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Preñada

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El sol comenzaba a esconderse en el horizonte tropical de Villa Paraíso; Alhelí estaba por terminar su jornada y su cuerpo debía saberlo.

«Nomás termino de limpiar estas mesas y me voy a “culear”», eso debía pensar, por la expresión de su rostro que evidenciaba sus ansias de ya estar en casa.

La joven no sólo era bella; dueña de una cara angelical y un cuerpo endiabladamente atractivo que los clientes no dudaban en comerse con la vista; sino que, también, poseía un candente temperamento sexual (claro que eso sólo pocos lo sabían de cierto). La muchacha era de sangre caliente.

—¿De quién son estas nalgotas? — le decía Emilio, el afortunado esposo de tan cachonda mujer, mientras oprimía con furor las vastas y morenas carnes que su mujer usaba como asentaderas.

—Tuyas mi amor, sólo tuyas — le respondía sonriente.

Ambos se abrazaban desnudos, hincados sobre su cama. Emilio la sobaba y estrujaba. Ella reconocía con dedos ávidos la bien tonificada musculatura del delgado, pero fortalecido, joven. Él recorría los montes y valles de la tersa piel que formaba a su mujer.

Cuando ya la tenía tendida en la cama, con las piernas bien abiertas y exponiendo su profuso y negro pelambre, el joven cónyuge le metía la lengua en la pepa, degustando de ella.

—Ayyy... —expelía Alhelí.

Emilio se abría paso, lingualmente, por el canal femenino, expresándole sin palabras, su más tierno amor hacia ella.

—¡Eso mi amor... chupa! ¡Chupa, chupa! —le animaba ella.

El amante esposo sólo se despegaba de esos labios para decir:

—Por Dios que sabes delicioso.

Luego volvía a su trabajo bucal.

Ambos se casaron bien jovencillos, pues desde que se conocieron no resistieron las ganas de follar, y Alhelí salió rápidamente embarazada. Ya iba para el tercer mes.

A pesar de su estado, copulaban tan frecuentemente como sus trabajos se los permitían. Entre más lo hacían más se apasionaban el uno por el otro. Alhelí no imaginaba verga más voluminosa y sabrosa que la de su marido y, a su vez, Emilio no tenía la necesidad de más mujer que la de su cachonda y voluptuosa señora. Por lo menos así parecía.

Para Alhelí el sexo era una necesidad desesperada que tenía que matar metiéndose la “penca” de su joven esposo. De eso fui testigo y por eso lo digo.

Mientras Emilio paseaba la punta y toda la extensión de su fuste por la húmeda raja de la joven morena, ella parecía pensar: «Lo adoro, lo adoro a él y a su verga... su linda verga».

Y cuando por fin él entraba, a su mujer no podría vérsele más contenta.

Los dos se movían con maestría, con la que les había traído los días y meses de novios y de casados. Verlos era como mirar a dos bailarines ejecutando una muy practicada coreografía.

Los cuerpos se retorcían y reconocían; subían y bajaban; las carnes daban de sí sólo para inmediatamente tensarse; los pulmones aspiraban vigorosamente y luego exhalaban vaciándose por completo, sólo para volverse a llenar con el mayor ímpetu; todo a buen ritmo y sin pausa.

—Tengo ganas de tenerte tras mis nalgas —dijo esa noche Alhelí.

—Pues órale, vamos —le respondió su complaciente cónyuge.

Emilio tomó posición. Sus dos manos se afianzaron de la cabecera de la cama, que estaba a sus espaldas, e hincado en el colchón esperó a su amada.

Alhelí, por su parte, se puso frente a él apoyada en rodillas y manos. Así ella se veía espectacular: sus senos oscilantes y pesados; sus nalgas imponentes; su espalda arqueada; sus caderas antojables, dignas de afianzarse de ellas para arremeterle con la mayor ferocidad. Alhelí es, sin duda, una morena afrodita.

—Recárgate bien —ordenó ella—. No te muevas que me voy a ensartar solita —dijo, con una sonrisa en el rostro.

En ese momento ella tomó la iniciativa.

