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Historia del Chip 010 - La consulta - Irma 001

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1) HdC 010 – La consulta — Irma 001

Con dieciocho años recién cumplidos, Irma era una excepción en la universidad. Su virginidad, -sin llegar a ser pública-, le resultaba incómoda. No era por falta de ganas, más bien la falta de pretendientes. En la última revisión médica había tenido que declararlo en el cuestionario y sintió vergüenza al escribirlo.

Ahora se encontraba esperando en la consulta. Como la ley marcaba, una vez pedida consulta dependía para el alta de su médico. No sabía que se podía encontrar detrás de la puerta que parecía vigilarla atentamente.

Conocía el procedimiento. Una amiga suya había comenzado a ir el año anterior a una psicóloga y le contaba maravillas de la experiencia. Pero Irmano creía que desnudarse completamente fuera a ser buena idea.

La asistenta le indicó dónde dejar sus cosas. Sólo cuando Irma se despojó de todo lo que llevaba y se hallaba como vino al mundo, le indicó la puerta posterior. Intentando no mirar hacia atrás, escuchó como la llave se giraba, dejando todo lo que había traído... salvo ella misma y sus temores.

La doctora era mucho más joven de lo que había pensado. Y atractiva. Se sintió empequeñecida en su presencia. Resultó mucho más extraño de lo que se hubiera imaginado. Una vez sentada en un enorme sillón de cuero, las piernas cruzadas y los pechos descubiertos proyectados hacia delante, trató de relajarse. Al cabo de un rato ya estaba hablando de sí misma y olvidándose de que estaba desnuda. Habría muchas más sesiones en el futuro. Y aunque ella no lo sabía, todas serían grabadas. Había cinco cámaras en la consulta, supuestamente desconectadas, salvo que la doctora dijese una palabra clave. En realidad, eran controladas a distancia por alguien interesado en el cuerpo y en el alma de Irma.

—*—*—

Lena se había doctorado en sociología ya hacía años. Triunfadora y determinada a ser independiente, no había aceptado la tiranía del chip. Iba con algún que otro hombre sin querer terminar dependiendo de las migajas que alguien pudiera ofrecerle. Hacía años que se había propuesto buscar una compañera que satisficiera sus necesidades sexuales y que resultase una pareja acorde a sus exigencias.

No fue fácil encontrar a una persona que cumpliese sus recónditos deseos y pudiera ponerse a la altura requerida. Fruto de la perseverancia y armada con una gran paciencia, fue paso a paso, como si el destino hubiera decidido ayudarla.

Era millonaria. Sus padres murieron dejándole una herencia fabulosa y una inteligencia nada despreciable. También un voraz deseo sexual con toques de dominación. Cuando urdió el plan, fracasó miserablemente. Aprendió del error y la siguiente vez estaba mucho mejor preparada. También sabía con mayor claridad lo que quería y qué debía hacer para obtenerlo.

Cada peldaño le llevaba a un nuevo enclave, a un nuevo punto conquistado, más cercano de su objetivo. Mientras tanto, disfrutó en todo tipo de comunidades bdsm acordes a su naturaleza, tratando de saber que sentían las sumisas, como se comportaban los amos. Sólo se juntó oficialmente a un hombre. Lo hizo justo cuando llegó el chip, habiendo disfrutado de lo lindo hasta entonces, pero sin dejar engañarse por un momento. Cada día, cada orgasmo, podía ser el último. Así que cuando le fue implantado el dispositivo por debajo del pubis, ya tenía elegido un amante puente que le permitiese esperar sin volverse loca.

Escogió cuidadosamente a su marido. Alguien bien entrado en años y con mucho bagaje. Había visto fotos de sus exmujeres, su madre y sus hermanas. Y hasta de algunas de las amigas con las que había compartido cama. Quería un galán complaciente, siempre pendiente de ella. Y acertó con la elección.

Todo eso era anecdótico. Lo único que realmente deseaba obtener era los códigos que abrían su chip. Básicamente el modo en el que el artilugio recibía la codificación de ADN que la autorizaba a tener los clímax. Cuando por fin los obtuvo, fue honesta. Siguió con él hasta que murió... y fue deshonesta, pues su mente ya se deleitaba con su nueva presa.

