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La reeducación de Areana (9)

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La mujerona les abrió la puerta, saludó a Elena respetuosamente y le dijo a Eva con todo firme: -Usted, detrás de nosotras. Eva, asombrada, miró a Elena y luego a Marisa, que endureciendo aún más el tono repitió:-¡Detrás nuestro! –e inició la marcha hacia el ascensor junto a Elena, que sonreía malévolamente.

A sus espaldas escuchó que Eva le preguntaba:

-Elena, ¿qué está pasando?

-No lo sé, querida. –respondió la otra sin volver la cabeza.

-Pero…

-Mejor no preguntes nada y veamos.

Ya en el ascensor Marisa dijo dirigiéndose a Eva:

-Mire al piso.

-Oiga… -intento protestar la atribulada mujer, pero Marisa le advirtió:

-Cuidado con insolentarse o lo va a pasar mal.

-¡Elena, explicame esto! –pidió Eva.

Y su supuesta amiga, poniendo su mejor cara de tonta y con solapada malignidad, le respondió:

-No sé que pasa, mi amor, pero si querés nos retiramos y después vemos cómo recuperás a tu Areanita.

-No… tenés razón, no puedo irme sin llevármela, pero…

-Mire al piso. –insistió Marisa mientras abría la puerta del ascensor. Eva se sentía muy rara, asombrada, con miedo, pero a la vez con una sensación que no lograba identificar claramente y que la inquietaba.

En el living esperaba Amalia, de pie, enfundada en un enterizo de seda negra que modelaba turbadoramente sus formas y calzada con zapatos negros también y de altísimos tacones. En su mano derecha empuñaba una fusta. Al verla, Eva se estremeció. Era como si esa mujer se le estuviera revelando en una faceta no inimaginable pero sí expresada repentinamente en su máxima dimensión.

-Buenas tardes, Amalia. –saludó mientras se acercaba a la dueña de casa procurando controlar el nerviosismo que la embargaba. Cuando estuvo ante ella e intentó saludarla con un beso, Amalia la detuvo adelantando su mano derecha para colocarla con la palma hacia abajo a escasos centímetros de su rostro.

-Béseme la mano. –le ordenó y los ojos de Eva se agrandaron al máximo por la sorpresa mientras de sus labios brotaba un balbuceo ininteligible.

-¿Qué está esperando para saludar a la señora? –dijo Marisa a sus espaldas.

-Vamos, Eva, no perdamos tiempo. Saludá a Amalia como corresponde. –dijo Elena intercambiando un guiño cómplice con la asistente.

Eva, completamente superada por la situación, besó la mano de Amalia y giró hacia Elena:

-Oíme, no sé qué está pasando, pero me asusta esto. –le dijo con expresión preocupada. –Quiero que me traigan a mi hija e irme con ella.

Entonces intervino Amalia:

-¿Qué dijo¿ ¿dijo “quiero”?

-Sí, dije que quiero que me traigan a Areanita y llevármela a casa.

-¿De veras piensa que está en condiciones de exigirme algo?

-Es mi hija… quiero… quiero llevármela… -murmuró Eva cada vez más confundida.

-¿Trajo el dinero? –preguntó Amalia. –Me debe tres mil pesos por haber reeducado a esa perrita.

-Sí, le… le hago un cheque…

-Hágalo. –dijo la dueña de casa y entonces Eva miró a su alrededor como vacilante, sin saber dónde ubicarse para hacer ese cheque.

-¿Qué pasa? –le preguntó Amalia.

-¿Dónde puedo sentarme?

-¿No le parece que lo lógico es sentarse a la mesa?

Eva se sentía cada vez más cohibida e intranquila ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos.

-Sí, es cierto… -murmuró y dio unos pasos hacia la mesa principal, pero Amalia la detuvo con tono imperativo:

-¡Quieta ahí! ¡¿Qué hace?!

