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Siempre me calentaron los viejos

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Siempre me calentaron los viejos. Me pasa desde que me di cuenta de que soy gay. Ahora, a los dieciocho recién cumplidos, siento que estoy en condiciones de intentar algo para perder mi virginidad. Mi objetivo es don Benito, el flamante inquilino de la parte del fondo de la casa que alquilamos con mis padres.

Debe tener unos setenta años. De baja estatura, calvo y con un cerrado acento gallego.

Tengo fantasías sexuales con él y lo miro mucho, descaradamente, al cruzarnos y cuando él está arreglando los arbustos del último sector de la casa.

Me tiene cada cada vez más excitado y empecé a usar un tono de voz mimoso para saludarlo, con la esperanza de seducirlo.

Estamos solos en la casa unas tres horas, desde que yo vuelvo de la escuela donde curso el último año de la secundaria, alrededor de las cinco y media de la tarde, hasta las ocho y media de la noche, que es la hora en que papá y mamá regresan de trabajar.

Sepan que soy un lindo chico -eso me dicen-, con un rostro de facciones delicadas, cabello castaño, con rulos, y un cuerpo delgadito con ciertas curvas que evocan lo femenino. Buena colita, lindas piernas de muslos largos y mórbidos, piel clara y tersa, sin vello alguno.

En ese plan de seducir al viejo me compré cierta ropa apropiada: un minishort de jean azul que deja al descubierto la parte inferior de mis nalguitas, esos pliegues de los que nacen los muslos, una musculosa blanca y ojotas playeras blancas también.

Volví apresuradamente de la compra, me puse la ropa y me planté ante el gran espejo que hay en el comedor.

Lo que vi me dejó muy conforme y seguro de que tarde o temprano don Benito iba a ser mi primer hombre. De sólo imaginarlo me estremecí entero y apenas pude tranquilizarme fui a la cocina, vacié la caja de fórforos dejando los que había sobre la mesa y caminé hacia el fondo con el corazón latiéndome aceleradamente.

El viejo estaba en la cocina. A través del mosquitero de la puerta lo vi sentado a la mesa, tomando algo, y lo llamé con una voz que me temblaba un poco, por los nervios.

Al oírme se puso de pie, giró y al verme se me quedó mirando. De arriba abajo me miraba, una y otra vez, como asombrado, hasta que por fin abrió la puerta mientras yo me sentía cada vez más nervioso y caliente.

-Ho… hola, don Benito… -lo saludé. –Pasa que… que me quedé sin fósforos, usted… ¿usted podría… prestarme algunos?... –dije y sentí tal calor en las mejillas que temí fueran a prenderse fuego.

-Él ignoró el pedido y en cambio dijo: -¿Qué haces vestido así, niño? Nunca te vi con una ropa como ésta.

Entonces decidí ir a fondo: -No le… ¿no le gusta, don Benito?

-Pasa. –me exigió con tono perentorio y le obedecí.

Estábamos frente a frente, yo con la cabeza gacha y cada vez más nervioso y excitado.

-¿Qué edad tienes, Jorgito? –me preguntó.

-Dieciocho… -susurré.

-¡Coño! –se asombró. –No te daba más de quince y por eso no te hacía caso. ¿O crees que no me daba cuenta de cómo me provocabas? Pero no quiero saber nada con menores.

-Ay, don Benito… .murmuré sintiendo que una emoción intensa y oscura me desbordaba. –No… no soy menor, ya… ya puedo ser usado…

-Y eso quieres, ¿eh, niño?... ser usado…

-Sí… sí, don Benito… ¡Por favor!... –admití y llevado por un súbito impulso me arrodillé ante él con la cabeza gacha. Entonces me tomó del pelo, me enderezó la cabeza, sacó su verga y empezó a refregármela por la cara hasta que se le puso bien dura.

Yo estaba tan caliente que me costaba respirar y lo hacía por la boca y ahí, en la boca, don Benito me metió de pronto su verga, que yo empecé a chupar sin que él me lo ordenara.

Me resultaba delicioso eso de chuparle la verga a ese viejo que me excitaba tanto, pero de pronto él retiró ese hermoso ariete, me tomó del pelo para ponerme de pie y me dijo: -Bueno, basta de eso por ahora, Jorgito, ahora quiero probarte el culo…

-Lo que usted diga, don Benito… -murmuré mientras creía morir de emoción. Tenía sensaciones opuestas: muchas ganas de ser penetrado y a la vez miedo de que me doliera. Pero no había vuelta atrás. Don Benito me tomó me tomó de un brazo, me sacó de la cocina, donde quedó mi caja de fósforos, y me llevó a su dormitorio.

Apenas entramos me ordenó que me desnudara y él empezó a hacerlo enseguida. Comencé a quitarme la ropa y mientras observaba la habitación. Había una cama grande (¿para qué tanto?, me pregunté), una cómoda, dos sillas y un espejo donde uno podía mirarse de cuerpo entero.

En cuanto terminé de desprenderme de las ojotas el viejo me empujó hacia la cama.

-¡Venga, niño! ¡trepa y ponte en cuatro patas! Y espérame que voy a buscar con qué lubricarme la polla para metértela hasta los cojones…

Sus modos dominantes me ponían a mil. Ahí me descubrí sumiso, supe que me calienta mucho que me manden y obedecer.

Hice lo ordenado y esperé temblando el regreso del vejete. No me atreví a mirar cuando oí que abría la puerta mientras el corazón me latía cada vez más rápido, pero él me dijo: -Mira niño, mira cómo me embadurno la polla y prepárate para tomarla por culo.

Miré y lo vi aplicarse la crema en su verga ya erecta, una hermosa verga de dimensiones considerables y la visión acentuó mis temores. ¿Cómo era posible que semejante pedazo pudiera entrar en un agujerito tan diminuto como es el orificio anal?

Él terminó de desvestirse, trepó a la cama y luego de ordenarme que separara bien las rodillas se ubicó entre ellas y enseguida sentí en mi ano el contacto de la punta de su pija, pugnando por entrarme.

(continuará)

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