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En las montañas

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El tren se detuvo como un gigantesco gusano fatigado y, antes de darme cuenta, me encontré bajo el alero de una vieja y desvencijada caseta que alguna vez fue una estación y que ahora estaba completamente abandonada, al menos esa fue la primera impresión que me dio al ver las puertas cerradas, los vidrios rotos y el cinc del techo lleno de agujeros. Un cartel de madera con una flecha negra indicaba el rumbo hacia donde quedaba el pueblo: Monteverde 3km. El camino pedregoso no dejaba ver nada que denotara una presencia humana. Alcancé a ver el tren que se alejaba hacia lo alto y repasé mentalmente las instrucciones de Angel, mi compañero del hospital que me habló tantas maravillas de esa zona. Debía caminar los tres kilómetros hasta llegar a un cruce de caminos, desde allí debía dirigirme hacia el grupo de casas que era imposible no divisar desde el camino, según él, siempre hacia el Norte. Había una carretera por el lado sur, pero el acceso por ahí era más complicado, había que contratar un transporte especial que, según él, era demasiado caro. Mi reloj marcaba las once de la mañana. Mi equipaje era una mochila un poco más grande que las comunes, un bolso mediano donde cabían mis pertrechos de caminante y una riñonera en la que cabían mis documentos, tarjetas y los fondos que tenía destinados a esta aventura. El mapa turístico decía que Monteverde era una aldea dedicada a la agricultura y a la fabricación de dulces, quesos y tejidos artesanales, y que su mayor atractivo eran las grutas con pinturas rupestres. El mayor flujo de turistas llegaba en el verano, cuando las temperaturas eran más agradables, y en invierno había una pista de esquí que se estaba haciendo famosa. Elegí para mi viaje la temporada baja, la mitad de la primavera, cuando según Angel los paisajes eran bellísimos.

En ese momento pensé en Lorena, en el contraste de nuestras vidas, hacía casi un año que habíamos hecho el amor por última vez en su cama. Parecía todo tan normal, como si al día siguiente nuestras vidas continuarían de la misma manera en que habían transcurrido en el último año. Recuerdo la torpeza con que me vestí para salir de esa casa, en plena madrugada, y caminar hasta el departamento que alquilé un mes antes y al que, hasta último momento, no me había animado a mudarme, como si conservara una última brizna de esperanza.

En cambio en ese momento, mientras yo caminaba por ese sendero polvoriento y pedregoso, Lorena estaría en su trabajo en Miami. Respiré hondo, como para alejar la oleada de angustia que me embargaba.

Caminé casi una hora y media hasta comprobar que los kilómetros de montaña no son iguales a los kilómetros de la ciudad, o tal vez el que hizo el cartel puso simplemente tres kilómetros y ya. Lo cierto es que, antes de llegar al cruce, un ruido acompasado de pasos de caballos me hizo volver la cabeza. Una carreta tirada por dos mulas se acercaba lentamente. Pasaron casi diez minutos hasta que me dio alcance. Un anciano de piel curtida, vestido con un mameluco azul gastado y una camiseta blanca de algodón, llevaba las riendas. En la parte de atrás venían un niño y una niña, no tendrían más de diez años. Eran rubios, pecosos, de ojos marrones claritos. El hombre me invitó a subir con una seña. Los chicos me ayudaron a cargar mi equipaje y me hicieron un lugar en la tabla que hacía las veces de asiento. A medida que avanzábamos se veían planicies sembradas, grupos de vacas, ovejas y cabras. El paisaje era realmente imponente. Las laderas de las montañas eran verdes pero en la altura se notaba el brillo grisáceo y ocre de la piedra desnuda. No cambié más de tres o cuatro palabras con ese hombre taciturno y los niños, la única vez que les hablé, escondieron la cara, enrojecidos de vergüenza. La carreta se detuvo a la entrada de un sembradío y entendí que debía bajarme. Divisé al final de una pendiente las filas de casas de techos de tejas, distribuidas a la vera de cinco o seis calles irregulares. Algunas tenían huertos enormes, en todas había árboles frutales, las paredes estaban encaladas y los enormes solares estaban separados por muros medianeros de piedra. El conjunto parecía un cuadro pintado por un paisajista neoclásico.

Llegué al pueblo poco después del mediodía, busqué la calle principal y encontré la hostería El Montañés. Una mujer de poco más de sesenta años me recibió muy sonriente y me explicó las condiciones del alojamiento. Su nombre era Eduvigis.

