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Quiero que vuelvan a cogerme así

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En Argentina se han sucedido varios golpes de estado, pero sin dudas el último fue el más terrorífico y fatal. Entre 1976 y 1983 ocurrieron innumerables secuestros, desapariciones, algunos propiciados por las fuerzas armadas, y en menor medida, otros realizados por ciertas entidades privadas bajo la conmoción del miedo, la clandestinidad y la desesperanza. Aquí es donde entro yo en la historia.

Nací el 22 de enero de 1955, así que para cuando comenzó la dictadura bajo el nombre de Proceso de Reorganización Nacional, yo tenía 21. Era mayor de edad, y eso me gustaba. Nunca desobedecí ninguna orden porque no era mi estilo. Siempre fui modosita y tímida. Pero sabía de sobra lo que pasaba en el país, porque estudiaba economía en una universidad privada. Todas las semanas desaparecían chicos de años superiores con fuertes recursos y apellidos importantes, ya que había varios hijos de peces gordos. Pero la gente miraba para otro lado, y no daba crédito a los murmullos de los pasillos.

Yo no era de esas familias que tiraban manteca al techo, pero vivíamos con comodidades y mucha apariencia, gracias a mi padre. Creo que por eso vinieron a buscarme, ya que siempre me vestía con mi mejor ropa y perfumes para asistir a la facu, especialmente para buscar marido. En esos tiempos era así. Me avergüenzo con todas mis fuerzas por haber creído en esa pavada. Las mujeres éramos más bien adornos, figuras esculturales o muñequitas de porcelana de los hombres, y ellos se aprovechaban de nosotras. Sin embargo, muy pocas se atrevían a cambiarlo.

Era viernes por la tarde cuando un grupo de personas y yo nos disponíamos a tomar un café a la salida del cursado, en la confitería de siempre o en algún bolichito por ahí. Pero un ruido extraño me distrajo, y enseguida me fui quedando atrás del gentío, solo por curiosear. Entonces, alguien me colocó una capucha en la cabeza. Grité todo lo fuerte que me salió. Me ligué una patada en el estómago y quedé desmallada por el dolor. Por desgracia no pude verificar quienes eran los que minutos más tarde me subieron a un auto y murmuraron cosas inconexas para mi confusión. Pero sí sabía que nos dirigíamos hacia algún lugar y, sentía cómo me manoseaban. Ese día llevaba una falda a cuadros a la altura de las rodillas, medias finas, zapatitos negros de taco y una blusa blanca con bordados. Me sentía espléndida con mi cabello recogido en una colita, ligeramente maquillada y con mi mejor perfume.

Cuando el coche se detuvo sentí unas manos heladas entre mis piernas. Alguien bajó los vidrios del auto que chirriaba como un montón de chatarra vieja, y a lo lejos escuché correr agua. Deduje que estábamos cerca de un río o embalse. Cuando uno de ellos habló le reconocí la voz de inmediato. Era Ramiro, un chico que estudiaba la misma carrera que yo pero iba dos años más adelante. Era uno de los flacos a los que le tenía ganas, por lo que cada vez que lo veía le hacía ojitos, le sacaba la lengua o le miraba con imprudencia el bulto, cosa bastante osada para la época. Pero yo quería un novio urgente!

Ramiro comenzó a sacarme las medias con mucha delicadeza, pero yo estaba muy nerviosa. Aún me conservaba virgen y no sabía a lo que me enfrentaba. Inicié un forcejeo inútil para que no me sacara la bombacha, pero otro de los chicos lo hizo mientras decía luego de aclararse la garganta:

¡qué tigresa más traviesa, miren con qué facilidad le saqué la bombachita!

También le reconocí la voz. Era un profesor horrible que había tenido en primer año, de apellido Pedroni y con un prontuario de mujeriego intachable. Según mi mejor amiga, el viejo siempre me miraba las tetas.

En ese momento mis nervios se acrecentaron porque ese tipo me daba asco y repulsión, y más cuando lo vi oliendo mi calzón. Después se sentó a mi derecha para desprenderme los botones de la blusa con toda la brusquedad que le fue posible. Intuí que hacía mucho tiempo deseaba verme desnuda, y aquel presagio me causó aún más repugnancia.

