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Isabela (Capítulo 6): En memoria de otra época.

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Salieron del local, Isabela excitada y Guillermo algo molesto por el incidente. Decidió no darle mayor importancia, después de todo aquello era solo un teatro, una fantasía, un espejismo. Ella no era así, ella era distinta, todo era un juego. Guillermo se convenció a sí mismo repitiendo estos argumentos hasta que los creyó totalmente. No había de que preocuparse, sólo debía disfrutar del momento.

Atravesaron la puerta del local y al salir a la calle Isabela beso apasionadamente a su marido descubriendo la sorpresa que este le había reservado. Una lujosa limusina negra estaba aparcada frente al restaurante. Nada más verla Isabela supo que la había alquilado su marido hacía pocos minutos con aquella llamada misteriosa.

-No debías haberlo hecho.

-Me apetecía cuidar a mi chica, y a mi puta.

-Pero eso rompe la fantasía- protestó Isabela sin demasiada convicción.

-Romperá la tuya, monada, yo siempre he deseado tirarme a una puta en un trasto de estos.

-No lo dices en serio.- A pesar de todo a Isabela no le gustó aquel comentario. Aunque ahora sentía que no tenía motivos para desconfiar de su marido, las palabras del amigo discorde de ambos le habían vuelto a la mente repentinamente. Sintió un repentino nudo en estomago que no supo explicarse ni siquiera a sí misma. Ella había sido la infiel, ella había ideado la fantasía, ella había coqueteado frente a otros hombres mientras jugaba a aquel juego peligroso, incluso fantaseó con encontrarse a su hombre en manos de otra mujer cuando fue a buscarlo al despacho. Y ahora no entendía por qué aquel comentario la había molestado tanto. Guillermo sólo interpretaba el papel que ella le había asignado, y no tenía derecho a sentirse ofendida. -¿Verdad?

-Claro que no, cariño.- Guillermo notó la angustia en la pregunta de su mujer y se quedó más sorprendido que ella. Ahora empezaba a no entender nada. Se había prestado a realizar aquella extraña fantasía de su mujer a desgana, sobre todo porque deseaba hacerla feliz. Y ahora que empezaba a disfrutar, ahora que empezaba a sentirse cómodo con la posición en la que le había tocado jugar su mujer parecía contrariada. -Sí que había fantaseado alguna vez en hacer el amor en una limusina, mi vida, pero siempre eras tú la que estabas a mi lado.

-Pero ahora no soy tu mujer, soy tu puta, así que vamos.- Isabela sonrió mientras arrastraba a su ahora totalmente confundido cliente. Volvía a sentirse puta. Sólo había sido un momento de temor, de angustia, de pánico, de soledad. Pero ya había pasado. Volvía a estar al ciento por ciento. Ahora todo volvía a estar bien. Todo volvía a ser perfecto.

Guillermo se dejó arrastrar por la puta de su mujer sin entender absolutamente nada. Era la segunda vez durante aquella velada que Isabela parecía estar a punto de derrumbarse y repentinamente recobraba la entereza de forma súbita. No sabía que era, pero empezaba a sospechar que a su mujer le pasaba algo. Todo aquello no era normal. Había algo que rechinaba, pero no tenía ni idea de que podía ser. Guillermo intercambió unas palabras con el conductor del vehículo y, cuando este se cercioró de que efectivamente eran las personas a las que esperaba, la pareja se acomodó en los asientos forrados de piel de aquel lujoso coche. El chofer bajó el cristal ahumado que separaba la cabina del espacio destinado a los pasajeros. Guillermo le pidió que los trasladara a algún lugar de moda y, tras volverse a levantar la mampara, el motor ronroneó al ser arrancado.

-Cariño, tú no estás bien. A ti te pasa algo.

-¿Pero que tonterías dices?- A Isabela le tembló la voz. Claro que le pasaba algo. Pero ni ella misma sabía lo que le estaba pasando.- Estoy mejor que nunca.

