Nuevos relatos publicados: 13

Negación - Capítulo 13

  • 20
  • 7.828
  • 9,75 (12 Val.)
  • 6

Las protestas generalizadas no se hicieron esperar. Susurros de consternación e incredulidad invadieron el auditorio. Me divirtió el efecto. Relajé los hombres y busqué, tranquilamente, los lentes ópticos dentro del portafolio. En realidad, mi visión era perfecta, no tengo ningún problema visual. Usaba los anteojos por mera estética. Con ellos lograba aparentar un par de años extras, y además, me daban un toque bastante profesional y serio que me agradaba.

He tenido la dicha de disfrutar un montón de placeres en esta vida, como el olor a querosene o a tierra recién humedecida. Las sensaciones que me despiertan me tranquilizan y apaciguan los escollos que mi mente genera en forma automática, paralizándome. Tener personas encolerizadas ante mi presencia y dar imposiciones comenzó a gustarme más de la cuenta. Una vocecita en mi cabeza quiso advertirme respecto a la importancia de ser prudente en esta situación. Pero yo ya había dado rienda suelta a mi yo más vengativo, y sólo la sed de sangre ocupaba mi mente. No literalmente por supuesto, pero si les haría las cosas difíciles, incluso si eso significaba sacrificar al resto del curso con tal de hundirlos.

Me puse las gafas con aires de suficiencia y luego miré a la clase. Una sonrisa se escapó de mis labios cuando vi la mano levantada de una de las nuevas alumnas, una mujer de aparentemente treinta años, un poco regordeta, que con cara enrojecida por la ira, exigía mi atención. Se trataba de la misma mujer que me escaneó con la mirada cuando les pedí que entraran.

Se hizo el silencio. No los miré.

- ¿Sí? – pregunté.

- Profesor – dijo en un tono burlón que me desagradó -. ¿Puedo llamarte Fabián?

- ¿Señorita?… - quise saber. Me permití darles una fugaz mirada, para asegurarme que estuvieran escuchando. Lo hacían.

- Señora – me corrigió en el acto -. Patricia. Patricia Gómez.

- Disculpe, Señora Gómez – esbocé una sonrisa aún más amplia, evidentemente falsa, y me acerqué lentamente al asiento que ella ocupaba, en la primera fila -. Dígame – la insté.

- Bueno, quería asegurarme de que estuvieras consciente de que este es nuestra primera clase contigo. Digo… no puedes llegar y de una segundo a otro decidir hacer un examen sorpresa el primer día. Dudo que estemos preparados para esto – dijo, y por el rabillo vi varias cabezas asentir.

Le sostuve la mirada durante unos segundos, los músculos de mi cara se tensaron, protestando por la posición forzada en la que los tenía contraídos. Una gran sonrisa que poco a poco fue desvaneciendo. Logré mi objetivo, la frialdad de mi mirada hizo que desviara sus petulantes ojos de mi rostro.

- Soy plenamente consciente que este es la primera clase que imparto en este curso – le dije, en tono conciliador -. Y sí, puedo evaluarlos cada vez que se me da la gana. Esta es la Universidad. Y no, nadie en esta aula puede usar mi nombre de pila. – la miré fijamente y luego miré al resto de rostros, deteniéndome en cada uno de ellos –. Quiero que esto quede bien claro. Aquí y ahora yo soy vuestro “Profesor”, me trataran con el debido respeto que esa palabra conlleva. ¿Estamos de acuerdo?

Vi a varios intercambiar miradas, enarcando cejas, encogiéndose de hombros y a Patricia Gómez adquirir un rictus serio y unas mejillas imposiblemente rubicundas. Una carcajada explotó desde el fondo del aula. Supe de quién era incluso antes de enfocar mi ojos en su cara.

Eduardo.

Se doblaba en la silla, incapaz de controlarse. A su lado, Antonio miraba entre divertido y temeroso. Miré a Eduardo fijamente, lo mismo hizo toda la clase, inconscientes de las guerras que yo libraría en este campo de batalla. Antonio le dio un codazo a Eduardo, y este se percató lentamente que todos lo mirábamos, dejé que volviera a la calma. Me aclaré la garganta.

