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Negación - Capítulo 12

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Llevaba una hora aquí, y ya me estaba desesperando.

- ¡Vamos Fabián! – me animó Teresa otra vez.

La estaba odiando, me molestaba su optimismo. Nos conocíamos desde hace tiempo, pero nunca habíamos interactuado más de cinco minutos. Era una de las buenas contrataciones de Miguel en el Hércules, y jamás había requerido sus servicios profesionales, hasta ahora.

La consulta con Sergio terminó en condiciones más o menos cordiales, se limitó a entregarme las indicaciones médicas típicas, reposo, régimen, analgesia, fisioterapia, el retiro de puntos y una orden médica para una radiografía, solo con eso dijo, evaluaríamos el tiempo de la permanencia del yeso. Hui de ahí en cuento vi la primera oportunidad, creo que fue un alivio para ambos terminar con la actuación, sentí la decepción de Sergio atravesarme como una estaca directa en el corazón. No me importaba su opinión, o al menos, traté de convencerme de eso.

Nos despedimos civilizadamente de la mano, y cuando deje de estar bajo su constante escrutinio, pude respirar con tranquilidad. Sin embargo, su descubrimiento y las mentiras que dije me dejaron con sabor a estiércol en la boca. Reprimí la necesidad que sentía, con cada paso que daba de volver y contarle la verdad. Me detenía el hecho de que la verdad, era mucho más dolorosa que la mentira. Para mí al menos.

- No veo cómo esto puede estar ayudando – me quejé por décima vez.

- Mejorará la tonicidad de tus músculos y evitará que se atrofien, o qué, quiere terminar con una pantorrilla más grande que la otra.

Tenía razón, ya comenzaba a notar que mi pierna rota adelgazaba producto del desuso, me sentí culpable por Teresa, ha tratado de ayudarme desde que puse un pie en su oficina, y sin embargo, no he parado de quejarme y gruñir cuando ella no tenía nada que ver con los sentimientos que me dominaban.

- Perdón, me estoy comportando como un maldito idiota… es que no ha sido un buen día – me disculpé.

- Puedo verlo – acotó.

La miré, tenía una belleza exótica, y estaba seguro que en otro tiempo, en otra realidad habría sido una amazona guerrera súper inmortal. Tenía el pelo liso, negro que llevaba la mayor parte del tiempo suelto, una piel trigueña, una nariz ganchuda pero pequeña, que no desentonaba con la forma de corazón de su rostro, y unos ojos que parecían haber sido robados de una mujer árabe, por su forma almendrada, que ella acentuaba con el uso del delineador negro. La voz suave y angelical, no combinaban con la forma de su cuerpo ancho, robusto, pero que no perdía la femineidad. Y claro, su ropa completaba el conjunto, siempre usaba poleras negras con Mickey Mause o Darth Vader. Era sin dudas, por su inteligencia y apariencia, una de las mujeres más cotizadas del recinto deportivo.

- Llegaste echando humo – aclaró.

- Ah… bueno… tenía la esperanza de deshacerme de esto hoy – dije, indicando el yeso.

- Mal asunto… ¿Qué dijo el Doc?

- Que lo evaluaría la próxima semana, quiere unas placas.

- Bueno, luego viene un largo periodo de rehabilitación ¿lo entiendes, no?, vamos a vernos seguido.

- Ni me lo recuerdes… - refunfuñe.

- Fabián te comportas como un adolescente – se burló.

- ¿Qué?... ¿Por qué?

- Porque estás haciendo un drama de esto, no es el fin del mundo. Mira tu cara, Miguel dijo que había estado horrible, y hoy te sacaron las puntadas ¿no?

- Sí.

Sergio me envió con la enfermera luego de nuestra sesión, se trató de una señora de edad que me retiró cuidadosamente cada una de las suturas, ambos quedamos satisfechos con el trabajo. Yo por dos razones, la primera era que ya no debía lucir los enormes parches blancos en la frente y la mejilla, y por otro lado, porque el maldito Sergio, o eso comentó la enfermera, hizo un trabajo tan perfecto que solo tenía dos pequeñas líneas rosadas y no las enormes cicatrices que imaginé quedarían grabadas en mi piel y me harían parecer un delincuente que se fugó de una prisión de máxima seguridad.

