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Negación - Capítulo 9

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Cuando volví a ser consciente de mí cuerpo alguien me tomaba la mano, acariciándome incansablemente. Todo estaba en silencio, salvo por el sonido incesante de un monitor que marcaba continuamente los latidos de un corazón. Mi corazón. Traté de abrir los ojos, pero me rendí casi de inmediato. No pude luchar contra el peso demoledor de mis párpados, decidí presionar la mano que me sostenía.

- ¿Faby? – la voz de Claudia estaba llena de miedo – ¡Ya era hora! Me tenías… - no completó la oración y se largó a llorar.

Me había imaginado la escena como en una película. Yo era el mártir inconsciente sumido en un coma profundo, ella era el familiar acongojado, que esperaba día y noche el despertar de su ser amado. Suponía que una vez que sintiera el apretón, correría a llamar al médico, pero ahí estaba el error, porque ella era un médico y no haría tal tontería de salir corriendo por el movimiento de un comatoso. Ese no era el estilo de la Dra. Bowen.

Mientras mi amiga seguía en su lamentación, traté de luchar con mis párpados nuevamente, por alguna extraña circunstancia solo logré abrir a medias el ojo izquierdo. Mi lado derecho parecía seguir en un estado de letargo sin fin. Me enfoqué en mi amiga. Se sentaba a mi lado en un sillón, llevaba el pelo suelto, haciendo que sus rizos cayeran a raudales por su cuello. Se cubría la cara con las manos, guardé un par de bromas para el futuro, para molestarla por lo divertida que se veía llorando como una mujer de alta cuna. Ella era, de hecho, una mujer de alta cuna, pero se empecinaba a luchar con su herencia aristócrata.

Cuando logró controlarse, nuestras miradas se encontraron, no sé qué vio en mí que no le gustó, porque volvió a cubrirse la cara y comenzó a plañir audiblemente por otros tantos minutos. No me gustaba que Claudia llorara, la había visto hacerlo muy pocas veces en la vida. De los dos, yo era el más sentimental, sin lugar a dudas. Pero verla así, tan descompuesta, sólo me hizo pensar que, tal vez, sólo tal vez, mi estado no era muy favorable. Me empecé a inquietar y el monitor me delató.

- Shhh… ¡Está bien!... ¡Está bien!... ya pasó… - se golpeó ambas mejillas con sus manos – fue solo un momento de debilidad femenina.

- ¿Estás bien? – pregunté. Mi voz sonó débil, ronca y apagada.

- ¿A mí me preguntas si estoy bien? – Me miró con sus enormes ojos marrones abiertos de par en par, y luego se comenzó a reír. Cerré mi ojo, esperando a que el colapso nervioso en el que se hallaba inmersa llegara a su fin. Cuando encontró su centro, tomó mi mano.

- Hola – dijo con dulzura, le dirigí media mirada con mi único ojo bueno.

- Hola – le respondí, tratando en vano que mi voz sonara normal.

- ¿Cómo te sientes? ¿Sientes dolor? – miró un matraz de suero que colgaba de un fierro desde la pared.

- Me he sentido mejor – le conté – pero no siento dolor.

- Bien… - pareció relajarse, un poco - ¿Me vas a contar que pasó?

- No lo sé muy bien… - mentí.

- ¡No me mientas! – me advirtió - ¡Quiero que me digas quién mierda te hizo esto, ahora! –exigió.

- Clau… - le supliqué – hoy no.

- Pero…

- Por favor – le sostuve la mirada, hasta que ella desvió la suya. Había ganado el asalto.

Luego de minutos eternos de silencio, me contó la historia: una llamada anónima alteró al Servicio de Urgencias sobre un adulto joven malherido en medio de un camino en dirección a unos viñedos. Por lo que dijo el informante, se trataba de un secuestro exprés. Cuando la Ambulancia y la Policía llegaron al lugar se encontraron con un paisaje escabroso. El hombre se hallaba medio hundido en el barro, inconsciente, poli-contuso, rodeado por un charco de sangre que salía de su nariz, su mejilla, su frente y su boca. La imagen era desoladora.

