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La reeducación de Areana (19)

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En su cabeza resonaban una y otra vez las crueles palabras de Milena al despedirla, cuando le recordó, entre risitas malévolas, que Lucía y dos compañeras más estarían esperándola.

-Vaya una a saber qué planes tienen, perrita, pero mmmhhhh, no sé por qué me imagino que lo vas a pasar mal. –y remató el discurso con una carcajada.

Fue la señora Amalia en persona quien le había informado sobre su situación en la escuela en manos de Lucía, Rocío y Guadalupe.

-Parece, según Lucía, que esas dos te odian tanto como ella. –le había dicho Amalia. –Las tres van a ser tus Amas en el colegio. Les di carta blanca para que dispongan de vos como se les antoje, bajo mi supervisión, claro, pero salvo lastimarte van a poder hacerte de todo. Con ellas te comportás como conmigo: obediencia ciega, sumisión absoluta, docilidad total. ¿Te quedó claro?

Sí, le había quedado muy claro, tan claro como sentía esa turbadora mezcla de sensaciones que parecía alojada en todas y cada una de sus células. Tenía mucho miedo, pero al mismo tiempo la excitaba ese nuevo juego perverso al que había sido arrojada por la señora Amalia. Una cuadra antes de llegar a la escuela comenzó a sentir un cosquilleo en el estómago.

“¡Ay, las mariposas!”, se dijo inquieta ante esa incuestionable muestra de la calentura creciente que estaba sintiendo simultáneamente con el temor.

Dobló en la esquina y las vio. Con el semáforo en rojo para el tránsito cruzó la calle sin dejar de mirarlas. Algo en su interior hacía que esas tres chicas fueran como un imán para sus ojos. Faltaban cinco minutos para la hora de entrada y en la ancha escalera por la que se ascendía al portón principal había numerosos grupos de colegias que charlaban y reían. Lucía, Rocío y Guadalupe permanecían aparte, esperándola.

-Ahí viene. –dijo Lucía, que fue la primera en verla aparecer en la esquina.

-Nos vio… Nos está mirando. –agregó Guadalupe mientras Rocío se mordía nerviosamente el labio superior.

-A ver cómo nos saluda. Si no lo hace como quiero le doy una bofetada. –prometió Lucía.

-¿Acá? –se asombró Rocío.

-Sí, acá, ¿de qué te extrañás? ¿No fue acá, en la calle, donde esta mierda nos cagó a piñas tantas veces?

-Sí, es cierto, me asombré al pedo. –reconoció Rocío justo en el momento en el que Areana llegaba ante ellas.

-Hola… -saludó la esclavita con la cabeza gacha, temblando de miedo y ansiedad y con las mariposas alborotadísimas en su estómago.

-¡¿Hola?! –bramó Lucía y de inmediato la tomó del pelo con su mano izquierda y cuando la tuvo con la cabeza derecha le cruzó la cara con una fuerte bofetada que llenó de lágrimas los ojos de Areana.

Varias colegialas habían visto el golpe y miraban asombradas al grupo.

-Saludá como corresponde, perra sarnosa. –exigió Lucía mientras continuaba aferrando por el pelo a su presa.

-No… no sé cómo… cómo saludarlas… Por favor, Lucía, decime…

Una décima de segundo después de haber pronunciado la última palabra recibió otro golpe en el rostro, éste aplicado con el dorso de la mano. En la mejilla izquierda de la pobrecita se veían las cuatro marcas rosadas que los nudillos habían dejado. Varias alumnas de la misma división, quinto primera, se estaban acercando sin poder creer lo que veían: Areana, la peor, la mala, la prepotente, la peleadora, abofeteada sin oponer resistencia y lloriqueando.

-Lu, si no lo veo no lo creo. –dijo una de las colegialas.

-Hola, Graciana, pero creelo porque es verdad, Tenemos a una nueva Areana. Ya les voy a explicar. Ahora entren que nosotras tenemos que decirle algo a esta perrita.

-¿Perrita?... mirá vos… ¿sabés que siempre quise tener una mascota?... –dijo Graciana con una sonrisa sugerente y se dirigió junto con las otras hacia la entrada de la escuela.