- ¿Alguna broma que quiera compartir con nosotros, Señor…? – pregunté.

Me miró como la había hecho en el pasado. Exigiéndome que volviera al lugar que me correspondía, entre sus rodillas y con su polla en la boca. Su mirada me advertía de una insubordinación silenciosa que tendría consecuencias irreparables para mí. No me dejé amedrentar.

- ¿Es usted sordo, Señor? ¡Le hice una pregunta! – esperé su respuesta.

- Teniente Martínez – dijo.

- ¿Perdón? – comprendía su punto, pero quería que lo expresara a viva voz.

- Soy el Teniente Eduardo Martínez – aclaró.

- ¡Muy bien! Y usted lo dice porque…

- Porque me gustaría que me trataras con el respeto que mi cargo merece.

- “Que me tratara” – le corregí -. Yo no soy su amigo Señor Martínez – dije colérico -. Y dentro de esta aula, la única autoridad existente soy yo. Creo que no lo entendió la primera vez que lo expliqué. Pero se lo repetiré una vez más, para que no queden dudas, Si se dirige a mí, lo hará con respeto, si necesita hacer una pregunta esperará a que yo lo autorice a hablar. Levantará educadamente la mano y esperará a que yo le dé la palabra. Y lo hará refiriéndose a mí como “Profesor” o “Señor”. Supongo que comprende ¿no?

Su cara se crispó en odio. Cualquier remanente de las carcajadas de hace unos segundos, se había esfumado completamente. Seguí con mi asalto.

- Ahora, como lo veo tan divertido, he de suponer que mi asignatura debe ser pan comido para usted. ¿Por qué no viene y nos hace una demostración? – le di las espalda y me dirigí a la pizarra a mi espalda. Se trataba de estas sofisticadas pizarras interactivas, que evitaba el uso de lápices. Escribí una complicada ecuación, y lo invité a dirigirse al estrado.

- Venga.

- No – se rehusó.

- No ¿qué? – demandé.

Se limitó a hacer una negación con la cabeza. Una advertencia tácita. Seguí insistiendo.

- Vamos, soldado. ¡Ahora está mudo! – me burlé -. Por la forma en que se reía, supuse que mi clase le pareció cómica. Y ya que anda de payaso, venga a darnos un espectáculo. ¡Venga vamos!, deslúmbrenos con la brillantez de su mente.

Volvió a negar claramente incómodo. Me dirigí a mi asiento. Apunté al otro objetivo.

- Tal vez su compañero pueda iluminarnos respecto a los conocimientos que desbordan por la mente de su camarada… ¿Cuál es su nombre? – pregunté, dirigiendo mi atención a Antonio esta vez. El salón seguía en silencio, ahora las miradas fijas en el gigante trigueño a la derecha del Eduardo.

Evalúo la situación por unos segundos, miró a nuestra audiencia, a Eduardo que se hallaba conteniendo la ira a su lado con la cara roja por la frustración. Luego fijó su mirada en mí, y eso me heló la sangre.

- Antonio San Martín, profesor – respondió con voz dura, mecánica.

Estaba tratando de humillar a los hombres que me habían casi-casi-casi-matado. Según Sergio era un solo “casi”, pero he pensado que exageraba. Si estaba consiguiendo el objetivo, no lo tenía del todo claro. Logré más que ninguna otra cosa, enfurecerlos, tenía la esperanza de que no hubieran represalias. Y por otro lado no olvidaba la carpeta. Y tampoco olvidaba los golpes. Sin embargo, la respuesta de Antonio me hizo dudar. Pensé en seguir la fiesta en armonía, seguir con la clase, llegar a casa y formular un plan. Actué con demasiada precipitación y nos estaba evidenciado. Podían acusarme de acoso o alguna cosa.

