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El momento deseado

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Parecía mentira. Ambos esperamos este momento por tanto tiempo, y finalmente el día había llegado. Como por arte de magia, los nervios y la ansiedad desparecieron, dando lugar a la calma y a esa agradable sensación que afloraba cada vez que estábamos juntos. Esa dulce paz que nos envolvía cuando nuestras manos se entrelazaban y cada uno buscaba refugio en la mirada del otro, sabiendo que allí nada malo podía pasar.

La tarde de ese caluroso miércoles estaba llegando a su fin y el agitado tráfico de la avenida apenas se percibía desde el décimo piso de aquel viejo edificio clavado como una aguja en el centro de la ciudad.

El zumbido del ventilador de techo era lo único que rompía el silencio de la habitación. Ella, recostada desnuda en la cama, resplandecía como un diamante. Al principio, sólo atiné a apreciar su torneado cuerpo y su cabello oscuro, que parecía flamear por sobre su hombro derecho. Con una mezcla de excitación e intenso amor, me acerqué y sin mediar palabra, nos fundimos en un apasionado beso. Sus finas manos recorrieron la geografía de mi espalda y se posaron alrededor de mi nuca, mientras yo acariciaba y apretaba sus suaves muslos.

Luego de besar su cuello y sentir su respiración entrecortada, descendí hasta el centro de su pecho. Tomando firmemente sus senos, me dediqué a lamer sus pequeños y rosados pezones, mientras sentía que ella comenzaba a menear su pelvis contra mi erecto pene.

El magnetismo de nuestros -a esa altura- sudados y estimulados cuerpos nos llevaba a un estado que sencillamente podríamos confundir con estar en el paraíso, si es que algo así realmente existe en este mundo. Con las manos apoyadas en el colchón, ahora era yo el que presionaba mi turgente miembro contra su húmeda y cálida entrepierna.

Nos miramos fijamente una vez más y de nuestros labios –casi al unísono- salieron sólo dos palabras: “te amo”. Y así fue como de una fuerte estocada llegué al centro de su inmaculado ser, entrando y saliendo pausadamente en repetidas ocasiones, mientras oía que sus gemidos parecían querer mutar en un ahogado grito. Sus manos aún me tomaban por la cintura, cuando rápidamente dirigí el afilado cuchillo bañado con su sangre al costado izquierdo de mi cuello, donde tracé un limpio y certero corte de casi 8 centímetros.

El puñal cayó al piso y nuestros cuerpos quedaron uno encima del otro, sobre las sábanas teñidas de rojo. El zumbido del ventilador de techo continuaba llenando cada rincón de la oscura habitación. Mientras afuera, el mundo seguía su marcha con total normalidad, ignorando que algunos prefieren la muerte antes que la alienación social.

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