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Negación - Capítulo 11

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Nos acercábamos a la Terminal de Buses. Lo anunció el Auxiliar de Servicio desde el altavoz.

A través de la ventana vi despuntar el alba, y a lo lejos, los nuevos matices que adquiría el cielo, allí donde las partículas de monóxido de carbono lo volvían gris, formando una película de contaminación que difuminaba el azul, empañándolo. Ya me sentía en casa.

El viaje transcurrió sin inconvenientes, había comprado los primeros boletos del día, los de las cinco de la mañana. Eran las diez con cincuenta minutos cuando aparcamos. Nos hallábamos en nuestro destino. Aquí y allá veía desde la ventanilla a personas moviéndose a toda velocidad, algunas con grandes equipajes y otras sólo con bolsos de mano, buscando los andenes desde donde iniciarían los viajes que los llevarían a sus propias aventuras. Al verlos, me pregunté cuántos de ellos enfilaban hacía un paraje turístico, en busca de un merecido descanso; o se dirigían a sus trabajos, a completar laboriosas jornadas remuneradas; o como yo hace siete días, escapaban de la ciudad.

Espero a que el resto de los viajeros desciendan del bus antes de hacerlo yo. Lo hago más para evitar el atasco que generaría si tratara de bajar en primer lugar, mi decisión no tiene nada que ver con la cortesía. La verdad, es que sentía la pierna del yeso entumecida por la poca movilización, y un hormigueo en el trasero por la cantidad de horas sentado. Ordeno mis pertenencias con calma, apago la laptop una vez que he guardado los documentos en los que venía trabajando. Esta era la parte tediosas de ser docente, las planificaciones. Formular objetivos no es mi fuerte.

Cuando piso tierra firme me dirijo a buscar el resto del equipaje. Siento su silbido tan característico y se gana mi primera sonrisa en días. Lo extrañaba. Se acerca ruidosamente y pasa por mi lado, poniendo su enorme mano en mi hombro.

- Ya me encargo yo, Enano… ¡Déjale esto a los machos fuertes! – se jacta.

- ¿A los machos fuertes? – le pregunto riendo y a la vez extrañado del uso del plural.

- Si… a los machos fuertes – corrobora una voz a mi espalda. Tardo un segundo en reconocerla, y luego todos los vellos de mi cuerpo se erizan – Hola, Blanca Nieves  - me susurra al oído, solo para los dos.

- Dr. Obregón – lo saludo parco, mientras le doy un codazo en las costillas para que se aleje.

- ¿Por qué tan formal? – me acusa, fingiendo dolor – Pensé que teníamos una relación un poco más… intima – puntualiza.

Me giro, para hacerle frente, dándole la espalda a Brawny que nos mira dubitativo. Esbozo una sonrisa enorme, falsa.

- Así pareces un duende – se burla.

- ¡Déjame en paz! – le pido con la voz cargada de tolerancia.

Trato de caminar lejos del carril. Veo a Claudia mirándome, elevando las cejas, esbozando una media sonrisa, como si conociera  un secreto que solo ella sabe y no tuviera intención de compartir con nadie. Sergio, me agarra del brazo, volteándome en el acto. Se reclina y su cara queda a la altura de la mía. Me pierdo en la intensidad de sus ojos verdes.

- Tenemos un “asuntito” que tratar – me recuerda.

- Lo sé – digo, al tiempo que desvió la mirada, buscando a Claudia a tientas –. Mañana – le prometo. Y me libero de su prisión para ir al encuentro de mi amiga.

Comienzo a desplazarme hacía donde está Claudia, y sólo en ese momento me doy cuenta que me he ruborizado. Siento las mejillas ardientes y me tiemblan las manos. Sergio me pone de un humor de perros. Los enormes ojos cafés de mi amiga, logran calmarlo todo. Nos miramos en silencio unos segundos, apreciándonos, buscando cualquier cambio en nosotros. A pesar de haber sido solo una semana, la he extrañado tanto, tanto, que me aferro a ella con fuerza, en un abrazo interminable. Soy un par de centímetros más alto que ella, pero, cuando calza zapatos con taco, logra igualar mi estatura. Hoy es una de esas ocasiones, por lo que nuestros cuerpos se amoldan perfectos el uno con el otro.

- ¿Faby, estás bien? – pregunta con dulzura, al cabo de un rato.