-¿Oyeron lo que dijo? –preguntó Guadalupe con expresión entusiasmada.

-Claro que sí. –respondió Lucía. –A lo mejor es de las nuestras. Y vos oíme mirando al piso, trola. –agregó dirigiéndose a Areana:

-A partir de ahora vas a llamarnos señorita Lucía, señorita Rocío y señorita Guadalupe y nos tratás de usted.

-Sí señorita Lucía… -murmuró Areana y esa respuesta le valió que Lucía volviera a enderezarle la cabeza y le diera otra fuerte bofetada con el dorso de la mano.

-¡¿Quién te ordenó que hablaras, pelotuda?!

Presa del dolor por el golpe, de la confusión angustiante y del miedo, Areana estuvo a punto de pedir perdón, pero controló ese impulso porque creyó que debía permanecer en silencio. Sin embargo, Lucía le exigió casi a los gritos:

-¡¿Alguien te ordenó que hablaras?! ¡Contestame, tarada!

Con las lágrimas descendiendo por sus mejilas, Areana murmuró mientras Rocío y Guadalupe sonreían sádicamente divertidas:

-No… no, señorita Lucía… No…

-¡¿No qué, pelotuda?! –la hostigó Lucía.

-No… nadie me… me ordenó que hablara… -musitó Areana con la voz quebrada por una dolorosa tensión sicológica. Mientras tanto, Rocío y Guadalupe seguían entusiasmadísimas la situación, sintiendo que se confirmaba todo lo que Lucía les había prometido respecto del intenso goce que iban a experimentar dominando a Areana.

-¡¿Y entonces por qué hablaste?! –se sumó Rocío, decidida.

-No sé, perdón… yo… -y esta vez fue Rocío quien le pegó una bofetada provocando la risa de Guadalupe.

-Bueno, ahora oíme bien, puta. –dijo Lucía tomándola de un brazo, con fuerza.

-Ahora vas, te metés en el baño, vas mirando tu relojito y entrás al aula diez minutos tarde.

-Pero… -murmuró impulsivamente Areana al oír la insólita orden, lo cual le valiò otra fuerte bofetada por parte de Lucía.

-¡¿Sos pelotuda o qué?! ¡Dejá de desafiarme o te llevamos al baño y te recagamos a piñas¡ ¡¿Oíste?!

Areana temblaba, con su mejilla derecha enrojecida por el nuevo golpe, dado también con el dorso de la mano.

-Pedí perdón. –intervino Rocío dándole un golpecito en la nuca con el puño cerrado.

-Pe… perdón, señorita Lucía… -dijo Areana con voz apenas audible y ganada ya por una profunda angustia que convivía dentro de ella con una oscura excitación que le costaba asimilar.

Rocío y Guadalupe, a una orden de Lucía, la tomaron de los brazos y las cuatro ingresaron en el amplio hall de la escuela, circundado por las aulas. Al baño se llegaba a través de una estrecha puerta al fondo, a la izquierda del hall.

-Movete y ya sabés: entrás diez minutos tarde y te sentás conmigo. –le dijo Lucía dándole un empujón.

-Sí, vamos, movete, movete. –se sumó Rocío empujándola también para sentir, una vez más e intensamente, ese nuevo y hasta entonces desconocido placer que a ella y a Guadalupe les había revelado Lucía.

Ya en el baño, encerrada en uno de los compartimentos con retrete, Areana consultaba una y otra vez su reloj de muñeca, pero, para la ansiedad que la invadía, los minutos parecían haberse detenido en algún misterioso pliegue del tiempo.

Por fin vio que eran las 8,09, aspiró una gran bocanada de aire, se alisó la faldita escocesa, tomó su mochila que descansaba sobre la tapa del inodoro y salió resignada hacia el aula. En el camino consultó la planilla del día, pegada en un pizarrón.

Primera hora: geografía. Docente: Dora Godínez.

No la había tenido nunca, era nueva, por el nombre: Dora, imaginó que se trataría de una mujer madura y se encomendó a Dios o a quien pudiera intervenir para atenuar lo que suponía le esperaba.