Su honestidad era también un colchón de seguridad, obtener orgasmos si se tenía pareja era mucho más prudente, incluso si oficialmente el chip no estaba activado. Ahora llevaba un año de vida monacal, o por lo menos, aquella que le ofrecía el microchip. Sólo la excitación que le producía ver a Irma desnuda ayudaba a sobrellevar la castidad obligada. No dejaba de sentirse satisfecha, tanto por sus logros como por sus aciertos.

La pantalla gigante de su salón ofrecía aleatoriamente escenas de su presa en la consulta. Las interminables piernas cruzadas y los pechos impúdicamente ofrecidos. O en bikini en la playa. Había hecho que el ordenador cambiase el traje de baño por uno más atrevido y sexy. Pero en un futuro cercano tendría a su amor en todas las poses inimaginables y sin necesidad de realidad virtual.

*—*—*

Supo de ella cuando tenía doce años. Aun sabiendo que tendría que esperar seis años como mínimo, la perspectiva de atraerla y seducirla fue suficiente motivo para continuar su trabajo y su matrimonio.

Tenía los informes genéticos. Las extrapolaciones físicas y los perfiles psicológicos encajaban. Irma sería con veinticinco años una mujer extraordinariamente atractiva. Una playmate. Tendría un busto de 95 centímetros, con una cintura de 60 y unas caderas de 90. Mediría uno ochenta y tres con unas largas piernas, una piel sedosa y cautivadora. El pelo castaño, largo y aterciopelado. Ojos negros y tez algo oscura.

Había visto multitud de informes. Todavía no se había producido el despertar sexual y podía suponer que ningún chico o chica le había puesto al mano encima. Lena se encargaría de que siguiese siendo así.

La primera y compleja trama que creó consistía en un burdo engaño, no por ello menos hábil. Irma tendría una enfermedad de nombre impronunciable y sorprendentemente rara. Hizo que un médico visitara a la maestra/tutora de Irma y le explicó la problemática.

—Se trata de una enfermedad descorazonadora. Miss Sánchez— dijo el doctor Lennon. Sánchez cambio su gesto ante la noticia. Su profesionalidad se impuso.

—Lo lamento mucho, señor Lennon. ¿Qué puedo hacer? — preguntó compungida

—Es poco lo que, en teoría, podemos considerar. Salvo proteger a la familia y a su alumna— indicó Lennon con expresión triste. Viendo una pequeña posibilidad en la cara del doctor, la maestra se atrevió a preguntar.

—¿Y cómo debemos ...?

—Es sencillo. Debemos actuar como si nada hubiera pasado. Los cálculos indican que en el 20% de los casos, la enfermedad remite si no hay ningún tipo de estrés. Ni personal ni familiar. Por eso he acudido a usted y no a la familia. Es conveniente que no lo sepan— matizó el supuesto doctor Lennon.

—¿No hay peligro para los demás? — indagó Sánchez. Lennon negó con la cabeza.

—Lo ideal en estos momentos sería que a Irma se le hiciese un tratamiento hipnótico para evitar tensiones que empeorasen su estado. Y, si lo ve conveniente, lo mismo con usted.

—¿Conmigo? ¿Por qué? — preguntó casi indignada Sánchez.

—Es obvio. Una niña tan inteligente notaría el cambio de actitud, consciente o inconsciente, por su parte. El tratamiento sería para que usted olvidase esta conversación— dijo Lennon, que era sólo un actor contratado.

—Pues no debería haberme revelado nada— reclamó Sánchez, molesta con el doctor y con ella misma, como si fuese a traslucir algo de la conversación, pero, en el fondo, sabía que ya no hablaría igual a Irma.

—Ahí está el problema. No podemos tratar a Irma sin el permiso de los padres o de una tutora. Resulta más sencillo comunicarse con usted, siendo su implicación menor. Si da el consentimiento, buscaremos una excusa: un retraso en las notas, problemas de movilidad, cualquier cosa. Y la trataremos. A usted le haremos olvidar el problema. Vigilaremos por si hay nuevos indicios y si desgraciadamente así ocurre, le daremos una palabra clave y recordará de nuevo lo que ha pasado.