- Ves, no todo va mal. Debes enfocarte en las cosas buenas que te suceden. Hoy diste un paso, pequeño, pero algo es algo.

- Tienes razón – admití.

- ¡Bien, piénsalo! Estás son unas mini-vacaciones… ¿Te parece si lo dejamos hasta aquí por hoy?

- Me parece estupendo – me incorporé lentamente de la colchoneta.

- ¿Nos vemos el miércoles? – preguntó.

- Pensé que trabajaríamos todos los días.

- No lo recomiendo en esta primera etapa… aun estás con el yeso, dejemos a tus músculos descansar un poco, debemos ir con calma, no queremos provocar otra lesión.

- Está bien… pero hay algo que me preocupa.

- Dime.

- No quiero engordar, ya sabes, no estoy haciendo nada de actividad física, y llevo dos semanas sin hacer ningún tipo de entrenamiento, quiero ver si puedo trabajar otras zonas del cuerpo, adaptar ejercicios para seguir trabajando abdomen, brazos, espalda, ¿comprendes?

- ¡Claro! No veo ningún problema a eso, ¿qué te parece si para mañana te preparo algunas rutinas de entrenamiento?, puedes hacerlas aquí o en tu casa, y minimizamos el riesgo de generar lesiones de alto impacto en tu pie malo.

- Eso sería genial, te lo agradecería muchísimo.

- Bien, déjamelo a mí entonces.

- Gracias Tere…

- De nada, sólo mantente positivo ¿vale?.

- Vale – me mostró la mano, y chocamos cinco.

- - -

Estaba mirando las clases, los salones estaban atiborrados de gente, en su mayoría hombres, de cuerpos definidos, bien afeitados y con cabezas rapadas. Era extrañamente parecidos unos a otros, se mimetizaban en la multitud. Acá y allá veía caras crispadas por el esfuerzo, rostros perlados por el sudor. Me parecían todos iguales, miembros de una raza de personas uniformes, como espectros genéticos los hizo a todos iguales, clones de un original. Se movían igual, gesticulaban igual, y si no fuera por sus voces dispares, hasta podría pensar que somos víctimas de una invasión alienígena silenciosa.

Eran cientos de rostros nuevos, el gimnasio se hallaba repleto de militares que acudían a entrenar. Todo era parte del acuerdo del Programa de Entrenamiento Complementario que había firmado Miguel con un Capitán de la Milicia hace algunas semanas. Las cosas parecían estar funcionando. Y de cierta forma, la clientela civil y militar del centro deportivo estaba coexistiendo en el mismo espacio en una extraña simbiosis.

Era fácil distinguir a unos de otros. No sólo por poder diferenciar las caras familiares de las nuevas, también porque los “rapados” iban uniformadas hasta a la ducha. Todos usaban el mismo buzo azul marino, con la polera blanca sin mangas, dejando de ver musculosos brazos, y gruesas cadenas en los cuellos, que tocaban el piso cada vez que hacían una flexión de brazos.

Brawny los estaba reventando. Había tenido la mala idea de entrenar con él en algunas oportunidades, y conocía lo maniaco que se ponía a la hora de ejercitar. Estaba dando instrucciones de aquí para allá, corrigiendo posturas, y quedándose de pie al lado de cualquier persona que se atreviera a estar holgazaneando en su clase, mientras contaba las repeticiones. Llevaba en la mano un cronómetro, y a los pobres no les daba respiro.

Lo saludé con la mano.

- ¡Enano! – me gritó desde el interior de la sala -. Cecilia te estaba buscando.

- ¡Ok! – le dije. Y salí en búsqueda de mi amiga.

La encontré en la cafetería. Mirando la callé desde el gran ventanal. Se hallaba sola y parecía estar sumida en un leve estupor, porque no se percató de mi presencia hasta que me hube sentado a su lado.

- Hola extraña – le dije.

- Hola precioso – me dijo, para nada sorprendida al verme.

- ¿Qué haces aquí sola?

- Esperar – dijo, mientras sonreía.

- No creo que ocho meses sentada aquí, bebiendo… té, sea muy saludable para el bebé.