Moviendo sensualmente su culo, lo hizo incluso más suculento (si aquello era posible) y así, con sus tan endemoniados meneos, acomodó la hinchada cabeza del glande a la entrada de su gruta de labios inflamados de deseo.

Si a mí me encandilaba aquel despliegue de lubricidad, no sé qué pensaría su cónyuge. Él era, sin duda, un verdadero afortunado.

—¡Ah, qué rico! —expelió Alhelí cuando su hombre entró en ella.

Sin embargo, no lo mantuvo para siempre dentro. Ella lo dejaba salir justo hasta la punta del asta fálica, para ejecutar sutiles mordiscos vaginales.

—¿Te gusta amor? —le preguntaba ella.

Emilio asentía con un gesto que revelaba el placer recibido.

Y yo sonreía pensando una vulgaridad: “esa prieta sí que aprieta”, cuando la hembra echó hacia atrás sus duras y redondas nalgas devorando la virilidad de su marido Emilio.

Las morenas carnes femeninas se veían triunfantes en aquella bravía ofensiva.

Mientras ella decía (a voz en grito):

—¡Cómo me gusta!

Pensé que él bien podría decir:

—¡Me casé con la mujer más caliente y sabrosa de Villa Paraíso!

Pero bueno, más bien era yo quien quería decir eso.

Ella se mecía adelante y atrás, de manera constante. Luego echó duramente sus firmes y redondas nalgas con más que violencia, devorando la tiesa carne de su amado. El pubis de Emilio fue golpeado varias veces por las redondeces amadas, y esto producía chasquidos cárnicos que a mí me parecieron sublimemente morbosos.

Agarrándose de las sábanas debajo de ella, Alhelí se apoyó para volver a incrementar la velocidad de sus lujuriosos movimientos, y así machacó la verga de su macho.

Al día siguiente, cuando Alhelí se acercó a la caja para entregarme la cuenta del primer cliente del día, yo no pude evitar recordarla tal cual la había visto la noche anterior, a través de aquellas maderas viejas que hacían de paredes del cuarto donde ella y Emilio vivían.

Yo mismo les había prestado aquel cuarto.

Ahora, viéndola con uno de los ligeros vestidos que, dado su trasluz, dejaban notar su bien suculenta figura, la recordaba desnuda y se me aceleraba el corazón.

—Cóbrese, Don Manuel —dijo; creo ya por segunda vez; y su voz me sacó de la ensoñación.

Tomé el dinero y le entregué el cambio. Mientras ella se retiraba para darle el vuelto al cliente, temí que se hubiese dado cuenta de mis deseos por ella.

Pobre muchacha, ya había pasado por mucho. Además yo, a mi edad, debería parecerle un abuelo.

Aunque, cada que la miraba... «Cada día te pones más chula, Alhelí», así pensaba.

Alhelí era sin duda la muchacha más hermosa de Villa Paraíso. Desde que su cuerpo empezó a desarrollarse, fue una chica que atraía las miradas. De por sí de bello rostro, cuando la naturaleza la premió con el desarrollo de sus sensuales curvas, fue un agasajo para la mirada del observador casual que se la topara.

Yo la conocí desde cuando aún usaba el uniforme propio de los estudios secundarios. La ajustada falda le remarcaba sus ensanchadas caderas que iban en pleno progreso, prometiendo apenas lo que los años traerían al fin.

Su bien formado trasero la hizo foco de atención a tan bella hembra desde muy joven. Las facciones de su rostro tampoco pasaron desapercibidas. Tez suave; labios carnosos por propia natura; ojos sonrientes y una risita lúbrica de niña traviesa la definían con dulzura.

Aún como colegiala, para un observador juicioso, no era un misterio el futuro de dicho germen. Dentro de pocos años se convertiría en toda una mujer que desearían la mayoría de los hombres. Era obvio que, dentro de poco, los varones que hasta ese momento sólo se detenían por la tierna edad de la chiquilla, se le irían encima impulsados por los más básicos deseos de la condición humana. Y así fue.

No obstante, fue un chico, no mucho más grande que ella, quien finalmente la desvirgó, y ese fue Emilio.

