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La iniciación: una fantasía cumplida

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Capítulo 1

Estaba un poco nerviosa, estaba amaneciendo en el día de mi iniciación como sacerdotisa del templo de Astarté, la diosa de la guerra, los caballos y del amor sexual.

Bueno, sacerdotisa a tiempo completo, dedicada en su totalidad al servicio del templo, no exactamente, más bien, ¿cómo decirlo? sacerdotisa suplente, o de apoyo para los días de grandes fiestas religiosas, cuando la comunidad del templo no alcanza a asistir a todos los fieles.

Mi esposo se sentía orgulloso en que, a través de mi, su familia hubiese sido elegida para un honor tan alto, finalmente, tras quince años de matrimonio y dos hijos adolescentes, la sociedad reconocía sus méritos en haberme educado como una mujer fiel y respetuosa de su linaje.

Dejé caer la ropa seglar, debía vestirme como una novia, pues una boda y no otra cosa era la ceremonia de iniciación, y me miré en el espejo. Alta, blanca de piel, solo resaltaban en mi cuerpo la curva de mis caderas, y mis pechos, que habían ganado con la edad, más llenos, más femeninos que los pechos andróginos e irreales de las adolescentes. No estaba descontenta de mi misma, finalmente, los treinta y cinco años no era mala edad para una mujer, aunque estaba un poco aprensiva por lo que iba a llegar y que vagamente conocía de oídas, ya que las iniciaciones estaban reservadas a las nuevas sacerdotisas y a los hombres célibes (adolescentes recién llegados a la pubertad, nuevos viudos y recién divorciados, había incluso quien llegaba a decir que algunos hombres degenerados se divorciaban cada año para participar en la ceremonia).

Había estado, igual que ellos, un mes recluida en el templo, sin ver a nadie mas que los monjes que nos instruían y nos vigilaban a un tiempo, controlando todo lo que hacíamos, acompañándonos a todas partes (y todas son todas, incluso a los actos mas íntimos), para evitar tocamientos y así garantizar que en el templo estuviésemos a la altura de lo que se esperaba de nosotros.

Desnuda, me metí en la tina, y tan pronto sumergí las manos en el agua, saltó la vigilante y amagando con la vara de fresno que tanto había aprendido a temer, me obligo a dejarlas a la vista, fuera del agua, pasando a ser ella quien me enjabonó rápidamente, sin dejarme un instante de respiro.

Salí y me tuve que secar en la corriente de aire, ninguna ropa podía rozar mi piel que no fuese la casulla blanca de novia, ni siquiera una toalla.

Me entregaron como todo ropaje una túnica blanca y ligera, a través de la cual se transparentaba el oscuro de mis pezones, y el arbusto de mi vientre, y me perfumaron con esencias arbóreas, aladas, junípero y naranja amarga, y básicas, terrenas, nuez moscada y sándalo, mientras cantaban loores a la diosa, y a los momentos que me esperaban.

Ya vestida y perfumada, estaba preparada para honrar a Astarté. La hora de espera, mientras les preparaban a ellos, se me hizo interminable.

Capítulo 2

Se abrió la puerta, entré en la sala del templo, una gran sala con olor a incienso. Allí estaban ellos, manos y pies separados y atados cada uno a un "oratorio de Astarté", suerte de tabla basculante en torno a un eje central, pudiendo adoptar la posición vertical, como estaban ahora, o bien horizontal.

En aquel momento estaban todas las tablas de pie, casi tocándose, en un círculo de unos 4 metros de diámetro. Una parte del círculo estaba en semipenumbra, pero el centro estaba brillantemente iluminado.

Un anfiteatro, situado en alto, dominaba la escena. Sabía que allí estaban los sacerdotes y sacerdotisas de Astarté, así como algunos miembros selectos de la Sociedad de la Ciudad, y que curiosamente coincidían con aquellos que daban las mayores dádivas al templo para honrar a la diosa.

Los hombres iban vestidos los unos con una especie de blusa roja corta hasta media pierna, mantenida cerrada por un cinturón blanco, los otros con unos pantalones blancos amplios abiertos por ambas caderas, para que se pudiesen quitar sin bajarlos, y cerrados a su vez por un cinturón rojo.

Aquel año había como una veintena de hombres, predominando los jóvenes entre quince y veinte años (no podían ser iniciados en tanto no hubiesen tenido una polución), aunque estaban también presentes hombres de la edad de mi marido, o incluso mas viejos.

Me habían dejado sola, mi misión era entrenarme yo y entrenarlos a ellos para honrar a la diosa de la guerra, los caballos y del amor sexual, practicando la entrega total del cuerpo como en la guerra, cabalgando sus cuerpos hasta que ellos y yo no seamos más que un sexo candente.