“¿Qué le voy a decir?”, se preguntó sin encontrar respuesta mientras ceñía su mano temblorosa sobre el picaporte de la puerta del aula. Miró su reloj, eran exactamente las 8,10. Aspiro profundamente otra vez, con la boca muy abierta, soltó el aire con fuerza y entró al aula.

Godínez estaba en ese momento frente al pizarrón, disponiéndose a iniciar su clase después de haberles dado a las alumnas un panorama de lo que iba ser el programa de la materia que ella dictaba. Al oír el sonido de la puerta al abrirse miró en esa dirección y frunció al ceño.

-Buenos días, profesora… -saludó Areana con voz trémula.

La docente endureció la expresión de su rostro y ordenó:

-Presentesé, alumna.

-Areana… Areana Kauffman… -pudo completar dificultosamente la esclavita, que temblaba de pies a cabeza intimidada por el aspecto de la profesora –alta y robusta aunque bien formada- y el aire de temible autoridad que emanaba de ella.

-Ah, la famosa Areana Kauffman. Venga para acá. –ordenó la docente y dejó sobre el escritorio la tiza que empuñaba. Areana avanzó con la cabeza gacha y se detuvo a un paso de la Godínez. “¿famosa?”-pensó inquieta. “Deben haberle hablado de mí, de esa insoportable que yo era.”

En el aula se hubiera oído el vuelo de una mosca, debido al pesado y absoluto silencio que reinaba entre las alumnas.

-Quiero su explicación. –exigió la profesora.

Areana tenía un torbellino en la cabeza y no lograba articular palabra hasta que finalmente le pareció encontrar una excusa creíble.

-Perdón, señora, es que… es que estaba entrando cuando sentí que… que me bajaba la presión y tuve que ir al baño para… para sentarme y esperar que… que se me pasara…

-Ahá… -soltó la profesora para después preguntar:

-¿Estaba usted con alguien cuando empezó a bajarle la presión, alumna?

Areana dudó un par de segundos y después respondió:

-No, no, señora, estaba… estaba sola… -afirmó y fue en ese momento que Lucía levantó la mano. La docente lo advirtió y dijo:

-Hable, Gutiérrez.

Lucía se puso de pie junto al pupitre y disfrutando por adentro la crueldad que estaba a punto perpetrar dijo:

-Ella estaba conmigo y dos compañeras más, Estévez y Díaz cuando cruzábamos el patio y no notamos nada raro, señora, no nos dijo que se sentía mal. Lo que dijo fue que enseguida volvía y se fue para el lado de la calle.

Al oír semejante patraña Areana palideció y no logró superar un tartamudeo ininteligible cuando la profesora le exigió con tono duro:

-Explique eso, Kauffman.

Era tal impotencia que la esclavita sentía ante la sorpresiva infamia de Lucía que los ojos se le llenaron de lágrimas y sólo atinó a murmurar al cabo de unos segundos interminables:

-Perdón, señora…

-Vaya a sentarse, alumna, y cuando termine este primer día de clases véame en la sala de profesores. Tengo un mal informe sobre usted y acabo de comprobar la veracidad de esa documentación.

Areana inició el camino hacia el pupitre que compartiría con Lucía, pero la voz de Godínez, sonando como una suerte de trueno la detuvo.

¡Dese vuelta, Kauffman!

Areana giró sobre si misma y quedó esperando con la cabeza gacha, ese gesto que era ya un reflejo en ella desde que la señora Amalia la convirtiera en una esclava.

¡Venga para acá! –tronó la orden y allá fue la niña, que seguía sin poder controlar el temblor que la agitaba de pies a cabeza.

-Aprenda lo que voy a decirle, alumna, porque no pienso repetirlo. Cuando yo doy una orden se me contesta sí, señora. ¿Está claro, Kauffman?

-Sí, señora… -murmuró la esclavita, que ante la autoridad que mostraba la profesora sentía algo oscuro, algo similar a la excitación y que la agitaba por dentro en extraña connivencia con la angustia. La profesora, con sus modales autoritarios y su vos grave y dura, estaba conectándola irremediablemente con su esencia de esclava

-Bien, vaya a sentarse.