- ¡Llevas la cuenta!... ojalá mi esposo se pareciera un poco a ti – y comprendí la razón de su soledad.

- ¡Vaya! Problemas en casa – traté de sonar comprensivo, busqué a tientas su mano por sobre la mesa, y la apreté entre las mías.

- Creo… - su cara se llenó de angustia -, creo que me están engañando – dijo, y se largó a llorar.

Sentía a Cecilia como una mujer fuerte, después de todo, se mantuvo en pie después de varios intentos de embarazo frustrados. Ni en aquellos duros momentos, la vi descomponerse así, con esa cara de dolor visceral, casi palpable. Odie un poco más al esposo de mi amiga, aún sin conocerlo, primero por haberla tenido tantos años sola, mientras esperaba su traslado a la ciudad, y ahora por abandonarla de nuevo, justamente en el momento en que ella cargaba con un bebé de ambos en el vientre. Por su bien, espero a que mi amiga esté en lo incorrecto. Me pregunté como a Brawny y a Clau pudo caerles en gracia un tipo como este. Seguramente el tipo era un mentiroso consumado.

- Shhh… tranquila… ¿qué te hace pensar eso?

Se llevó las manos a la cara y negó con la cabeza.

- No lo sé… en mi interior lo sé, sé que algo está mal, algo no encaja.

- Puede que estés un poco hormonal… ¿o no?

- Lo mismo dice Claudia.

- Entonces… no has encontrado ninguna prueba, es sólo intuición.

- Creo que tuvo una infección de transmisión sexual – dijo, y su llanto se hizo más sonoro esta vez.

- Vaya, eso cambia un poco las cosas… ¿tú estás bien?, digo, hay enfermedades que se transmiten al bebé, ¿te hiciste los chequeos?

- Todos – dijo, controlándose nuevamente -, todos, Claudia los pidió todos, y estaban negativos.

- ¿Entonces?

- Es que fue a ver al urólogo, hace dos semanas… llamaron para confirmar la hora y yo respondí la llamada. Solo es eso.

- Pero… eso no quiere decir nada – dije, mi voz sonó una octava más aguda por lo irrisorio de la situación. Me disculpe mentalmente con el marido de mi amiga, por emitir un juicio tan equivoco en forma tan apresurada.

- Tiene que significar algo – dijo ella, con necedad.

- Significa lo que significa – concluí -, que él necesitaba hacerse un chequeo. Todos nos hacemos chequeos de vez en cuando.

- Pero ya nos habíamos hecho los chequeos – se quejó.

- Estás viendo fantasmas donde no los hay… Seguramente el médico pidió repetir alguno, esas cosas pasan sabes, la muestra se estropea, o el resultado no es concluyente, o qué se yo. Tal vez incluso, pidió cita para comentar los resultados, o hacer alguna consulta.

- Y entonces ¿por qué no quiere tener relaciones conmigo? – lloró.

- ¿Todo esto es sobre sexo? – pregunté incrédulo, me empezó a atemorizar el estado mental de mi amiga, las embrazadas daban miedo.

- Sí y no – farfulló.

- ¿Cómo “si y no”? – espeté.

- Es que ya no me toca, y antes… bueno antes lo hacíamos todo el tiempo… y ahora lo evita. Hace unas noches dio un brinco que lo dejó estampado en el techo, cuando lo busqué. Jadeó como en vez de tocarlo con las manos le hubiese pasado una lija por la...

- ¡Suficiente! – la corté, incómodo -, creo que no has pensado en que a él le da miedo… por hacerle daño al bebé y esas cosas.

- Pero Claudia dijo que no habría problemas, que siguiéramos nuestra vida sexual normal.

- Pero Claudia no es la que te mete la… - de detuve en seco -, Perdón eso estuvo fuera de lugar… Digo, Claudia no puede saber si a él le da miedo hacer algo que estropeé todo. Recuerda que el también a sufrido pérdidas en el pasado.

Me miró por unos segundos, analizando las palabras que le dije.

- Tienes razón – acordó finalmente -, no lo había pensado así.

- No… Seguro no lo hiciste… Pero para eso me tienes – le acaricié la mejilla, secando las lágrimas que surcaban su rostro.