- Sí, ahora lo estoy – le susurro, con la voz entrecortada.

- ¡Y yo! – escucho gritar a Brawny, y luego siento la fuerza de su cuerpo que nos desestabiliza, el calor que irradia su cuerpo, y sus fuertes brazos rodeándonos, protegiéndonos.

- ¡Cuidado, Bestia! – se queja Claudia, pero no se mueve.

- No arruines el momento Arpía… - Miguel sonríe, y luego los tres comenzamos a reírnos. Atesoro este momento feliz, y lo guardo en un lugar privilegiado en el cajón de los recuerdos de felicidad.

Es Sergio quien rompe la burbuja.

- Que lindo… tanta ternura me provoca nauseas – se queja.

- ¿Qué hace éste “tipo” aquí? – digo, lo suficientemente alto para que pueda oírme.

- “Este tipo” solo vino a ayudar, o qué ¿ibas a dejar que Claudia llevara todas estas maletas? – replica.

Lo observo un momento, está ahí parado a una distancia prudente del lugar donde nos encontramos los tres abrazados aun. En su cara hay puro fastidio, pero no en sus ojos. No, en ellos hay evidencia clara de estar también emocionado por nuestro encuentro. Y con nuestro no me refiero al de él y yo. Me refiero al del trio del que estamos hechos mis amigos y yo. En sus ojos hay deseos de pertenecer a este grupo cerrado que observa con detención.

- Pues que siga mirando, por mí, él  nunca entrará al círculo – pienso.

No es una mala persona, lo admito. Pero es un maldito engendro demoniaco, que con su mirada altanera logra desquiciarme. A diferencia de Claudia que me entrega calma y seguridad, o Brawny que a pesar de sus bromas y su manera de tratarme como a un adolescente, es un puerto seguro. La única sensación que me induce Sergio, es el deseo de salir pitando, huir rápidamente de la tormenta que desata su presencia.

- Mejor nos vamos – digo, deshaciendo el manojo de brazos en el que nos habíamos convertido.

- - -

Iba en el asiento trasero, junto al Bastardo. Así lo llamaba ahora. Fueron escasos minutos los que pasaron mientras recorríamos la distancia que separaba el andén ocho del Estacionamiento, y durante ese breve lapso de tiempo, lanzó toda la artillería pesada. Un repertorio inagotable de bromas totalmente fuera de lugar, respecto a mi condición médica en el hospital, y mi estado actual de convalecencia. La mayoría, por supuesto, trataban sobre mi otrora expuesto trasero.

Miguel estaba complacido. Había encontrado un aliado ideal con el cual compartir información trascendental sobre mi vida privada, y con el que formular nuevas bromas que me hacían cada vez más desdichado, y a ellos parecía encantarles. Hasta Claudia soltó un par de carcajadas.  Me limité a lanzarle una mirada asesina de advertencia.

“Bastardo” fue la primera palabra que se me vino a la mente cuando él comenzó a burlarse, y la repetí en incontables oportunidades durante todo el trayecto hasta el Jeep de Miguel, y los cinco minutos que llevábamos en el todo-terreno.

Traté en vano de cambiar el asiento, cuando vi que Claudia ocupaba el lugar del copiloto, le pedí un enroque, pero mi suplica no surgió efecto, mi supuesta amiga, se negó de lleno a hacer el cambio, y yo me refunfuñe en el asiento trasero junto al Traumatólogo más idiota del mundo que seguía sin dar tregua.

- ¿Qué le pasa al bebé? – volvió a preguntar.

- Idiota.

- ¿Necesita su biberón?

- Bastardo.

- ¿Quieres llorar?

- Idiota.

- ¿Quieres llorar?

- Bastardo.

- Se te da bien llorar ¿Por qué no lloras?

Le lancé una mirada de advertencia. Sabía a qué se refería. No necesitaba ser un genio para saber que por su mente, el único acto de gentileza que había recibido de su parte – bueno, y tal vez que me salvara la vida – era que hace unos días lloré, contra todo pronóstico, sobre su hombro. Pero el muy idiota, ahora quería usar ese momento de debilidad en mi contra. Estaba cruzando el límite.

- ¡Podrías dejarme en paz de una puta vez! – grité iracundo, sobrepasado.