Lo derivaron en forma inmediata al Hospital de referencia más cercano, durante el trayecto fue estabilizado, despojado de sus ropas y calefaccionado, él estaba hipotérmico. Una vez ingresado al centro asistencial, fue trasladado directamente a Pabellón, por un hemoperitoneo que tenía al paciente en estado de shock, fue puesto bajo anestesia general rápidamente, mientras que, con ayuda de un bisturí, un médico exploraba la causa del sangrado interno. El bazo fue declarado culpable, y extirpado en el acto. El traumatólogo solicitó placas radiográficas para dimensionar el daño. Se agregaron al diagnóstico dos costillas fracturadas y la tibia derecha en igual condición.

Lo mantuvieron sedado por cuarenta y ocho horas en la Unidad de Cuidados Intensivos, con el objetivo de mantenerlo rigurosamente vigilado. Había requerido transfusiones, baterías completas de exámenes sanguíneos y bombas de analgésicos. Era un joven sano y fuerte, resistió bien el tratamiento y evolucionó favorablemente.

Estaba a punto de llorar cuando sentimos unos ligeros golpes en la puerta mientras se abría. Un apuesto médico hizo su entrada triunfal, salvándome de la congoja del momento. Llevaba la típica bata blanca, con la que los médicos ostentan su superioridad por sobre el resto de los mundanos. Bajo esta, llevaba un pijama de pabellón de color azul marino, indicando que se trataba de algún tipo de cirujano o carnicero especializado en un área anatómica específica del cuerpo humano. El Doctor, tenía una complexión bastante atlética. Parecía tener treinta-y-pocos o veinti-muchos. Su cara era de ángulos rectos, pero había algo armónico en ella. Era rubio y tenía unos humorísticos ojos verdes. A simple vista el médico parecía ser bastante agradable. Miré a Claudia y luego a él.

- ¡Toc! ¡Toc! – dijo, y una sonrisa perfectamente blanca iluminó su rostro, encandilándome. Se acercó a Claudia y le besó ambas mejillas.

- Sergio – la saludo ella, señalándome con una mano.

- Señor González – me saludó inclinando la cabeza - ¿Cómo se siente hoy?

- Bien – atiné a responder. El médico miró a Claudia, y sus ojos adquirieron un brillo perverso. Hizo un gesto de sorpresa.

- ¡Claudia, el saco de boxeo me está hablando! – Y hasta ahí llego la primera impresión, el tipo era un zopenco. Ambos se echaron a reír.

- Todavía sigo aquí – les recordé.

- Puedo verlo – dijo, dándome una mirada apreciativa – Espero… Realmente, deseo que las remodelaciones sean para mejor – pasó su mano por su rostro, indicando que se refería a mi cara. Esbozó otra sonrisa cegadora.

- Lo dudo – dije con tolerancia. Ya me estaba empezando a cabrear.

- Mmm… déjeme mirar… Nos disculpas – le pidió a Claudia.

- Por supuesto – mi amiga me dedicó una sonrisa, un pulgar arriba y se retiró de la sala.

- Vaya espectáculo que nos diste – dijo, cruzándose de brazos.

- Me gusta mucho llamar la atención, no puedo evitarlo – ironicé. Mi respuesta le causó gracia, porque sonrió genuinamente por primera vez.

- Haré un examen físico, por favor, si sientes que toco algún punto dónde sientes mucho dolor avísame.

- ¡Claro! – Refunfuñe – para que así Usted pueda presionar más fuerte.

- ¡Me descubriste! – dijo, poniendo cara de inocente.

Fue a lavabo al otro lado de la habitación y comenzó a aseptizarse, se secó con unas toallas de papel y luego tomó un par de guantes de látex con los que cubrió sus manos rápidamente. Sacó un fonendoscopio de sus bolsillos, ese típico aparato médico para escuchar los latidos del corazón, y se acercó. Lo posicionó en sus oídos y luego sentí el metal frío tocar mi pecho. Escuchó uno segundos y luego me indicó inhalar y exhalar aire para realizar su examen.