Estaba cohibida, consciente que mi túnica se transparentaba, mostrando mis pezones y, aunque muy depilado, simple línea vertical, el arbusto de mi vientre. Bailando fui hacia la zona de penumbra, y con los pasos iba siendo mas y mas consciente de mi sexo. Esa sensación de tener un sexo anhelante, de ser mujer ya no me ocurría cuando mi esposo me exigía su diaria satisfacción y solamente la sentía cuando tenía la regla. Y lo sentía igual que en esos momentos, húmedo, sanguíneo, lleno de vida. Me acerqué al grupo de tres jóvenes, los más jóvenes y que por eso habían dejado en el lugar más oscuro.

Estaban allí, atados. Me miraban los tres, ligados al oratorio, sus manos y sus pies formando una X, sin poder mover más que la cabeza y los dedos. Seguía los pasos de baile enseñados durante mi mes de retiro, alternando los movimientos de caderas con los de pies, rápido zapateado que, manteniendo mi cuerpo inmóvil, debía hacer temblar mis pechos y mis nalgas. Me acerqué a ellos, me miraban fijamente. Pude apreciar que los pantalones se abombaban, marcando unas rigideces prometedoras. Fui rápidamente al de la túnica, y al soltarle el cinturón, esta se abrió. Nada impresionante, aparentemente mi baile no tenia influencia en aquel joven. Acentué los movimientos, bailando para él, solo para él, mirando, esperando que los resultados se mostrasen. Me acerqué, que pudiese oler mi cuerpo, rodeé su cabeza con mis manos, que pudiese oler los pliegues de mis brazos. Tímidamente, su sexo se empezó a mostrar, sin que yo lo tocase, apareciendo, irguiéndose con altanería finalmente, fuerte y potente. No quise tocarlo, a pesar de sus mudas súplicas y trasladé mi atención a sus dos compañeros. Directamente les acaricié a través de la ropa de los pantalones, sintiendo, notando como se hinchaban sus cuerpos cada uno en mi mano. Jugando con los volúmenes invisibles, sopesándolas, recorriéndolas a través del rugoso tacto de la tela, dándoles forma, apreciándolos.

Ya no era yo, era la reencarnación de Astarté, ya no me importaban las transparencias de mi túnica, ni los jugos que empezaban a empapar mi piel, mezclándose con el sudor, olor almizclado a mujer.

Me sentía dueña de aquellos cuerpos, podía hacer lo que quisiera con ellos, sin mas voluntad que la mía. Me divertía excitarlos, dejarlos así, en mudo homenaje a mi femineidad, a mi disposición para lo que yo quisiese hacer con ellos.

Fui hacia plena luz, donde estaban los otros que no habían perdido un detalle. me acerqué a ellos, con un revuelo de mi hábito, lo que envió mi fragancia de hembra a todos los hombres atados e indefensos. Revolotee de unos a otros, acercándome al uno, iniciando una caricia a través de la ropa, solo para dejarlo por el siguiente

Les había quitado el cinturón a los que llevaban túnica, y con un rápido gesto aprendido en la estatua de la iniciación, el pantalón a los otros, y ahora, el cuerpo de los hombres se erguía desafiante, tratando de obtener mi atención. Sus vergas eran diferentes, en tamaño, en forma, en ángulo. Las había torcidas y rectas, circuncisas y no, brillantes por su deseo, y secas como pedernal, gruesas como mi muñeca, y delgadas como dedos, pero todas henchidas, pulsando al ritmo de mis pasos de baile.

Ya quería probar de más cerca, y recorrí con la vista los miembros de los asistentes. Elegí al de un chico joven, su pene incircunciso brillando, húmedo por la espera, venas rojas marcando su relieve, la cabeza morada pulsando con los latidos de su corazón. Lamí primero desde abajo, siguiendo con la lengua el recorrido de las venas mientras estas aun se hinchaban más y se ponía más vertical. Subí y bajé a lo largo de él, dí vueltas alrededor disfrutando cada momento durante un tiempo que me pareció interminable, consciente de que a él se lo parecía más aún, y sabiendo que los ojos de todos los asistentes estaban fijos en mí. El esperaba que siguiese, que lo abrazase con mis labios, pero es que no podía, no lo había hecho nunca, y más vueltas daba alrededor, más complicado me parecía un al parecer tan sencillo acto.

Finalmente, le dejé a él, y por sorpresa fui directamente a engullir el miembro de su vecino. Solo podía hacerlo de esta manera, sin pensarlo, sin tocarlo antes. Además era más delgado, más "manejable". Gusto salado y fuerte al principio, que me hizo casi retroceder. Pero pasado el primer impacto, su sabor se diluyó con mi saliva. Lo recorrí con la lengua, sorprendida por el tacto sedoso y suave de su punta, y tan distinto de la sensación cartilaginosa y rígida del cuerpo del miembro de su compañero. Me sorprendió tanto la diferencia, que pasé la lengua por el exterior, y no, eran iguales. El glande tierno como el cuerpo de un bebe, el cuerpo duro y casi correoso. Lo retomé entero, lo recorrí, cada vez más profundo, absorbiéndolo, haciéndolo mío, parte de mi ser, parte de mi vida, olvidada del resto. A veces notaba un gusto más salado en mi boca que debía ser suyo, a veces su sabor era solamente el de mi saliva.