-Usted será la única huésped en estos días... es que los turistas de verano aun no llegan y los de invierno ya se han ido- dijo.

Mi cuarto quedaba en la parte de atrás de la enorme casa, bajo una galería de tejas coloniales que daba a un patio bordeado de macetas y canteros llenos de ciclámenes, crisantemos y flores que me resultaban completamente desconocidas. En el centro del patio había un frondoso árbol que estaba recuperando parte de sus hojas después del invierno. Por la ventana se veía un sembradío de verduras y hortalizas y, a lo lejos, el paisaje imponente de la cadena de montañas. El cuarto tenía una cama, una mesa redonda de madera, dos sillas rústicas, un pequeño guardarropas, una mesita de noche con un jarrón de loza y una jofaina. Al verme en el espejo tomé conciencia de mi aspecto. Me di una ducha y, cuando estaba terminando de ponerme ropa limpia tocaron a la puerta.

-¿Sí?

-¿Va a almorzar?

-Sí, voy enseguida. Antes de comer llamé a mi madre para hacerle saber que había llegado bien y me alegró saber que mi hermano la había llamado desde Nueva York.

El comedor era amplio, tenía una mesa larga con bancos de madera. De la cocina llegaba un olor a carne frita, a pan recién horneado, que avivaron mi apetito. Una muchacha de algo más de veinte años me trajo la comida.

-¿Cómo te llamas?- pregunté.

-Marina.

-Mucho gusto, yo soy Ivelisse- dije al tiempo que le estrechaba la mano. Mientras comía pensé en el contraste del nombre de la chica con el lugar donde estábamos; llamarse Marina en una zona de montaña...

Comí una carne con salsa, media hogaza de pan casero y una ensalada de vegetales que me dejaron harto satisfecha, bebí un vino dulzón y un té de menta que terminaron de alegrar mis tripas maltratadas por el largo viaje en tren y, agotada por la caminata, dormí una siesta que fue interrumpida por el llamado a cenar. Era de noche y hacía frío cuando regresé al comedor. No tenía hambre pero comí con gusto y regresé a mi cuarto. Aunque la tibieza de las mantas y la sensación agradable de la cama me recordaron que mi sexo se sentía abandonado desde hacía mucho tiempo, volví a dormirme.

Un escándalo de pájaros en el árbol del patio me hizo regresar de un sueño demasiado extraño. Me di una rápida ducha y salí a la galería. El sol comenzaba a asomarse por encima de los picachos todavía nevados y no pude reprimir una exclamación de asombro ante tanta belleza. Tomé mi cámara y caminé hasta el huerto en busca del mejor ángulo. Comprobé que las tomas eran buenas y que me servirían como el mejor boceto para mis próximos cuadros. Tras un desayuno que haría estragos en mi dieta salí a recorrer el pueblo y volví para otra vez comer hasta no dar más. Le pregunté a Marina dónde podía conseguir un guía para recorrer los alrededores y hacer algunos bocetos.

-¿Eres pintora?

-Sí, pero aficionada, mi profesión es la de enfermera, pero estudié bellas artes hace unos años y... bueno, a veces participo en salones y exposiciones...

-¡Oh, qué interesante!- exclamó ella y en ese momento noté que sus ojos eran muy bonitos.

-Mira- prosiguió –mañana es mi día libre, si no tienes inconveniente, podemos salir antes del mediodía y regresar en la tarde, conozco un lugar que te va a encantar.

-Hecho.

Esa noche preparé mi bolso, mi libreta de bocetar, la cámara y los pequeños prismáticos que había comprado hace algunos años en una tienda de remates. Durante la cena doña Eduvigis nos advirtió de que debíamos llevar suficiente agua y no esperar a que anocheciera para volver.

La ansiedad no me dejaría conciliar el sueño tan fácilmente. Di vueltas en la cama hasta que al fin me dormí.

Marina me despertó para desayunar y, antes de las ocho de la mañana, nos montamos en una camioneta conducida por un señor calvo, de ojos achinados y de cuerpo rechoncho, que nos condujo por un largo sendero sinuoso hasta que llegamos al pie de unos cerros. Nos internamos por una pendiente no muy pronunciada y, después de dos horas de camino, cuando mis fuerzas ya habían dicho basta y era apenas mi voluntad la que caminaba, llegamos a una pequeña cumbre desde donde se tenía la vista más espectacular que se pudiera imaginar. Como enormes batallones de guerreros de piedra, las lejanas montañas parecían custodiar el valle donde se alzaba el pequeño poblado, el verde de los sembradíos alternaba con pequeños bosques, a lo lejos se veía el curso serpenteante de un arroyo. Marina buscó un reparo bajo una saliente que formaba una especie de pequeña cueva y se detuvo allí. Era casi mediodía, lo supe por el sol y por mi reloj estomacal que, en medio de la fatiga, reclamaba líquidos y sólidos.