- No estoy acostumbrado a hacer autopsias… - dijo - ¡pero aquí vamos! –  comenzó a palpar mi frente, su cara adquirió un rictus profesional, siguió por los ojos que abrió con sus dedos, para alumbrar con una linterna que me encegueció, luego con la nariz, boca, mentón y mejillas – Estás… ¡terrible! – sentenció riéndose, abandonando todo profesionalismo – Deberías demandar a tu cirujano plástico.

- Lo consideraré.

Siguió con su examen palpando mi cuello, clavículas, tórax, aquí se detuvo para hacer una evaluación más exhaustiva, comentó más para sí mismo, que fue un golpe de suerte que las costillas rotas no hayan perforado alguno de mis pulmones. Mientras seguía hablando con un ente invisible, revisó los puntos de la intervención quirúrgica.  Mencionó que mí abdomen no estaba mucho mejor que mi cara, tenía tantos cardenales ahí que apenas hundía sus dedos para evaluar mis vísceras, saltaba en respuesta por el dolor que me provocaba. Revisó mis extremidades y miré el yeso en mi pie, ver mi pierna inmovilizada hizo que pensara en todas las cosas que puedes perder en una noche. La vida por ejemplo. Cuando descubrió mis lágrimas, su humor también pareció oscurecer.

- Perdón – me disculpé.

- No te preocupes - me tranquilizó, dándome una palmada en la pierna buena – Sabes, me pregunto cuál es tu problema.

- ¿A qué se refiere? – pregunté curioso, olvidando la tristeza.

- No sé si eres realmente malo defendiéndote o realmente bueno recibiendo golpes – y ahí estaba, su sonrisa burlona.

- Ja Ja – le dije antipático.

- ¡Es increíble!, en serio, cuando la ambulancia te trajo, no eran capaces de describir el color de tu piel, entre el fango y la sangre… ya sabes… pero ahora yo tampoco puedo hacerlo… debería escribir algo como morado-rojizo ¿No crees?

- Si Usted lo dice… - quería que se largara.

- Bueno… déjame decirte, que tu pelo salvó ileso.

- ¡Hurra! – dije con fingido entusiasmo - ¡Deberíamos festejarlo!

- Eres gracioso Fabián, me simpatizas – me alabó, dejando caer una pesada mano en el yeso, haciéndome saltar de dolor. – ¡Mi culpa! – se excusó.

- ¿Puedo pedir otro médico? – sugerí, agónico.

- Puedes, pero no creo que encuentres uno tan bueno como yo. – se jactó.

- Lo dudo. – dije, aun conteniendo la respiración.

- Lo dejo a tu criterio… - se encogió de hombros - Bueno ¡nos vemos!

Eliminó los guantes, se lavó las manos y se retiró, sin volver a dirigirme la mirada. Suspiré pensando en todas los traumatismos de mi cuerpo, aun habían muchas cosas que no sabía y ni siquiera había visto mi rostro. Sentía todos mis dientes al menos, los revisé con mi lengua. Estaba concentrado en eso, cuando la puerta volvió a abrirse. Uno hombretón musculoso me miraba, su cara de niño llena de temor y alivio mezclados, me pregunté cuántas horas estuvo Brawny haciendo vigilia fuera de mi habitación, las ojeras en sus ojos me indicaban que muchas. Me regaló una sonrisa.

- ¡Auch! Enano… ¿Intentaste detener un vehículo con la cara o qué? – Rodé mi ojo, aquí íbamos de nuevo.

- ¿Tan mal está? – pregunté después de un rato.

- Peor… pero ya pasará. – comenzó a acercarse, y se dejó caer en el mismo sillón que ocupaba Claudia hace unos minutos. - ¿Cómo te sientes? – estaba serio ahora.

- Bien… estoy vivo – le recordé.

- Pero estuviste casi muerto – aclaró.

- Pero sigo vivo – seguí, defendiendo mi punto.

- “Mala hierba nunca muere” – soltó. Le saqué la lengua, como un niño.

- ¿Y bien? – pregunté.