Capítulo 3

A estas alturas ya me sobraba la ropa, y dejando por un momento a mi amigo, me pasé la mano entre los muslos, me sentía tan mojada que temía que me hubiese regresado la regla. Mi esposo nunca me tocaba en esos días, pero sabía de amigas a las cuales la excitación del sexo con un amante les había provocado ese retorno transformando lo que debían ser unos días de genuino amor, en un escándalo de sangre y líquidos personales. No muy romántico, pero increíblemente placentero para el sexo. Pero no, no había sangre entre mis piernas, todo ese rocío estaba provocado por mi deseo.

Me quité la túnica, consciente de mi desnudez, apreciando como provocaba a los hombres atados. Ellos, como no se podían mover, hacían todo lo posible cuando estaba cerca de ellos para llamar mi atención, moviendo sus penes hacia arriba por unos cortos momentos, saludando como lo hacen los soldados con la espada. Por las reglas de la iniciación de Astarté, si hubiesen pronunciado una sola palabra para llamar mi atención hubiesen sido inmediatamente expulsados.

Estuve a punto de equivocarme, lo que hubiese sido de muy mal augurio, estaba acariciando a un chico muy joven, subiendo y bajando mis manos sobre su miembro, cuando de pronto vi en el movimiento de los dedos de sus pies la marca inequívoca de que se iba a venir. Pude parar inmediatamente, estiré suave pero firmemente sus testículos hacia abajo con lo cual detuvo el orgasmo inminente. Le dolió un poco, supongo, pero cuando se ha visto que la guerra no provoque dolor? El hecho fue comentado favorablemente con un murmullo por el anfiteatro que temía un año de mala suerte de haberse corrido alguien a destiempo.

Bailé para ellos, bailé para la diosa, bailé para los presentes en el anfiteatro, pero sobre todo bailé para mí. Al pasar les tocaba, les rozaba, jugaba con ellos y con sus cuerpos. Mi cuerpo era un mar que fluía, mis pezones se habían vuelto una piedra dura, oscura y tensa como un ágata.

Quería, necesitaba que alguien, que alguna boca les diese lo que pedían, pero sus caras estaban tan altas! Puse a uno de los hombres horizontal, basculando la tabla, lo cual, por un ingenioso mecanismo las hizo bascular todas. Todos los hombres estaban ahora horizontales, su desnudez rígida erguida, palpitando.

Subí a una tabla, a horcajadas sobre el hombre, abriendo mi cuerpo casi depilado a todas las miradas, noté casi audiblemente como se separaban mis labios con un chasquido, veía sin ver mis nalgas abiertas, con su intimidad sombría fruncida, el rojo oscuro brillante de mi sexo, expuesto todo a las miradas.

Rocé con mi pecho al hombre y subí hasta que pudiese ponerse un pezón en la boca. Solo había conocido las caricias de mi esposo, besos tomando el pecho en la boca. Y de pronto descubrí que hay otras formas de caricias, que este hombre era diferente, me rozaba con la lengua. La sorpresa me dejó atónita y rápidamente pasé al siguiente, yendo de un oratorio al otro, separando para ello aun mas las piernas. Ya me era igual, tenia prisa por averiguar cuántas maneras había de acariciar un pecho, y rápidamente descubrí que hay tantas formas como personas, caricias, besos, roces con la lengua, mordiscos con los labios, incluso un hombre, uno de los mayores, uno probó los dientes, pero tan suavemente como un recién nacido. Aún así, me asusté. Pero volví, pidiéndole por favor que tuviese cuidado. Y, suavemente, alternando la lengua y los dientes, pasando de una caricia firme a una suave y circular, pasando de uno a otro pecho, me llevó cerca del orgasmo. Pero no pude o no quise.