Aprovechamos para charlar un poco sobre nosotras, me contó que doña Eduvigis era en realidad su madrastra y que su padre había muerto hacía seis años, que ella se había quedado sin trabajo en la capital y que por eso estaba en el pueblo, aunque tenía el proyecto de montar un comedor para la época invernal. En breves trazos le conté mi vida, por supuesto, obvié todo detalle acerca de mi preferencia sexual, pero hablamos de música, de cine, de literatura y, más que nada, de pintura. Me asombró que Marina supiera tanto de pintores contemporáneos como William Congdon, que según ella era su favorito. Comimos unos sandwiches y tomamos un refresco, ya descansada, comencé a bocetar panorámicas y, para componer mejor a la hora de pintar, tomé una serie de vistas con la cámara. Caminamos después hasta llegar a otra cueva donde, según Marina, había pinturas rupestres falsas, para engañar a turistas, que fueron pintadas por su papá y sus tíos en su juventud. Me hizo gracia esa ocurrencia, al tiempo que me impresionaba el aspecto agreste del paisaje. La cueva era oscura pero sus paredes eran bastante lisas. Las pinturas en cuestión eran copias muy burdas de las de Altamira que se ven en las enciclopedias. Marina tenía una linterna de pilas. Tomé algunas fotos de la cueva porque me interesó el contraste de la luz de la entrada. Pasamos un día muy agradable y regresamos antes de las cuatro. Tal vez por ser un descenso, esta vez sentí menos fatiga que en la mañana, pero agotamos el agua y cuando llegamos a la casa yo estaba muerta de sed. Antes de que cayera la noche decidí lavar algunas ropas. Marina me llevó junto a la lavadora y me señaló una enorme tina de cemento en la que podría enjuagar. Deduje que la ventanita sobre la tina era de un baño de servicio, seguramente de la edificación más antigua de la casa. Cuando comencé a enjuagar la ropa atisbé por simple curiosidad, no había luz encendida dentro, pero en la semipenumbra pude ver a Marina de espaldas, completamente desnuda, tirándose agua con un enorme jarrón de aluminio. Esa imagen, más mi cansancio, más la soledad y los tantos meses sin nadie con quien compartir mi lecho, me provocaron un estremecimiento. Pese al desgaste de la tarde, no cené demasiado y me fui a dormir enseguida. Marina me dio la comida y desapareció. Al llegar a mi cuarto tuve una sorpresa, habían puesto un televisor y un radio. Me entretuve viendo los pocos canales que se podían captar y me quedé dormida. Desperté de madrugada, antes de que amaneciera y, envuelta en el grueso acolchado, descorrí la cortina de la ventrana y me puse a observar el amanecer más impresionante que jamás había imaginado.

Un toque en la puerta me sacó de mis pensamientos.

-Tengo café- dijo la voz de Marina.

-Sí, quiero, gracias…

Sentí sus pasos alejarse y me puse rápidamente una enorme camiseta de grueso algodón que mi madre me había exigido que incluyera en el equipaje. Marina entró después con una taza de café humeante y dos rodajas de pan tostado. Traía el pelo suelto y vestía un salto de cama de lanilla, sin botones, con el cinturón ajustado y entreabierto a la altura del pecho. Se sentó conmigo a la mesa y me preguntó qué pensaba hacer ese día. Le respondí que recorrería los alrededores del pueblo y que haría más bocetos en la tarde. A medida que comía su pan, algunas miguitas caían en la abertura de su abrigo y se perdían en la confluencia de sus senos. Eso me excitó, pero ella ni siquiera se dio cuenta. Salí a caminar y regresé antes de las once, al entrar a mi cuarto lo encontré arreglado. Tenía sábanas limpias y los pisos olían a fragancia de pino.

Dejé la puerta entreabierta y me tiré en la cama un momento, pero salí enseguida de la habitación en busca de mi ropa lavada la tarde anterior. No estaba en el alambre, de modo que busqué a Marina en el comedor y doña Eduvigis me dijo que ella estaría planchando en su cuarto, me indicó cuál era y la encontré allí. La puerta estaba abierta. Marina vestía unos pantalones más ajustados y un suéter de algodón blanco. Me cohibí al verla planchar mi ropa.