- ¡Fabián! – me reprocharon Miguel y Claudia al unísono.

Se miraron, y una fugaz sonrisa pasó por el rostro de ambos. Me entraron ganas de vomitar.

- ¡Ah, por favor! – maldije –. Se acostaron de nuevo.

Sergio se echó a reír a mi lado, yo miré por la ventanilla indignado, no era la primera vez que pasaba. Entraban en un raro periodo de luna de miel, un breve momento de paz antes de que la guerra se desatara de nuevo. Y se deshicieron en escusas baratas, ambos con la cara roja al ser descubiertos. Y no es que me interesen sus vidas sexuales, pero cuando se peleen… otra vez, Quedaré situado en medio de dos bandos armados y querrán que elija entre uno y otro.

- ¿Ahora si vas a llorar? – volvió a molestar Sergio.

- En tus sueños – dije, mientras le mostraba el dedo medio.

- Muy decente, Culito de Algodón.

Me harté, me puse los audífonos y no volví a dirigirles la palabra.

- - -

Me hallaba solo al fin. Era las veintitrés con treinta y dos minutos. Sólo miraba la cama. Sentía un nudo formándose en mi garganta, que me hacía respirar con dificultad. Estaba mentalmente consciente del ardor en mis ojos, el temblor en mis manos, y el sabor a bilis en la boca. Estaba consciente.

La última vez que estuve aquí, hace ya quince días, en mi propia casa, en mi mismo cuarto, fue cuando viví el preludio de una situación que casi lo destruye todo. Mi cuerpo se estaba recuperando de las heridas. Pero mi mente no.

Me sentía prisionero.

De un tiempo a esta parte – quince días, para ser precisos –, me sentía distinto, como otra persona. No el mismo Fabián que se aventuró a la noche unos sábados atrás hasta ser reducido a la mínima expresión de sí mismo. Tampoco el joven lleno de energía y vida que aparentaba ser en el gimnasio. O el ingeniero serio y metódico que quería ser en el Servicio y en la Universidad. No. Yo no era ninguno de ellos más. No era el Puto, el Docente, el Informático, el Bailarín, el Gay de closet. Quise ser todo eso, y más. Pero nunca logre ser más que un payaso. El hazme reír de la clase. El gordito amanerado del que todos se burlaban. El gordito hijo de mamá que lloraba inconsolable en los baños del colegio, oculto. O el gordito que recibía golpes de los estudiantes de cursos superiores, en los que provocaba rechazo por el ser el “puto, hijo de una puta”.

Todo lo que he vivido fue una ilusión, los sueños rotos de un niño ingenuo.

Yo estaba solo y siempre lo estuve.

Mi Madre, mis hermanas, Rodrigo, Claudia, Miguel, mis compañeros del trabajo, todos solo vieron máscara, fracciones de un alma rota. Y vieron algo en ella, algo que quisieron conservar, y yo di todo con tal de ser aceptado. Con tal de ser querido y amado por ellos. Me convertí en alumno brillante, mejor amigo, deportista, trabajador, persona honesta, y cosas más oscuras también, con el propósito de ser aceptado, y encajar de algún modo. De ser amado. Y la mentira que cree de mí mismo, me rompió más. Y ahora, ya no sé quién soy.

No sentí ninguna sensación cuando entré a la Casa, no hubo un cosquilleo en el estómago, ni temor. Mi hogar era el santuario del que me había visto separado. Que mis amigos me acompañaran también lo hizo más fácil. Durante mi ausencia Claudia había llamado a un Servicio de Limpieza, por lo que todo estaba inmaculado. No parecía que la casa llevaba medio mes deshabitada.

La noche antes de partir al pueblo, me hospedé en el departamento de Miguel, por lo que no me había enfrentado a la soledad de una casa, que de pronto parecía enorme, para una sola persona.

Aun sentía el eco de las risas y la conversación en la que nos hallábamos enfrascados hace unos minutos, cenamos e incluso me ayudaron a ordenar mis pertenencias. Mis sentidos arácnidos sonaron cuando vi a Sergio con el bolso donde empaqué mi ropa interior. Se lo arrebaté rápidamente de las manos, ahorrándome una serie de burlas. Me sorprendió lo cómodo que se sintió en mi casa. Como si nos conociéramos de toda la vida. Recorrió la casa, abriendo puertas, gavetas y despensas a diestro y siniestro. Como buscando una cámara oculta… o drogas.