Eduardo hizo una mueca, mofándose de Antonio por su repentina formalidad. Y hasta ahí llegó el arrepentimiento. Desde mi asiento dejé caer la mano sobre la mesa, el golpe hizo saltar a todos los oyentes, que me miraron anonadados. Me volví loco de furia.

- ¡Señor Martínez! – le grité -. Le doy dos opciones, resuelva la ecuación o se larga. Le doy tres segundos para tomar una decisión. ¡Uno!

Se puso de pie con una sonrisa en el rostro. Vi a Antonio mirarlo con preocupación y luego mirarme con el mismo odio con el que me miró esta tarde cuando me encontró junto a Cecilia. Tragué saliva. Eduardo se acercó rápidamente, energético, con una sonrisa petulante en el rostro. Llegó hasta mi escritorio y estiró la mano, pidiendo el lápiz.

Se lo entregué en silencio. Me mostré imperturbable, esta situación estaba consumiendo todas mis energías.

Eduardo se dirigió al pizarrón y comenzó a realizar la operación matemática. Era una ecuación lo suficientemente compleja como para que no pudiera responderla, no correctamente al menos. Me entretuve viéndolo calcular. Sus números eran bastante desordenados. Sus números uno, parecían nueves, y los tres, cincos. Lo vi fallar por primera vez. Y luego otra vez. Errores típicos, respecto a los cambios en los signos positivos y negativos a la hora de trabajar con números enteros. Finalmente un error en la división, que alteró el resultado y dejó como múltiplo con decimales diferentes, y que al multiplicarlos con el último número de la ecuación, arrojó como resultado un decimal negativo.

- Bien, evidentemente usted no es Einstein – le dije burlesco -. Vuelva a su asiento y le sugiero que antes de tratar de venir a hacer comedia a esta Universidad, estudie.

Me miró con cara de pocos amigos, sin mediar palabras me entregó el lápiz y regresó a su pupitre. Debió ser extraño para todos ver a este hombre de casi dos metros, interactuar con un joven que apenas le llegaba al pecho, y era mucho más menudo en comparación. Y además, comprender que la autoridad en ese espacio, que se volvía a cada segundo más asfixiante, era ese adulto joven al que todos subestimaban. Me deleite con mi actuación y agradecí que el organigrama jerárquico dentro del aula quedara claramente establecido desde el inicio.

- ¡Muy bien! – sonreí, Antonio consoló a su amigo poniendo su mano en el hombro de éste, dándole ánimo -. ¿Quién puede decirme que errores cometió el Señor Martínez?

Aparte de meterse conmigo, quise decir. Usar mi cuerpo, pagarme por sexo, tenderme una trampa, engañarme, seguir usando mi cuerpo, golpearme, casi arruinar mi vida (en más de un sentido), involucrar a su amiguito en sus jugarretas y colateralmente, hacerme sentir una plasta por mi traición a Cecilia. Y bueno, la lista era enorme. Sí, el cabrón metió la pata hasta el fondo.

Supongo que ellos pensaron algo parecido, porque sus miradas me dijeron a gritos “nos metimos con un puto, y ahora el maricón quiere venganza”. Casi sentí compasión con ellos, pero la verdad sea dicha, ese sentimiento no existe en mi repertorio.

Varias manos se levantaron, y los dejé expresarse. Cuando por fin resolvimos en conjunto la ecuación, con más de una ayuda por mi parte, decidí que los exoneraría de la evaluación. No tenía sentido, no si lo que yo quería era ser un buen docente. Miré al resto de los alumnos, cada vez más asombrados por los detalles que les hice notar, aquellos detalles que pueden cambiar por completo el resultado de una operación matemática. Vi ojos llenos de entendimiento y comprensión. Y vi admiración en algunos también, por el profesor que tenían frente a ellos. Evité cruzar la mirada con un par de ojos al final del salón. Mis nuevos deseos de enseñanza no eran para ellos. No quería compartir nada con ellos. Ningún conocimiento, ni siquiera el mismo espacio.