Pasé a un chico más joven, su miembro estaba proporcionado, era bonito, y, sobre todo, estaba hinchado, fuerte, poderoso. Me puse sobre el, para introducirlo, y por su cara vi que no iba a resistir. Como además había llegado el momento de la primera libación de Astarté, y esta le debía estar dedicada, bajé del oratorio, me puse a su lado, y le acaricié el miembro con la mano en suaves y ondulantes movimientos. Vi que sus pies se arqueaban, el rictus de esfuerzo de su cara, sus párpados, abiertos hasta entonces para no perder un detalle se cerraron con fuerza, y entonces pude sentir en mi mano las pulsaciones de su orgasmo, y ver por primera vez lo que siempre había sentido dentro de mi, como un hombre expulsaba de su cuerpo el semen, en cortos chorros, que empiezan blancos, espesos, fuertes y poderosos y terminan rápidamente en pequeñas gotas débiles y casi transparentes. Y casi al mismo tiempo, su pene, que mantenía en mi mano, fue desapareciendo, quedando en un pliegue de carne absolutamente amorfo y desde luego poco interesante. Cerrado, agotado, sin posibilidades al menos durante algún tiempo. Y, como en una iluminación íntima, comprendí la debilidad de los hombres, sus limitaciones, la aparente fuerza de los chorros lanzados a distancia, la turgencia de su pene cuando está excitado y su real fragilidad, la poca consistencia y duración de todo ello. Y al mismo tiempo comprendí mi fuerza, la capacidad de mantener pendiente de los movimientos de mi mano toda aquella energía, ciegos y sordos a todo lo que no fuese la amplitud, la modulación, la precisión de mis movimientos alrededor de su miembro. Y por todo eso les quise más.

Su oratorio volvió a la vertical, y, excepto si el chico era potente, su participación en la fiesta había terminado, pasando a ser un mero espectador.

Yo no debía volver a él, en tanto no hubiesen recibido satisfacción los otros diecinueve hombres, por mucho que hubiese encontrado la experiencia placentera, esas eran las reglas con lo cual a él le quedaban pocas posibilidades de recibirme otra vez.

Pasé al siguiente, era una persona mayor, sobre los cincuenta, pero ya me era todo indiferente, solo veía sus sexos. Y este no estaba muy en condiciones, carecía de la turgencia, de la rigidez de los otros. Aún así, me puse a horcajadas sobre el, poniendo mi sexo sobre su cara, tomando el suyo en la mía. Me costó ponérmelo en la boca, era como comer un trozo de carne cruda. Hay gente a quien eso gusta. Bajé mi cuerpo sobre su cara, y su lengua empezó a recorrer mi sexo. Primero en mi entrada, lo único que tenía accesible, con suaves lengüetazos de perro fiel. Yo podía mandar sobre sus movimientos, poniéndome más a un lado que al otro, centrando su lengua en el lugar que me producía más placer, cambiando de un lado al otro de la entrada para que la sensación fuese siempre nueva. Debía además indicarle cómo quería que lo hiciese, con los labios, con la lengua, con los dientes. Para ello me serví de su miembro que tenia en la boca, dándole lo que quería recibir. Empecé con la lengua, para seguir suavemente rodeándolo con mis labios, subiendo y bajando sobre su eje, tal como quería yo que lo hiciese él en los míos, rodeándolos, abrazándolos con su boca, suaves tirones a su piel que yo esperaba repitiese en la mía. Era un alumno aventajado y enseguida se dio cuenta de mi insinuación. Abrió su boca y engulló mis labios, dando suaves tirones que se repercutían con una exquisita suavidad en lo más íntimo de mi ser, en mi perla, en mi almendra, en las profundidades de mi tallo. Al mismo tiempo me di cuenta que el trozo inanimado de carne que estaba en mi boca tomaba forma y consistencia, agrandándose y arreciándose, cambiando tacto, era ya capaz de notar a través de su piel su interior henchido, su sangre pulsando, llenándolo, haciéndolo crecer.

Pasé al siguiente. Lo tomé en mis manos, y lo guié a mi interior, sintiendo la aproximación de su verga por mi cuerpo, aceite sobre aceite, suavemente entrando, un dulce cosquilleo, lento, penetrando hasta lo más profundo de mi ser. Como si lo viera, lo oliera, lo notara avanzar por los oscuros pliegues de mi cuerpo, separándolos, haciéndolos acogedores y abiertos para él. Me moví sobre su eje, apreté y aflojé los muslos sobre él hasta que sentí llegar mi orgasmo, pequeña fisura de agua al principio, pequeña luz en la oscuridad de mi vientre provocada por su verga. Me concentro en los movimientos, solo le pido a Astarté que a él no se le ocurra cambiar de posición, o de ritmo, o de movimiento. Pero no, el sigue inmovilizado, solamente sus caderas pueden venir al encuentro de las mías. Me acerco a la luz de mi orgasmo, aun pequña vela encendida en mi centro, me concentro en ella, se agranda, resplandece primero en todo mi vientre, luego en todo mi ser, solo soy una luz brillante, se rompen todos los diques, un caudal desbordado que arrasa todo a su paso, todo se desploma con un ruido ensordecedor! Vagamente me doy cuenta que mis contracciones han provocado también su orgasmo, pero me es igual, en este momento estoy sola yo, conmigo, inmersa en el mar de mi placer, inundada e inundandole a él. Le miro a los ojos, esta extasiado, sin ver nada, está, como yo, mucho más allá de su cuerpo y del mío.