-No te preocupes, siempre dedico este día al planchado en general, no me cuesta nada...

-Gracias, te lo agradezco tanto...

-Mira, tu ropa interior está el armario, me tomé la libertad de ponerla ahí.

-Está bien.

Una camisa que estaba puesta en una percha se cayó al suelo en ese momento y ella se agachó a recogerla. Su cintura arqueada, la forma redonda y apetecible de sus caderas, me provocaron una oleada de deseo. Salí de la habitación silenciosamente pero al mirar hacia atrás desde la puerta vi, o creí ver, una sonrisa cómplice en el rostro de Marina. Un mechón de pelo le tapaba la frente. Mi turbación aumentó después en el comedor cuando, en el momento de traerme el postre, un platito con un flan de leche y caramelo líquido, se agachó hasta que un pezón me rozó ligeramente el hombro. Fue apenas un roce, pero bastó para volver a encenderme. Dormí la siesta y en la tarde comencé a remarcar algunos bocetos, les agregué algo de color con unos crayones y después vi una película en la tele. Pensé en ese momento cómo se estaría arreglando Angel con su nueva compañera en el hospital, ojalá le hayan mandado alguien con experiencia. La cena fue normal hasta que pregunté por el postre.

-¿Quieres lo que hay o quieres algo más... especial?- preguntó Marina.

-¿Y qué es el especial?

-Oh, no es nada, es un bizcocho que...- se interrumpió al tiempo que enrojecía.

-Dame lo que hay, aunque el de este mediodía me pareció muy especial- dije mientras distraídamente me tocaba el hombro, como si me rascara por encima de la ropa. Marina me trajo el postre y desapareció. Doña Eduvigis vino a levantar la mesa. Me llevé un vaso de vino blanco a la habitación y me recosté a ver la tele. Dejé el vaso de vino sobre la mesita de luz y me desnudé para acostarme. En ese momento tocaron la puerta. Me envolví en el acolchado.

-¿Sí?

-¿Terminaste tu vino?

-Sí, entra.

Marina tenía el mismo salto de cama de esa mañana, la nariz enrojecida por el frío de afuera. Me miró fijo a los ojos. Se notaba que estaba muy nerviosa.

-Perdóname, debes estar muerta de frío, yo...

-¿Y tú?- pregunté al tiempo que me acercaba.

Se restregó las manos, temblorosa mientras mantenía la vista baja.

-¿No tienes frío?- insistí sin poder evitar que la voz me temblara. La abracé contra la puerta de la habitación y nos besamos con furia, con ganas, un cosquilleo en mi bajo vientre me indicó que mi ansiedad estaba a punto de provocarme un orgasmo. La solté y apagué la luz, trabé la puerta y le quité el salto de cama. Como había presentido, no había nada debajo; sus senos redondos, regordetes y firmes parecían querer escaparse hacia los costados de su cuerpo, su sexo sin depilar era como un territorio de musgo, de hojarasca y terciopelo. Caminé hacia la cama y ella estiró el grueso acolchado antes de acostarse. Volvimos a besarnos, esta vez con más suavidad. Con mucha habilidad me colocó sobre su cuerpo y se deleitó con mis pezones mientras mi sexo y el suyo se rozaban apenas. Atrapé un pezón durísimo y dejé que mi lengua paseara a su antojo por la confluencia de sus senos, fui bajando por su vientre hasta encontrar, entre la suavidad del vellón, la carne tibia y palpitante de su sexo mojado y ávido, recorrí los bordes, la abrí de par en par mientras ella luchaba con el acolchado para que no se cayera y aunque el aire frío se colaba debajo de la manta en pequeñas oleadas, apenas lo sentí. Mi lengua fue horadando gustosa hasta encontrar el botoncito pequeño, casi invisible de su clítoris, lo atrapé entre mis labios, lo acaricié, le di vueltas hasta que Marina ahogó un gemido y se estiró toda para luego retirar mi boca con sus manos. Me besó largamente mientras repetía gracias, gracias, gracias.