-No sé, Isabela, todo esto, este numerito, en el restaurante, con aquellos hombres, antes, en el coche, ahora mismo, no entiendo que pasa, no entiendo lo que te pasa.

-No me pasa absolutamente nada.- Isabela no conseguía que su voz sonara convincente. -Todo esto lo estoy haciendo por ti, Ya te lo he dicho antes. Pero si no quieres continuar, podemos volver a casa.- A Isabela volvía a formársele aquel nudo en la garganta mientras sus ojos se humedecían otra vez. ¿Por qué era incapaz de controlar sus emociones? ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo era posible que pasara de la excitación a la vergüenza, del amor al odio, de la lascivia a la tristeza y de la lujuria a la culpa de aquella forma? Era como si su cerebro hubiera perdido por completo el control de sus estados de ánimo y las emociones vagaran sueltas, sin rumbo, peleando entre ellas y turnándose arbitrariamente en la dirección de su alma.

-Isabela…- Guillermo captaba a la perfección la congoja de su amada, pero no sabía que hacer, tal vez debiera haberse callado. Se maldijo a sí mismo por abrir la boca. –Isabela, no, perdona, no quería decir que…

-¿Qué?- Le espetó ella.- ¿Qué cojones es lo que no querías decir? Porque lo has dicho. Te odio, te odio, te odio. –Isabela rompió a llorar de forma desconsolada perdiendo el control hasta de sus propias palabras. La ira y la tristeza parecían haberse aliado para vencer al resto de sentimientos en aquella batalla interior.- ¡Te detesto! ¡Te odio! ¡Te odio con toda mi alma! Te odio, te odio, te odio, te odio.- Cada una de las repeticiones sonaba menos audible hasta que sólo sus labios se movían sin emitir sonido alguno.

Guillermo abrazó a su esposa, apretándola fuertemente contra él, permitiendo que se desahogara a través del llanto. Isabela correspondió a su amado rodeándole con sus propios brazos. Transcurrieron unos minutos en los que ninguno de los dos se movió, en los que ninguno de los dos habló. Sólo se oían los sollozos de la mujer y sólo se movía la mano del amante acariciando a la desconsolada Isabela. De pronto Isabela alzó la cabeza. Ya no lloraba. Ahora sus ojos brillaban con pasión. La guerra que se mantenía en su interior había sufrido un cambio de bando. Ahora la lujuria volvía a capitanear aquel cascaron de nuez zozobrante en el que se había convertido su alma. E Isabela estaba dispuesta a aprovechar aquella situación mientras pudiera.

-Espera, Isabela. ¿Qué haces? Para. Para por favor. Hablemos de…- La frase de Guillermo murió antes de ser concluida.

-No, no hablaremos de nada. Hoy no.- Isabela susurró mientras le tapaba la boca a su marido con la mano. –Tú querías follar en una limusina y eso es lo que va a pasar.

-No, Isabela, no, eso no va a pasar. Por lo menos no ahora. Quiero que me digas que te pasa, quiero que me digas que te angustia.- dijo Guillermo librándose de la improvisada mordaza de carne que su mujer le había impuesto.

-No me pasa nada, en serio, no te preocupes. Sólo estoy un poco rara, nada más, confía en mí. Bésame y calla.

Isabela se montó sobre su amante, buscando sus labios hasta que se hizo con ellos. Guillermo no estaba satisfecho con la respuesta obtenida pero era consciente de que no había nada que pudiera hacer al respecto en aquel momento. Comprendió que su mejor opción era seguirle la corriente a aquella mujer que ya no parecía su esposa. Sabía que si no lo hacía las consecuencias podían ser negativas para los dos. Así que lo único que hizo fue corresponder a aquellos labios carnosos envolviéndolos con los suyos. Guillermo pudo saborear el salado sabor del llanto mezclado con la saliva. Labio sobre labio, lengua contra lengua, el beso se alargó en el tiempo hasta que ambos amantes recobraron el deseo. Isabela apartó los labios de la jugosa lengua de su amado y agarrando fuertemente el top amarillo lo hizo deslizar por la cabeza, dejando al descubierto sus bonitos pechos. Guillermo, confundido a la par que excitado acabó dejándose llevar por el momento y con un movimiento certero, acompañado por un abrazo traicionero, introdujo su cara entre las tetas de su mujer. Isabela gimió de placer cuando su hombre recorrió sus aureolas con la lengua, deteniéndose a mordisquear furtivamente los erectos pezones.