-Sí, señora… -repitió pensando en ese momento que era así como trataba a su Ama y entonces se estremeció.

Godínez retomó la clase, tiza en mano ante el pizarrón y cuando Areana estuvo sentada junto a Lucía, ésta le murmuró pegando sus labios a la oreja de la esclavita:

-Te citó en la sala de profesores… ¿No querrá cogerte?... –y se enderezó mientras ahogaba una risita burlona que acentuó la excitada humillación de Areana. Durante la clase de geografía, materia que a Lucía le resultaba aburridísima, Areana fue toqueteada a gusto en los muslos y la concha por su compañera de pupitre, que llegó a correrle la bombacha y a hurgarle el nidito con dos dedos mientras con el pulgar le estimulaba el clítoris. Lucía giró un poco la cabeza y les dijo por lo bajo a Rocío y a Guadalupe, ocupantes del pupitre de atrás:

-La estoy masturbando…

Ambas debieron ahogar con esfuerzo una exclamación de sorpresa y después las risitas nerviosas que las sacudía desde los hombros hacia abajo. Mientras tanto, Areana, culposamente excitada, se mordía con fuerza el labio inferior casi hasta lastimarse, para evitar los gemidos que pugnaban por salir de su boca.

Sin piedad alguna Lucía continuaba masturbándola hasta que de pronto retriró su mano con violencia:

-Quedate con las ganas, puta de mierda… -le dijo Lucía evidenciando, una vez más, el odio que sentía por la esclavita y de inmediato le susurró la orden de que sacara de la mochila la carpeta, la abriera y se inclinara un poco simulando leer. Areana lo hizo preguntándose con temor qué haría Lucía.

-Abrí la boca que vas a limpiarme el enchastre que me dejaste en los dedos con tu flujo.

-Por favor… -suplicó sin poder contenerse ante semejante exigencia en medio de una clase, rodeada de compañeras que, afortunadamente, parecían estar atenta a la exposición de la profesora, quien apoyaba su discurso con dibujos en el pizarrón.

-Perdón, señorita Lucía… Perdón… -musitó sabiendo que estaba en riesgo y abriendo la boca para recibir los dedos de Lucía, que lamió y chupó inclinada un poco sobre la carpeta hasta que la chica le desocupó la boca y le espetó un amenazador anuncio en voz baja pero firme:

-Con ese estúpido por favor -y al pronunciar ambas palabras remedó burlona el tono angustioso con que habían sido dichas por Areana- te ganaste una paliza. En el recreo largo te vamos a llevar al baño. –y de inmediato se desentendió de la esclavita y de su desesperación.

Areana pensaba que si había empezado Lucía con ella, si así se comportaba el primer día de clases, ¿hasta dónde, hasta qué extremos llegarían sus padecimientos?

Naturalmente que no pudo prestar atención alguna a lo que iba ocurriendo en clase. Después de Godínez con su geografía le tocó el turno a una profesora jovencita y algo vacilante a cargo de química y al final de esa hora, el recreo largo.

No bien salieron al patio, Areana se vio rodeada por Lucía, Rocío y Guadalupe que a los empujones la llevaron al baño. Una vez allí Lucía dispuso que Rocío, la más corpulenta de las tres, montara guardia en la puerta para que no entrara nadie.

-A las que quieran entrar les decís que no se puede porque se está arreglando un asunto privado.

-Despreocupate. –fue la convincente respuesta de Rocío mientras Arena temblaba de miedo sujeta de los brazos por Lucía y Guadalupe. El lugar era un recinto de tres metros por cuatro con el piso de baldosas blancas y negras dispuestas como tablero de ajedrez. Sobre uno de los costados había cinco cubículos con inodoro y sobre la pared opuesta un gran lavatorio con cuatro canillas sobre las cuales se alzaba un espejo que abarcaba la totalidad del muro.

De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, Lucía y Guadalupe liberaron a Areana para arrojarla de un empujarla contra la puerta metálica de uno de los cubículos. Quedó dando la espalda a ambas chicas, que le asestaron sendos puñetazos a la altura de los riñones para inmediatamente hacerla girar y propinarle una serie ininterrumpida de puñetazos en las tetas, debajo las tetas y en el vientre, mientras la pobre niña trataba de cubrirse infructuosamente con sus brazos, porque si los alzaba para protegerse los pechos le pegaban en el estómago y si intentaba proteger esa zona la lluvia de puñetazos caía sobre sus tetas.

