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Mea Culpa

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-Lo confieso, padre, he pecado…- comenzó, como siempre, Eduardo.

"Si tu supieras…" pensaba para si Pedro, sentado en el interior del confesionario.

-… he tenido pensamientos pecaminosos- continuó el otro, ignorante por completo de los pensamientos del párroco.- Mi cuñada, es bella, y me trae por la calle de la amargura. No es que me queje de mi mujer, ni mucho menos Padre, pero…-

No era una historia nueva, y Pedro la conocía bien. Siempre era la misma, y durante un buen rato Eduardo le estuvo contando cómo los escotes de su cuñada, o sus faldas, o sus miradas… lo tenían loco, y eso era innegable. Y, sin embargo, era demasiado puritano como para intentar nada, y aunque al párroco a veces le hubiese gustado gritarle "¡fóllatela y déjame en paz ya, reza cuatro avemarías después y estamos tranquilos!" más de una vez, siempre se contenía.

Era parte de su deber como párroco, su responsabilidad. La salvación de todas las almas de su parroquia, y aunque a veces, en la oscuridad de la noche, dudaba realmente de la existencia de Dios, no podía menos que entender que era importante para los demás el ayudarlos con sus dudas y problemas. Los hacía más fuertes y, así, Pedro contribuía a que la comunidad creciese y creciese, controlada y sabiamente. Unida.

Así que todas las mañanas hacía su footing diario por el parque del barrio y después abría la iglesia. Aunque no hubiese misa, él estaba allí, aconsejando a los que lo quisiesen o simplemente viendo jugar a los niños en las canchas de baloncesto del patio trasero.

Pero aquel día iba a romper todo lo que su cuidadoso mundo había construido. Era ese día sin fin que sólo trae problemas y vueltas, que pone tu vida del revés y se lleva todo lo que siempre has valorado.

Y todo por una mujer, una Eva personal. María, la esposa de Eduardo. El Infierno, si existía, había sido muy hábil al formarla. Un cuerpo de escándalo situado en torno a un alma joven y creyente, inocente y cariñosa. Una mujer ideal, que su marido por alguna razón no valoraba como debía desde el parto de su hijo, nacido lamentablemente muerto. Un golpe al matrimonio que había distanciado al marido, y había hundido a la esposa.

Y aquella mañana soleada, ella entró desconsolada en la iglesia pequeña cuando su marido salía. Las lágrimas danzaban en sus ojos, esperando el momento para salir al exterior y poder correr por aquellas suaves mejillas. Pedro sabía lo que vendría a continuación: ella entraría con paso inestable y se sentaría en uno de los bancos, comenzaría a llorar y no pararía hasta que hubiese escuchado una buena cantidad de palabras reconfortantes dichas con suavidad y aprecio.

Pero se equivocaba, esta vez era diferente, y él no estaba preparado para ello aunque llevaba toda la vida preparándose para ello.

Ella se dejó caer sobre el banco desgarbadamente y su mirada estaba perdida al frente. Ni siquiera reaccionó cuando él, como tantas veces antes, se sentó a su lado con lentitud y parsimonia.

-Buenos días, María. Cuéntame, ¿qué pasa?-

-Mi marido- dijo ella, ahogando un sollozo-. Mi marido mira más a mi hermana que a mi. Creo que ya no me quiere.-

Y rompió a llorar. Aquello cogió a Pedro completamente desprevenido; no porque no supiese que lo que ella decía era cierto, lo sabía ya que el propio Eduardo se lo había confesado, sino porque se salía de su rutina habitual. Y ya estaba demasiado acomodado a ella.

-Cuéntame… ¿qué pasó para que decidieras eso?- respondió, notando al momento que no era la forma demasiado acertada de preguntar, pero que al menos le daría un poco de tiempo para poner su mente en orden.

-Lo vi. Lo vi- ella sacudía la cabeza de un lado a otro, recordando la escena que jugaba en su mente-. Estaba… masturbándose… y repetía su nombre una y otra vez. Pensaba que yo no estaba en casa, pero se equivocaba.-

Rápidamente, y de modo confuso, le contó la historia de cómo lo había sorprendido masturbándose esa vez, y cómo eso había unido los detalles dispersos en su mente. Cómo miraba a su hermana en las fiestas familiares, las comparaciones que establecía entre ambas, y todos los pequeños detalles que encajaron en su lugar como piezas de puzzle.

-Todo empezó cuando el pequeño… ¿es que ya no soy atractiva?-

El cambio de tema cogió desprevenido por completo a Pedro, y tardó un segundo siquiera en entender la pregunta.