Me acomodé a su lado y guié una de sus manos hacia mi sexo. Sus dedos acariciaron, exploraron y jugaron un largo instante hasta que su boca me buscó, se deslizó por debajo de mi ombligo, anduvo en la unión de mis muslos, penetró entre las laderas de mi tibieza y era como un chorrito de miel, tibio y enloquecedor que no quería detenerse, hasta que sentí cosquillas en todo el cuerpo, quise gritar y me tapé la boca mientras su dedo pulgar se deslizaba desde debajo de mi sexo hasta la otra entrada y esta vez sí, me sentí estallar y me acurruqué mientras mi respiración entrecortada se normalizaba después de ese increíble orgasmo.

-¿Te sientes bien?- preguntamos al unísono y eso nos hizo mucha gracia.

-¿Por qué no intentaste nada cuando fuimos a la montaña?- le pregunto.

-No lo sé. Me pareció que tú ni te fijabas en mí, yo en cambio había fantaseado contigo desde que llegaste.

Los días sucesivos fueron mucho más intensos de lo que yo misma pude llegar a imaginar. Recorrimos otras zonas de las serranías cercanas y tomé tantas fotos que agoté varias tarjetas digitales. A veces Marina tardaba en llegar a mi cuarto y eso me parecía una eternidad, pero la noche se me hacía corta después. Me parecía que esa cintura, esos senos carnosos y tibios hubieran estado en mis noches desde siempre. A veces durante el día ella se colaba en mi cuarto y teníamos un breve escarceo, una corta esgrima de lenguas, una intensa sesión de caricias que nos enloquecía y que servía también como preparación para la noche. Dos días antes de mi regreso pude cumplir la fantasía de hacer el amor con Marina en una de las cuevas. Fue la única vez que pude desnudarla por completo, porque en la hostería ella siempre llegaba a mi cuarto cubierta apenas por su salto de cama. Tiramos un edredón sobre las piedras y nos enredamos en una tribada como nunca me había sucedido, mojada como estaba, ver los senos de Marina que se hamacaban como péndulos de carne palpitante me excitó tanto que mi orgasmo llegó enseguida, y esta vez no tuve que cuidarme de ahogar mi grito que resonó como un alarido gutural en toda la cueva. Marina me tomó en sus brazos. Ambas estábamos jadeantes, agotadas, pero inmensamente felices. Nos asomamos, después, desnudas, a la entrada de la cueva y, como dos habitantes primitivos de ese paisaje milenario, contemplamos desde la altura el espectáculo de una mañana diáfana y plena.

Marina prometió volver a la capital y yo no me hice demasiadas ilusiones con su promesa. Me llamó varias veces y hablamos de sus proyectos, de sus posibilidades de trabajo y de sus ganas de retomar la universidad, pero el tiempo pasaba y Marina no venía. Viví días apagados, insonoros y solitarios. Pasé una semana en casa de mi madre para no sentirme tan sola.

Hasta que el milagro sucedió.

Marina llegó una tarde, casi a comienzos del verano. La encontré en mi departamento al volver del hospital y me pareció que toda mi vida se concentraba en ese instante.

-Ya estoy aquí- repetía mientras yo me negaba a soltarla, temerosa de que su aparición se desvaneciera como si fuera apenas una visión. Pero las visiones no hacen el amor, no tienen senos azucarados, no muerden con picardía traviesa la piel deseosa y anhelante, no huelen a jabón de coco, las visiones no se detienen en mi sexo con la exasperante lentitud de una caricia húmeda y lentísima, capaz de hacerme sentir que la eternidad acaba de detenerse. Las visiones no provocan orgasmos ni tienen uno como el que acabamos de darnos. Marina me habla de su viaje, de cómo arregló su situación con su madrastra, mientras termina de desempacar, saca frascos de dulce, hogazas de pan y de queso envueltas en papel semitransparente y camina desnuda hasta la alacena. Apenas unos segundos antes me sentía saciada, pero otra vez veo el ritmo tentador con que sus senos se mueven mientras ella anda hacia la ventana para cerrar bien las cortinas.

-¿Te acuerdas de la cueva?- pregunto.

Ella sonríe, me mira, se tapa los senos con un brazo y el sexo con una mano, y luego trata de escapar hacia el baño, no logro alcanzarla pero mi pie no le permite cerrar la puerta y nuestras carcajadas seguramente llaman la atención de los vecinos, algo que no me importa en absoluto. Abro la llave de la ducha y le arrojo agua y después la tomo entre mis brazos.

-Si no me sueltas voy a gritar- amenaza ella con carita de nena enojada, pero no pienso soltarla porque sé que no lo hará, nadie puede gritar cuando le cierran la boca con un beso.

(9,50)