Nos quedamos unos momentos recuperandonos. Lo noto que disminuye dentro de mi, lo que era un falo potente, rompedor transformado en peluche cariñoso, dulce, suave. Me gustaría que ahora me abrazase bien cerca, sintiendo su pecho sudoroso pegado al mío. Pero está atado. Aunque estoy enraizada, aunque mi sexo es la tierra y el suyo la raíz, finalmente arranco mi sexo del suyo con un "plop" húmedo, agradecido y simpático, ruido de sexo bien hecho.

Me levanto, voy otra vez al centro, dando pasos de baile mientras sus jugos y los míos, mezclados, me bajan por las piernas, marcando con gotas en el suelo los lugares de mi paso. Pero es igual, no me importa que me vean así, mojada, invitadora, incitante, me gusta el olor, el suyo y el mío mezclados, sudor de cuerpos satisfechos también.

Y sigo, de uno a otro, jugando con ellos, tomándolos con la boca o con el sexo, excitándolos y dejándolos así, sacerdotisa del amor y del deseo.

Tengo ganas ahora de experimentar, de jugar con sus cuerpos, observar sus reacciones. Me subo en otro oratorio, a horcajadas nuevamente, mis jugos y los de su compañero riegan su cara, no parece importarle, pero no dejo que me toque su lengua. Le tomo en la boca, completamente, hasta el fondo de mi garganta, mientras que mi dedo acaricia el final de su espalda, dando vueltas alrededor de su centro. Muevo mi boca sobre el, mientras mi dedo se acerca al punto que él espera. De pronto, he llegado, le acaricio el borde oscuro fruncido, y él trata de cerrar las piernas, pero no puede! Insisto un poco, unos pocos milímetros, y, sin aviso previo, de pronto noto los espasmos de su cuerpo, mientras su semen se vacía en mí en gruesos borbotones. Aunque aprecio su sabor salado y especiado a la vez, no me gusta mucho su tacto viscoso, y los escupo sobre su vientre, manchas blancas sobre su piel morena.

Tengo otro orgasmo con un hombre dentro de mi, otro me provoca uno con su boca, pero llega el momento de la ultima honra a Astarté.

Suelto a uno de los siete hombres que quedaban en oratorios horizontales y que no han tenido un orgasmo aún. Ya estaban a punto de explotar, después de algo mas de una hora de ver, de oler, de tener un cuerpo de su mujer presente y esquivo a un tiempo.

Se levantan y se ponen a mi alrededor. Siete hombres excitados, siete sexos a mi disposición. Uno se tumba en el suelo, me siento encima de él y lo abrazo con mi sexo, otro lo tomo con mi boca, y dos en mis manos. Y empezamos a movernos. Pronto me canso del que tengo en la boca, no me deja ver nada y lo aparto. Le pido a los hombres que se acaricien cerca de mi, mientras trato de que acaben los que tengo en las manos y en el sexo.

Y en poco tiempo, van todos ellos rindiendo su tributo a Astarté, su semen a veces cayendo mansamente como lluvia en sus manos, a veces lanzado con la furia de un ciclón, llegando incluso hacia mi, duchándome, bajando por entre mis pechos, cálido y oliendo a pasión, a deseo, a sexo. Me gusta este homenaje, me siento diosa.

Me concentro en el que está dentro de mí. Me pongo de espaldas, el encima de mi, y deslizo una mano hacia su espalda. Mientras se mueve en mi, acerco mi mano a su centro, para localizar el punto que provocará su orgasmo. Tan pronto lo he encontrado, él acelera su ritmo, quito el dedo, y me concentro en el mío. Noto cada empujón, mi cuerpo, mis caderas se mueven al ritmo de las suyas, constante, sin cambiar la posición y el ritmo, en los movimientos ancestrales. Cierro los ojos y me concentro en mis sensaciones, mis pechos abultados, mis pezones como pedernales chocando contra su cuerpo fuerte y recio. El olor animal que emanamos los dos, cada vez más rápido y más fuerte. Noto cada uno de sus golpes de ariete que me clavan en el suelo con fuerza, haciendo rebotar mi matriz cada vez en sintonía, noto mi cuerpo abierto, pidiendo más, oigo mi voz gritando que quiero más, mas veces, mas duro, que no quiero que ese momento se termine.

Aquí diverge la historia

Final 1:

Pero ya siento la luz, no como una tenue lucecita, sino de pronto como un faro, siento mis diques rompiéndose, ha llegado el momento, mi dedo aflorando su centro, una caricia circular más persistente, y lo noto a él, abrazando mi dedo en espasmos incontrolables, noto sus chorros en el fondo de mi matriz y exploto con el, inundación, iluminación, nirvana.

Se derrumba sobre mi

Unas manos atentas nos tapan con una manta.