- ¡Ey! ¿¡Qué haces!? ¿¡¡Qué haces!!? – el grito llegó como un estruendo,

Y todo pasó tan rápido que sólo lo comprendí cuando ya era demasiado tarde. Un segundo y el que era un pésimo día, se convierte en uno peor. Lo vi en el umbral de la puerta, gritándome, llamando mi atención. En el nano-segundo en que me puse de pie por la impresión, ya estaba a escasos centímetros de nosotros. Otro nano-segundo y me hallaba en el piso, la mandíbula desencajada por un golpe, y el pie roto irradiando un dolor agudo, paralizante. Un zumbido en la cabeza. La sensación del fango en el cuerpo, la lluvia que se cernía sobre mí. Los golpes. Dios, los golpes, uno tras otro. Uno tras otro a un ritmo constante. La oscuridad. Los insultos y los golpes. Más oscuridad. La voz que me llamaba a la vida. La otra voz, la que estaba llena de temor. El frío. La soledad.

Abrí los ojos, alejándome de los recuerdos, vi destellos de luces en mi mirada. Y luego las voces, tenues a un principio y luego más fuertes, más cercanas, como si alguien estuvieran lentamente subiendo el volumen de un reproductor musical.

- ¿¡Estás loco!? – gritaba Cecilia.

- ¿¡Qué te dijo!? ¿¡Qué te estaba contando!? – gritaba Antonio.

Unas manos gentiles que aparecieron de la nada ayudaron a que me incorporara. Pude verlos. Él se hallaba a dos mesas de distancia, y en mi memoria no lo recordaba tan alto. Era el Dios de la Ira, su mirada asesina dirigida a mí, ambos brazos temblando a sus costados, los puños cerrados, energía cinética pura acumulada. Cecilia le golpeaba el pecho, se veía extremadamente pequeña a su lado. Era una cabeza más pequeña que él, y más menuda. Sin embargo su ira no era menor a la de él. En esta pelea desigual, ella estaba ganando.

- ¿Dónde lo conociste? – volvió a inquirir él.

Ella hizo caso omiso a la pregunta, lo siguió golpeando, y yo me quedé mudo de miedo y de vergüenza. No podía mirar a Cecilia. No podía mirarlo a él. Necesitaba huir.

- Eres. Una. Bestia. Estúpida. Imbécil. Imbécil. Cómo. Se. Te. Ocurre. Pegarle – bramaba Ceci, por cada palabra un golpe en el torso de su marido. 

Miré la puerta, y vi a Brawny aparecer, venía hecho una furia. Empujó a toda la colección de espectadores que se arremolinaban en la entrada. Cuando su mirada se posó en mí, se mandíbula se tensó. Me puse trabajosamente de pie, para ir a su encuentro. No quería dar rienda suelta a mis emociones, pero tenía muchas ganas de llorar.

- ¿Quién me puede explicar qué mierda está pasando aquí? – gritó Miguel, a viva voz. Silencio rotundo en la sala.

Cecilia se separó de su marido, y comenzó a acercarse a mí. Vi con temor como acortaba la distancia entre nosotros y la detuve con la mano. Sin mirarle la cara. Miré a Antonio un segundo, y negué imperceptiblemente la cabeza. Sólo una señal para él. Llamándolo a la calma, yo era tan dependiente del secreto como él.

- ¿Capitán? – Miguel seguía al ataque. El jefe se hacía presente.

- Disculpa Miguel – dijo Antonio, cauto -. Reaccioné mal, eso es todo.

- ¿¡Eso es todo!? – Cecilia volvía a gritar - ¡Míralo! ¡Míralo!

Sentí todas las miradas posarse en mi cara. Incliné la cabeza, ocultándome, y vi horrorizado las manchas de sangre en mi sudadera y en el piso. Perfecto, ahí va mi labio. Estaba haciendo un buen trabajo bloqueando el dolor por el subidón de adrenalina, recé para que la valentía no me abandonara en ese momento.

- Fue un mal entendido – le dijo Antonio a Miguel, ignorando a su esposa.

- Trata de no machacar a mi personal con tus “malos entendidos” – le pidió Brawny irónico.

- Disculpa… no sabía que… - dudó por unos segundos –. No sabía que él trabajara acá.