- Bueno, el médico dijo que, al menos, tu cara habrá mejorado algo para cuando termine de sanar completamente – soltó una breve carcajada – me cae bien ese tipo – Apreté los dientes, preguntándome cuantas bromas habían gastado Miguel y el Doctor por mi causa.

- Imbéciles – murmuré.

- Sólo serán cicatrices Enano, nada más. – me tranquilizó. Su rostro cambió, volviéndose frio y calculador - ¿Cuántos eran?

- No aún – le advertí. No hablé con Claudia y no lo haría con Miguel tampoco. Negar las cosas siempre las hace menos reales, más fáciles de tolerar.

- Claudia mencionó algo de que no quieres hablar … - comenzó.

- ¿Entonces por qué preguntas? – le lancé.

- Pensé que quizás a mí me dirías algo – murmuró, cabizbajo.

- Algún día hablaremos de esto… – le prometí – sólo déjame estar preparado.

- Algo así dijo la psicóloga, también… - me miró.

- ¿Qué psicóloga? – quise saber.

- ¡Tu nueva psicóloga! – anunció – vas a tener que someterte a terapia, otra de las ideas del Doc. ¡Ese tipo es un genio!

- ¿¡Qué!? – me sobresalté – ¡No!... ¡yo no estoy loco!.

- No se trata de eso Enano… acabas de salir de una situación… complicada. Sergio cree que vas a necesitar apoyo, habló de estrés post traumático y otras cosas con la Arpía.

- ¿Sergio?... así que te hiciste amigo del hijo de puta – ya estaba molesto.

- Creo que te estoy agotando… hablemos de otra cosa mejor.

Nos quedamos estáticos un momento. Yo tratando de asimilar toda la nueva información que había recibido. Estos tres – Claudia, Miguel y mi nuevo mejor amigo, el Dr. Bromas – estaban tomando decisiones respecto a mi vida a diestra y siniestra, aprovecharon que estaba incapacitado para arreglar mi vida a su manera. Me olía a que mi supuesta amiga se hallaba detrás de todas estas sugerencias empáticas del médico que había conocido hace un rato, que resultó ser nada más y nada menos que un patán vestido con bata blanca.

- Cecilia estuvo ayer aquí – comentó Brawny.

- ¿En serio? – Mi Ceci – pensé – debe haberse vuelto loca. No había pensado en ella hasta ahora -.

- Vino ayer por la mañana. Estabas de “Bello Durmiente” aún, así que se fue al rato. Se veía demasiado afectada, muy nerviosa. La Arpía decidió mandarla de regreso a casa… le dijo algo de que no le haría bien o algo que no entendí.

- Está embarazada – le conté.

- ¿Está emba… - algo cruzó por su mente – ¡Oh! Creo que eso explica muchas cosas. Su marido no se apartó de su lado ni por un segundo.

- ¿Su marido? – pregunté extrañado, nunca había conocido al hombre en persona, era raro que Ceci se presentara con él.

- Sí… un tipo bastante amable, ¿sabes? – agregó Miguel – Ya lo conocía, con él hice el trato para el Programa. Se ve que ama mucho a Ceci, ayer estaba muy preocupado por ella. Claudia también lo considera un tipo agradable. ¡Cuando te recuperes podríamos salir de juerga los cinco! ¿Qué te parece?

- Creo que no estoy de ánimos para pensar en alcohol.

- Ya verás que saldremos de esta hermanito – Lo miré, y advertí lo jodidamente preocupado que estaba por mí, él trataba de ocultarlo, pero su cara no me engañaba. Yo amaba a este cabrón, el de verdad era como un hermano para mí.

- ¡Lo haremos! – le dije, al momento que esbocé una sonrisa que tensó toda mi cara, haciendo que una corriente de dolor recorriera mi rostro. Contuve la respiración para no gritar.

- Así me gusta, ¡esa es la actitud! – levantó los pulgares en mi dirección. Todos tenías gestos de positivismo para mí hoy.

-  ¿Qué día es hoy? – pregunté de pronto.

- Lunes… - dijo aclarándose la garganta – estuviste dos días sedado. Una terapia de sueño o algo así, para ayudar a tu cuerpo a sanar.