-Quiero que me folles de una jodida vez, hijo de puta.- Mientras decía esto, Isabela restregaba con frenesí su sexo, que se mantenía desnudo bajo la pequeña falda, contra los pantalones de su marido.

El coche se detuvo repentinamente y el motor se apagó.

-Ya hemos llegado, jefe.- Sonó la voz del chofer a través del interfono.

-Muy bien, gracias.- Contestó Guillermo a la par que apretaba el botón de intercomunicador. Decidió tentar a la suerte nuevamente y sonrió a su mujer -Tendrás que esperar, putita mía. Después de todo soy yo el que manda. ¿No?

Isabela se apartó de mala gana, pero consciente de que aquel juego volvía a excitarla. Tendría que esperar a que su cliente decidiera darle placer. Mientras Isabela se volvía a vestir, apáticamente, con el ajustado top, Guillermo sacó una botella de Bourbon del aparador del lujoso vehiculo y sirvió dos generosos lingotazos en sendos vasos anchos.

-¿Dónde tiene el hielo?- Preguntó haciendo funcionar nuevamente el intercomunicador.

-Lo tiene en el congelador, a su izquierda, la puertecita metálica.- La respuesta desde la cabina no se hizo esperar.

-Toma, mi vida, tomemos algo antes de entrar.- Guillermo tendió a su esposa una de las copas, ahora sí, con hielo, y bebió un largo sorbo de la suya.

-¿Para esto si tenemos tiempo?- Preguntó Isabela algo dolida.

-Cariño, tenemos toda la noche para tener tiempo. Tómate el Bourbon y vayamos a bailar. Yo pago, yo mando, ¿no es así?

-Pues no perdamos más tiempo, cuanto antes entremos antes nos iremos.- Isabela apuró el contenido del vaso ancho de un solo trago y salió al exterior dejando la portezuela del vehículo abierta.

Guillermo la imitó dando un gran trago a su copa y dejándola vacía, para, acto seguido, abandonar el coche en pos de su mujer. Guillermo pudo comprobar como la limusina, detenida frente a uno de los locales de copas de moda de la ciudad, había atraído las miradas de todos los congregados a la entrada. Buscó a su mujer en la lejanía, con la mirada, pero fue incapaz de encontrarla.

-Estoy aquí, tonto.- Dijo Isabela, a su lado, apoyada en la parte trasera del coche.

-Joder, no te veía, pensaba que te habrías ido por ahí, por tu cuenta.

-Pero si acabo de salir, justo delante de ti. No me hubiera dado tiempo a desaparecer aunque hubiera querido.

El conductor de la limusina entregó una tarjeta a Guillermo para que le avisara en el momento desearan ser recogidos y prometió quedarse por los alrededores. Cuando el vehículo desapareció, la expectación de la gente disminuyó considerablemente hasta desaparecer por completo. Guillermo miró a su alrededor intentando averiguar si su mujer, vestida con aquellas ropas de puta, desentonaría. Para su sorpresa, descubrió que el que desentonaba era él, uniformado con traje y chaqueta a medida. Las jóvenes mujeres, tal vez adolescentes, pensó Guillermo, que pasaban por el lugar, iban vestidas de forma casi tan provocativa como Isabela. Guillermo observó a los muchachos que rondaban a las chicas y, tras mirarse a sí mismo, sintió como envejecía súbitamente varios años. Él, que seguro había disfrutado y festeado más y mejor que todos los que le rodeaban, ahora permanecía anclado a su mesa de despacho perdiéndose la vida por el camino. Y perdiéndose a su mujer. Esta noche intentaría compensar, aunque fuera sólo en parte, el abandono al que la tenía sometida.