Frente al embrujo de alguna noche estrellada y despejada, propia de Villa Paraíso, los amantes dieron rienda suelta a su pasión por vez primera. Sus ganas de entregarse el uno al otro se saciaron.

—¡Ay amor! ¡Amor mío! —seguro le dijo Alhelí a su novio, mientras lo montaba impetuosa, salvaje.

Ambos eran jóvenes; llenos de vida, de sueños. Todo les parecía luminoso y no había preocupaciones a su derredor.

Sin esfuerzo puedo ver a la hermosa subir y bajar sin cesar, la primera vez que lo montó.

Él fue quien, desde la primera vez y sin previsión alguna, se vació en su interior. El caliente esperma de aquel muchacho colmó más de una vez el cáliz natural de la jovencilla. Ella, de seguro, se sentía muy feliz al recibir aquel líquido calientito proveniente de los testículos de su amado.

Alhelí lo adoraba y estaba plenamente segura de que con él tendría un futuro lleno de felicidad. Es así que lo montaba con una pasión desbordante; se dejaba penetrar dócilmente empinada y se le abría como fruta fresca expuesta a ser lamida.

Pero tras unas cuantas noches de pasión...

—Tengo algo que decirte —probablemente le dijo ella.

—¡¿Qué?! ¿De qué hablas? —seguramente contestó él, después de que Alhelí le comunicara lo de su embarazo.

Pese al primer momento de sorpresa ambos llegaron a un acuerdo. Los dos trabajarían y sacarían la situación adelante. Hicieron frente a sus familias, y fue así que se casaron. Humildemente, pero lo hicieron a toda regla.

Ella comenzó a trabajar en una tienda de abarrotes, mientras que él de pescador, como su padre.

El dueño de la tienda era Don Leoncio, un viejo mal encarado y enojón a quien, sin embargo, le atrajeron las bellas facciones de la muchacha. Por ello le dio el trabajo.

—Trabajarás de ocho a ocho y se te pagará el sueldo mínimo —le dijo Don Leoncio.

El viudo y cincuentón Don Leoncio parecía traer algo en la mente, algo muy turbio, cuando la veía con aquella mirada maliciosa. Parecía desnudarla nada más con verla fijamente; según ella misma me comentó, tiempo después.

Aquellas miradas leoninas, hicieron que más de una vez la pobre muchacha tirara la mercancía al suelo. Tras romper el tercer frasco de mayonesa, Don Leoncio la amenazó con descontarlo de su salario.

Por aquellos días, Alhelí rentaba un cuarto con Doña Rita, una mujer de setenta años a quien yo conocía. La señora la apreciaba, pues la joven le ayudaba en lo que podía. Fue así que Doña Rita fue la única confidente con quien Alhelí desahogaba el malestar provocado por las malas miradas de su patrón, aquel viejo malévolo, quien no se esforzaba demasiado en ocultar sus perversas intensiones.

Mientras ella hacía limpieza, ya sea que estuviese barriendo, trapeando o sacudiendo algún anaquel, Don Leoncio no le quitaba los ojos de encima recorriéndola de abajo a arriba; desde las morenas pantorrillas pasando por la piel canela de sus piernas, que se transformaban en bien definidos muslos y luego en ensanchadas caderas hasta convertirse en un endiablado culote.

Aquel viejo, de seguro, se creaba unas imágenes muy pero que muy sucias en la cabeza, mientras veía el trasero de Alhelí en más de una ocasión al día.

—¡Oye muchacha, ven aquí! Quiero hablar contigo —le dijo Don Leoncio un día.

—Dígame patrón —le respondió ella, y se le acercó.

—Me han dicho que estás embarazada, ¿es cierto?

Alhelí pensó, en aquel momento, que quizás Don Leoncio se había condolido de ella y ya no la dejaría cargar más pesadas cajas.

—Sí —respondió ella.

Los ojos del hombre se le llenaron de morbo; probablemente por imaginarse cómo le habían provocado tal estado a tan joven chiquilla.