La mejor parte de la velada, fue escuchar el relato de Brawny y de cómo la Oficial Tamar Rodríguez lo plantó, en la barra de un bar de baja categoría, bebiendo en soledad y esperando, hasta que la mujer lo llamó con dos horas de retraso para decirle que ella no salía con “Musculosos sin cerebro que solo pensaban con la verga”. Las risas se detuvieron abruptamente, cuando como por gracias, comentó que había aliviado la tensión sexual acumulada con una de las camareras que conoció en el Bar. Claudia arremetió un poco dolida, diciendo que se ahorrara los detalles, debido a que todos sabíamos que poseía un miembro pequeño, y que difícilmente lograría que una mujer llegara al orgasmo, a no ser claro, que lo fingiera por una buena cantidad de dinero. Miguel divertido, dijo que eso no era lo que ella mostró hace dos noches mientras lo hacían, y Sergio lo detuvo cuando quiso bajarse los pantalones para demostrar que la Arpía estaba mintiendo y él estaba bien dotado. Supuse que esa interacción puse fin a la “luna de miel” y la tregua había concluido hasta nuevo aviso.

Sergio se mostró el resto de la noche bastante cortés, y a excepción de los incidentes del bolso y su espionaje, su presencia no me molestó en lo absoluto. Sus habituales bromas fueron más mesuradas, en la medida en que el repertorio se acabó, y escuchó atento nuestras conversaciones, interviniendo lo justo para que notáramos que seguía presente y atento, pero sin revelar nada de su vida personal. Se marchó con Claudia excusándose debido a la larga jornada laboral que lo esperaba mañana lunes, no sin antes recordarme nuestra cita médica durante la tarde.

Brawny se quedó un rato más para interrogarme respecto a los sucesos de “esa” noche, cuando comprendió que no revelaría nada se retiró ofuscado, dando un portazo que hizo que toda la casa vibrara y acentuando la soledad de la misma.

Subí la escalera. Y aquí me encontraba, atribulado en mi propio cuarto, mirando la cama. Cuando me rendí y comprendí la extensión del daño que esos golpes provocaron volví a la sala y me dormí en el sofá.

- - -

Mis compañeros me recibieron mejor de los que esperaba, y ya para el medio día me sentí útil y eficiente. El trabajo puede ser una excelente terapia, más aun si has estado de vago por dos semanas. Perdido entre algoritmo y fórmulas de programación el tiempo voló. Ni siquiera mi pierna mala protestó por la cantidad de horas sentado. Claudia pasó a buscarme a la casa, y se puso feliz al ver el buen ánimo que tenía esta mañana.

- ¿Qué planes tienes para hoy? – preguntó.

- Estaré a en la Oficina hasta las cinco de la tarde. Luego iré al gimnasio a trabajar con Teresa, la fisioterapeuta… ya sabes, así mantengo un ojo sobre Brawny, no vaya a ser que decida reemplazarme. Y tengo ganas de ver en que va lo del Programa de Entrenamiento Militar. Puede que sea útil trabajando en la Admisión por un rato, evaluar cómo funciona el Software y esas cosas. Brawny dice que va bien… pero lo conoces… si hay un buen par de tetas cerca, el payaso babea.

- Y no piensa – coincidió.

- Luego iré a la Universidad.

- ¿Recibiste alguna noticia?

- Si, llamé hace unos días, lamentaron mucho lo del accidente, pero aseguraron que no supondría problemas retrasar el inicio de mi cátedra por dos semanas. Siempre y cuando logre abarcar todos los contenidos en estos meses. Así que estuve recalendarizando, actualizando las planificaciones y esas cosas.

- ¡Les gustas! – me dijo sonriendo. – Ese día que fui a entregar tu permiso médico, la decano se puso bastante triste. Me pareció una mujer adorable.

- La Dra. Letelier – dije, como si ese nombre lo explicara todo.

 La mujer era una solterona muy pronta a la edad de jubilación, tenía una mente brillante y lúcida, y la sabiduría de alguien que ha dedicado su vida a la docencia y al aprendizaje continuo. A su edad podía armar y desarmar un computador con los ojos vendados. Y era una amante de los números. Rebeca Letelier era además una mujer ruda, que se andaba sin rodeos, a la que no le importaba sacarte del camino a patadas, si ella consideraba que de alguna forma, estabas interviniendo en el cumplimiento de sus metas.