- ¿Qué hora es? – miró su reloj.

- Las dieciséis horas con treinta y nueve minutos… – me informó – has dormido bastante.

- ¿Qué aspecto tengo? – iba a zanjar ese asunto ahora – Quiero la verdad.

- Se podría decir que… ósea, en general bien… sinceramente, no te pareces… pero bueno, si miras con detención… te he visto mejor… - parecía no dar con una frase que resumiera en forma correcta mi apariencia.

- Trae un espejo Brawny… ¡Ahora!... – dije irritado.

- ¿Un qué?... un… - la compresión invadió su rostro – ¡Oh! No… no… no… no.

- Brawny… – le advertí.

- Llamaré a Claudia, ¿está bien?... ella sabrá que hacer… - se puso de pie ágilmente y se escabulló a la salida como una rata.

- ¡Cobarde! – le grité, antes de que se retirara. Se encogió de hombros.

- - -

Me pregunté qué hacía Quasimodo del “Jorobado de Notre Dame” mirándome en el espejo. Si no fuera por el color de pelo, habría estado seguro de que la caricatura de Disney cobró vida repentinamente. Pero no, esas cosas no pasaban en la vida real. Miré a Claudia con incredulidad, ella miró a Miguel a otro lado de la sala, hubo un intercambio silencioso de pensamientos y al unísono descubrieron que sus pies eran interesantes, muy interesantes. Volví a darle una repasada al cristal, atónito.

Parecía un globo, tenía el rostro edematoso, y era verdad lo que dijo el médico, el color de mi piel era difícil de definir, había una mezcla de tonalidades de pálidos, rojizos y violáceos. Tenía un apósito blanco que cubría la parte superior de mi ceja y la sien por el lado derecho, el párpado estaba por explotar por la hinchazón, era de un feo color rojo brillante. Entendí por qué no podía abrirlo. El ojo izquierdo, por otro lado, estaba medio abierto, y menos inflamado que su compañero, exhibía dos gruesas líneas violetas verdosas delimitando su área, que se oscurecían al llegar a las pestañas, dando la impresión que había usado un delineador morado para pintar mi ojo. Había otra compresa protegiendo las suturas en mi pómulo izquierdo, recordé quién me dio ese golpe y volvió a doler. Mis labios eran el otro problema, el inferior estaba claramente roto. Parecían una extraña masa protruyendo desde mi boca. Mis labios eran carnosos, pero no a tal extremo.

Silenciosamente, Claudia se acercó, me quitó el espejo de las manos, tomó su cartera, me besó la frente.

- Vas a estar bien – me prometió – se acabó el horario de visitas. Volveré mañana a saludarte. – Miró a Miguel – ¿nos vamos Idiota?

- Claro – respondió mi amigo, me hizo una señal de disculpas con las manos y se retiraron. Cerré los ojos, imaginando pasados y futuros alternos, inmerso en esos mundos imaginarios me dormí.

- - -

Era viernes. Llevaba siete días hospitalizado, y cinco días consciente. Hoy me daban el alta médica. No había estado tan feliz en días, y no es que el personal de salud me haya tratado mal, muy por el contrario, fueron muy atentos en todo momento. Lo que me molestaba eran dos cosas puntuales, la bata que dejaba entrever mi trasero cada vez que podía ponerme de pie. Y el Doctor, que no perdía oportunidad para burlarse de mi cara, mi estado y su nuevo tema favorito, mi trasero expuesto.

Había entrado en mi habitación el martes justo en el momento en que una enfermera colaboraba en mi primera levantada en días. Me advirtieron que lo tomara con calma, había puesto medias anti-trombos en mi “pie bueno”, el malo seguía enyesado, rígido. Quería asearme, y me negaba rotundamente a un “baño en cama”, la idea me parecía humillante, insistí en que autorizaran, por lo menos, que pudiera caminar a la regadera. En la ducha había una silla para discapacitados y el sistema de apoyo completo que me permitiría estar bajo el agua por algunos minutos. Estaba casi por llegar a mi objetivo cuando lo sentí reírse a mi espalda. Era el Doctor Bromas. No entendí qué le había causado tanta risa, hasta que me lo explicó… a su manera.