Eva se detuvo inmediatamente, presa de una confusión que se acentuaba y se convertía en una sensación muy dolorosa sicológicamente. Miró a Amalia con expresión suplicante y dijo:

-Usted me dijo que…

-¿Le dije que se sentara a la mesa?...

-Bueno… Sí… me…

-Yo le dije que lo lógico era que hiciera el cheque sentada a la mesa, pero no la autoricé a que se sentara.

Sometida a una cada vez más intensa presión sicológica, Eva estaba a punto de quebrarse, vencida por la perversa estrategia que Amalia estaba implementando.

-Marisa, traé a la perrita. –ordenó la dueña de casa y la asistente abandonó el living para cumplir la orden.

-Ahora sí la autorizo a que se siente a la mesa para hacerme el cheque. –dijo Amalia. Cuando estuvo sentada con la chequera en la mesa, Eva tuvo que esperar un rato a que la mano que sostenía la lapicera dejara de temblar.

Minutos después Marisa volvía con Areana, vestida con la ropa que lucía cuando fuera llevada al departamento: su uniforme de colegiala, y un pequeño bolsito de mano. Al verla, Eva corrió hacia ella y la abrazó estrechamente, a punto de estallar en sollozos. La niña respondió al abrazo muy tibiamente y se limitó a decir:

-Hola, mamá.

-Ay, hijita, ¿cómo estás?...

-Muy bien, mamá, gracias. –contestó fríamente la sumisita y ante una orden de Amalia se liberó de los brazos de Eva y fue a sentarse en el sofá.

-Bueno, perrita, a ver, contanos la idea que tenés de tu madre. –dijo Amalia sorprendiendo a Eva.

-Y usted, siéntese ahí. –le ordenó a la conmocionada mujer señalándole un sillón cercano al sofá, y Areana comenzó a hablar:

-Mamá es débil… No tiene carácter… vacila siempre ante cualquier cosa… La recuerdo desde siempre incapaz de tomar decisiones… Aunque se trate de una estupidez sin importancia ella vacila, no es capaz de resolver nada… Creo que necesita desesperadamente de alguien que la guíe, que decida por ella… Me acuerdo de que cuando papá vivía era él quien la sostenía, quien mandaba… Creo que… que mamá es una sumisa, como yo, y no lo sabe, como tampoco lo sabía yo hasta que la señora Amalia me permitió descubrirlo…

En el living se hizo un silencio pesado, perfecto, que luego de unos segundos rompió Amalia:

-¿Qué piensa de lo que ha dicho su hija?

Eva permanecía en silencio, echada hacia delante, como vencida, con los codos en las rodillas y el rostro apoyado en las palmas de sus manos.

Amalia se acercó y con gesto enérgico la tomó del pelo y la obligó a enderezarse.

-Le pregunté qué piensa de lo que dijo su hija sobre usted. ¡Contésteme!

Eva parecía a punto de echarse a llorar y después de un instante, mientras Amalia seguía sujetándola, murmuró con los ojos cerrados y una expresión de angustia:

-No… No sé, Amalia… No sé, estoy… estoy muy confundida… Se lo juro…

-¿Es cierto lo que ha dicho de usted? ¿Es cierto que usted es una mujer débil, sin carácter, que siempre ha sido incapaz de adoptar decisiones? ¿Es cierto que vacila ante cualquier circunstancia? ¿Es cierto que…

-¡¡¡Sí!!! –estalló Eva sin poder contener el llanto, y mientras lloraba dijo:

-¡¡¡Es cierto!!! ¡¡¡Soy como dijo Areana!!!... ¡¡¡Necesito que me sostengan!!! ¡¡¡Que me digan qué hacer!!!... Sí… es cierto lo que dijo… -y expresado esto siguió llorando desconsoladamente. Amalia y Elena cambiaron una mirada cómplice mientras Areana observaba a su madre y esbozaba una sonrisa de triunfo.