Seguí la clase según lo planificado. Casi a la mitad, mi pierna mala comenzó a incomodarme así que medio me arrastré hasta el escritorio y me senté, se me escapó, inconscientemente un sonoro quejido de dolor, e instintivamente los miré. Tuvieron la decencia de parecer apenados, y desviar sus miradas. Me pregunté si dimensionaban la profundad de los daños que provocaron y si alguna vez lo discutieron. Cerré los ojos, apaciguando ambos dolores, el del pie, y el nuevo, en el centro del pecho.

- ¿Se encuentra bien? – Teresa Gómez, se había mostrado de lo más simpática luego de nuestro primer altercado al inicio de la clase. Ya no me trataba de tú.

- Sí, gracias – le dije cortésmente -. Espero que no les moleste que siga la clase desde aquí… Disculpen, aun no puedo pasar tanto tiempo de pie como quisiera – me excusé -. Iré proyectando nuevos ejercicios desde el computador. Si alguien tiene dudas, puede levantar la mano y hacérnoslas saber para que podamos ir desatando nudos entre todos. No hay preguntas tontas, recuérdenlo.

Trabajamos en conjunto, muchos tomaban notas sobre los comentarios que realizaba sobre la forma más rápida o fácil para desarrollar algunos tipos de operaciones. Alguna que otra vez alguien levantó la mano porque no entendía y solicitaba que repitiera los procedimientos matemáticos, en esas ocasionales lo hacía más lento y pausado para lograr un mejor entendimiento. Poco a poco dejaron de surgir preguntas y los veía trabajar con ahínco. Proyectaba un nuevo ejercicio y cuarenta cabezas se inclinaban al unísono, ansiosos por hallar el resultado. Daba un par de minutos y cuando todos miraban nuevamente el pizarrón revelaba el resultado. Veía la satisfacción de aquellos que lo lograban y la confusión de los que no, que volvían a analizar rápidamente sus ejercicios, buscando el error. Así sucesivamente.

Diez minutos antes de terminar la clase, volví a ponerme de pie.

- La próxima clase – anuncié -, evaluaremos los contenidos que vimos hoy. Será un test rápido, cinco preguntas, nada más. Al finalizar el semestre promediaré los resultados y eso formará parte de la evaluación final del curso.

- ¿Haremos eso todas la clases? – preguntó un joven, que se sentaba junto a la puerta.

- Sí… es una forma de asegurarme de que todos comencemos a hablar el mismo idioma. Les recuerdo que los contenidos de hoy son la base de todos los años que se vienen en el estudio de la Ingeniería. No pueden darse el lujo de ser perezosos ahora, ejerciten mucho, practiquen. Sentemos bases sólidas hoy, para que en el futuro, lo que viene, sea mucho más fácil de digerir.

- ¿Algún consejo? – pidió una mujer, desde el centro de la sala. Llevaba trate de ejecutiva.

- Asistan a clases, sean disciplinados, y estudien.

- Eso no suena divertido – soltó Eduardo desde el fondo.

- Entonces le sugiero buscar otra carrera, seguramente el circo estará feliz de recibirlo en sus filas. Probablemente en el ejército necesitan payasos.

- ¿Puedo conversar con usted al finalizar la clase? – pidió Antonio abruptamente, su solicitud me sobresaltó e hizo que se formara un nudo en mi estómago. Traté de negarme de una forma más o menos diplomática.

- Lo lamento, pero mi horario de atención son los días miércoles. Debe agendar con la secretaria.

- No tomará más de un minuto – siguió.

- Hoy es imposible, lo lamento. Tengo otros compromisos.

- ¿Otro trabajo? – aventuró Eduardo. Lo miré estupefacto, al igual que Antonio.

- Eso es todo, pueden retirarse – dije rápidamente, y me dirigí rápidamente al escritorio en busca de mis pertenencias, aun con el eco de la última pregunta de Eduardo en la mente. Maldito.