Desde que entré a la Universidad oí rumores de la mítica decano. Pero no la conocí hasta el día en que fui llamado ante la comisión académica para decidir mi futuro universitario. La mujer se mostró impasible, y argumentó sin vacilación lo imperativo que era desvincularme de la institución en breve. Fueron el resto de los académicos -ahora colegas- que me conocían los que lograron abrirme una ventana cuando ella me cerraba la puerta en la cara. Quedé un período a prueba, y cuando mi rendimiento repuntó, debido al escarmiento, me miró con respeto. Fue ella misma quién me ofreció el puesto, luego de que en los años siguientes nos enfrascáramos en una relación de tira y afloja, en la que ella esperaba ansiosa a que fracasara y yo testarudamente me esmeraba por permanecer en la lucha. Supongo que gané y me la gané en el camino. Tenía una relación lo bastante cercana con ella como para ir a compartir el té y hablar de las trivialidades de la vida.

- No olvides tu cita con Sergio – me recordó Claudia cuando me bajaba de su vehículo.

- Lo sé.

- Y la psicóloga – apuntó.

- Mañana… lo sé.

- Y la fisioterapeuta.

- Lo sé.

- Lo sé, lo sé, lo sé – se burló.

Le saqué la lengua y me alejé antes de que empezara a recordarme el horario de los medicamentos y nos enfrascáramos en una confrontación entre indicaciones médicas y “lo seés”.

- - -

Caminé por el pulcro pasillo. Sentía una extraña sensación en la boca del estómago y un hormigueo en la punta de los dedos. Me parecía raro llevar tanto tiempo trabajando en este Hospital y nunca haber recorrido esta parte del edificio. Nunca me había roto un hueso, dicho sea de paso.

Miré la inscripción que anunciaba en la puerta que ya me encontraba frente a la consulta del Dr. Sergio Obregón, Traumatólogo, me debatí durante largos segundo si golpear la puerta, o deshacer el camino, y luego inventar una excusa barata que justificara mi ausencia. Había insistido en seguir el tratamiento con otro médico, pero nadie me hizo caso.

Repentinamente el cerrojo se movió, la puerta se abrió y en el portal apareció Sergio, que dio un respingo cuando se percató de mi presencia. Elevo las cejas, y se hizo a un lado, haciendo un gesto con la mano bastante parsimonioso indicarme que entrara.

- Estaba a punto de ir a buscarte a las Oficinas – dijo.

- No es necesario – gruñí.

- Entra entonces – apremió.

Seguía parado, inmovilizado. El me miró analíticamente, como detectando qué iba mal, estiró la mano y me agarro del hombro obligándome a avanzar. Un segundo más tarde me hallaba sentado frente a un escritorio, atiborrado de papeles y documentos, todos estratégicamente esparcidos en la mesa, comencé a tomar nota mental respecto a las cosas desagradables que me molestaban de este hombre, la primera, era extremadamente desordenado, su oficina lo acusaba.

Lo miré mientras él cerraba la puerta, llevaba unos simples vaqueros con zapatillas, una polera negra y sobre está el ostentoso delantal blanco. En el bolsillo del pecho, se hallaba bordado su nombre y cargo en letras negras. Los pantalones marcaban los músculos del muslo, podría atreverme a decir que tenía unos cuádriceps bastante definidos y grandes, la polera se tensaba en el pecho, dónde los pectorales se pronunciaban, pude ver una fina capa de vellos rubios escapando del cuello de la polera, no me había dado cuenta de ese detalle, y lo anote en la lista también, el tipo era velludo, y yo odiaba los pelos.

Y anoté de paso las otras características que odiaba, su sonrisa perfecta y bobalicona, sus enormes ojos verdes, el hoyuelo de la barbilla, el pelo crespo, su perfume e hilé incluso más hondo, añadí su personalidad arrogante, y lo que más me desagradaba, sus bromas.

- ¿Cómo has estado? – preguntó al tiempo en que venía a sentarse frente a mí.

- Bien... supongo – dije, tanteando el terreno.

- Te ves verde… ¿está seguro que estás bien?

- ¿Qué?... ¡Sí!... estoy bien… relájate – solté, para nada convincente.