Los siguientes días Don Leoncio la trató extrañamente afable. Alhelí creyó que, en efecto, se había apiadado de su situación, sin embargo, una noche, ya cerrado el negocio:

Apenas dio un par de pasos en el limitado lugar y Don Leoncio se le abalanzó a la indefensa chica. El socarrón cabrón ya ni pantalones traía, sus menudencias colgaban al aire. El desalmado, agarrándole de los cachetes traseros, trató de besarle el cuello pero ella se resistía. Luego lo intentó con las tetas y en dónde pudieran hallar cobijo sus sucios labios.

—Suélteme viejo asqueroso —gritó ella, al mismo tiempo que trataba de alejar las toscas manos del hombre que la tenía bien afianzada.

—¡Tienes que ser mía! —gritó aquél—. No sabes cuánto te deseo... más ahora qué sé que estás preñada. Déjame llenarte también con lo mío, total, ya no te puedo hacer nada. Ya estás cargada.

Ella no paró de gritar en busca de ayuda.

—No seas tonta, yo te puedo dar lo suficiente para hacerte muy feliz, más que el pendejo aquél con el que te casaste. Puedo darte todo lo que quieras. Nada más cúmpleme este capricho. Anda, qué más te da —le dijo el puerco.

Alhelí no supo de dónde sacó fuerzas, pues el forcejeo la había mellado (quizás salieron justamente de su vientre, donde su hijo se formaba), pero alcanzó a darle un rodillazo entre las piernas, tan fuerte que el malvado se dobló de dolor. Fue así como Alhelí perdió aquel empleo, pero no su dignidad.

Doña Rita; su casera; fue su paño de lágrimas inmediato.

—Ay muchacha. Qué te puedo decir que no sepas ya. Los hombres son todos unos cerdos. Nada más están pensando en eso.

Pese a aquellas palabras, la venerable señora la recomendó conmigo y fue así que volvimos a estar en contacto.

Y es que Alhelí había sido mi alumna cuando aún daba clases de dibujo en la secundaria pública de Villa Paraíso. En honor a la verdad, no puedo negar que me agradaba desde ese entonces, sin embargo, jamás le falté; eso puedo jurarlo frente a lo más sagrado. Era una alumna y la respetaba como tal, además era aún de tierna edad. Sin embargo, su dulce olor y la sensualidad de su cuerpo no me pasaban desapercibidos. Cuando se acercaba a mí, disfrutaba mucho del aroma que emanaba de ella. Su fragancia y su calor; ya desde ese tiempo; despedían una esencia que enganchaba los sentidos.

Hacía poco más de dos años que habíamos abierto un restaurant de mariscos, mi esposa y yo. Aprovechando lo de mi jubilación, emprendimos aquel negocio y no nos fue tan mal. Fue así que María Antonia y yo, conmoviéndonos de su situación, le ofrecimos el empleo de mesera.

Además no me limité a eso. Les presté aquel cuarto de madera para que allí vivieran y no tuviesen que pagar renta.

Alhelí pronto se adaptó a nosotros, y nosotros a ella. Era una bendición tenerla. Eso mismo pensaba mi mujer, aunque yo lo hacía mientras la veía limpiar las mesas y sentía cómo se me endurecía la hombría.

De pronto me sentí sucio al recordar lo que la pobre niña había vivido con su anterior patrón, según Doña Rita me había platicado. Ahora yo era el que la mal miraba. Pero es que no podía dejar de apreciar la belleza femenina de una mujer así. Ni mucho menos cuando su embarazo se hacía más y más evidente.

Con el tiempo acepté que yo no estaba haciendo nada malo, sólo era un observador que gozaba y que apreciaba la perfección de la naturaleza humana. La sabia naturaleza propiciadora de la vida que en Alhelí se desarrollaba.

Fue así que disfruté, sin el remordimiento inicial, de tan hermosa joven, pues, pese a estar casado, no sentía estar haciendo mal a nadie. Total, Alhelí ni se enteraba de lo que me provocaba mientras la veía caminar con aquel vientre que cada día se abultaba más.

Pasaron los días, las semanas y hasta los meses. La panza de embarazada de Alhelí fue engordando, a la vez que ese nuevo ser que vendría al mundo dentro de unos cuantos meses (atravesando aquella hendidura vertical) seguía desarrollándose.