-Bueno, por fin nos hemos quitado la careta, ¿eh, perra? Usted es una sumisa, como lo es su hija y al igual que ella, lo ignoraba, pero ahora lo sabe. -comentó Amalia de pie ante la llorosa mujer, que había vuelto a ocultar la cara entre sus manos.

-¿Qué pensás hacer? –preguntó Elena a la dueña de casa.

-Ésta se queda acá y vos llevate a Areana a tu casa hasta que yo termine de adiestrar a la mamita. No me llevará mucho, apenas dos o tres días porque es una perra muy mansa, cero rebeldía. Sólo voy a tener que enseñarle cómo serán las cosas y asegurarme de que lo entienda.

-Ya me estoy relamiendo con eso de tener conmigo a la cachorra. –dijo Elena. –y entonces habló Eva, con voz dolorida:

-Vos… Vos sos cómplice de todo esto, ¿cierto?

-No podés quejarte, mi amor… Gracias a mí Areanita encontró su camino y ahora vas a encontrarlo vos… Deberías agradecerme esto… -se sinceró Elena y de su boca brotó una risita burlona mientras Amalia encaraba a Areana:

-De rodillas, putita.

-Sí, señora. –y la niña se arrodilló ante su dueña, sin apoyar la cola en los talones, mirando al piso y con las manos atrás.

Enseguida Amalia le ordenó que abriera el bolso de mano y que enumerara su contenido.

-El contrato, mi collar y mi credencial de sumisa, señora.

-Sacá la credencial.

Nombre

Areana

Apellido

Acevedo

Edad

18 años

Condición

sumisa

Propiedad de

Amalia Helguera

-Muy bien, mocosa. Hoy mismo Elena te va a llevar a algún local donde puedas hacer plastificar esta credencial después de recortarla.

-Sí, señora. -aceptó la niña.

-Y a partir de ahora, cada vez que salgas, vayas donde vayas, llevás con vos el contrato, el collar y la credencial, que es tu verdadero documento de identidad. ¿Entendido?

-Sí, señora.

-Y te agrego algo, putita. Pensá que a partir de ahora, en cualquier momento y en cualquier lugar podés ser sorprendida por mí, por Marisa, por Milena o por Elena para que muestres si llevás con vos el contrato, la credencial y el collar y pobre de vos si no tenés encima esas cosas. Ahora parate y saludá a tu madre, que te vas con Elena.

Areana se acercó a Eva, que seguía en el sillón tratando de controlar el llanto que le bañaba las mejillas, la besó y le dijo:

-Por fin, mamá, por fin las cosas están como tienen que estar… Somos sumisas, mamá, y gracias a la señora Amalia empezaremos a vivir…

Eva se secó las lágrimas que empañaban sus ojos, abrazó a su hija temblando y luego de besarla largamente en la mejilla le dijo con voz quebrada:

-Quizá tengas razón, Areana… Espero verte en unos días…

-Bueno, Elena, llevátela y no me la acostumbres mal en estos días.

-Perdé cuidado, Amalia. La voy a tener a rienda corta.

Momentos después Elena conducía el auto rumbo a su casa, relamiéndose del intenso placer que la esperaba con la cachorrita en sus manos.

-Bueno, todo salió como lo planeamos con Amalia. –se ufanó ante Areana.

-¿Hace mucho que se conocen con mamá?

-Un año.

-¿Y cómo se conocieron? –quiso saber la niña.

-En el gimnasio. Yo le eché el ojo la primera vez que la vi desnuda mientras se duchaba. Soy lesbiana y me calenté con ella, pero cuando supe de vos se lo conté a Amalia y ella comenzó a planificar tu captura.

Areana la escuchaba excitada, estremecida por la conciencia de haber ingresado definitivamente en un mundo tan oscuro como fascinante y al cual, sin duda, estaba destinada.

-Ahora vas a pasar dos o tres días en mis manos, perrita, y como le dije a Amalia, te voy a tener a rienda corta.

-Lo que usted diga, señora.

