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Los polizontes

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Un pie contra el pavimento en repetidas ocasiones; un zapato en el ritmo secreto de la desesperación; observas ambos lados de la calle; extiendes las manos mientras un vendedor de fruta pasa al lado observando a detalle tu cuerpo. Traes una falda guinda a la rodilla y un suéter negro; el cabello recogido, los labios pintados de rojo claro; el vendedor ve la curva de tus nalgas, eso te molesta (finges que te molesta) y volteas a verlo con una de tus clásicas miradas fulminadoras que ya todos conocemos tan bien. El vendedor agacha la cabeza y continúa el paso. El sol está alto, pero a lo lejos unas nubes negras preparan el combate. Miras el reloj, sigues golpeando el pavimento con un rápido movimiento de pie; el tacón del zapato parece el tambor de un antiguo rito tribal. Me ves llegar y me recibes con una mirada tajante, me reclamas el retraso; que no tienes mi tiempo, que tienes un horario preciso, te alcanzo oír decir. Te sonrío y te llevo del brazo; te digo que te ves hermosa y subimos a mi coche. Conduzco atravesando la ciudad, en el estéreo están poniendo los éxitos del momento, no traigo discos y nos tenemos que conformar con Camila y cosas así. Te ves más guapa enojada, te digo y te doy un beso en la mejilla. Nos detenemos en un semáforo y vemos a un malabarista y a un tragafuegos, y a la vez limpian el parabrisas del auto, a los tres les doy el cambio de la guantera. De la guantera saco también un ramito de gardenias y te lo doy. Perdóname, insisto y esbozas una pequeña sonrisa. En otro crucero, para aprovechar el tiempo, paso mi mano por tus muslos, los acaricio con devoción; a su vez tomo tu mano y me la pongo en el pantalón para que sientas la erección. Te digo que me excitas muchísimo. Recobras el enojo y me dices que no puedes llegar con flores a tu casa y que cuál es esa mentada sorpresa que te tengo. Ya lo verás, te digo, mientras nos internamos en los peores barrios de la ciudad.

Llegamos a una casa en venta y digo Ta rán. Estás pendejo, me contestas, si me quieres comprar una casa y luego una casa tan pinche. No es para comprarla, te digo, es para explorarla: hace tiempo que nadie viene por aquí, podemos entrar de polizontes. No mames pendejo, no somos unos niños, pensé que me llevarías a un sitio a nuestro nivel, no a una pocilga… además… No te dejo explayarte más y te beso, luego salgo del coche y entro en la casa. Te quedas un momento en el asiento sin decidir qué hacer; finalmente resuelves entrar a buscarme pero sólo para irnos. Vas a la cocina, a la sala de estar, no me encuentras, me llamas a gritos; vas a las escaleras; una mano inesperada te tapa la boca y te coloca a la fuerza contra la pared: sientes una erección contra las nalgas; quieres gripar pero la mano te sujeta con más fuerza; te abre las piernas como si se tratara de una revisión judicial, te muerde la oreja y mete la mano debajo de tu falda, te masturba sin quitarte las bragas; mientras más fuerza haces, el ente extraño te aprieta con mayor fuerza y mueve la mano con furia sobre tu clítoris. Gruñes, lloras, no sabes lo que sucede. Pero para tu sorpresa te sientes humedecer, un torrente de tu dulce savia ha inundado la mano de tu atacante, que conforme te vas poniendo más caliente te va soltando, te mete un dedo, luego dos, al final hasta tres y ya reconoces mis gruesos y largos dedos; te dejo de apretar la boca pero no quieres voltear, te dedicas a gemir hasta que te reencuentras con tu orgasmo, un orgasmo plácido que te atraviesa con pequeños choques eléctricos que embelesan sin lastimar.

Ahora sí te volteas y me miras riéndome, me arrojas sobre las escaleras, enojada. Yo traigo un pantalón de mezclilla y una playera blanca con franjas café claro; mis botas café oscuro que tanto te disgustan y el reloj que tú me regalaste. Echas un vistazo a mi pantalón y comprendes que estoy a punto, pero en lugar de complacerme, te bajas las bragas y me las arrojas en la cara, yo las huelo y las pongo en uno de los escalones. Levantas tu falda y me pones tu sexo en la cara, ahí recostado en las escaleras, muevo la lengua saboreando tu abundante jugo, trato de tomarte del culo para maniobrar mejor, pero me dices que sólo tengo permitido tocarte con la lengua, me das un manotazo y me pones las manos arriba de mi cabeza, me amarras con un lazo invisible y entiendo el juego, me montas la cara lanzándome furiosa tu sexo como en otras ocasiones yo te he arrojado el mío; me sorprende, es la primera vez que lo haces pero no dejo de chupar y lamer, tengo los labios y la nariz llenos de tu sabor; por momentos no me dejas respirar y pataleo y se me humedecen los ojos, me ves y sonríes, luego te lanzas de nuevo al ataque moviendo tus caderas con maestría para lograr un roce más profundo de mi lengua.

Afuera comienza a llover y los truenos te sacan por un momento del trance; me desabrochas el cinturón y luego el pantalón, bajas el cierre y sacas mi pene erectísimo; con el mismo ímpetu que utilizaste para montarme la cara, me montas el sexo, entra sin dificultad en tu coño empapado, me cabalgas y te sujeto de las tetas, pero me das un manotazo de nuevo; me cabalgas con rabia y coraje, succionando mi verga con una atrocidad deleitosa; me abofeteas, también eso es nuevo; siento delicioso cómo subes y bajas apoyándote un poco en los barrotes de madera de la escalera; me matan las ganas de apretar tus grandes senos y duros pezones, pero hago el esfuerzo. Afuera arrecia la lluvia y también arrecia el pubis que me arrojas libre y soberana. Siento que me desmayo, que me muero, que pierdo el conocimiento, veo luces de colores como si fuera un boxeador noqueado; te apoyas en mi pecho y siento tu movimiento preciso, perfecto, hasta que nos venimos al mismo tiempo, nuestros líquidos se mezclan, bailan juntos al ritmo de la lluvia. Te bajas, caliente y sudorosa y vas al lavabo. Desde el baño escucho que dices, Finalmente no está tan mal la casa.

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