En los asientos de adelante otros dos hombres discutían encarnizados, hasta que comprendí lo que tramaban. Abracé a Ramiro engañosamente para llegar al picaporte de la puerta y abrir. Ramiro cayó al suelo y yo encima de él. Era el momento de escapar! Pero enseguida las otras puertas se abrieron con prisa y y dos tipos nos levantaron de un zamarreo. Volvieron a meternos en el auto y trabaron todas las puertas. Yo permanecía encapuchada, y ahora más asustada. Lloré, y eso les provocó una morbosa ternura, gracias a la que emprendieron su casi olvidado plan.

Me dejaron totalmente desnuda, bajaron del auto, y yo lo hice luego alzada en los brazos de un tipo al que no reconocí, dueño de una gran espalda y buen porte para dirigirnos hacia el río que yo escuchaba desde el auto.

Como yo seguía forcejeando para escaparme, me metieron al río mara que me calme. Me dio tanto frío que sollozaba y tiritaba como enferma. Les pedí que por favor me secaran, y lo hicieron, aunque con sus propios cuerpos desnudos, salvo Ramiro y el profe que conservaban sus calzoncillos.

Me abordaron vivaces y enérgicos sobre las viejas mantas que dispusieron en el suelo lleno de rocas y piedras duras. Por lo general yo siempre estaba encima de uno de ellos, porque no querían que me escape. Me tocaban, me chupaban en lugares que ni yo sabía que existían, me metían dedos por todos lados, y hasta incluso me clavaban la lengua en el ombligo. Al parecer estaba delicioso, porque los cuatro lo saboreaban y lamían.

También me olían embelesados. Se relamían todo el tiempo mientras me acariciaban, y los escuchaba hablar entre ellos a la vez que me amasaban las tetas. Ponían entre ellas algo duro y caliente que, aunque no tenía la certeza de lo que se trataba, lo imaginaba. Eran penes gordos, de músculo y piel, con temperatura y vigorosas formas. Yo solo lloraba en silencio casi todo el rato. No quería pensar que eso los hiciera tan felices, ya que cuando hipaba entre llanto y toses, uno de ellos me metía un dedo en la vagina y lo disfrutaba por lo que me decía. No sabía si eran insultos o halagos, pero me dolían más que sus manoseos:

¡dale nena, gozá mamita, dejame que te coja despacito con el dedo, mirá qué lindo agujerito tenés, esto no sirve solo para hacer pipí nenita!

Lo peor estaba por llegar. Uno de ellos casi no había hablado, salvo en la discusión. Pero cuando deslizó que a él le tocaba mi culo, casi me muero de espanto. Era Juan Pablo, el hombre que yo había mirado durante años en silencio, sabiéndolo imposible. Estaba en el último año de ingeniería mecánica. Era hermoso, castaño de ojos pardos, piel morena y estampa de macho rudo, o al menos eso creía yo, que lo guardaba en una cajita de cristal, y vivía en un cuento de hadas.

Juan no paró de hablar con el que me introducía los dedos en la cosita, y se disputaban mi cola con entusiasmo. No podía creer que los hombres fueran capaces de semejantes pactos entre ellos!

Al final apostaron algo que no logré entender y me pusieron boca abajo. Sentí manos por mi espalda, besos, tirones de cabellos, golpes en mi cola con cosas duras, frotadas de pitos en los hombros, dedos pellizcando mis piernas y voces estremeciendo mis pensamientos. Hasta que me colocaron en cuatro patas, me hicieron mover la cola y, a continuación algo pegajoso tocó el agujero de mi culito y lo untaron como a una tostada con mermelada. Sentí cómo se dilataba mi ano, y a pesar de las cosquillitas en mi concha tenía frío y miedo. Solo deseaba correr a mi casa. No soportaba más estar allí con personas que significaban mucho para mí, pero que ahora se habían convertido en mártires de mi terror inocultable.

Juan mencionó mi nombre y me dijo que debía quedarme tranquila, que él sabía que estaba enamorada de él, pero que yo no le interesaba como mujer. Realmente el turro estaba enamorado de mi cola desde hacía tiempo, y no iba a renunciar a un duraznito así. No podía graduarse sin cogerme violentamente el culo sin parar. Esas palabras me desgarraron el corazón. Sentí cómo la furia se apoderaba de mí y lo pateé sin reparar dónde, pero logré que me soltara.

