodeando su culo.

-Creo que ahora le encuentro el verdadero sentido.– El ano estaba lo suficientemente húmedo ya. -Las dos cosas sucederán esta misma noche, en mi propia cama, y en el mismo acto.

Daniela no entendió una sola palabra de lo que el tipo le decía. Primero advirtió la retirada dedo explorador. Unos segundos más tarde, la llegada del invasor.

El índice de Ricardo penetró en su recto apenas un centímetro y medio. Ella contuvo la respiración, apretó instintivamente las piernas y luego comenzó a relajarse. Sentía como giraba dentro de ella, lentamente hacia un lado y hacia el otro… No le dolía. De hecho ya casi ni lo sentía. Luego se hundió un poco más, solo un poco… y apenas la incomodaba. Su miedo paralizante se desvanecía poco a poco como la neblina en el alba. Todo parecía cobrar sentido a la distancia. Su amiga, el trabajo, el dinero, sus estudios: su misión de aquella noche. Ya no sentía esa hiel en la garganta, pero su cabeza le indicaba que la droga había entrado finalmente a su torrente sanguíneo, aunque por otra vía.

Cuando Daniela recobró el pleno dominio de sus movimientos, levantó levemente la cadera terminando de ensartarse ella misma todo el dedo. Si había llegado el postergado día en el que perdería aquella virginidad, era mejor que se vaya habituando a la sensación… Ese fue su primer pensamiento práctico después de mucho rato.

Ricardo la penetró con su dedo cuan largo era y luego entró y salió de ella con asombrosa facilidad.

-¿Te sentís mejor? –Preguntó sin suspender las penetraciones regulares.

-Mucho. –respondió Daniela.

-Matamos dos pájaros de un tiro.

-No entiendo.- Ahora el mundo volvía a causarle curiosidad.

-Bajamos tu abstinencia y… La cocaína es un excelente anestésico local.

A la parte de Daniela que avalaba toda aquella situación, la que ahora estaba al mando, le pareció estupendo: minimizaría el dolor.

La otra parta seguía muriendo de a poco, aunque ya no lo notara…

Ricardo abandonó finalmente su labor y volvió a pedirle que se pusiera de pie. Ella sola tomó la iniciativa volviéndose de bruces contra la pared, abriendo las piernas, sacando las caderas hacia fuera y parándose de puntillas para facilitar la penetración. El viejo disfrutó de aquella escena y se masturbó unos segundo observando a Daniela en aquella posición, a la espera que le cogieran el culo por primera vez.

-Te va a doler, pero no tengas miedo.- Tomó su verga por la base y apoyó el glande sobre aquella flor contraída de pétalos diminutos. –Después de esto te vas a estudiar a casa.

-Estoy lista. –Y se volvió para mirarlo. Sus ojos juveniles estaban vidriosos, pero tenían valor. Cuando Ricardo presionó la cabeza hacia el interior con la ayuda de su dedo pulgar, Daniela ahogó un chillido y balbuceó: –¡Es el puto camello enhebrando la aguja!

Ricardo sonrió triunfalmente y empujó su verga dentro del joven e inexperto culo de Daniela.

Ella no gritó, pero por un momento perdió contacto con el suelo. Sus manos como garras intentaban en vano aferrarse a la pared, las puntas de sus pies habían quedado a diez centímetros del suelo. No se cayó porque Ricardo la sostenía con ambas manos por su estrecha cintura para que no perdiera el equilibrio, pero se encontraba literalmente colgada de su gruesa verga.

-Y...¡uf! Lamento contradecir al Señor, pero... Un rico acaba de entrar al reino de los cielos.- Dijo después de que su escroto golpeara contra los labios mayores marcando el límite físico de aquella expedición anatómica.

Unas horas mas tarde Ricardo no recordaría cuanto duró todo aquello. Pero Daniela si. Ella estaba conciente, alerta; podía calcular y hasta predecir los movimientos. Por eso, cuando se acercó el gran final, lo supo unos segundos antes sin que nadie le avisara. Extendió los brazos cuanto pudo hasta trabar sus codos contra la pared; inclinó su tronco hacia abajo y esperó la arremetida final.

No tardó mucho en llegar. La sensación fue como si alguien hubiese descorchado un champagne caliente en su interior. Ricardo se descargó con un rugido leonino y luego se desacopló torpemente marcando el final de aquella contienda y de aquella velada.

Un taxi pasó a recogerlas una hora más tarde.

Durante el viaje Daniela fue muy parca cuando Carla le preguntó como le había resultado finalmente la experiencia. Solo se detuvo en el detalle del monedero floreado. Le prometió que le devolvería aquello, pero su amiga le restó importancia al asunto.

Al llegar a casa, se dio un baño y se acostó. Pero dos horas más tarde el sol ya había salido y el sueño nunca había llegado. Tomó sus libros y se puso a repasar para el examen que tendría que rendir en algunas horas.