Poco después Elena estacionaba el auto en la cochera del edificio donde vivía.

-Bajá, perrita. Acá a la vuelta hay una librería donde hacen plastificados. –dijo y una vez en el negocio le ordenó a Areana que sacara del bolso la hoja donde estaba copiada la credencial.

-Explicale a la señora lo que necesitás. –agregó.

Areana se puso colorada y le extendiéndo la hoja a la mujer que atendía el local murmuró con voz apenas audible:

-Necesito… plastificar esto…

-¿Esto? –la interpeló Elena.

Areana dudó un instante y finalmente dijo mientras sentía arder sus mejillas:

-Mi… mi credencial…

La mujer, una rubia robusta aunque de buenas formas, de unos cuarenta años, observó la hoja, luego clavó sus ojos en Areana, que miraba obstinadamente el piso, y le dijo:

-Muy bien, tesorito, recorto tu… tu credencial y te la plastifico en un minuto.

-Gracias… -murmuró la sumisita.

-Gracias ¿qué? –intervino Elena.

-Gracias, señora… -se corrigió Areana.

-Qué bien educadita la tiene. –dijo la mujer dirigiéndose a Elena con una sonrisa sugerente.

-Así hay que tenerlas, ¿no cree?

-Estoy de acuerdo. –coincidió la mujer. –Así educaditas es como nos hacen felices.

Areana se debatía entre la vergüenza y la excitación ante la certeza de que esa cuarentona desconocida experimentaba un lascivo interés por ella.

-¿Tiene una tarjeta del local? –preguntó Elena.

-Sí, claro. –contestó la rubia teñida y le extendió una pequeña cartulina verde con todos los datos.

Elena, a su vez, le dio una tarjeta personal y le dijo:

-Estamos en contacto. Mi nombre es Elena. ¿Cuál es el suyo?

-Liliana. –contestó la mujer mientras le entregaba a Areana la credencial plastificada y aprovechaba para deslizarle una caricia en la mano.

-Gracias, señora. –murmuró la niña y guardó el plástico en el bolso con gesto nervioso.

-Nos veremos, Liliana. –dijo Elena en la puerta del local.

-Así lo espero. –remató la mujer.

Poco más tarde, ya en el departamento de Elena, ésta le ordenó a la niña:

-Dame ese bolso y seguime en cuatro patas, perrita.

-Sí, señora Elena. –y Elena la condujo al cuarto de servicio.

-Bueno, acá vas a dormir y a estar en los momentos en que yo no te necesite. Ahora desnudate.

-Sí, señora. –y Areana se desvistió para luego meter todas las prendas en el bolso de mano, según lo que Elena acababa de ordenarle.

-Dame el collar. –y cuando lo tuvo se lo colocó a la sumisita.

-¿Sabés? No te concibo de otra manera que con tu collar de perra. Guardá el bolso en el placard.

-Sí, señora Elena. –dijo la niña y obedeció la orden mientras una mano de Elena en su cola la hacía estremecer. Sintió que otra mano le apartaba el pelo y luego una boca tibia se deslizaba por su cuello, por su hombro derecho, otra vez por su cuello haciéndola temblar y gemir mientras esa mano seguía acariciando sus nalgas. Areana había empezado a mojarse cuando de pronto Elena le murmuró al oído:

-Al baño en cuatro patas, perrita puta…

-Sí, señora Elena… -musitó la niña y Elena tomó la cadena del collar para conducirla a destino.

En el cuarto de baño Elena sacó del botiquín una pera para enemas y la colmó de agua tibia.

-Cara en el piso y culo bien arriba, nena. –le ordenó a la sumisita. Una vez que la tuvo en esa posición embadurnó la punta de la pera y el ano de Areana con vaselina.

-¿Qué sentís, perrita? –le preguntó.