-Pero, ¡claro que eres preciosa! Eres la mujer más bella de la parroquia.-

Sólo después de responder se dio cuenta de la emoción que había puesto al decirlo. Y de que realmente pensaba eso. Y lo sentía muy al fondo de su ser, en ese pequeño cuarto bloqueado que todos tenemos, en donde encerramos a nuestros demonios y temores. Ella acababa de escapar de su encierro psicológico.

Y la mirada de sus ojos castaños, directa, esperanzada, inocente fue como una bofetada. Sintió que el aliento se le escapaba, incapaz de escapar del hechizo que esa mirada tejía en él. Notó un millón de cosas en un segundo, emociones nuevas, emociones aplacadas, ansias casi olvidadas de la adolescencia junto con tentaciones semimaduradas con el tiempo de abstinencia.

-Cualquier hombre se consideraría muy afortunado por tenerte, y sería la envidia de todos los demás- continuó diciendo, no demasiado consciente realmente de lo que se estaba escapando por su boca.

Sólo tenía el pensamiento puesto en un sitio: cómo aquellos labios suaves y delineados cambiaban de expresión y se transformaban en una sonrisa como nunca había visto. Seductora, esperanzada, emocionada… prohibida.

Se sintió atrapado, incapaz de saber cómo actuar, como un colegial cogido haciendo una travesura. Estaba yendo demasiado lejos, eso lo sabía, y su mente racional finalmente recobró el control y comenzó a recular, a recrear la distancia. A retomar el trato formal y fluido anterior.

Pero era tarde.

Ella se lanzó como una serpiente a sus brazos y lo besó suave y tiernamente. No era exactamente pasión lo que ella buscaba, sólo necesitaba un abrazo amigo, una sonrisa, una persona que la valorase. Pero en el momento, con la cercanía, el olor a incienso y madera y el dolor… todo se confundió.

Casi se puede decir que ese primer beso fue un accidente, algo realmente no deseado por ninguno de ambos, y así se quedaron mirándose uno al otro a los ojos tan pronto ambos labios se tocaron. Los alientos se paralizaron un momento en un punto intermedio entre ambos, y los labios se separaron de nuevo, sorprendidos y asustados.

Pero luego entró en juego el instinto, y todo paso atrás quedó olvidado cuando los labios se volvieron a juntar sellando así su caída. Un beso nuevo, aún tímido, fue dando paso a otros besos más fuertes y apasionados. Las manos rodearon al otro, y pronto fueron una única persona, abrazada en esos bancos sagrados, con los labios dedicados únicamente a explorar la boca del otro. Las lenguas salieron al encuentro la una de la otra, como dos serpientes que se ofrecen mutuamente la manzana prohibida, no del conocimiento, sino del placer.

Las manos de él comenzaron a descender de la espalda de ella a su rotundo culo, duro por las horas de gimnasio empleadas en recuperar la forma física de antes del parto, en un intento de recuperar la autoestima perdida. Sus pechos se apretaban contra el de él, en un abrazo duro que los fue poniendo duros.

Y sus miradas no se separaban, fascinadas, sorprendidas, y no entendiendo realmente lo que estaba ocurriendo. ¿Realmente se estaban besando como locos enamorados? ¿Cómo si no hubiese mañana?

Las manos de él, ansiosas e inexpertas, trataron de abrirle la blusa. Fue incapaz, las sentía temblar de excitación anticipada y culpa, y no podía agarrar los botones. Tuvo que ser ella la que, dando un pequeño paso atrás, se desnudase por completo delante de él. Ninguno de los dos pensaba ya en la posibilidad de dar un paso atrás, sólo pensaban en el otro, y en los fantasmas que cada uno cargaba y pretendía conjurar.

Ella no le quitó la sotana a él, sólo abrió los botones de abajo lo necesario para agacharse y coger su pene con la mano. Lo observó brevemente, un último resquicio de moral y razón luchando por imponerse en esa locura. Falló, y ella se llevó el pene a la boca y comenzó a succionarlo con suavidad y habilidad. Y pronto esa succión fue ganando en fuerza y energía hasta volverse frenética, demente, infernal.

Pedro no entendía muy bien sus sensaciones, ni qué tenía que hacer, y se corrió con rapidez de más, sin dar tiempo a María a apartarse. Quedo cubierta en ese espeso líquido blanquecino, mientras él enrojecía y se trataba de disculpar. A ella eso ya no le valía, necesitaba recibir ella también, recibir para olvidar.

-Yo… esto… lo siento- comenzó a balbucear él, pero ella hizo caso omiso.