Final 2:

Capítulo 4

En eso siento algo extraño, una mano que se interpone entre los dos, siento unos dedos que toman la verga de mi compañero, que rozan mi entrada, que se mueven al compás de sus movimientos y los míos. Una mano que al mismo tiempo que le aprisiona a él, aprovecha sus movimientos para introducirse en mí. Abro los ojos, sorprendida, y veo, inclinado sobre nosotros a Solrac, el sumo sacerdote del culto de Astarté. El es quien aprisiona el miembro que está en mí, recorriendo su superficie lubricada con su mano cuando entra y sale, moviéndolo cuando está dentro en una sensación nueva y que no puedo explicar.

Desgraciadamente, mi compañero no es capaz de resistir este tratamiento más de unos pocos minutos, y en un espasmo, casi sin aviso, se vacía en mí, dejándome sin respiración y frustrada.

Mientras estoy en el anfiteatro, viendo la escena, yo Solrac, sumo sacerdote del Culto de Astarté, debo evaluar si la nueva iniciada podrá pasar a ser formada como interna residente del templo, o quedará para siempre como suplente. En lugar por tanto de holgar con las vestales que traen refrescos a los prohombres que me acompañan en el anfiteatro, me limito en algún momento a rozar un pecho juvenil con mis labios, o a deslizar una mano distraída entre dos muslos.

Todos los asistentes del anfiteatro están en este momento más ocupados con las vírgenes vestales puestas a su disposición por los organizadores de la ceremonia de iniciación con la única condición, cuya transgresión se castiga con la muerte para ambos, que no pueden perder la virginidad, debido al enorme gasto que implica la prospección para la localización de nuevas vírgenes. Pero yo, Solrac, sumo sacerdote del culto, estoy obligado a cumplir mis obligaciones, y es por ello por lo cual, en un revuelo de túnica, me dirijo al ara de iniciación.

Introduzco mi mano entre los dos oficiantes, agarro el miembro de él, engrasado, lubricado, fuerte, potente, y aprovechando sus movimientos le masturbo rápidamente, debe terminar antes que el placer de ella la consuma. Noto la verga, la palpo, la acaricio al mismo tiempo que el la penetra, noto el tacto suave, los relieves de su dureza interior bajo la piel que la recubre. Me concentro en el punto que no dudo provocará su placer, con el dedo hago presión en el suave relieve del glande en el momento en que la penetra. No puede resistir el tratamiento, y en un espasmo se vacía en ella, que da un grito de frustración y enfado.

Ha llegado el momento de comprobar si ella cumple con las expectativas.

La miro, para ver si quiere continuar el ritual que ella conoce bien. Sabe que no se le infligirá ningún dolor, pero aún así el rito exige que ella dé su consentimiento. Aprueba con un movimiento de cabeza, y le ato los brazos y las piernas a un oratorio de Astarté. Sus pechos hinchados se aplanan sobre su cuerpo, aun así manteniendo una turgencia evocadora, sus pezones oscuros resaltando en el blanco de la piel, aún ruborizada en la cara y en el cuello por los orgasmos anteriores, rastros transparentes en su piel del homenaje de los hombres.

Sus piernas abiertas muestran la delicada flor de su sexo, su centro carnoso dejando caer gotas blanquecinas, abiertos sus pétalos orlados en rojo oscuro, casi morados. Donde se juntan aparece el tallo de su esencia, hinchado, casi pulsante.

Aunque estoy hace ya años acostumbrado al ritual, cada vez es la primera vez que oficio, cada sacerdotisa tiene su propia forma rosa entre las piernas, desde la que tiene una sencilla raja de niña, sin labios, sin relieve, apenas húmedas, sin el más mínimo interés, vaginas sosas y aburridas, que solo sirven para servir al hombre sin criterios estéticos hasta aquellas verdaderas obras de arte, dignas de ser dibujadas, esculpidas, recorridas con los dedos y con la lengua y recordadas, flores festoneadas, recortadas, sombrías, de grandes labios carnosos que ocultan un pozo encharcado, labios casi negros, tallo que sobresale de su cuerpo en muda invitación a la caricia.

Noto también en mi cuerpo la existencia de mi sexo, como una presencia, no molesta ni invasiva, aunque ya indudable. Simplemente está allí, no con urgencia ni soberbia, se hace notar con discreción, una tenue llamada a la puerta.

Ella me mira, su cuerpo, aún no recuperado de la brutalidad del fin de su compañero me llama. Me inclino sobre ella, recuerdo mi propia iniciación, los 365 puntos digitopuntura de la antigua tradición china, los que gobiernan los sentimientos y los que mandan sobre los sentidos, la Puerta de Escape y la Casa de Campo, en la ingle, el Mar de la Intimidad en el vientre, un poco debajo del ombligo, sin olvidar, claro el Mar de Tranquilidad en el esternón, el Pozo del Hombro, la Puerta del Espíritu, en la muñeca, y todos aquellos puntos con nombres poéticos que permiten modular el deseo, la capacidad y los sentimientos.