Unos minutos antes de salir hacia la facultad notó que su ropa interior estaba mojada. Primero pensó en el período, pero luego advirtió que no era su vagina la que chorreaba. Tampoco se trataba de sangre. La parte posterior de su bombacha y sus muslos estaban saturados de esperma.

Rápidamente y conteniendo un ataque de histeria, se metió en la ducha por segunda vez y volvió a bañarse. Sentía que el corazón se le aceleraba y las piernas pugnaban por traicionarla. En su mente volvía a reprocharse por qué mierda no había usado preservativos.

Salió del baño desnuda y empapada, y corrió hacia la mesa de la cocina en busca de  su anestesia, de su pasaje al mundo perfecto.  

Aquel sábado rindió un examen excelente. También entregó su CV al profesor Díaz Duref. Luego huyó raudamente antes de la llegada de Marcos, quien acudiría a buscarla para almorzar. La sola idea de estar con un chico le revolvía el estómago. Llegó a su casa y sin quitarse la ropa cayó rendida sobre su cama.

Veinticuatro horas más tarde se despertó sudando frío y con un dolor de cabeza demoledor. Eran las doce del mediodía, pero no pudo abandonar la cama hasta las diez de la noche, y solo lo hizo para acudir al baño a hacer sus necesidades. Luego volvió al lecho y durmió hasta el día siguiente.

El lunes por la mañana las cosas en su cabeza parecían más ordenadas. Se sentía triste, sola, humillada, pero nada de temblores ni de ataques de pánico. Podría sobreponerse. Se aferró con uñas y dientes a la esperanza de quedar seleccionada en el equipo de Díaz Duref y que su vida tomara finalmente un nuevo rumbo.

Lo primero que hizo aquella cálida mañana, antes siquiera de vestirse, fue vaciar la bolsa de cocaína en el cesto de basura; lo segundo fue chequear su contestador mientras se preparaba un desayuno. El alma le dio un vuelco. Había mensaje del profesor:

- Daniela, hubiera querido decírtelo personalmente, pero no me parece justo tenerte en ascuas hasta la próxima semana. Resulta que se ha presentado a concurso una estudiante experimentada que cumple perfectamente con el perfil que estoy buscando. Por lo cual, el cargo a cubrir será para ella. Te pido que no te desanimes. Sos joven y talentosa. Estoy seguro que tendrás otras oportunidades en el futuro. Cualquier cosa que quieras decirme, nos vemos en la facultad.

Volvió a escuchar el mensaje dos, tres, cuatro veces. Las lágrimas comenzaron a derramarse sobre sus mejillas, pero su mente no daba crédito a la noticia y volvía a accionar el contestador. La voz de Díaz Duref volvía a repetir sus parsimoniosas palabras una y otra vez con el mismo tono,  con las mismas pausas, con la misma cadencia y sin perder nada de su infinita y exasperante solemnidad.

Entonces todo se derrumbó definitivamente. Daniela volvió sobre sus pasos y se arrodilló frente al cesto de la basura mientras repetía la última frase del mensaje: -“Cualquier cosa que quieras decirme, nos vemos en la facultad”. Recogió lo que pudo de la basura y se lo llevó a la nariz. Después se puso un vestido liviano de verano y partió hacia la facultad.

Dos horas más tarde, cuando Daniela abandonó la oficina de su profesor, ya era la nueva y flamante ayudante de cátedra del doctor Duref. No se mostraba feliz por el logro; pero tampoco se sentía una puta por haber tenido chupársela a Duref en su propio despacho.

El doctor primero se había mostrado reticente  a sus ofrecimientos, pero luego accedió a mamar de aquellos espléndidos pechos. Estuvo un buen rato entretenido en esos menesteres hasta que decidió comenzar a masturbarse. Entonces Daniela tomó la iniciativa y se arrodilló a sus pies. Pocos segundos más tarde su boca se había colmado de un líquido espeso y amargo que tragó como si fuese almíbar. Luego el doctor habló con Daniela sobre la gravedad de lo que había sucedido, pero finalmente accedió a otorgarle el puesto.

Ahora las cosas estaban en su sitio, aunque Daniela hubiese cambiado todo aquello por una nueva bolsa de María.

Esa noche no pudo dormir.  A la mañana siguiente, tratando de controlar su ataque de nervios, buscó la tarjeta que le había dado el viejo Ricardo y lo llamó. Le dijo que necesitaba verlo.

Ricardo la citó en su oficina a las tres de la tarde en punto. La recibió una secretaria que la hizo pasar a una sala de reuniones donde se encontraba el viejo con cinco ejecutivos japoneses.

Cuando la secretaria se marchó uno de los orientales le pidió sin preámbulos y con gestos ampulosos que se quitase el vestido: –Saca vestido. ¡Saca! ¡Saca! ¡Fuera!