La verdad, es que estaba a punto de vomitar por los nervios. Nervios que no sabía de dónde venían. Ladeo la cabeza y sonrió.

- Te pongo nervioso – se jactó. No era una pregunta.

- Me pregunté cuánto tiempo iba a pasar antes de que comenzaras con tus estupideces.

- ¿Vas a llorar ahora? Porque la verdad no tengo ganas de ser pañuelo de lágrimas hoy… no me gustan los melodramas ¿sabes?

Di una patada con el pie del yeso que nos dolió a ambos. Apenas sentí el impacto supe que el arrebato de ira fue una mala idea, un segundo nos estábamos mirando y al siguiente ambos gritamos y nos sobamos los pies, la diferencia fue que aparte del dolor sentí una corriente eléctrica que me llegó hasta la nuca, y luego una oleada de dolor que me hizo jadear y lloriquear en silencio.

- Estás loco… ¡Maldición! - se quejó Sergio.

- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

- Odio cuando te pones bestia – me dijo.

- Tú empezaste – jadee.

- Me va a quedar la piel morada.

- No es para tanto… ¡Ay! a mí me vas a tener que amputar el pie – el dolor no menguaba y pasé del estado de sufrimiento al de risa loca. A él le hizo gracia el cambio y también comenzó a reír de buena gana.

- Al menos mantienes la movilidad del pie – dijo entre carcajadas.

- No lo amputaste cuando tuviste la oportunidad – le recordé.

- Me arrepentiré toda la vida.

- Ahora tendría una pierna completa sobre la chimenea decorando mi sala.

- Ahora te ríes – dijo, poniéndose serio de un segundo a otro -. Hace una semana sólo llorabas.

Me pregunté qué tornillo se le zafó a este hombre, los cambios de humor tan repentinos eran señal clara de locura, apunté eso en la lista.

- Es que eres tan feo, que me da pena.

- ¡Ah! Estás de buen humor…

- No.

- Pero te estabas riendo…

- ¡Pero ya no! – dije, dejándome llevar por su locura.

- Los chicos dicen que eres un poco melancólico.

- ¿Los Chicos?

- Claudia y Miguel.

- ¿Los Chicos?... ¿Te refieres a “mis” amigos? – enfaticé en que eran de mí propiedad, sólo míos. Si de ellos se trataba yo era Gollum.

- Sí, ellos… - dijo, haciendo caso omiso a mis arrebatos.

- ¿Por qué hablas tanto de mí con “mis amigos”?

- Porque… - se sonrojó -, quería saber si sabían.

- ¿Sabían el qué? – lo apremié.

- Que eres gay… quería saber si sabían que eres gay.

Me quede mirándolo, y sentí que un agujero negro se abría en el piso y me tragaba.

- Claudia lo saber ¿verdad?, ella debe saberlo porque… - lo interrumpí.

- Yo no soy gay – puntualicé.

- ¿Cómo que no eres…. ¡Ah! Comprendo, ¡eres Bisexual! – dijo abiertamente, como quien describe el día.

- No.

- ¿Entonces cómo explicas los cultivos rectales? – preguntó, ahora verdaderamente confundido.

- ¿Cómo?

- Los cultivos rectales, llevas haciéndote esos exámenes casi mensualmente durante los últimos dos años. Roberto te ha tomado un montón de ellos.

- ¿Roberto?

Sabía claramente a qué exámenes se refería, y al médico qué realizó la toma de muestra, sabía todo eso y no podía dejar de comportarme como un idiota. Inventar alguna escusa que lo alejara de la verdad. Pero las pruebas era irrefutables, y en vez de pensar en posibles mentiras –de las que estaba harto-, comencé a preguntarme hasta qué punto podía confiar en el hombre que me sondeaba con esos ojos verdes, llenos de curiosidad y sin una pisca de acusación o rechazo.

- El Dr. Santibáñez… vamos, no tienes de qué avergonzarte… ¿Eres un poco promiscuo no es verdad?

Lo miré a los ojos, y el pareció arrepentirse en el acto de la última pregunta que formuló.

- Disculpa… eso…

- No te preocupes

Logré articular palabras por fin, el estupor de la sorpresa comenzó a desvanecerse, y pude pensar con claridad. Le contaría la verdad… a medias.