Me acerco a su Pozo del Hombro, que acaricio con los labios, poniendo una mano sobre su Mar de Tranquilidad, mientras nuestras respiraciones se acompasan. Es importante la espera hasta lograr la perfecta sintonía espiritual antes de empezar con el ritual eterno de los cuerpos.

Espero, sin moverme un tiempo, el necesario para absorber su energía, calmarla, tranquilizarla para que la unión no sea simplemente la copulación de dos animales, sino la unión mística de la Esposa con el Esposo, de Astarté con su Iglesia.

Lentamente subo a sus labios, poniendo suavemente los míos encima de los suyos. Ella trata de besarme, pero está atada y yo me aparto, no debe perder las energías en una fusión salvaje. Recorro sus ojos, su frente, el nacimiento del pelo. Ella se queda quieta, tranquila, calmada. Visito entonces su cuerpo, oliendo las trazas de los otros hombres, mezclada con un resto del perfume que usa y sus propio olor a mujer, mientras con la mano acaricio en una ligera pulsión la Alegría de Vivir, un punto muy concreto en la cara interna de sus muslos. Recorro desde el Mar de Tranquilidad hasta sus pechos, doy vueltas alrededor de sus pezones, ella trata de que los meta en mi boca, pero no se puede mover, y yo me esquivo.

Voy hacia sus pies, tomo en mi boca cada dedo, le doy vueltas, lamo la piel alrededor del tobillo, subo por sus piernas, me detengo en el pliegue interior de la rodilla, el único punto del cuerpo humano que guarda, a veces, el olor del recién nacido, subo, claro, revoloteando sobre la Reunión interior, ese gran desconocido.

Mi sexo empieza a hacerse patente, siento en mi la ancestral pulsión de la sangre, el inicio del abultamiento, la incomodidad de la ropa que impide el movimiento. Pero quiero continuar un poco más. Subo hasta el Mar de Tranquilidad, y me centro entre la Puerta de Escape y su centro, recorriendo el camino tantas veces caminado. Con mi nariz sobrevuelo su tallo, parece que me voy a detener, pero paso a su centro, lo sobrevuelo, regreso a la Casa de Campo, para relajarme y darle tensión a ella. Mueve sus caderas en un vano intento en dirigir mi lengua, en sentir mis labios. Recorro otra vez su cuerpo, desde la Puerta del Espiritu en la muñeca hasta los pezones, que ahora tomo con la boca, pellizcándolos entre los labios y provocando en ella movimientos de acercamiento, restringidos por las ligaduras. Juego, acercándome y alejándome de sus pechos, ora tomándolos con la boca, ora rodeándolos con la lengua. Me detengo otra vez, espero, tranquilizándola con la mano. Vuelvo a su cuello, retorno a su centro lamiendo todo el camino, perdiéndome en su cuerpo, pasando mis manos por sus flancos, rozando como al azar la punta de sus pechos.

La miro a ella, miro su sexo encendido, y por primera vez me doy cuenta que el mío duele. Está doblado por la ropa, que le impide erguirse. Al quitarme la túnica, aparece orgulloso, levantado, marcando los latidos de mi corazón. Ella trata de ponérselo en la boca, pero no ha llegado el momento.

Noto en mi cuerpo las pulsaciones del deseo, ya mis únicos sentidos son el tacto y la consciencia de mi sexo, retumba en mi cuerpo mi corazón, como amplificado por los pulsos de mi verga. Me inclino sobre ella, que avanza las caderas hacia mi cara, recorro sobrevolando su sexo, tomo un segundo sus labios sobresalientes entre los míos, los estiro suavemente con mis labios, me voy, me alejo mientras ella trata de acompañarme con sus caderas.

Mi sexo ya se muestra ostensiblemente, como los vasos de efebos griegos, formando con mi cuerpo un ángulo poco natural. Tomo su tallo entre mis dedos, lo amaso, le doy forma, lo descubro, lo tomo entre dos dedos a su largo, temeroso de que un contacto demasiado directo le sea doloroso. Trato de averiguar, por sus movimientos, si el lado derecho de su tallo es mejor que el izquierdo, cambio de lado, cambio de movimiento, suave amasado o tierna presión, movimientos circulares o a lo largo. Interpreto sus movimientos, sus jadeos, sus suspiros como un músico su instrumento, tratando de sacarle el mejor partido. Ha llegado el momento de insistir un poco, tomando sus labios, en mi boca, aprieto un poco haciendo que gima, más de placer que de dolor. Trato de averiguar la profundidad de su deseo, y lo tomo ligeramente con los dientes, acariciando su cabeza con la lengua, notando su carnosidad aparente, y su fuerza interior. Muevo un poco los dientes de lado a lado, lanzando oleadas de placer en su cuerpo. Pero no debe aun, busco su centro con mi lengua, noto su aroma marino de mujer, y también el olor almizclado de los hombres que pasaron antes por alli, pruebo la mezcla de sabores que me llenan la boca.