Guillermo agarró por la cintura a su amada y ambos se dirigieron a la puerta del local. Caminaban lentamente, disfrutando del momento. Hacía mucho tiempo que los rigores de la vida real, la vida adulta, y el exceso de trabajo le habían impedido salir de aquella forma. Tal vez ambos fueran en parte responsables, sobre todo Guillermo, el eterno adicto al trabajo. Los dos amantes saborearon el momento, recordando lo que se sentía al ser una joven pareja saliendo a bailar. Lamentándose en su fuero interno de no repetir aquello más a menudo, prometiéndose que no volvería a pasar tanto tiempo hasta la próxima escapada, sintiéndose viejos y deseando rejuvenecer diez años para regresar a aquella maravillosa década que  era la veintena. Embelesados, compartiendo el mismo pensamiento sin saberlo, llegaron a la puerta de admisión del local despertando nuevamente a la ruidosa y añorada realidad que era aquella fantasía.

-Lo siento, no aceptamos tarjetas.- El seguridad de la discoteca fue tajante.- Tienen un cajero dos calles más abajo.

-Isabela, el dinero- exigió Guillermo mirando a su esposa.

-Pero es mío- protestó la mujer.- No puedes quitármelo.

-Como no me des el dinero te dejo a dos velas.

Isabela devolvió a su cliente el dinero recibido con antelación por sus servicios refunfuñando y con mala cara. Guillermo pagó las entradas y besó a su mujer en el cuello mientras la abrazaba por la cintura intentando hacerla cómplice de la jugada. Ella permitió que la rodeara y no se resistió al notar como los labios de su marido le recorrían por el pescuezo, aunque tampoco colaboró. Finalmente, Guillermo la agarró por el brazo y la obligó a atravesar la doble puerta abatible que le separaba del interior de la discoteca. La atronadora música del local les golpeó nada más atravesar la insonorizada barrera y las luces y destellos los dejaron momentáneamente desorientados.

Tras unos segundos, los ojos de la pareja se acostumbraron a la penumbra, rota por continuos flashes de luz plata, y sus oídos se adaptaron al ensordecedor ruido que emitían los altavoces con un ritmo desenfrenado. Guillermo rodeó la cintura de su amada y estampó un beso cariñoso en los labios de ella. Isabela respondió a la provocación de su marido entreabriendo los confines de su boca para permitir a la juguetona lengua de su amado recorrerla.

-¡Vamos a la barra, allí!- Gritó Guillermo para hacerse oír sobre el estridente estruendo que los bafles escupían sin cesar.

Isabela no dijo nada, simplemente asintió. Guillermo la guió hasta un lugar relativamente despejado de la barra y solicitó los dos cubatas canjeables por las entradas. Desgraciadamente no era posible trocar las consumiciones por Bourbon, y, dado que no llevaba demasiado dinero en efectivo, canjeó los vales por dos whiskeys con limón. El primer trago de la copa, obviamente garrafón, rasco la garganta de la pareja, pero esto pronto dejó de importarles cuando se unieron al ambiente reinante en aquella discoteca de moda. Tal vez por el excesivo alcohol o tal vez porque realmente lo estaban disfrutando, tanto el uno como la otra lo daban todo sobre la pista. Isabela se movía como si aquella fuera la última noche sobre la faz de la tierra, Guillermo, algo más torpe en el baile que su esposa, intentaba seguir sus movimientos sensuales con un éxito razonablemente infructuoso.

-Espera un momento, mi vida.- Gritó Guillermo a la oreja de su esposa mientras mantenía la vista fija sobre un muchacho bien vestido que se movía al ritmo que marcaba la música no demasiado lejos de donde ellos se encontraban. Isabela, obediente, continuó bailando en soledad mientras su marido se alejaba.

-¡Hostias!, Guille. ¿Qué coño haces aquí?- Preguntó a gritos el chaval cuando el hombre trajeado se acercó a él.

-Pues aquí estoy, dando una vuelta, de fiesta con mi mujer.- Guillermo intentó que su voz sonara sobre la música.