Sin proponérmelo, me descubrí haciendo bocetos de la silueta de Alhelí sobre alguna de las mesas del negocio, sin que ella se diera cuenta. Y es que su curvilíneo perfil me fascinaba.

Hice toda una carpeta de dibujos al carboncillo con ella como modelo de inspiración. Claro que los guardaba celosamente, no quería que los descubriera ni ella ni mi esposa. No deseaba que se fueran a imaginar algo malo.

Pues bien, llegado el séptimo mes de embarazo de Alhelí, sucedió una desgracia. La lancha donde iba Emilio, y otros dos pescadores, naufragó. Fue durante un huracán. Ellos salieron a pescar, pese a las advertencias y...

La pobre de Alhelí estaba desconsolada. Sin noticias de su marido, tras días y luego semanas, muchos lo dimos por muerto, pero no Alhelí. Ella se mantenía firme en su creencia de que él estaba vivo.

Yo la veía destrozada y verla así me inquietaba. Ya no era la misma. Una profunda amargura cubría su rostro.

«Por qué tenía que pasar esto», parecía pensar.

Para sacarla de ese estado, se me ocurrió una idea. Le propondría ser, abiertamente, mi modelo de dibujo. La dibujaría en su actual estado de fecundidad.

Por la noche no pude dormir, imaginándome las poses que le pediría, no logré conciliar el sueño. Al principio había pensado dibujarla así, tal cual iba al trabajo, sin embargo, caí en cuenta que debía plasmarla completamente natural, sin nada que le cubriera su cuerpo. Era necesario. Le pagaría, y así no podría negarse. ¿O lo haría?

Mi mente daba vueltas, pensando qué respuesta obtendría, así que decidí proponérselo en ese mismo momento, esa misma noche. Resueltamente salí en dirección a su cuarto y así, desprevenida, plantearle mi propuesta.

«¿Y por qué no ir más lejos?», pensé, mientras caminaba hacia su cuartito.

Y así me dejé de engañar. Yo deseaba penetrar a esa mujer. Quería ser el invasor de aquel cuerpo mágico. Deseaba palpar, de todas las maneras posibles, esa nueva vida que se formaba en el interior de Alhelí. Y, desde el interior, pretendía apreciarla, sentirla. Quería llegar hasta aquella vida que se desarrollaba en la intimidad de la muchacha con todo mi ser, incluso con mi... sí, con mi pene.

Quería que lo primero que aquél bendito niño conociera de este mundo fuera el cariñoso, cálido y carnal recibimiento que yo podría brindarle.

Pero cuál sería mi sorpresa cuando, al aproximarme al cuartito, escuché:

—Pues a la salud del buen Emilio, que en gloria esté —decía una voz masculina.

Intrigado, me asomé y vi que Alhelí estaba acompañada. El tipo, por su facha, parecía un pescador, amigo o compañero probablemente de Emilio. Tanto él como Alhelí bebían cubas.

—No... no puedo hacerme a la idea de que esté muerto. Yo sé que está vivo —replicó Alhelí.

—Pues, a su salud, donde quiera que esté —completó el ya bebido tipo, y se le fue encima en un abrazo.

Se notaba que aquel sinvergüenza se aprovechaba de la situación para tocar a la hembra.

Puedo jurar que, incluso, vi que le metía mano entre sus muslos.

—Quiero todo contigo Alhelí, me gustas harto  —le oí decir luego y ya no hubo duda.

Me estremecí. No podía mantenerme al margen, preocupado por ella, pensé en entrar y parar aquello, pero...

Alhelí se apartó y habló.

—Mira, desde que desapareció Emilio, varios de sus amigos se la han pasado “perreándome” y, ¿sabes qué...?

Al parecer ella misma iba a frenar eso.

—...me he puesto a pensar —Alhelí continuó—, si tantas son sus ganas les voy a dar chance, pero les va a costar. No va a ser de a gratis.

Oír aquello me dejó helado. ¿Cómo podía hacerlo? ¡¿Cómo era capaz?!

