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Mi adolescencia: Capítulo 44

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De todos modos no quise alargar su agonía más de lo necesario. Y ya cuando estábamos en el chalet, y justo después de que Iñigo encendiese la calefacción, dije en tono jocoso y bromista: “uff, que calor hace aquí” mientras me quitaba el jersey dejando a su vista la dichosa camisa que tanto le ponía. La reacción no se hizo esperar. Fue como darle un paquete de golosinas a un niño pequeño. Su cara se volvió resplandeciente y feliz. Se le formó una sonrisa espléndida en los labios y se abalanzó a besarme como agradeciéndome que todo se trataba de una simple broma. No solo su rostro cambió, pues pude percibir que hasta la última célula de su cuerpo se excitó por todo ello y un deseo sexual muy contenido hacía mí estalló en ese preciso momento. Porque se lanzó a tocarme y acariciarme por todos lados. No solo mis pechos, sino los brazos, la cara, el culo, las piernas y todo lo que alcanzase con sus manos. Era como si quisiera saborear cada centímetro de mi cuerpo y exprimir todo ese deseo sexual contenido. En cierta manera era algo exagerado, pues tampoco habían sido tanto los días de abstinencia que tuvo que sufrir (poco más de una semana) pero lo cierto es que parecía que hubiese pasado mucho más tiempo.

Sabía muy bien que mi mayor baza era jugar con el morbo que despertaba la camisa en Iñigo, o más bien el morbo que despertaba Jennifer en él, por lo que en un determinado momento que empezó a desabrochármela, y a besarme los pechos por encima del sujetador, le dije en tono afable y sensual: “¿Qué pasa? ¿Es que te gusta Jennifer y por eso te pone esta camisa? ¿Qué pasa? ¿Es que te gusta más que yo?”. Su respuesta fue contundente, rápida y directa al mismo tiempo que seguía comiéndome los pechos: “Nadie, absolutamente nadie me gusta más que tú, eres la tía más preciosa y que está más buena de esta ciudad, y menos aún la pedorra de Jennifer, que será muy pija vistiendo pero es una pedorra insoportable”. Hay que reconocer que esas palabras me pusieron y me incendiaron un poco, me inflamaron la pasión y el deseo, y empecé a disfrutar más de las caricias, besos y chupetones de Iñigo, no solo porque con esas frases me elogiara y halagara, sino porque a las chicas siempre nos gusta escuchar que las demás son unas pedorras inaguantables y que nosotras siempre somos las reinas indiscutibles para cualquier chico. Por lo que, sin proponérmelo de forma totalmente subconsciente me salió un emotivo y sonoro suspiro que sonó a jadeo. Lo cual puso más todavía a Iñigo que intensificó más las caricias y toqueteos tanto por fuera como por dentro de la ropa.

No sé cuánto tiempo exactamente llevábamos saciando ese deseo sexual tan brutal entre ambos cuando Iñigo de forma brusca y violenta se bajó sus pantalones y calzoncillos y restregó su pene erecto contra mi boca. Lo inesperado y rápido de la acción me quedó perpleja y algo descolocada, por lo que eché la cabeza para atrás esquivando sus intenciones. No es que no quisiese pero es que me sorprendió lo rápido que fue todo. Pero solo esos segundos de esquivarle su pene fueron más que suficiente para sembrar una desconfianza total en Iñigo y ver como el miedo se apoderó de él, pues en solo unos segundos su pene paso de estar super ereccionado a ablandarse y empequeñecer a una velocidad asombrosa. Enseguida comprendí que Iñigo sintió miedo de ofenderme y cabrearme de nuevo por su visceral acción de ponerme el pene en los labios, y al sentirse tan inseguro, nervioso y asustado su erección bajo del todo en solo unos segundos. Era lógico, había sufrido muchos días de castigo por lo que pasó en el ascensor aquel otro día y no quería volver a meter la pata cabreándome. Tanto su rostro como su apagadísimo pene eran el reflejo del miedo más absoluto. Y, en ese momento, al verle tan asustado, desvalido y acongojado me invadió una gran ternura hacía él y me hizo quererle más todavía. Debía conseguir hacerle recuperar la confianza total, y vaya que si lo iba a conseguir.