Salí junto a la multitud, que se hizo a un lado para dejarme pasar. Odie el yeso más que nunca por ralentizarme, pero llegué a mi pequeño despacho aliviado por no haber sido interceptado por ningún soldado abusador de esteroides.

Me senté en el escritorio e hice durante unos minutos los ridículos ejercicios de respiración, que no causaron ningún efecto, muy comprensible debido a que a estas alturas solo había una cosa que lograría calmar mis nervios. Necesitaba un trago, idealmente con una alta cantidad de grados de alcohol.

Tomé el teléfono y le escribí a Brawny que se hallaba en línea.

F: - ¿Estás?

M: - Sí... ¿ya terminaron las clases?

F: - Sí, acabo de terminar.

M: - ¿Quieres que vaya por ti?

F: - :D :D Por favor :D :D

M: - Bien! En 30 minutos estoy allá. (:

F: - Eres el mejor!

M: - Lo sé, Enano, lo sé… jajaja

F: - Qué humilde! Jajaja

M: - Siempre! Te veo en un rato!

F: - Ok!

Decidí obviar la parte en la que le informaba en que terminaríamos la noche borrachos, le informaría acerca de los planes cuando lo tuviera cara a cara. Lo bueno de mi amigo es que nunca se negaba a compartir un par de copas. El teléfono vibró anunciado una llamada entrante. Era mi amiga.

- Claudia.

- ¿Faby estás desocupado?, ¿quieres que vaya por ti? – y luego agregó -. Estoy con Sergio.

- No te preocupes, viene Miguel – omití cualquier comentario acerca del médico que la acompañaba.

La oí intercambiar algunos comentarios con la persona al otro lado de la línea.

- Sergio pregunta si te sacaron las puntadas.

- Sí.

- Me comentó que le contaste sobre…

- Que soy gay – la corté en seco -, sí.

- ¿Quieres hablar al respecto?

- No hay nada que decir supongo.

- Él no se lo contará a nadie – aseguró.

- No le corresponde hacerlo – dije, tocándome la frente, hablar de lo que Sergio sabía y contaría no era mi mayor problema.

- Sergio me contó otra cosa…

- ¿Eso hizo? - le mandé mil maldiciones mentales a Sergio y su bocota.

- Sí… algo de una relación con dos hombres ¿me puedes explicar de qué va todo esto?

- Dame con Sergio – exigí. Me las iba a pagar.

- Pero…

- ¡Pon al maldito bastardo en la línea! – grité, cabreado.

- ¿Hola? – su voz ronca sonaba de lo más inocente.

- Mira imbécil, te sugiero que te metas en tus asuntos y dejes de hacer preguntas o tratar de averiguar acerca de mi vida privada. Te prohíbo rotundamente esparcir los comentarios o hallazgos que haces de las malditas investigaciones a las que te dedicas, Sherlock. ¿En serio no tienes nada más que hacer? ¿Tan patética es tu vida que tienes que inmiscuirte en mis asuntos? ¡Te recuerdo que hiciste un juramento! Así que, mantén tu voto de silencio y no comentes con nadie cosas acerca de mi vida sin mí autorización… y menos si yo no estoy presente… y menos con mis amigos… ¡Espero que te haya quedado claro, Idiota! – corté.

¡Por Dios, Sergio! No lograba entender cuáles eran sus motivaciones. A momentos sentía que podría encontrar en él un gran aliado, y en otras ocasiones sentía que era mi enemigo, restregando su dedo en la herida impidiendo que sanara. No perdía oportunidad, y temía que se enterara de la historia completa. Eso sería catastrófico, el tipo tenía cierto deje de inflexión y presentía que si Sergio llegaba a enterarse de mis desventuras pasadas, no daría tregua. Exigiría una explicación pública y privada de mis acciones. Y eso supondría el fin de mi carrera. El Servicio de Salud y la Universidad me pondrían de patitas en la calle al instante, no tendrían entre sus files a un ser tan desvirtuado. Brawny, bueno, seguramente él hará lo mismo, pero antes, me confrontará, querrá saber los secretos que oculto y una vez que se considere satisfecho con la validez de mis argumentos, tomará una decisión.