Posteriormente pude escuchar sus razones:

—Lo que me pagan en el restaurante es una miseria, con eso no me va alcanzar para darle educación a mi hijo. Y él es lo único que me queda de Emilio, mi hijo. Quiero lo mejor para él.

—¡Está chingón! —comentó el rústico y, casi inmediatamente, sacó su billetera, al mismo tiempo que preguntaba por la cantidad solicitada.

En poco, ambos se hallaron desnudos.

Una vez se hubo hecho el pago, aquel facio se le fue directo a penetrarla, sin embargo, Alhelí le dijo que primero se la chupara para así lubricarla. Fue de tal forma que aquél ignaro hombre se dio el gusto de lamer la pelambrera femenina.

—Hmmmta, te hiede bien rico —comentó aquel obsceno.

—¡Emilioooo! —gritó en éxtasis ella, seguramente recordando a su ausente esposo.

Luego fue el turno de aquel ventajoso quien fue sorbido en su masculinidad. Alhelí se entregaba, totalmente lujuriosa y apasionada, a su tarea de succión. Chupó y chupó aquel fuste de carne produciendo los sonidos más morbosos.

Antes de que aquel miembro se introdujera en el sexo de ella, Alhelí lo requirió entre sus tetas. El falo resbaló entre aquellos montes de carne patinando con facilidad entre ellos, gracias al líquido pre-seminal que ya escapaba por la punta del tolete.

Mientras ella gozaba de aquella acción, a mí me invadía el miedo al ver que poco faltaba para que aquel bellaco se le sentara de plano en su redondo vientre. ¡¿Qué acaso no pensaba Alhelí en que su hijo podía ser aplastado al tener así a aquel hombre encima?!

Parecía que ella sólo pensaba en ser penetrada y así fue: El hombre, colocando sobre sus hombros las curvilíneas piernas femeninas, se abrió paso.

Más primate que humano, aquél la arremetió con repetidos y rudos movimientos de mete y saque. Sin pensar en el bebé que adentro aguardaba, horadó el henchido cuerpo femenino.

Yo ya no quise ver más. Me alejé de aquel cuartito de madera prometiéndome despedir a la furcia que había resultado ser aquella malagradecida chiquilla. Sin embargo no pude hacerlo.

Al fin ver aquello me había animado, sabiendo ahora que ella estaba dispuesta a todo con tal de ganarse algo de dinero extra. Por tanto le hice una oferta económica para que me dejara dibujarla desnuda y ella aceptó.

Adapté el cuarto de mi hijo para dibujarla allí. Moisés estaba en la capital, ya que allá realizaba sus estudios, así que no habría problema en que yo usara, por unos días, ese espacio. A María Antonia le expuse mis motivaciones artísticas, a la par de mi interés por animar a la muchacha, y así no hubo problema.

Comencé a dibujarla en poses cada vez más sugerentes. No estaba equivocado, toda ella era bellísima y su cuerpo con tan tremendo vientre de siete meses era precioso.

Mi mano se movía con resolución y ágilmente, como si la voluntad viniera de ella. Fue así que la dibujé con el vientre desnudo, mientras ella estaba iluminada por la luz del atardecer; en cuclillas, soportando su propio peso sobre sus miembros flexionados, a la vez que sostenía su vientre; sentada en el piso y echada hacia atrás, mientras se apoyaba sobre sus palmas, y se arqueaba de espalda; hincada, como una Diosa arrodillada.

Mientras continuaba dibujándola, desnuda y sentada sobre la silla, no me di cuenta que mi hijo nos miraba. Aquello lo supe hasta después. Él había venido a pasar las vacaciones y no lo había escuchado llegar.

En aquellos instantes estaba yo muy entregado a plasmar el cuerpo de Alhelí.

Le pedí a la muchacha que se trepara a la silla, con los pies sobre el asiento, piernas flexionadas, espalda ligeramente arqueada, y sus manos afianzadas al respaldo. Así la dibujé, siendo penetrada desde atrás por un imaginario macho que se le afianzaba duramente de su voluminoso vientre.