-¿Isabela esta aquí?

-Sí, mírala, ahí la tienes.- Guillermo indicó con la mano la posición de su esposa que bailaba ajena a la escena, elevando la voz para que su interlocutor le entendiera.- ¿Cómo te fue el último programa que nos compraste?

-Muy bien, tío, sois unos fuera de serie. Joder, como está tu mujer, nunca me había dado cuenta.

-Y más te vale que sigas sin darte cuenta.- Guillermo había reconocido sin demasiados problemas a aquel chiquillo. No hacía mucho había adquirido algunas aplicaciones informáticas a la empresa de la pareja.- Me gustaría pedirte un favor, estoy un poco desentrenado en este tema.

-Dime Guille, pídeme lo que necesites.- Respondió el chaval sin apartar la vista de Isabela, que movía su cuerpo en la pista a escasos metros, ajena a la conversación.

-¿No me podrías conseguir un poyete, un gamito de tema?- Gritó Guillermo.

-Ja, ja.- Rió el muchacho.- No me jodas que a ti te va el tema.

-Pues no, la verdad es que no, hace años que no me atizo, pero esta es una noche especial.

-Claro que sí.- Respondió el chaval a voz en grito. ¿Cuánto quieres?

-Nada, no mucho, con un gramo de coca me conformo… Pero no tengo dinero encima ahora mismo para pagarte.

-No te preocupes, hombre, te lo regalo, te invito, toma esto.- Exclamó el chico a voz en grito, sacándose algo del bolsillo y tendiéndole a Guillermo una bolsita de plástico.- Pero la próxima vez que necesite alguna cosa de ti, espero que te portes bien.

-Otra cosa más, tú que seguro que tienes contactos. ¿No habrá por aquí algún reservado donde podamos estar tranquilos?- Vociferó Guillermo cerca del oído del joven.

-¿Ves a aquél seguridad? –Guillermo asintió con la cabeza. –Dile que vas de parte de Charlie y que quieres ir a la terraza.

Guillermo se despidió del joven con una sonrisa y fue a reunirse con su esposa que no hacía más que moverse al son de la música. Acercándose a ella, con sigilo, con alevosía, la envolvió por la espalda, rodeándola con sus fuertes brazos. Isabela, lejos de detenerse, incrementó sus frenéticos movimientos restregando todo su cuerpo con el de su marido.

-Vente conmigo, tengo una sorpresa para ti.- Gritó el susurro, para hacerse oír, al oído de su amada.

Guillermo cruzó la pista de baile con su esposa siguiéndole los talones. Cuando llegó a la atura de vigilante transmitió el recado de “el Charlie” y este les franqueó el paso mientras obtenía la aprobación visual del muchacho que les seguía con la mirada.

 

La pareja subió por unas escaleras y, tras franquear una puerta de seguridad, accedieron a una terraza, repleta de sofás y sillones, desde la que se podía observar el exterior del edificio y la entrada del local. La terraza debía estar cerrada al público, dado que allí no había ni un alma y el único sonido que se escuchaba era la amortiguada música que provenía del interior del edificio. Guillermo se sentó en un sofá, invitando a su mujer a acompañarlo, palmeando con la mano el espacio que quedaba libre en el asiento. Una vez Isabela se sentó junto a él, Guillermo acercó la mesita medianera, arrastrándola por la embaldosada superficie de la terraza, hasta que quedó a una distancia cómoda.

-Mira lo que he conseguido, cariño.- Dijo Guillermo mostrando la plástica bolsita a su mujer. –Como en los viejos tiempos.

Isabela no contestó y lo único que hizo mientras su amante volcaba el contenido del pequeño paquete sobre la mesa de cristal fue observar. Guillermo trabajó la droga con la tarjeta de crédito con la que había pagado la cena y pintó dos gruesas rayas, una para él y otra para ella. Cuando quedó satisfecho del resultado, extrajo uno de los billetes que habían sobrado del pago de la entrada al local y lo enrolló sobre sí mismo. Cuando el tubo estuvo formado se lo entregó a su esposa.