Se sentó a su lado en el banco y con un gesto inconfundible le indicó que le tocaba. Él se inclinó ante ella, obediente, y aproximó su cara al sexo inflamado de María. No sabía muy bien qué era lo que debía hacer, así que intentó imitar lo que ella había hecho con él, lamiéndola tímidamente, lentamente y de modo poco efectivo. Ella suspiró con fastidió, no necesitaba ahora un aprendiz sino una lengua experta, pero intentó guiarlo como mejor pudo.

El resultado no fue el mejor sexo oral que María había recibido, pero al final las caricias, la inocencia, y la sonrisa de Pedro consiguieron ponerla a tono, especialmente cuando él finalmente descubrió cómo empezar a tratar al clítoris. Y cuando sus manos comenzaron a arrastrarse por su vientre y alcanzaron sus pechos firmes y turgentes, ella pudo al final suspirar y comenzar a dejarse ir en el placer. Estuvieron así sus buenos minutos, hasta que ella finalmente alcanzó un tímido orgasmo inicial, que prometía una mañana de placer creciente, ya que al final Pedro ya comenzaba a cogerle el tranganillo al beso, al lambetazo y a la caricia.

Ambos quedaron tirados sobre el banco desmadejados y recuperando el aliento. Pero la pasión extraña había hecho presa en profundidad en ambos, y Pedro no tardó en acercarse de nuevo a ella y besarla con dulzura y creciente pasión, mientras acariciaba con profusión sus grandes pechos. ¡Tanto tiempo deseando aquello sin querer saberlo!

Ella lo sentó con suavidad y se colocó a horcajadas sobre él, con una cierta lentitud felina que confería una cualidad hipnotizadora a los movimientos de su pelvis. Como un conjuro primitivo, escrito en nuestro código genético por milenios de evolución. María colocó su pene en la entrada de su vagina y, lentamente, comenzó a descender sobre él, mirándolo siempre a los ojos, con una profunda pasión escondida entre sus reflejos casi dorados.

El vaivén que iniciaron entonces fue lento al principio, pero ganó rápido en velocidad y acoplamiento a medida que Pedro ganaba confianza en los movimientos que debía hacer. La boca de ella alternaba con sus pechos en ponerse al alcance de los labios del párroco, que no dejaba pasar la oportunidad para lamer, besar, morder todo lo que tenía al alcance. Los gemidos de ella, suaves y arrulladores como el maullar de un gato, pronto llenaron la nave de la pequeña iglesia de ciudad, mientras los gruñidos de él acompasaban rítmicamente los de su compañera, como el bajo de una partitura de placer.

Los gritos de ella fueron in crescendo a medida que él la apretaba con más fuerza y ella saltaba con más profundidad y distancia; más lento si, pero también más profundo. Y pronto todo se convirtió en una confusión de gemidos, de placer, de movimiento, de tensión, de espera. Pero, ¿espera de qué? ¿Tensión por qué? No tardó en descubrirlo, al tiempo que inundaba la vagina desprotegida de ella con su semen y ella se reclinaba sobre su pecho, desnuda y satisfecha.

-¡¿Pero qué hacéis?!-

Y entonces el mundo de Pedro se derrumbó. En la entrada de la iglesia estaba Eduardo, el marido de María, que había regresado porque se había dado cuenta tarde de que se había dejado la cartera. De entre todos los días que venía a confesarse, justo tenía que haber sido aquel.

Lo que siguió los días después fue la caída de todo lo que con tanto cuidado había construido. Su comunidad le dio la espalda ante el escándalo, los hombres desconfiando de que hubiera hecho lo mismo con sus esposas, y las esposas sintiendo su fe y confianza traicionados. La iglesia se vació, y pronto recibió carta de su diócesis solicitando que abandonase aquella sede para un traslado.

Nunca volvió a saber nada de María, aunque años después regresó por la parroquia en uno de sus viajes. La comunidad que él construyera había desaparecido, por una razón u otra. La iglesia apenas tenía ya feligreses, la cancha de baloncesto estaba ruinosa, y la puerta de la iglesia cerrada. Había tenido mucho tiempo para pensar en lo ocurrido, y nunca había entendido el por qué lo había tirado todo de una manera tan estúpida.

Pero, aún años después, en la soledad de su alcoba, seguía recordando a María, el brillo de sus ojos y el sabor de su piel. Y lloraba en silencio, por lo perdido, por lo que pudo haber sido y nunca fue, por todo lo que el mundo le quitaba. Y, a solas con sus fantasmas, lloraba desconsolado porque era un hombre al servicio de Dios, que definitivamente había olvidado a su Señor, y a quien su Señor había olvidado.

Había Caído.

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