Quise contarle a Miguel en múltiples oportunidades la verdad. Pero no tuve el coraje suficiente para verlo a la cara y decirle que éste extraño al que consideraba su hermano, no era más que una faceta, una máscara creada y pensada para engañarlo. Yo era homosexual y ejercí la prostitución además, bajo su nariz y al amparo de su protección. No había una verdad más absoluta y aterradora que esa. Brawny me odiaría para siempre y yo me negaba a perderlo. Lo quería demasiado.

Claudia era harina de otro costal, iba a tener que encontrar la forma de romper su repentino acercamiento a Sergio. Mi amiga se estaba pasando de la raya. No ha traicionado mi confianza, ni nada por el estilo. Pero su amistad con el Traumatólogo no me gustaba del todo. ¿Y si estaban teniendo una clase de aventura?, no quería pensar en esa alternativa, deseché la idea de inmediato. Esperaba que la incursión de Sergio en nuestras vidas culminara con el fin del tratamiento ortopédico en mi pie. Si Claudia se estaba enamorando de él, tendría que escuchar unas cuantas verdades de mi parte.

Sentí un golpeteo en la puerta, al principio fue débil, como si la persona que llamaba estuviera aun indecisa respecto a si tocar o no. Luego de ese segundo de vacilación, volvió a llamar, esta vez marcado, fuerte, urgente. Quise hacerme bolita, o correr en círculos.

- ¡Idiota! – me reprendí mentalmente –, ni siquiera sabes quién llama.

Me quedé en silencio unos segundos, con la vana esperanza de que, quien fuera que interrumpía mi momento a solas, se marchara. No lo hizo. Y volvió a golpear con el mismo ímpetu, insistente.

- ¡Joder! – dije audiblemente y simulé dejar caer las manos en el escritorio pesadamente, fingiendo indignación. Un débil intento de amedrentar a mi visita.

Me dirigí a la puerta, con renovados bríos. Yo podía hacer esto, habían pasado algunos minutos desde que finalizó la clase, seguramente ellos dos se hallaban de camino a sus hogares. Quizás divertidos o indignados por la extraña situación en las que nos puso el destino. Abrí la puerta, demasiado brusco y él entró como una tormenta, haciéndome retroceder. Cerró la puerta tras de sí y se sentó en una de las butacas frente a mi escritorio, expectante.

Suspiré. Irritado con Dios.

¿Algún día alguna de mis ilusiones se cumplirían? Todo confabulaba en mi contra si se trataba de estas dos personas, y desde un tiempo a esta parte, mi vida entera parecía girar en torno a ellos. Recé para que hicieran combustión espontánea y desaparecieran de las faz de la Tierra, dándome paz.

- Creo haber dicho claramente que mi horario de atención es el día miércoles.

Miré su espalda ancha en los omóplatos y estrecha en la cintura, un triángulo invertido. La tensión de su cuello y la nuca, el pelo cortado al ras, regular. Distractivo. Destructivo. Me golpeé mentalmente por mi estupidez.

- Antes estabas disponible en todo momento… - soltó, su voz ronca hizo temblar mis barreras. Mis nervios echaban chispas. Sentí un extraño temblor en el ojo, me estaba sobrepasando. ¿Cómo se atrevía?

Abrí la puerta.

- ¡Sal de aquí ahora mismo! – le dije, furioso.

- ¡Disculpa! – se volteó. Antonio me miraba con ojos suplicantes -. De verdad necesito que hablemos… es solo que me sacas de quicio con facilidad.

Se miró el puño del brazo derecho, luego mi pie, mi labio (su arremetida más reciente) y finalmente el suelo. Se volvió una estatua y no se movió más. Cerré la puerta de un portazo.

- ¡Eres débil! – me quejé mentalmente -. Demasiado débil.