 - No sé bien como pasó, pero me enamoré de mi mejor amigo cuando tenía trece años – le conté -. Por razones de la vida nos separamos cuando íbamos a cumplir diecisiete. No me he vuelto a enamorar en la vida… esa es la historia.

- Pero… te has acostado con otros hombres – me sonrojé.

- Sí, con un par… pero nunca lo disfruté la verdad… - dije, tratando de justificarme, -. Creo que esta conversación no tiene nada que ver con mi pierna.

- Yo no lo veo así.

- ¿A qué te refieres?

- Bueno, hice mi tarea… hace unos días te acuse injustamente de usar drogas, me disculpo por eso, pero el informe toxicológico llegó e indicaba que se trataba de una dosis baja de lidocaína, que coincide con lo que me contaste respecto a la lesión del pie. Sobre el uso del spray y todo eso. No me quedé conforme cuando Tamar, me comentó algo respecto a la ropa interior el día del accidente. Revisé y ella tenía razón, no llevabas ropa interior puesta. Recuerdo haberte recibido en la Sala de Urgencias y lo rápido que fue desnudarte, ya sabes, la ropa interior casi siempre se corta con tijeras. Con lo apremiante de la situación no reparé en ese detalle. Y luego estaba un comentario de una de las Enfermeras, dijo que en tus sabanillas había una mancha de sangre… venía desde tus nalguitas de algodón. E investigué y me topé con los exámenes, y un antecedente de ¿fisura rectal? – me miró incrédulo.

- Bueno… tienes más información que yo…

- No del todo… ¿quiero saber quién y por qué razón te pegó? – lo dijo con calma, pero había una amenaza oculta en su voz y deseo de venganza.

- Me envolví con un tipo… ya sabes… mal asunto – mentí.

- ¿Y él te hizo esto?

- Puede…

- ¿Cómo que “puede”?... La historia que le contaste a Tamar… ¿Mentiste?

- ¡Claro que mentí!... ¿qué querías que le dijera, eh? ¡Que me estaba acostando con un hombre y que todo salió mal y que me reventó la cara a golpes!... No puedo decir la verdad, ni ahora ni nunca… para mi es asunto olvidado… cuando me permitas abandonar este maldito yeso, y pueda retomar mi vida, todo habrá quedado en el pasado.

- ¡No puedo creer que seas tan idiota! – gritó, acallando mi voz –. Casi mueres dos veces esa noche… antes de que llegara la ambulancia y dentro del pabellón. Casi no tenías sangre por el hematoma que se estaba formando en tu abdomen. Por Dios estaba en shock. Perdiste el vaso, te fracturaste una pierna, casi te desconfigura la cara… dime ¿Qué hiciste para que la bestia de novio que tenías reaccionara así?

- Mantuve una relación paralela con su mejor amigo – la mentira llegó naturalmente, sin forzarla, una mentira perfecta. Me di palmadas mentales en la espalda por mi talento.

Sergio me miró, perplejo por primera vez. Creo que en su mente no pudo concebirme engañando a otra persona, o le costó mucho hacerse a la idea al menos. Porque cuando habló, dejo entrever que el asunto había llegado a su fin.

- ¡A bueno!... Eso cambia las cosas… no lo justifico, ni voy a decir que te lo merecías, pero… eso… bueno… lo que hiciste también estuvo mal.

- Lo sé – dije, triste de pronto, por el concepto que él se pudiera llevar de mí. Bueno, era mejor que imaginara que era infiel a puto ¿o no?

- ¿Lo has visto?

- No… a ninguno, y espero no volver a hacerlo en mi vida – esto era verdad, el mantra con él vivía día a día. Lo único que le pedía a Dios antes de dormir, es que me libre de ellos para siempre. Amén.

- ¡Bien! – dijo Sergio, notoriamente tenso –, veamos cómo está esa pierna.

Y el resto de la cita transcurrió sin más interacciones, de pronto él se volvió todo médico y profesional y no volvió a bromear ni a hacer preguntas personales. Y yo comencé a preguntarme cuánto asco podría estar provocándole tener que tocarme. Los minutos que permanecí ahí se me hicieron eternos, y en ese tiempo un nudo de lágrimas se formó en mi garganta. Era una sensación nueva y antigua al mismo tiempo. Me transportó a tiempos pasados y al dolor de un corazón roto.

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