En ese instante me quité la capucha para divisar por dónde estaba. El profesor notó mis intenciones y no quiso dejarme ir. Por eso, antes de que sus brazos me atrapen agarré una piedra del suelo y le acerté a la cabeza.

Corrí y corrí, como no me daban las piernas por el río. Ellos se sumergieron a perseguirme, y aunque corrían más rápido que yo, no contaron con que me acueste y me deje llevar por la corriente como con la naturalidad más inmensa del mundo.

Vi cómo salían del río y subían al auto para no perderme el rastro por las orillas. Supongo que tenían en cuenta las consecuencias si yo llegaba a escaparme y los denunciaba.

Más adelante lograron estacionar el cacharro viejo ese, y se adentraron en las aguas para apresarme con la misma facilidad con la que se mata a una mosca. Me metieron al auto en medio de insultos y agravios por lo tonta que fui al intentar huir. Me amenazaron haciéndome ver que a donde hubiese ido, ellos me habrían encontrado para matarme.

El profesor arrancó el auto y nos fuimos mientras Ramiro me ponía la capucha nuevamente. Forcejeé porque me sentí corajuda y valiente. Pero no dio resultado. Me ataron las piernas y manipulaban mis muñecas para que les toque los penes y los huevos. Ramiro me escupía las manos para que lo pajee y se metía mis dedos en la boca.

En cambio, Juan Pablo hacía que me tocara la chuchi para luego olerme la mano y obligarme a pellizcarle las tetillas.

Viajamos alrededor de media hora, o tal vez más. No recuerdo la cantidad de vueltas que dimos. Estaba perdida, y no lograba escuchar indicios. Cuando al fin frenamos escuché unos grillitos que me hicieron dar cuenta de que estaba anocheciendo. Entré en pánico, con el corazón latiendo tan de prisa como la sangre en el pene de Ramiro, y temblaba por los chuchos del agua del río, ya que ni me secaron.

Me bajaron a los empujones, y entramos en un lugar lleno de eco. Supuse que sería una construcción de techo muy alto, como un galpón o un taller. Me sentaron en una silla que se tambaleaba, mientras hablaban entre sí, como decidiendo qué hacer con mi destino. Pronto me ataron a la silla sin recaudos ni delicadezas.

Para distender escuché a Ramiro decir que prepararía unos mates mientras pensaban en lo que harían conmigo. Pero tuve que romper el silencio.

¡¿por qué me hacen esto?!, exclamé.

Ellos solo se rieron de mí. Oí unos zapatos acercarse y luego un susurro. Era el viejo que me ponía la bombacha en la cara diciendo:

¡vamos a ver a quién le toca tus agujeritos bebota!, y me dio una cachetada que me hizo estallar en lágrimas.

Me quedé dormida en la silla apenas me dejaron en paz. Tenía las piernas cansadas porque me había costado mucho nadar en el río.

Me despertaron a los sacudones, me quitaron las cuerdas y me alzaron entre todos. No puse resistencia porque ya sabía lo que se me venía, y no podía cambiarlo. Habían preparado varios colchones en el suelo, y a pesar de que ya no tenía la capucha, casi no había luz.

Me tiraron como a una bolsa de papas allí con un poco de desprecio y brutalidad. Entonces decidí entregarme a lo que pudiera pasar. Eso fue lo que me salvó.

Los cuatro comenzaron a besarme y a chuparme por todos lados. Sentía que mi conchita se mojaba de a poco, y aunque no quería disfrutarlo, cuando sentí un trozo de carne pegajoso en la boca tuve ganas de comérmelo todo, de que me cojan la concha y el culo. Estimulaban mis agujeritos con dedos y lenguas, y la pija de aquel incógnito entraba y salía de mis labios al compás de los gemidos de otro a mi lado, el que me colaba un dedo en la vagina y decía:

¡qué garganta profunda tenés pendejita de mamá!

Yo sentía que iba a vomitar porque sus penetradas eran insuficientes para el espacio de mi boca, y no podía controlar mis arcadas.