Tan febriles eran mis deseos que mis manos dejaron de responderme con eficacia, al tratar de dibujar tan rápido como las imágenes aparecían en mi cabeza. Ya los trazos no eran más que grotescos rayones ininteligibles.

Dejé el lápiz con las manos temblorosas y le dije a Alhelí que por ese día habíamos terminado.

Más tarde, ya al anochecer, los cuatro cenamos juntos. En cama no pude conciliar el sueño, de nueva cuenta y, de manera irremediable, Alhelí vino a turbar mi mente. Era momento, debía de hacerme de su cuerpo; aquello era impostergable. Por fin me decidí.

Fui con rumbo a su cuarto.

Pero antes, incluso de salir de casa, algo me detuvo.

Los gozosos lamentos eran tenues, apenas audibles, aunque llenos de una cachondería ardiente. Aquello se mezclaba con murmullos y provenía del cuarto de mi hijo.

Pegué mi oreja a la puerta de madera y logré captar susurros, pero no entendía lo que decían. Fue inútil, eran tan bajos que no logré deducir nada.

Dudé en irme pero siempre me ganó la curiosidad y decidí ir más allá. Giré el pomo de la puerta con cautela y, para mi fortuna, estaba abierta. No habían echado el seguro por dentro.

En la penumbra interior pude distinguir la silueta femenina inconfundible de Alhelí. Ella estaba sentada y desnuda, tal cual la había dibujado antes, pero ahora estaba sentada en las piernas de mi muchacho. Y no estaba inmóvil; subía y bajaba constantemente dándose francos sentones sobre él.

Era como si ambos estuvieran recreando mi propia visión, mis propios deseos: él se afianzaba del vientre abultado y desnudo de Alhelí mientras ella subía y bajaba. Y parecía que Alhelí disfrutaba mucho de aquella acción. Era ella quien ponía todo el movimiento, ritmo, aceleración; el joven de debajo sólo se limitaba a acariciarla (especialmente de las tetas y de la panza cargada; caderas y muslos trémulos; sexo y... uy, no podía soportarlo. Mi miembro se endureció).

—Así que... mi papá... ¿tú crees que él...? —¡dijo mi propio hijo refiriéndose a mí!

—Pues sí... también me mira pues... ammmh... como los otros, con mucho morbo y así... uhmmm. Pero en fin... ehmn... así son los hombres. Bien me lo decía Doña Rita —respondió la voz entrecortada y jadeante de Alhelí—. No sé si es por puro morbo o qué, pero... ufff... muchos hombres quieren estar conmigo desde que Emilio... bueno, ya sabes.

Mientras los escuchaba hablar, podía ver a Alhelí sentada y rebotando sobre mi hijo. Mi propio hijo exploraba con ambas manos el relieve de su vientre hinchado, a la vez que su pene se abría paso abriendo y palpando su intimidad; la intimidad que yo hubiese querido explorar. De seguro también, tanto manos como el sexo de Moisés, querían hurgar lo más cerca posible a aquel niño que se albergaba en su interior. Al pensar en ello de inmediato sentí una dura punzada en mi sexo, a la vez que  envidia de mi propio vástago.

—¿Pero entonces, por qué...? —le preguntó.

—¿Por qué te pedí que me lo hicieras? —le dijo a su vez Alhelí—. Es que me gustó cómo me mirabas durante la cena y antes, cuando entraste al cuarto mientras tu papá me dibujaba.

—Entonces tú sí te diste cuenta.

—Sí.

—Pero tú misma dices que estás cansada de los hombres que...

—Pero es que tú eres diferente, me miraste diferente —en ese momento Alhelí dejó de rebotar y ladeó un poco su cabeza; lo suficiente como para mirar a mi hijo de reojo.

Mientras ella aún respiraba un tanto agitada, por el esfuerzo físico realizado, continuó:

“Es que, ¿sabes?, mi abuela me contaba que los hijos se deben hacer con amor. Con el amor al ser amado. Y que se hacen de poco a poco pues, según ella me contaba, no es suficiente con una sola entrega. Para que un niño se forme como debe ser hay que hacer el amor muchas veces, para ir formándolo. Así, de poco a poco.