-Me… me siento caliente, señora Elena…

Elena sonrió, satisfecha y excitada también:

-Sos muy puta, pendeja y eso está muy bien, pero tenés que serlo mucho más, tenés que ser muuuuy puta…

-Sí… sí, señora Elena, sí… tengo que ser muy, muy, muy puta…

-Ya con Amalia nos vamos a ocupar de que lo seas, pendeja. –dijo Elena e inclinándose al costado de la sumisita comenzó a acariciarle los pezones, que entre sus dedos se fueron endureciendo e irguiéndose rápidamente mientras la calentura hacía brotar largos gemidos de la boca de Areana.

-Bueno. –dijo de pronto Elena interrumpiendo el juego y colocándose de rodillas tras la ofrecida grupa de la niña, pera en mano. Dirigió la punta hacia el objetivo, la apoyó durante un segundo en la diminuta entradita y la hundió enseguida al par que comenzaba a apretar la pera hasta vaciar el agua caliente en el interior de ese delicioso culito adolescente. A medida que el agua la inundaba, la niña se sentía incómoda, como si de alguna manera la estuvieran inflando, pero era precisamente esa sensación desagradable e inclusive humillante la que la excitaba morbosamente.

Ya con la pera vacía, Elena le ordenó después de unos segundos:

-Al inodoro, perrita, vamos.

Areana obedeció de inmediato y enseguida evacuó estruendosamente sus intestinos.

-Secate. –le ordenó Elena alcanzándole el toallón que pendía en la pared, junto a la bañera. Areana lo hizo y ante otra orden se puso en cuatro patas para ir al dormitorio tras Elena, que la conducía de la cadena.

-Parate y desvestime –le ordenó Elena no bien llegaron, tarea que Areana hizo con mucho gusto, excitándose más y más a medida que el magnífico cuerpo de la hembra, muy atractiva en su madurez, iba quedando al descubierto hasta exhibirse por completo.

-De rodillas, perrita. –ordenó Elena y Areana se arrodilló.

-Apoyá el culo en los talones. -y en esa posición, su rostro quedó a la altura del vientre de Elena, que abrió las piernas y dijo:

-Haceme temblar, putita…

La niña comprendió lo que Elena quería y acercó su rostro a esa concha que ya comenzaba a liberar flujo. Lamió esos jugos y enseguida hundió su lengüita ávida entre los labios externos y comenzó a deslizarla de arriba abajo mientras su corazón latía cada vez más rápido. Lamía y tragaba flujo una y otra vez. Lamía y succionaba el clítoris duro y erecto, hundía su lengua en el orificio vaginal y volvía a sacarla para seguir lamiendo hasta que Elena comenzó a estremecerse en los temblores previos al orgasmo y se echó al piso de espaldas.

-¡Seguí, pendeja puta! ¡Seguí! –exigió y Areana, con el rostro desencajado por la calentura, continuó su obra hasta que Elena sucumbió por un momento y resucitó de inmediato en medio de un orgasmo violento como un sismo que ella acompañó con un alarido casi interminable.

-Por favor, señora… estoy ardiendo… -murmuró Areana echada boca abajo en el piso, entre las piernas de Elena.

La hembra, ya saciada, mostró toda su crueldad:

-¿Y entonces? –dijo.

-Cójame, señora Elena… ¡Por favor, cójame! ¡No doy más! ¡Quiero acabar! –suplicó Areana, ahora de espaldas en el piso.

Elena dejó pasar un momento, hasta recomponerse de tanto goce, se puso de pie y apoyando la planta de su pie derecho sobre la cara de la niña, le dijo:

-¿Y desde cuándo una miserable perra sumisa se da el lujo de querer algo?

-Por favor… -insistió Areana al borde del llanto.

Elena acentuó la presión de su pie sobre el rostro de la sumisita y dijo:

-Te voy a recordar cual es tu lugar, perra de mierda, y te lo voy a recordar dejándote rojo y ardiendo a cintarazos ese culo de nena puta que tenés. –y una vez dicho esto fue hasta el placard y volvió con un cinto de cuero negro, de tres centímetros de ancho, que empuñó por la parte de la hebilla luego de doblarlo en dos.