- Si, bueno… ha estado un poco indispuesto estás semanas, estoy ansioso porque vuelva al trabajo, es un maldito genio en lo que hace, pero creo que eso será imposible si lo andan usando como saco de boxeo en todos lados. – dijo, jactancioso -. Además, Capitán, debería sentirse avergonzado por golpear a alguien que está casi inválido – lo riñó, apuntando mi pierna enyesada.

- Sí… yo… - me miró –. Lo siento. Perdón.

Lo miré un segundo, sorprendido por la intensidad de sus palabras, era una disculpa sincera. No solo por el golpe de hoy, evidentemente. Hice un leve asentimiento y miré a Miguel.

- Puedes sacarme de aquí – le pedí.

Me arrastró hasta su oficina, si no fuera por la situación sombría, habría sido una escena de lo más divertida, Brawny caminando a grandes zancadas empujándome por un hombro, y yo medio caminando, medio arrastrándome por el peso y la incomodidad del yeso.

Hizo a un lado a todos los espectadores, que me miraron con preocupación y luego comenzaron a susurrar mientras el grupo se disolvía, el espectáculo había terminado.

Me sentó en una silla, me entregó una toalla limpia para que me secara la cara. Y salió. Regresó a los pocos segundos con un botiquín de emergencias y una bolsa de hielo que me tendió sin decir nada. Parecía seguir enojado, y yo ya no entendía nada. Comencé el pequeño corte sangrante en el labio – me miré al espejo – y apliqué hielo. No era nada de qué preocuparse, Claudia habría dicho que la cantidad de sangre se debía a la cantidad de vasos pequeños que existen en el labio. Pero ella no estaba aquí, para llenarme de preguntas suspicaces. En cambio tenía a Brawny que parecía estar en una discusión interna bastante peliaguda.

Me hallaba recostado en el sillón con la pierna en alto, y una bolsa de hielo en la cara, cuando Miguel decidió dirigirme la palabra nuevamente.

- Cuando te saquen el yeso voy a enseñarte defensa personal – dijo.

- La otra vez no funcionó bien – refuté.

Lo habíamos intentado una vez, y fue un fiasco. Jamás llegué al nivel que un cinturón negro en Taekwondo esperaría de su discípulo. Miguel se impacientó rápido y yo, sinceramente, no tenía interés en aprender.

- Esta vez es distinto, es necesario.

- Si tú lo dices… - dije condescendiente.

- Me estoy empezando a preocupar – admitió -. Te dejó nocaut con un solo golpe. Y hace dos semanas casi te matan, Fabián – usó mi nombre, esto era serio -. Quizás deberíamos llamar a Sergio, que te venga a echar una mirada.

- ¡No! – me apresuré a decir, sentándome -. ¡Estoy bien! Sólo fue un rasguño.

- Pero el pie…

- Brawny estoy bien. Voy a estar bien – le prometí -. No te pongas nervioso ¿vale? O me pondrás nervioso a mí también… Esto fue… situacional. El hombre se confundió, pensó mal. Yo estaba muy encima de Cecilia. Tal vez demasiado encima – exageré para que me creyera -. Él pensó que algo más estaba pasando.

- Pero yo pensé que te conocía… fue con Ceci al Hospital y todo.

- No… nunca nos habíamos visto – le aclaré -. Supongo que se impresionó al verme en una situación tan íntima con su esposa.

- Independiente de eso, vamos a entrenar. No hay excusa que valga.

- Está bien – dije, luego buscaría una forma de zafar.

- Bien – miró la hora -. Volveré al trabajo – anunció, y me dejó solo.

También miré la hora, y descubrí alegremente que aún faltaba una hora para dirigir mi trasero a la Universidad en busca de una nueva camada de estudiantes a los que torturar. El Cementerio estaba de vuelta en las pista. Me pregunté qué nuevo apodo me pondrían ahora mis estudiantes, El Cementerio ya no parecía apropiado para mí, parecía más un Lisiado o Zombie, la energía de El Cementerio se hallaban en receso por el momento. Hoy me tomaría las cosas con calma en la Universidad también.