Es por ello que procuraba hacer el amor con Emilio por lo menos una vez cada noche. Y mientras lo hacíamos, podía imaginar cómo se iría creando mi bebé, como si su leche que depositaba en mí lo fuera formando de a poco: primero su corazoncito, luego su cabecita, sus bracitos, sus piernitas. Todo dentro mío.

Pero cuando desapareció Emilio, pu’s... lo que más me dolió, claro, además de perderlo a él, fue que mi niño quedaría incompleto. No sólo no tendría un padre sino que... (Alhelí sollozó)

Mi abuela me decía que por eso había tanta gente tan mala en el mundo. Eran seres que no se hicieron por amor, o que quedaron incompletos. Quizás con la mente o el corazón truncos.

Así que... al ver que Emilio no volvería, pues... he buscado en otros hombres el cómo completarlo. Pero todos estaban llenos de perversidad, morbo, lujuria. Ninguno mostraba amor. Sin embargo, tú... tú no eres igual. Sé que no. Tú me miras... no sé, diferente. Y por eso te pedí esto.”

Alhelí se giró y besó a mi hijo quien la estrechó entre sus brazos.

Después, cuando yo ya estaba en mi cama, recordando a aquella pareja de jóvenes quienes se abrazaban con tal afecto que... no sé. Incluso, pensé que realmente había amor entre ellos, al haber visto las miradas entre Alhelí y mi hijo. Mi propio hijo.

¿Qué pensaría mi mujer cuando se enterara de esa relación?

Y es que era muy probable que se llegaran a amancebar, por lo menos así me quedé pensando después de verlos y escuchar las palabras de mi hijo.

—Conmigo nada te faltará, yo me haré cargo de ti y de tu hijo... de nuestro hijo —le decía mi hijo, mientras estaba hincado frente a ella en la cama y le acariciaba las nalgas.

Alhelí, a su vez, le tomaba del fuste y se lo sobaba de tal manera que, en ese momento pensé, lo tenía bajo su dominio. «¿Acaso debía advertirle a su madre?»

Tal vez debería de avisarle. Decirle que aquella... aquella suripanta estaba por engatusar a su propio hijo, ¡a nuestro hijo!

No sabía si Alhelí era la primera mujer de Moisés. La primera con quien pudo estar así: Acariciándola toda y llenándola de besos, desde su tirante vientre hasta sus prometedores pechos. Mamándola con una succión infinita. Abriéndola de piernas para descubrir su profuso pelambre ensortijado, y en medio de éste su raja.

No podía estar seguro que Alhelí hubiese sido la primera experiencia sexual para mi hijo pero, por las palabras de Moisés, parecía que sí:

—Yo no te abandonaré Alhelí, y criaremos al niño juntos —le decía, sin dejarle de chuparle el sexo.

Parecía que mi hijo había quedado prendado; probablemente nublado por su inexperiencia; y la muchacha, según juzgué, se aprovechaba de ello. Ella se contorsionó como si en verdad lo gozara. Incluso le obsequió sus jugos femeninos, los cuales Moisés tragó demostrando lo inauditamente deliciosos que le eran a su paladar.

Al estar allí, ya junto a mi esposa, no pude soportar más y la tomé entre mis brazos. La desnudé y besé apasionadamente, recordando el cuerpo trémulo de Alhelí que tan sólo unos momentos antes había estado contemplando. Como si ella fuera, tomé a mi sorprendida mujer. María Antonia se convirtió en sustituto cuerpo en dónde descargué mis ansias y deseos, mi necesitad por Alhelí.

Esa misma noche, hice mía a mi esposa después de tanto tiempo. La hice mía con los ojos cerrados, mientras pensaba en la mujer que mi hijo había penetrado frente a mí. Esa mujer que deseaba pero que no dejaría se saliera con la suya. Estaba decidido; apenas llegado el amanecer, María Antonia estaría enterada de lo que pretendía aquella furcia. Así los dos le pondríamos freno. Alhelí no podía... es decir Moisés no debía casarse con una mujer así, una mujer adúltera que sólo buscaba sacar partido para su hijo. ¡Un niño bastardo!

FIN

(9,06)