Lennon estaba satisfecho de su perorata, que era la mayor sarta de tonterías que había dicho en su vida. Sánchez aceptó la propuesta y firmó. A partir de ahí, todo fue coser y cantar. La tutora, -gracias al hipnotismo, fue la principal espía de Lena en el colegio. Su inconsciente recababa todo tipo de información de Irma y la transmitía de inmediato, resumida y ordenada. Irma, por su parte, recibió la sugestión hipnótica de que era un poquito gordita y de que viera a todas las mujeres de su clase o de su entorno como excelsas, bellas y perfectas. Y a los hombres como poco atractivos y, en ocasiones, repulsivos.

Una vez al mes recibía tratamiento. En la sesión debía narrar sus sensaciones, emociones y pensamientos. Las novedades. Como cambiaba su cuerpo y cómo deseaba que fuera. Llegaba con su tableta, repleta de sus fantasías, las descripciones escabrosas.

Lena recababa información, pero ¿cómo influir en el comportamiento de Irma? Las teorías psicológicas eran una basura, tanto como en el siglo XX. Puede que más. Lena se decidió por pequeños pasos. Toda persona cercana a Irma debía ser controlada, o si no era posible, restringida su influencia sobre su futura amante. Salvo, naturalmente, que su amistad sirviese para los fines de Lena.

Faltaba mucho tiempo para que todo lo que ocurriese ahora tuviese importancia, pero Lena sentía que cada minuto pasaba de forma inexorable. Tuvo que centrarse en los detalles. Como primera norma, sólo se acostaba con alguien dos veces al mes. Alternando hombre y mujer. No le importaba repetir, sobre todo si conseguía el papel dominante.

Respecto al dinero, le sobraba hasta detrás de las orejas. Desde la muerte de sus padres y con la herencia multimillonaria, casi había resultado más un inconveniente para la vida que deseaba llevar que otra cosa. Trabajaba tanto que no tenía ni tiempo de encender la holotelevisión.

Tardó casi un año en concebir el plan, el tiempo de prácticas que los interludios sexuales la incitaron a comprender como quería que fuese su Irma. Por otra parte, el diablo estaba en los detalles.

Una vez tomada el control directo de las empresas heredadas y dejándolas funcionar con una supervisión lejana, decidió crear varias fundaciones, cuyos objetivos principales eran ayudar a los demás: siempre que fueran mujeres entre diez y dieciocho años con problemas sexuales. Los datos que recabase de esas instituciones serían el pago por su esfuerzo. Nunca sabría nada personal de ninguna de esas chicas.

La ventaja de ser un genio contable y una acaudalada millonaria joven se podía convertir en un hándicap si no era capaz de manejar con equilibrio su ego, los halagos que recibía y los buitres que de manera inevitable rodean a una triunfadora apetecible.

En ocasiones llegó a pensar a quedarse con un solo amante, como ya había hecho antes. En su fuero interno sabía que eso ya no era factible. En cuanto se hubieran casado, -o ella hubiera envejecido-, la sociedad, las leyes, la dependencia del chip o la amenaza de un divorcio ruinoso terminarían por pasar factura.

Ya que iba a reconvertirse en una lesbiana en espíritu, debía serlo también de palabra. Realizó una probatura en una pequeña división antes de trasladar el engranaje a todas las empresas. Consistía en que las mujeres fueran atractivas, -según los estrictos cánones de Lena-, y vistiesen el uniforme de la empresa. Altos tacones, minifaldas a mitad de muslo como máximo y un top ajustado con los hombros desnudos y bien ceñido. La ratio debía ser de dos mujeres por cada hombre. Los hombres casados y las mujeres con el chip sin programar, es decir, sin capacidad de disfrutar de orgasmos y sin hombres cercanos dispuestos a otorgarles el premio de la activación.

En un futuro, Irma trabajaría con ella, codo con codo y pretendía que ese entorno le resultase natural. Lena no dejó de estudiar el ecosistema que se produjo en cada oficina, en cada cubículo y en cada rincón de sus empresas. Había múltiples interacciones. Las mujeres se volvían sumisas casi sin pretenderlo, no tenían suficientes pretendientes masculinos, salvo para ser probadas. En circunstancias así, pocas mujeres se negaban a tener relaciones sexuales. Sobre todo, para no quedar marcadas en su pequeño pero intimidatorio ecosistema. Y un amante ocasional podía traer a una futura pareja. Alguien que permitiese la programación del chip y los orgasmos largamente añorados.