No pensé en Cecilia y mi terrible descubrimiento. Tampoco me permití pensar en las claras señales que obvie. Me reservaría el dolor, la vergüenza y el arrepentimiento para la noche, cuando entrara a mi cuarto y mirara la cama. Allí desenterraría al Puto y lo encararía por todas las cosas que hizo, y los daños colaterales que sus acciones trajeron a mi vida. Ahora no era el momento.

- - -

- Tranquilízate – me reprendí mentalmente.

Llevaba varios minutos sentado en mi Oficina en la Universidad, tratando de calmar el temblor de mis manos.

- Tranquilízate – le pedí a mi cuerpo nuevamente.

Nada.

Comencé a respirar profundamente, como ejercicio de relajación. Inhala, exhala. Inhala, exhala. Toma aire, bótalo. Una y otra y otra y otra vez. Siempre el mismo proceso. Llenar mis pulmones y luego liberar todo. Dejar ir los problemas y miedo. Serenar la mente. Gobernar el cuerpo.

- Es más fácil decirlo que hacerlo – pensé.

Toma aire, bótalo. Una y otra vez. Me rendí a los minutos, cuando comprendí que nada daba resultado. Nada lograba acallar la voz de mi subconsciente, que amenazaba con tomar el control de mis impulsos y derrumbar la fachada en cualquier segundo. Mis manos no paraban de temblar. Cerraba los ojos y veía a Cecilia. La culpa me estaba comiendo vivo. Toma aire, bótalo. Una y otra vez.

Alguna vez leí respecto a las crisis de pánico. Dicen que son sensaciones que te ahogan, que te sientes en un cuarto oscuro sin salida. Una voz en tu cabeza que te apabulla y no te deja encontrar la salida. Un miedo que lo consume todo. Me pregunté qué tan cercano me hallaba de vivir mi primera crisis. Al borde del precipicio supongo, un soplo del viento en la dirección incorrecta, y caería en picada.

Leí que las bolsas de papel eran de mucha ayuda. La clave era respirar lento y pausado, entrar en modo zen y poner la mente en blanco. Carecía de bolsas de papel, pero me enfoqué en los ejercicios de respiración cuando la sensación se hizo muy angustiante. Parecía ser que la bolsa era parte fundamental del asunto, porque estaba consumiendo todo el oxígeno a mí alrededor y aún no lograba tranquilizarme. Era una sensación aplastante.

Sonó la alarma. Hora del show.

Me gustaban los inicios de clases. Son un nuevo comienzo, una nueva oportunidad, un nuevo desafío. La primera vez que di el puntapié inicial a una cátedra como docente me sentí realizado. Y creo que estaba más entusiasmado yo que mis alumnos. Me miraron como su fuera un bicho raro cuando les hablé de los objetivos del curso, y de las reglas que inventé como profesor. Supongo que decirles que haría pequeñas pruebas clase a clase no ayudó a mejorar los ánimos.

A la mayoría de las personas no les gustan las matemáticas. Sin embargo cuando estudias alguna ingeniería, descubres que las matemáticas son una parte fundamental de la misma. Debes aprender a solucionar problemas. Y en éste mundo, el único lenguaje universal que existe, son los números. Dónde sea que estés, o a donde quiera que vayas, aquí y allá, el uno es uno y no hay más vuelta que darle. Ese razonamiento tan sencillo, me fascinaba.

Tomé el portafolio y me aventuré a la primera clase de este nuevo semestre.

Comencé a repasar mentalmente los temas que debía tratar con mis estudiantes nuevos hoy. Primero, debía darles las escusas pertinentes al caso, por haber retrasado el inicio de la asignatura por dos semanas. Segundo, debía hablarles de los lineamientos básicos del curso. Luego cronograma y fechas de evaluaciones. Y luego entraríamos en materia. Jugaría con los números. Algebra era la misión de hoy.

Recorrí el pasillo en silencio, aquí y allá vi a jóvenes y adultos entrando a sus respectivas aulas, listos y dispuestos para comenzar a llenar su mente de nuevos aprendizajes. Llegue al salón de clases en el que dictaba clases hoy, el primer año del curso vespertino de Ingeniería en Informática y Programación. Se trataba siempre de personas entre treinta y cuarenta años que buscaban perfeccionarse. Había jóvenes también a los que nos interesaba el horario diurno y encontraban más cómodo estudiar durante la noche.