Caminé refunfuñando hasta mi silla en el escritorio, lo hice lentamente, sin despegar la vista de su cuerpo, alerta a cualquier señal de ataque. Bien, estaba siendo paranoico.

- Bien… habla – pedí lacónico.

- ¿Me puedes explicar qué está pasando? ¿Qué estás haciendo? – sus ojos encontraron los míos y el marrón de sus iris me habló de temor, un miedo que lo desestabilizaba. Y la razón de ese nuevo sentimiento se hallaba reflejada en los mismos. Yo.

Un sentimiento mutuo pero por razones diferentes, me aventuré a pensar. Mis miedos dejaron de ser psicológicos y se volvieron físicos. Les temía hasta el punto en que solo con tenerlo cerca sentía la sensación de estar siendo machacado por sus puños, era paralizante y agobiante. Un miedo que te quitaba el aliento y al mismo tiempo, involuntariamente te llamaba a la acción, “defiéndete” te decía, “defiéndete o estarás perdido”. Su miedo era completamente diferente, pude verlo. Le temía a las consecuencias que podría traer para su vida el que yo, un ser tan pequeño e insignificante ante sus ojos, de pronto adquiriera fuerzas y lo destruyera. Admití que yo no era tan canalla como para hacerle algo así. Yo era un mártir, de esos estúpidos, que dan la otra mejilla. Iba a jugar con la comida, sí que lo haría, pero no la comería. Mi madre me inculcó a ser mejor persona de lo que ellos jamás llegarían a ser. Por ella, buscaría una forma de llevar la fiesta en paz.

- Estoy trabajando. Lo intento al menos – le aclaré.

- ¿Por qué tú? ¿Por qué aquí? ¿Por qué en el Hércules? – dijo, acusándome.

- ¡Ey! Detente ahí. Yo llegué primero – Antonio dudó, continúe -. Comencé a trabajar en el Hércules hace dos años y en esta Universidad desde el semestre pasado. Así que, si alguien es un invasor, ese eres tú y ese esperpento de amigo que tienes.

- Cecilia…

- La conocí hace tiempo…

- ¿Sabes que está…

- Sí, y ahora mismo es lo que más lamento… – se me quebró la voz, no me había permitido pensar en Cecilia aún.

Estudió mi reacción unos segundos, curioso.

- ¿Qué relación tienes con mi esposa? – me dolió la mención del parentesco. Ni en mis peores sueños me imaginé que esta relación existía. Creo que las matemáticas fallaron y no fui capaz de sumar dos más dos.

- Mataría por ella, pero ahora, me convertiste en un traidor – lo culpé.

- ¿Tanto la quieres? – preguntó descolocado.

- La adoraba – admití, triste y enfurecido en iguales proporciones -. Estuve ahí cuando tú no estabas. Y ella estuvo para mí también, siempre. Debe haber sido divertido para ti no, ir al Hospital con Cecilia… - me corté -, ¡Ya no sé ni lo que digo!

- No lo sabía tampoco – reconoció -. Cecilia hablaba mucho de su Faby, un chico que podría ser su hermano, un chico perfecto decía – se rio con tristeza -. Quiso que te conociera en varas oportunidades, pero nunca logramos concretarlo. Salvo hace dos semanas cuando me arrastró con ella al Hospital, estaba vuelta loca, habías sufrido un accidente dijo, estabas grave – apretó el arco de su nariz con los dedos -. No habría ido si…

- Si hubieses sabido que se trataba de mí – completé, en un susurro.

Nos miramos unos segundos, sondeándonos, queriendo saber qué tan ciertas eran las cosas que decíamos y qué tantas otras cosas no admitíamos.

- Necesito que controles a Eduardo – dije, comenzando la negociación.

- No lo provoques entonces – hice una mueca, eso era injusto.

- No lo he hecho…

- ¿Qué fue todo ese numerito del pizarrón y el discurso de las jerarquías? – preguntó -. Admítelo, fue una provocación.

- Un error – corregí -. Me tomaron por sorpresa, no siempre tienes a tus cuasi-homicidas en tú salón de clases.