Los hombres, por su parte, no prometían nada. Ni pretendían dar falsas esperanzas. Casi todos con una mujer complaciente y agradecida en casa, les resultaba el paraíso estar en la oficina. Si las horas se alargaban, las salas de descanso y las cafeterías estaban llenas de muslos desnudos y pantorrillas contraídas. Sin contar los viajes de negocios. Lena aprendió que era conveniente mantener una ratio uno a uno en los viajes. Una mujer sin excesiva competencia estaba más relajada. Y ahorraba dinero en habitaciones. Tuvo que hacer un memorándum añadiendo al sueldo el 30% de la dieta ahorrada. Hasta mujeres con remilgos dormían con un galán improvisado para ganarse un dinero extra o para tener sexo ocasional. La excusa económica hacía maravillas para el flirteo inconsciente.

Lena tenía seis ayudantes específicos. Tres hombres y tres mujeres. Los tres hombres eran algo sumisos, si es que podía existir alguno y tres mujeres atractivas, sólo que más bajas que ella. No quería que una mujer alta y esbelta provocase un enamoramiento que complicase su labor. Existía una cierta tensión entre todos pues Lena no mostraba preferencias generales. Admiraba a cada uno de ellos en un campo determinado. Siguiendo los principios de la empresa, se había acostado con los seis y lo seguía haciendo de cuando en cuando. Los tres ayudantes masculinos estaban casados y una de las ayudantes también. Esto reflejaba la demografía de la empresa: cinco de cada seis empleados cumplía los ideales de Lena. Ella nunca había forzado el tema para evitar las leyes antidiscriminación. No es que ya tuviera demasiada importancia. Como socióloga sabía que una vez un sistema está rodando, expulsa a los elementos díscolos. Cuando un hombre dejaba de estar casado, rápidamente encontraba una dama dispuesta a irse con él. Y para la mujer, estar viéndole cada día en la oficina podía resultar asfixiante. Sin olvidar que las demás pretendientes estaban al acecho. O ella o los dos se iban. Lena hubiera pronosticado que los dos, pero se equivocó de pleno en el pronóstico.

Tenía su lógica. El hombre perdía más. Para ella, obtener la bendición de los orgasmos era suficiente recompensa. Para él, una minucia. Quería más hembras. Y no había lugares tan idóneos como su oficina. Empezaba a haber rumores que otras empresas estaban probando el entorno cautivador y competitivo que existía allí, pero las que lo intentaban fracasaban. Creían que todo se debía al genio competitivo de Lena.

Esto provocó que tuviera todavía un mayor número de ofertas de colaboración. Proveedores y clientes confiaban que pudiera ayudarles. Los tentáculos de Lena crecían. Los testículos virtuales también.

Entre cliente y cliente, Lena se dedicaba a comprobar los avances con Irma. Ya tenía diecinueve años y su cuerpo rebosaba de florecientes indicios de aquello en lo que se iba a convertir. Los pechos crecían, las piernas también. Las caderas surgían por los lados y la cintura se mantenía estrecha.

Las sugestiones se mantenían al mínimo. Lena creía sobre todo en el entorno. Consiguió que la clase de Irma en el colegio tuviese una ratio uno tres. Un hombre por cada tres mujeres. Y en la universidad un hombre cada 2,7 mujeres. Había otras tres similares en el país así que no resultaba estadísticamente tan improbable. Conseguirlo fue un juego de niños, nunca mejor dicho. Las clases orientadas a profesiones masculinas desaparecieron en su gran mayoría. Y creció el alineamiento a profesiones femeninas.

Lena sólo tuvo que comprar un par de universidades y trasladarlas... ganando dinero. Como antes había hecho con los colegios. Con los beneficios introdujo nuevos institutos orientados para la mujer. Luego el entorno siguió su ejemplo. Tardó sólo un año en conseguirlo. Los universitarios escogían otras zonas para vivir. Un poco antes de llegar a la ratio, Lena volvió a introducir institutos orientados a lo masculino. Coser y cantar.

Durante mucho tiempo se mantuvo adscrita al principio: Observa mucho, manipula poco. Y no por falta de ganas, sino por carencia de aptitudes. Cuando Irma llegó a los veinte años, Lena ya comenzaba a sentirse satisfecha de los resultados.

En el fondo, todo consistía en saber cómo quería que fuese su apetecible playmate en potencia. Cuando las ideas florecieron por ensalmo y a causa del duro cavilar, Lena tenía establecido todo el grupo alrededor de su presa.

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