Mientras acaricio su interior con la lengua, recito en voz alta, las viejas silabas tántricas, "Om, Mane, Padme, Om", que, amplificadas en mi nariz, hacen vibrar su tallo, llevando la oración a lo más profundo de su cuerpo. Ella trata de frotarse contra mi nariz, para alcanzar el climax, trata de romper las ataduras que la inmovilizan, está ya a punto. Cuando me retiro, su sexo queda abierto, solicitante, deseoso.

Brilla una gota transparente en la punta de mi verga, siento mis testículos hinchados y subidos hasta las ingles, a la espera del momento definitivo. Pero yo también estoy atado por el Culto, y me falta un último ejercicio. Introduzco dos dedos en su interior, mientras apoyo con la otra mano en el exterior de su vientre, precisamente en el Mar de Intimidad, yendo al encuentro de mis dedos. Me suplica que me detenga, no sabe que esta sensación, tan parecida a una urgencia, es el despertar de su yo más intimo, el que la acerca a la diosa, el que hace que su placer sea acompañado por una avenida, por un mar que se desborda inundándolo todo, a ella, al lecho, a su compañero. Me gustaría continuar, observar su placer objetivamente, ver como su placer la rebosa, se escapa de su cuerpo en gruesos chorros transparentes, ver después su sexo palpitando, abriendose y cerrandose suavemente, como un animal suave y familiar, pero no puedo, debo terminar el ritual.

Me detengo, me acerco a ella y la desato. Se lanza hacia mi, me aprisiona con la boca, pero no puedo dejarla, no puedo ya resistir.

Me tumbo en el suelo, ella se sienta sobre mi e introduce suavemente, lentamente mi sexo en su interior. Noto su mano primera, guiandome, y aprovechando para jugar un poco con la piel tan movil, noto como se abre camino sin ninguna dificultad a través de sus pliegues, penetrando a la velocidad que ella fija.

Solo existo como una verga, mi cuerpo es mi sexo, no existe nada mas que el movimiento de ella, el roce húmedo de su interior con el mío. Se inclina sobre mi, me besa en la boca, aparentemente inmóvil mientras sus músculos internos me aprisionan y me sueltan. No puedo obtener así mi placer, sin el movimiento, pero va creciendo en mi la presion, ya no soy consciente de su lengua en mi boca, no soy consciente que recorre mis ojos y mis orejas, soy todo yo una verga aprisionada en un abrazo de amor.

Ella se vuelve a mover, lateralmente, en un giro de caderas. Su sexo abraza al mio, lo gira, noto sus labios que me rodean, oigo el chasquido humedo en algun momento en que entra un poco de aire, tambien el de sus labios contra mi cuerpo, el roce de su tallo en mi vientre.

Noto la tensión que crece en mi interior, me acerco al punto de no retorno, ya no soy una verga, un sexo, soy simplemente un punto de luz, una presión en la base de mi pene, muy profundo, detrás de mis testículos, precisamente en la Reunión Interior. Acompaso mi respiración a la suya, que se acelera al tiempo que se acelera su movimiento. Sus ojos estan cerrados, sacerdotisa de Astarté, persiguiendo su placer, olvidada de todo, sus caderas danzando sobre mi. La presión se vuelve intolerable, debo dejarla salir, ya no resisto, la clavo en el oratorio hasta el fondo, ella viene a mi encuentro, y nos quedamos los dos inmoviles, en un tiempo interminable, mientras lejanamente la oigo gritar, siento en mi sexo el fondo de su matriz, el anillo de su cuerpo pulsando alrededor de mi verga y me abro, cede el dique que se vacía en grandes borbotones cálidos.

Este momento, tan breve, es de hecho un tiempo detenido, interminable que empieza antes del momento real de la ruptura del dique. Una esfera luminosa, una contracción completa, profunda, que se inicia detrás de la Reunión Interior, detrás también de los testículos, y que se amplifica, cada vez más hasta que ya no puede ser contenida, y se vuelca al exterior, marcando el inicio aparente de un orgasmo que ha empezado bastante tiempo antes.

Y cuando me vacío, noto la inmensa fuerza, imparable, del principio, que se lleva la esfera de luz en sus cinco o seis poderosos chorros, noto también como esa inmensa corriente se trasforma en un riachuelo familiar e inofensivo, dejando caer las ultimas gotas.

Ella tambien ha sentido lo mismo, cuando ha notado mi fuerza en su interior se ha detenido en un ultimo empujón, llevándome hasta el fondo de su matriz, tetanizada toda ella excepto por las pulsaciones de su cuerpo que abrazan a mi sexo, y duran, inacabables.

Nos quedamos inmoviles, un solo cuerpo abrazados con una fiereza que lentamente cede, se endulza, se suaviza, dos atletas que han terminado la prueba

Se derrumba sobre mi.

 

Unas manos atentas nos tapan con una manta.

(10,00)