Un golpe bajo que le dio justo en las bolas. Su cara se crispó de dolor.

- ¿Vas a dejar ese asunto algún día? – inquirió contrito.

- Para mí no fue un “asunto” – rebatí.

- Lo sé, pero hay cosas de ese día que desconoces…

- Y no quiero saber nada más de ustedes, limítense a asistir a mis clases, hagan la tarea, respeten y terminaremos el semestre en armonía – quise agregas, provóqueme y lo lamentarán, pero la amenaza quedó implícita.

- Trataré de hacer que Eduardo se comporte – acordó.

- ¿Qué hay de ti?

- No te he dado problemas ¿verdad? – entrecerré los ojos, ¿en serio?

- Me propinaste una trompada hace menos de seis horas, creo que eso es un problema – le recordé.

- ¡Tienes razón! – dijo rápidamente -. No se volverá a repetir, profesor.

Me pareció divertida la forma en la que dijo “profesor”, me relajé un poco, él estaba siendo razonable.

- Me parece justo… demás está decir que caminan al filo de la navaja. Hagan algo que me moleste y sus carreras terminara antes de que puedan decir “Teclado”.

- ¡Bien!... Respecto a Cecilia.

- No puede enterarse de nada.

- Perfecto.

- Eres un idiota ¿lo sabes?, Nunca la vas a merecer.

- Lo sé – Antonio se vio vulnerable por primera vez ante mí.

- Muy bien, Capitán, pensé que no tenía cerebro pero me ha dejado gratamente sorprendido.

- Y tú puedes ser una Puta bastante razonable – acordó.

Me puse de pie y él me siguió.

- Perdóname – me susurró al oído.

Se me erizó la piel por su cercanía. Sentí la fragancia de su olor, el calor de su cuerpo. Sus manos me tomaron por la cadera y me giraron en el acto. Apoyé mis manos en sus brazos alejándolo, pero me desequilibre por el pie del yeso. Aprovechó la vacilación para agarrar mi rostro y estamparme un beso urgente en los labios.

La humedad de su boca terminó de romper los muros protectores que construí. Su lengua invadiendo mi boca me sacó del ostracismo en el que me hallaba inmerso. Este primer beso que compartimos fue salvaje, nos comíamos con la boca.

- Eres delicioso – dijo entre jadeos -, maldición, no puedo sacarte de mi mente.

Siguió con su exploración, y luego sus manos también se hicieron participes de la misma. Comenzó acariciando mi espalda, y descendió hasta llegar a mi trasero, dónde masajeó mis nalgas como lo hiciera tantas veces en el pasado.

Mi mente dejó de estar en blanco, y vi su cara de odio mientras me golpeaba, vi su rostro burlesco mientras me contaba la historia de cómo se había confabulado con Eduardo para comprarme, sentí sus nalgadas cuando desquitaba en mi cuerpo sus frustraciones, lo vi convulsionarse desde la distancia, reprimiendo la ira que sentía cuando me descubrió a Cecilia. Y la vi a ella, con sus ojos azules expresivos tildándome de traidor. La sentí odiándome. Y me odié yo también.

- ¡Suéltame! – lo empujé -. ¡Déjame!

- Vamos Puta, lo estábamos disfrutando – dijo, y volvió a abalanzarse contra mí.

- ¡No! – dije, cuando su boca volvió al ataque, atrapando la mía -. ¡No! – repetí, cuando una de sus manos retuvo mi cara, y la otra bajaba por mi espalda, y comenzaba a bajar mis pantalones, manifestando sus intenciones -. ¡No, por favor! – dije y me sentí claustrofóbico, con el pecho reprimido.

- Creo que el joven dejó claro que no quiere – dijo una voz a nuestra espalda.

No me di cuenta en qué momento abrió la puerta, pero al mirar al hombre parado en el portal, con el rostro crispado por la furia y los ojos azules oscurecidos, en una mirada asesina.

- Sergio – susurré. 

(9,75)