- Bueno al menos ya sé cuál es color de tu piel – lo escuché decir.

- ¿Perdón? – dije sin voltearme.

- El color de tu piel… - repitió, como si fuera obvio. – lo estoy viendo ahora.

Y lo comprendí, me había levantado cerrando la parte trasera de la bata con una de mis manos, pero la Enfermera insistió en que tenía que apoyarme en unas ridículas muletas, y olvidé mis cuartos traseros expuestos. Él se regocijaba haciéndome sentir avergonzado. Decidí seguir caminando, de alguna forma, cuando me sintiera limpio, podría pedir ayuda a Brawny para cubrir mis partes pudendas con un bóxer, y tal vez usar un pijama y no el ridículo paño hospitalario.

Luego de ese incidente, pasé a ser conocido por el Doctor Sergio Obregón, como el “Blanquito”, “Trasero de Bebé”, “Don Nalgas”, “Mister Pompas”, “Trasero con Talco” y un sinfín de apodos más. No perdía oportunidad de molestarme. El miércoles por la mañana sugirió que podríamos evaluar la evolución de mis moratones comparándolos con el color de la piel de mis glúteos. Ese mismo día me habló de los planes para mi “rehabilitación”. Había dejado pasar el tema de la terapia con la psicóloga, más por consideración a la salud mental de Claudia que la mía.

El Dr. Obregón quería que tomara por lo menos dos semanas de descanso antes que retomara mis actividades laborales. No me acababa de agradar la idea, me dejaba un sabor amargo en la boca. Dos semanas era mucho tiempo.

- ¿Dónde trabajas? – preguntó mientras escribía en mi Historia Clínica.

- Bueno… en… en el Departamento de Informática – dije dudoso. Pensé que él sabría eso al menos. Mis compañeros de trabajo iban y venían cada cinco minutos.

- ¿Dónde? – quiso saber, sin despegar la vista del Formulario que completaba.

- En el Departamento de Informática. – reiteré - En este mismo Hospital – añadí. Me miró.

- ¿En serio? – había sorpresa en su voz.

- Sí, y… en el Gimnasio Hércules… - agregué - hago clases ahí.

- ¿De verdad? – si voz un tono más agudo.

- Y… también en la Universidad – concluí.

- ¿Tienes tres trabajos? – estaba atónito. Me pregunté si su sorpresa se debía a que no me considerara mentalmente capaz para desarrollar esas labores.

- Evidentemente – me apuré a responder.

- Tres trabajos – se dijo a sí mismo, tratando de convencerse – ¿Para qué necesitas tanto dinero? – me miró extrañado.

- Para gastarlo… supongo – ironicé.

- O por codicia… - elevó las cejas.

- Puede ser… - dije condescendiente – Soy como Smaug, me encanta acumular oro.

- Mmm… como en “El Hobbit”… ¿es como tu héroe o algo así?

- Sinceramente… mi situación financiera no es de tu incumbencia – le indiqué aireado – y considero que dos semanas son un exceso.

- Mira Trasero de Algodón, el médico aquí soy yo. Si te estoy diciendo que serán dos semanas, ¡serán dos semanas!... – quise interrumpirlo, me detuvo – No te estoy preguntando, o pidiendo una opinión, estoy dando mis indicaciones. Ese pie tuyo – lo indicó con su lápiz – no va a tolerar todas las actividades a las que te dedicas… No puedo creerlo… ¿Cuántas horas duermes al día?

- Cinco – murmuré – la mayoría de las veces, al menos.

- ¿¡Cinco horas!? – gritó – ¿estás loco?

- ¿Y Usted? – repuse – Hace guardias acá, luego hace sus rondas, y luego atiende la consulta… también tienes mucho trabajo…

- Esto es distinto…

- ¿Distinto?... ¿Por qué sería distinto?

- ¡Porque tú eres un niño! – dijo, exasperado.

- ¿¡Un niño!?... ¿Esto es por mi edad?... – no lo podía creer.