Por lo que cogí con mi mano su flácido pene y empecé a pasármelo por el cuello de la camisa al tiempo que decía: “Vaya, o sea, que te gusta como me queda esta camisa, porque a Jennifer le queda bien, pero claro a mí me queda mejor”. El efecto fue instantáneo, de nuevo el pene empezó a crecer y engordar a ritmo vertiginoso. No hacía ya falta que siguiera hablando más pero aún así me gustó echar más leña al fuego y le dije sensualmente: “Lo interesante sería que nos tuvieses aquí a las dos juntas y decidieses así a quién le queda mejor la camisa y a quien te gustaría más desabr…”. No pude terminar la frase, pues Iñigo me introdujo su inmenso pene en la boca de forma visceral, violenta y con mucha vehemencia y agresividad, como si le faltase el aire. Yo también estaba excitadísima, jamás pensé que el rollo fetichista de la camisa azul de Jennifer me llegase a poner tanto a mí, y realmente me apetecía comérsela y chupársela mientras que con mi mano se la agitaba arriba y abajo. Iñigo empezó a gritar de placer, a lanzar gemidos a una intensidad brutal y a disfrutar como nunca, al mismo tiempo que me agarraba del cuello de la camisa y me tiraba hacía él mientras decía: “Sigue, sigue, no pares, no pares”. Fue un calentón brutal, una pasada, jamás le había visto así de cachondo y caliente, con el pene moviéndose dentro de mi boca con un frenesí descomunal. Yo disfrutaba muchísimo, pero podría asegurar que él estaba disfrutando tropecientas mil veces más que yo.

De repente paró en seco. Estaba acalorado. Sudando. Como enfermo. Y solo dijo: “Vamos a hacerle un regalito a Jennifer” y me sacó su pene de la boca y él mismo empezó a pajearse con su propia mano encima de mí. El resultado no se hizo esperar, en unos pocos segundos un inmenso y descomunal chorro de semen cayó encima de la camisa, la puso toda perdida, de hecho él mismo se encargo de ir distribuyendo todo el semen que caía por toda la camisa. Expulsó una cantidad desorbitada y solo al cabo de muchos segundos acabó de echar hasta la última gota. Después de tan extenuante acción solo se río al mismo tiempo que dijo: “pero que bien has hecho trayéndote también el jersey para así poder volver a casa”. Yo también me reí por la ingeniosa ocurrencia. Con mucho cuidado me incorpore, me terminé de desabrochar la camisa y la tiré al suelo. Ya habría tiempo luego de meterla en una bolsa de plástico y llevarla así a casa para lavarla. Pero eso sería luego, lo que mi cuerpo me pedía ahora era abrazarme en el sofá a Iñigo y quedarnos dormidos unos minutos abrazados el uno al otro. Y efectivamente, así fue como ocurrió, pues un sueño placentero nos invadió y nos dejó profundamente dormidos durante más de media hora.

Era lógico y natural que el tremendo y excitante morbo que desencadenó lo de la camisa de Jennifer fuese el detonante que abriese por completo la caja de Pandora. Es decir, que a partir de ese momento todas las fantasías entre Iñigo y yo se caracterizarían por el mismo patrón. Por lo que al día siguiente, después de devolver la camisa ya lavada y planchada a Jennifer, y teniendo aún muy reciente el recuerdo de todo lo que había pasado le pregunté a Iñigo cuál era la causa de que le diese tanto morbo todo aquello. Él se encogió de hombros, no acertó a decirme una única razón, solo dijo que le gustaban cómo vestían todas mis amigas pues todas eran muy pijas y clásicas vistiendo, y eso le gustaba mucho. Supongo que al decir eso se refería sobre todo a Jennifer y Sara, porque desde luego Mª Luisa con su ropa hippy y sus ponchos no es que fuese muy elegante y pija. Por lo que abiertamente le pregunté en un tono más picarón del que yo hubiera querido: “Que curioso, ¿y hay alguna prenda más que te pongan de ellas?”. Él no titubeó ni un segundo, es más, respondió a una velocidad mucho más rápida de lo que jamás pensé. Lo cual me cabreó. Porque una cosa es que le guste algo de mis amigas y otra muy distinta que se muestre tan entusiasmado por ello. Me cabreó mucho. Y más me enfadó lo sincero que fue al decir: “claro, muchísimas cosas, saben vestir muy bien”.

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