Así lo hizo y los orientales admiraron largamente sus tetas, primero observando, luego tocando, apretando; de a uno, de a dos, de a tres…  Hasta que Ricardo intervino en la escena.  Sin decir una sola palabra la tomó del brazo, la arrojó de bruces sobre la mesa y le corrió la tela de la tanga hacia un lado. Primero la administró droga por el ano y luego la sodomizó sobre la mesa de reuniones ante la vista fascinada de sus clientes orientales. Acto seguido, los japoneses se turnaron uno a uno para depositar su semen en alguno de los tres orificios penetrables de Daniela.

Se fue de allí con la mitad de la droga que había obtenido el viernes por la noche y se juró a sí misma no volver jamás a ver a ese viejo hijo de puta.

Un mes más tarde decidió comprar cocaína con parte del dinero que tenía reservado para el alquiler.

Ante la insistencia de Daniela, Carla accedió finalmente a pasarle el teléfono de su proveedor. Éste le dijo que ya se había retirado del negocio y le pasó el contacto de un colega. Finalmente Daniela logró llegar a un acuerdo con un perfecto desconocido que se comprometió a pasar personalmente por su domicilio para hacerle la entrega.

Daniela esperó más de dos horas sin dejar de dar vueltas dentro de su departamento. Cuando finalmente tocaron el timbre, bajó desesperada a recibir el encargo. Dos tipos de unos cuarenta años la aguardaban en la puerta del edificio.  Le hicieron saber que tenían la mercadería pero que era muy arriesgado hacer la transacción allí en la calle.

-¿Están tus viejos arriba?

-Vivo sola.

-Entonces vamos adentro. Si nos agarran acá, caés vos también.

Los hizo subir sin perder un minuto. Cuando entraron al departamento, uno de ellos sacó una navaja y le hizo saber que estaban huyendo de la policía y que se quedarían allí a pasar la noche. Primero rompieron el teléfono de línea y la obligaron a entregarles el celular. Después le pidieron todo el efectivo que tuviera en la casa.

Mientras uno de ellos salió a procurar comida con el dinero de Daniela, el otro abusó de ella inaugurando un ciclo de auténtica pesadilla.

Los tipos se establecieron allí durante cinco semanas. La convirtieron en esclava en su propia casa. La obligaban a cocinar y a permanecer desnuda las veinticuatro horas del día. Se inyectaban y abusaban de ella con frecuencia. Durante las mañanas, a la hora del almuerzo y por las noches. La rutina del mediodía era la peor de todas: Mientras los delincuentes almorzaban ella debía permanecer debajo de la mesa y mamarles el rabo hasta hacerlos acabar. En eso consistía todo su alimento.

Durante la segunda semana de convivencia uno de sus captores le devolvió parte de la ropa. Le ordenó que se vista porque iban a recibir visitas. El invitado resultó ser un policía corrupto que iba a hacerles algún tipo de favor. Daniela tuvo que cocinar para todos, incluso para ella. Si. La hicieron sentar a la mesa y simularon ante el poli que era la novia de uno de los delincuentes. Al finalizar la velada, insólitamente, los dos tipos se marcharon con la excusa de ir a por cigarrillos y la dejaron a solas con el oficial. Inmediatamente Daniela se deshizo en llanto y le rogó al agente que la liberase de aquel yugo. El policía la tomó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo. La muchacha se sintió contenida y descargó toda su angustia en sollozos, pero en seguida notó que algo rígido crecía en la entrepierna del oficial.

Aquella vez fue gratis, pero el policía fue un invitado recurrente que pagaba un buen dinero a los captores por disponer de Daniela.

Durante aquellos días había tenido un acceso muy restringido a las drogas. Los tipos lo consideraban un premio extraordinario que ella debía ganarse a través de su performance sexual y, por lo general, se la administraban en jeringas. Su cuerpo, al igual que su alma, había comenzado a morir en vida.

Una mañana de la quinta semana de esclavitud, despertó y simplemente ya no estaban allí. Se habían marchado.

Daniela se fue directamente a la Terminal de Ómnibus de Retiro sin pasar por la comisaría ni por ningún otro lado.

Cuando llegó al pueblo tuvieron que internarla por un cuadro de neumonía severa.

A la semana ya estaba de regreso en casa de sus padres y su salud mejoró temporalmente al comenzar el tratamiento con antirretrovirales.

Sobre una ruta provincial, a diez kilómetros de su pueblo natal, funciona una wiskería donde Daniela es la puta más solicitada. Los viejos de campo, los comerciantes, los hacendados, los viajeros ocasionales, y todos cuanto pasan por allí para saciar la sed de la carne, eligen a esa jovencita triste de piel blanca, tetas perfectas y ojos de almendra. Ella les da placer y nunca los molesta para que usen condón.

 

FIN

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