Tú primero, cariño.- Dijo mientras Isabela, ni corta ni perezosa, se acercaba a la mesa para inspirar aquel prohibido placer.

La nariz de la mujer aspiró la droga sin contemplaciones, y, cuando no quedó nada de la raya, traspasó a su marido el rulo para que él catara el polvo del delirio. Guillermo acercó la nariz, con el valioso apéndice pegado a ella, al reguero de cocaína, e imitando a su esposa, eliminó todo resto que de la  sustancia quedaba en la mesa. El hombre notó como todo su cuerpo era invadido por un éxtasis incomparable. Todos sus temores desaparecieron instantáneamente, todas sus sospechas se esfumaron, aquel polvo blanco curó todas las heridas de su corazón de forma instantánea.

Sintiéndose renovado en cuerpo y alma, se abalanzó sobre su esposa que aún estaba aturdida por el efecto de la coca. Sin mediar palabra la besó y, con sus manos como aliadas, se deshizo del top que cubría los pechos de Isabela. Bajó, lentamente, recorriendo el cuerpo de su amada con la lengua hasta alcanzar sus abultados pechos. Isabela no protestó y tan sólo demostró el placer que su marido le producía apretando la cabeza de él contra su pecho. Guillermo se deslizó, de forma sibilina, hasta alcanzar el sexo de su mujer, expuesto bajo la falda. Con hábiles dedos separó los labios vaginales e introdujo la lengua en el bastión de Isabela. Ella, enajenada por el efecto de la droga y del placer, dejó que su marido continuara sin intervenir. Guillermo la recostó en el sofá con la única ayuda de sus manos y se arrodilló frente a ella. El coño de Isabela palpitaba por la excitación del momento unida a las emociones de aquella velada. Guillermo apartó las piernas de la mujer y comenzó a lamer con delicadeza la perla que Isabela contenía entre las piernas.

Guillermo pasaba la lengua sobre el clítoris de la muchacha, haciéndola brincar cada vez que sorbía aquel manjar de dioses mientras sus dedos expertos penetraban una y otra vez, sin descanso, el agujero de la puta. Isabela notó como los lametones de su hombre se hacían más y más veloces mientras que los dedos que la penetraban aumentaban de volumen. Guillermo había empezado con un solo dedo, pero ya eran tres los que utilizaba para dar placer a su esposa. La excitación pudo más que el efecto de la droga e Isabela comenzó a mover las caderas, primero lentamente, pero cada vez con más brío estampando su jugoso capuchón contra la boca de su amante. Guillermo lamía, sorbía y chupaba con toda la habilidad de la que disponía mientras follaba el coño de Isabela con las manos. La venida de la chica no se hizo esperar e Isabela se corrió abundantemente. Toda la excitación que había acumulado durante la noche estalló súbitamente, entre espasmos y gemidos, anegando la mano y la boca de su chico en una brutal cascada de flujos. Isabela, ya satisfecha, se recostó en el sofá mientras Guillermo lamía con lascivia el néctar que impregnaba su mano.

-Es hora de que vayamos a un hotel.- Susurró el muchacho al oído de su amada. -Aquí no podemos disfrutar en condiciones.

Isabela, despojada de cintura para arriba, porque había olvidado ponerse la pequeña camiseta, se dejó llevar por su hombre, que, o tampoco se había percatado del estado de desnudez de su mujer o ya no le importaba. Guillermo la acompañó escaleras abajo y la condujo a la salida del local. Al atravesar la marea de cuerpos sudorosos que plagaban la pista de baile, todos los ojos se centraron en los descubiertos pechos de la mujer, pero no pareció importar a ninguno de los dos amantes.  Una vez fuera, lejos del sonido infernal de los altavoces, Guillermo sacó el móvil y telefoneó al conductor de la limusina. Pocos minutos después, el lujoso vehículo apareció para sorprender a Guillermo con la boca amarrada al pecho de su mujer.

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