-¡Echate sobre el borde de la cama!

-Por favor…

-¡ECHATE SOBRE EL BORDE DE LA CAMA, DIJE!

Atemorizada, la niña adoptó la posición ordenada, temblando de miedo y ansias sexuales insatisfechas.

Elena había sido instruida por Amalia en el arte de azotar y golpeaba con suma habilidad, haciendo pausas de distinta duración entre un cintarazo y otro, para que el suspenso acentuara el padecimiento de la víctima. Por momentos daba varios golpes en la misma nalga y luego una serie en la otra, logrando, de esa manera, que el dolor se intensificara. Areana gemía y a veces gritaba, según la fuerza del azote, y movía sus caderas a derecha e izquierda. Por momentos suplicaba:

-No… por favor… por favor, señora Elena… No me pegue más… ¡¡¡Aaaaayyyyyyyyy!!!...

Pero Elena seguía castigándola y en su cara se reflejaba el intenso placer que sentía al hacerlo. Las nalguitas de la niña lucían cada vez más rojas y cuando de pronto Elena las palpó sintió que ardían bajo la palma de su mano izquierda, mientras Areana había empezado a llorar.

Elena le pegó algunos azotes más y por fin consideró que ya era suficiente.

-En cuatro patas ante mí, nena tonta. –ordenó. Areana obedeció sin dejar de llorar y llevó la mano derecha a su maltratado trasero, para frotárselo en procura de atenuar el doloroso ardor que sentía.

-¡Sacá esa mano de ahí o te sigo dando, pendeja atrevida!

Areana quitó la mano de su colita y Elena le acercó el cinto a la boca.

-Besalo. –le ordenó. La niña apoyó sus labios en el cinturón, que la mujer mantenía doblado en dos.

-¡Que lo beses, dije! ¡Quiero escuchar el sonido de ese beso!

Areana temblaba de miedo, pero también de excitación, una excitación que la paliza no había hecho más que incrementar. Su concha chorreaba flujos y respiraba por la boca, con fuerza. Besó sonoramente el cinto y esta vez Elena quedó satisfecha.

-Bien, bien, mocosa… ¡Muy bien!... ¿Seguís queriendo que te haga gozar?...

-Sí… ¡Sí, señora Elena, síiiiiii!...

-Bien, entonces lamé mis pies… ¡Vamos!...

Areana no vaciló. Acercó su rostro al pie derecho de Elena y comenzó a lamerlo. Primero los dedos, luego el empeine y otra vez los dedos, mientras la humillante situación la excitaba cada vez más hasta hacerla arder toda y estremecerse en un temblor incontrolable. Elena disfrutaba intensamente dominándola a semejante extremo. Areana se aplicó a lamer el pie izquierdo y estuvo haciéndolo un rato largo, embriagándose con el morboso placer que sentía al deslizar su lengua por la blanca piel del empeine, por los dedos, y cuando ya creía no poder resistir más sin correrse, Elena le ordenó que se detuviera.

-A ver esa concha. –dijo y la inspeccionó metiéndole dos dedos que retiró empapadísimos. Los introdujo en la boca de la sumisita e hizo que los limpiara lamiéndolos y sorbiéndolos. Finalmente, con Areana en cuatro patas ante ella, jadeando fuertemente, presa de una violenta calentura, le ordenó que trepara a la cama y se tendiera de espaldas. La niña obedeció presurosamente, cerró los ojos y escuchó la orden de Elena:

-Encogé las piernas y separá bien las rodillas, perrita puta.