- Sí… a tú edad deberías estar viviendo la vida loca… digo… apenas saliste de la Escuela, ¿verdad?

- Tengo otras responsabilidades – zanjé el asunto – y no soy un niño.

- Díselo a tu trasero – me mostró el Formulario completo y se retiró. Dejándome con la ira hirviendo y deseos asesinos de quebrar el yeso de mi pie en su cabeza.

Cecilia estuvo conmigo ese día también, tenía una cita con Claudia. Había acudido junto a su marido, pero éste, decidió esperar fuera de mi habitación para darnos espacio. Me pregunté qué aspecto tenía ese hombre misterioso al que aún no conocía. Ceci no se veía bien. Había una preocupación extraña en sus ojos, algo que iba mucho más lejos de lo que mi condición actual podría significar para ella. No quise preguntarle, asumí que se debía a su condición como gestante, con todo ese asunto de la labilidad emocional y los cambios de humor repentinos. Se fue al rato, atrasada para su control prenatal.

En algún momento de la semana, comencé a sentirme estresado por el trabajo, supe por Brawny que el Programa de Entrenamiento Complementario, o PEC como él lo llamaba, había empezado a funcionar de maravillas. Eso me tranquilizó a medias. Miguel iba y venía del gimnasio al Hospital durante todo el día, le había pedido que dejara de preocuparse, pero insistía en mantener sus ojos sobre mí. Había insinuado incluso que sería conveniente que me alojara en su departamento hasta que estuviera completamente recuperado. Claudia dijo que estaría mejor con ella. Terminaron enfrascados en una discusión en la que se sacaban en cara los beneficios e inconvenientes que tendría para mi salud vivir con alguna persona distinta a ellos mismos.

Respecto a la Oficina, los chicos me visitaban a diario, es más, habíamos instaurado un sistema de visitas interno que nos beneficiaba a todos, ellos se relajaban por momentos de las difíciles labores que nuestro trabajo imponía y yo distraía mi mente pensando en posibles soluciones para esos dilemas. Sin embargo, era la Universidad lo que me inquietaba sobremanera. El semestre había iniciado el lunes, justamente el día en que desperté. No había recibido ninguna noticia sobre cómo estaban llevando las cosas, Claudia se encargó de entregar el Permiso Médico en la rectoría, y hasta el momento no sabía nada. El Dr. Obregón insistía en que debía permanecer por lo menos dos semanas fuera de la rutina por mi estado de convalecencia, y yo insistía en que ya estaba lo suficientemente fuerte como para afrontar mis responsabilidades, al menos las que no requirieran algún esfuerzo físico. Me sentía en duelo por el Baile, sabía que se me venía un trabajo de meses con el fisioterapeuta antes de volver a las pistas.

Mis hermanas también habían llamado, mi amiga las había alertado del accidente sólo cuando me encontraba fuera de riesgo vital – Me costaba asimilar que estuve al borde de la muerte todavía-. Claudia les aseguró que no había necesidad de que viajaran, dado a que, en conjunto con Miguel, prometieron hacerse cargo de mí. No lograron convencerlas. Laura, mi hermana mayor, insistía en que debía pasar mi segunda semana de reposo con ellas, “somos tu familia, déjanos cuidarte” me pidió, y a pesar de las protestas de todos, acepté. No quería convertirme en una carga para mis amigos, ambos tenían pendientes por mi causa. Mi médico fue quien más rezongó, diciendo que no era más que un niño irresponsable, advirtiéndome que él no consentía el viaje, y que además, estaba descuidando mi recuperación por puro sentimentalismo. Lo ignoré. Partiría el sábado por la tarde.

Estaba terminando de poner mis pertenencias en un bolso que me trajo Claudia ayer, cuando Brawny entró por la puerta, estaba serio. No venía solo.  Detrás de él, entró el Dr. Obregón y luego, cerrando la comitiva, una joven Oficial perfectamente uniformada. Me paralicé. Había evitado con todas mis fuerzas pensar en los sucesos de esa noche, pensar en las voces y en las promesas que hice.

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