Había unas cuantas personas fuera del salón conversando animadamente, sin darse cuenta de mi presencia. Me aclaré la garganta y les indiqué con la mano que entrarán al salón. Regla número uno de El Cementerio: una vez que yo entro a la sala de clases, nadie más lo hace. Los atrasos y las interrupciones están estrictamente prohibidas. Se los aclararía pronto, pero no lo comprenderían hasta que llegara el primer retrasado y lo hiciera salir pitando de mi aula.

Una de las mujeres abrió mucho los ojos cuando me vio, no hizo ningún comentario sobre mi condición física, pero sabía que sus chismes llegarían a mis oídos tarde o temprano. Esperaba que al menos fueran creativos y las historias que inventaran me hicieran reír por un rato. Entraron sin ceremonias e hice mi entrada triunfal.

Di un paso con la vista fija en el escritorio, frente a la audiencia. El siguiente paso lo di mirando sus rostros, hice un barrido de derecha a izquierda, como lo hacía siempre. No di un tercer paso.

Se sentaban al fondo, en el centro del auditorio. Estaban riendo acerca de un comentario y luego sus caras de incredulidad fueron un reflejo de la mía. Había visto a uno de ellos hace menos de tres horas. Se pusieron de pie lentamente, claramente impresionados. Igual que yo.

Antonio y Eduardo se miraron el uno al otro y luego de vuelta a mí, como exigiendo que alguien explicara algo, o que la cámara oculta se hiciera presente y anunciara que la broma de mal gusto había concluido.

Y luego recordé una conversación que mantuve con Cecilia luego de una de mis clases en el gimnasio, una charla de pasillo que tuvimos hace solo un mes y que ahora me parecía antiquísima, llevada a cabo hace años y años atrás. En ella, me habló de su marido, el militar que tenía al frente mirándome con la boca abierta. Me dijo que se inscribió en la Universidad y que yo sería su profesor. Me dijo también que me temía. No a mí. Le temía al Cementerio. Temía convertirse en una de las tumbas que dejaba en el camino.

- Discúlpenme – dije en un hilo de voz, sin apartar la vista de los depredadores.

Deshice los pasos que di y salí del salón a toda prisa, directo hacia los baños. Escuché el murmullo de voces aumentando de tono en la medida en que me retiraba. Llegué justo a tiempo antes de vaciar mi contenido gástrico en el retrete.

- Dios, Dios, Dios – supliqué, con lágrimas en los ojos -. Dios, Dios, Dios.

Toma aire, bótalo. Una y otra vez, me recordé.

Toma aire, bótalo. Una y otra vez, me estaba volviendo un manojo de nervios.

Toma aire, bótalo. Una y otra vez, lo habían destruido todo, ¿qué más querían?

Y lo comprendí. Esto no era un castigo, era una oportunidad. La vida te las ofrece siempre, opciones, decisiones que tomar. Vivir o morir. Blanco o negro. Sí o no. Sólo hay que ser lo bastante astuto como para no desaprovecharlas. Ser lo suficientemente valiente como para afrontar las consecuencias. Pero ellos tomaron una decisión también. Y yo conocía la consecuencia.

Me lavé la cara con abundante agua, mis manos dejaron de temblar. Era momento de empezar de cero. Aquí no era el Puto, ellos lo mataron. Aquí yo era El Cementerio, y yo los enterraría a ellos.

Entré al salón y está vez no cometí el error de mirarlos. Me dirigí a mi escritorio, saqué mis documentos, encendí mi notebook, tomé aire y miré a la clase.

- Buenas Noches – los saludé, mi voz sonó segura, yo era el dueño, amo y señor en este espacio reducido -. Mi nombre es Fabián González, y seré vuestro catedrático este semestre.

Me toqué el labio, justo en el lugar donde recibí su golpe esta tarde y lo miré. Le dedique una fría sonrisa.

- Saquen papel y lápiz, vamos a ver si sus cabezas tienen algo de masa encefálica, o sólo tienen aire – el silencio fue rotundo -. Y por cierto, bienvenidos a la Universidad.

Quise agregar “Y que comiencen los Juegos del Hambre” pero me pareció algo exagerado.

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