Otro de los chicos me masajeaba los cachetes del culo. Imaginé que era el que se había ganado el derecho de hacérmelo. Pero primero sentí una pija gruesa y caliente en mi cosita, antes de que en mi cola. Era mi profe el que al fin me robaba la virginidad.

Sentía cómo sus huevos golpeaban mis piernas, como su pulso aceleraba sus latidos y los de mi clítoris, y cómo sus dedos estrujaban mis hombros, mientras la leche de Ramiro me colmaba la boca, y la ronca voz del viejo me decía:

¡pero por dios, las virgencitas son las más ricas, perdón chicos, pero le estoy acabando adentro, es demasiado apretadita esta concha!

Me dolió como la mierda, pero preferí no quejarme mientras pudiera aguantar. Además, sentir todo el semen de ese viejo cretino me hizo vibrar las venas.

Apenas el profe se me despegó dejó entrar al chico de gran espalda, el que me sentó sobre sus piernas para que me aferre de sus dotes. Ese la tenía un poco más pequeña, y quizás más finita. No me dolía tanto como con la del viejo, pero él gemía demasiado. Lo disfrutaba a full, y me encantó que gritara que estaba por acabar junto al arrebato de su respiración. Entonces me la sacó de la concha, me tiró en el colchón y sentí caer en mis pechos algo caliente y espumoso.

Juan Pablo me preguntó a los gritos:

¡la querés primero en el culo o en la concha guanaca, sucia, putita reventada?

Le dije que haga como quiera. Entonces me puso boca abajo, me levantó la pelvis y me cogió por adelante pero en cuatro patas. Ese guacho me gustaba, y aunque estaba rabiosa con él no podía negarme a que el placer de sus manos y su cuerpo se posaran en mí. Estaba muy caliente, tanto él como yo. Creo que cuando lo notó, sin más preámbulos me ensartó la verga en el culo. No recuerdo un dolor tan lacerante y profundo como ese. El hijo de puta se movía como si yo fuese de goma, y me perforaba sin importarle mis gritos, súplicas o lágrimas. Para peor, pronto Ramiro se puso debajo de mi cuerpo para intentar polinizarme la conchita que goteaba tanto flujo como sangre, y en cuanto la encontró su pija se fundó entre sus paredes, y entonces mis caderas subían y bajaban por la maniobra de tamaña cogida.

Entonces, atorada y todo como estaba, recibí la pija del espaldón en la boca, y se la chupé. Estaba rodeada de las pijas de los machos que me torturaron, y me gustaba que me propongan aquel juego siniestro. Tenía ganas de hacer pis y caca al mismo tiempo, y cuando se los dije acabé como una cerda, porque Juan me decía:

¡cuando te la saque del orto te la vas a comer como a un chupetín mamita, así que cagame la pija siquerés!

¡sí bebé, y a mí meame la verga guacha!, decía Ramiro que intentaba besarme la boca, y como no lo dejé me dio terribles cachetadas.

Fue una sensación difícil de explicar, y que no pude hablar con nadie. Me tragué la leche del espaldón, saboreé la pija de Juan Pablo con mi gustito a culo, dejé que Ramiro me acabe en la concha, y me hice pis en su pecho apenas se recostó y me lo pidió. También permití que el profe me acabe en los pechos y me coja la garganta con los dedos, los que metía y sacaba de mi cola y mi vagina.

De igual forma me sentía mal, sucia y transgredida.

Luego hubo otros sucesos en los que se divirtieron conmigo, y cuando todos pasaron otra vez por todos mis agujeros y me acabaron en la cola, los pechos, en la boca y en la conchita, el profesor me tiró un balde de agua fría para lavarme.

Ramiro me puso la bombacha, entre los cuatro me subieron al auto, ya que no tenía equilibrio ni para caminar, y me dejaron casi en bolas en la puerta de mi casa. Me hicieron jurar que jamás hablaría de esto con nadie. Mis padres me encontraron por la mañana, y tuve que mentirles. Les dije que me habían robado en la estación de trenes. Pero mi madre no se la tragó, y lo divisé en su llanto inquebrantable. Seguro pensó que no volvería a verme. De hecho, ni notó el olor a sexo que se impregnaba en mi humanidad.

Eso sí, tuve que cambiarme de universidad para no volver a encontrarme con ninguno de ellos, nunca más!    fin

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