-Sí… Sí, señora Elena, sí… Y se ofreció totalmente a la dómina, que del baño había traído el pote de vaselina con la cual se untó dos dedos, el índice y el medio. Mientras acercaba lentamente su rostro a esa conchita adolescente de la cual manaba abundante flujo, metió en el ano de la niña primero el dedo medio y después el índice, hasta los nudillos. Areana dio un respingo, sorprendida por el asalto, luego se abandonó entre gemidos al intenso placer que esos dedos le deparaban, y gritó cuando la lengua de Elena se hundió a fondo entre los labios externos de su concha y comenzó a deslizarse de un extremo al otro una y otra vez hasta recalar en el clítoris, que afuera del capullo era casi piedra de tan duro. Ardiendo como estaba, la sumisita tardó muy poco en disolverse en el orgasmo, que produjo una abundante eyaculación bebida hasta la última gota por Elena mientras Areana jadeaba roncamente, saciada por fin.

……………

Mientras tanto, Amalia comenzaba el adiestramiento de Eva. Debió darle una bofetada y amenazarla con castigos terribles para que la pobre mujer, pacata como era, obedeciera la orden de desnudarse. Lo hizo entre sollozos, mientras Amalia, Milena y Marisa la devoraban con los ojos. Por fin exhibió sin velos su espléndida belleza madura y recibió dos bofetadas más cuando cruzó un brazo sobre sus pechos y puso una mano sobre la concha.

-¿Va a seguir portándose mal, perra estúpida? –la reprendió Amalia.

-Perdón, es que… Por favor, compréndame, Amalia, mi…

-¡Señora Amalia! –corrigió enérgica la dueña de casa.

-Sí, perdón… Perdón, señora Amalia, es que… esto es tan nuevo y sorprendente… Mi vida ha dado un giro de 180 grados…

-Supongo que tiene en claro que su vida ya no volverá a ser lo que era.

-Tengo miedo, pero… pero sí… sé que ya no volveré a ser esa Eva que fui… Que… que mi vida ha cambiado para siempre…

-Tiene miedo pero también está excitada… ¿Me equivoco, perra?...

Eva sentía un temblor interior cada vez que Amalia la llamada “perra” y esa conmoción profunda se acentuó ante la afirmación que acababa de escuchar. Vaciló un momento y luego dijo en voz muy baja:

-No, señora Amalia… No se equivoca…

-Bien, ahora voy a enseñarle cómo debe pararse. Junte las piernas. Eso es. Agache la cabeza. Muy bien, perra. Ponga las manos en la nuca. ¡Perfecto!. Grabe esta postura en su mente de perra, así debe pararse cada vez que se le ordene estar de pie. ¿Entendido?

-Sí, señora Amalia…

-Ahora siéntese en el sofá.

Eva obedeció y cuando estuvo sentada Amalia le dijo:

-Baje la cabeza, junte las rodillas, ponga las palmas de las manos en los muslos. Muy bien, ésta es la manera de sentarse.

Ahora párese y camine hasta la ventana, despacio, con la cabeza gacha y las manos en la nuca. –ordenó Amalia y Eva obedeció. Llegó a la ventana y allí escuchó la siguiente orden de Amalia:

-Vuelva acá. –y Eva volvió caminando según lo indicado mientras Milena y Marisa seguían la situación muy mojadas y tocándose disimuladamente.

-Está para comerla cruda… -murmuró la mujerona al oído de Milena.

-Cuando la agarre la mato… -contestó la joven asistente en un susurro.

-Ustedes. –les dijo de pronto Amalia sobresaltándolas. –Tienen preparado el alojamiento de esta perra, me imagino.

-Sí, señora. Todo está listo.

-Bien. Usted, perra, en cuatro patas.

Eva adoptó esa posición y corcoveó al sentir la mano de Amalia en su vagina.

-¡Quieta! –le gritó la dueña de casa y entonces atemorizada, soportó la humillante inspección y sus mejillas ardieron de vergüenza cuando Amalia lanzó una carcajada y luego dijo dirigiéndose a sus asistentes:

-Está mojada la muy perra puta.

“Dios mío…” se dijo Eva y sus ojos se llenaron de lágrimas.

(continuará)

(9,15)