En medio de la golpiza Areana, gemía, suplicaba, abría muy grande la boca y jadeaba casi como un animal sin poder ver, por supuesto, el siniestro brillo en los ojos de sus golpeadoras ni la expresión de malévolo goce que se reflejaba en sus rostros.

En la puerta, Rocío había impedido el ingreso de dos alumnas de tercer año que se retiraron sin protestar cuando la guardiana les explicó el motivo del impedimento y les pidió que regresaran en cinco minutos.

Por fin la paliza cesó cuando Areana había caído al piso, ahogada por los puñetazos en el hígado y en el estómago que había recibido de sus crueles agresoras. Al verla tendida de espaldas, con una expresión de intenso dolor y tomándose el vientre, Luciana se inclinó hacia ella:

-¿Aprendiste la lección, puta boluda? –le preguntó.

Areana, profundamente dolorida, tardó unos segundos en responder hasta que por fin pudo articular dificultosamente la frase implícitamente exigida:

-Sí… Sí, señorita Lu… Lucía…

-Perfecto. –Juzgo la agresora y con ayuda de Guadalupe pusieron de pie a la esclavita, sosteniéndola unos instantes hasta que pudo valerse por si misma aunque con un rictus de dolor en su rostro, surcado además por un río de lágrimas que empezaban a secarse sobre ambas mejillas.

-Lavémosle la cara, -decidió Lucía y entre ella y Guadalupe la inclinaron sobre e lavatorio, abrieron la canilla y la mojaron abundantemente, para después secarla con la toalla colgada de una argolla de plástico sobre la pared de la lzquierda.

-Qué linda que estás, puta. –se mofó Lucía cuando advirtió que el remojón había hecho que ese rostro recobrara un mínimo de normalidad. La paliza no había excitado sexualmente a Areana. No eran los puñetazos la clase de golpes que abrían las compuertas de su calentura, pero sí experimentaba

una suerte de sumiso agradecimiento a sus castigadoras por haberla librado de la culpa que sintió al insolentarse en clase con Lucía cuando se permitió hablar sin su permiso.

“Me lo merecía.” –pensó mientras ambas chicas la sacaban del baño tomada de los brazos.

Por fin llegó la hora de salida y cuando sonó el timbre que lo indicaba Areana sintió un escalofrío. Mientras abandonaba el aula rodeada por Lucía, Rocío y Guadalupe pensó que la esperaba la cita con la profesora Godínez y se preguntó, con ansiedad, qué iba a ocurrir en la sala de profesores. Entonces escuchó a Lucía decirle mientras la tomaba por un brazo:

-¿Tenés celular, puta? (Sí lo tenía, para que su Ama y Milena pudieran tenerla controlada).

-Sí, señorita Lucía.

Bueno, en cuanto terminás de ver a la Godínez me llamás al celular, puta. ¿Entendiste?

-Sí, señorita Lucía.

-Y a mí también. –se sumó Rocío

-Sí, señorita Rocío

-Y a mí. –remató Guadalupe.

-Sí, señorita Guadalupe. –y debió anotar los tres números.

Fue entonces que sintió que se estaba excitando y supo que era por esa demostración de autoridad férrea e inapelable con que las tres chicas la hostigaban y por su humillación ante ellas, por tener que llamar señorita a chicas de su misma edad.

Comenzó a andar hacia la sala de profesores y ese camino fue la senda hacia su conciencia más profunda. Se le reveló con claridad absoluta que estaba en la cumbre de ese ascenso hacia si misma que empezara, desde lo inconsciente, con aquella rebeldía extrema que no era otra cosa que una herramienta para acceder a esta otra Areana, a la auténtica, a la esclava, a la puta, a la depravada que cogía con su propia madre con la que se había encontrado como jamás soñó encontrarse, en lo profundo de ese espacio/pasión donde habitaban en armonía perfecta la obediencia, el sometimiento a la voluntad ajena, el dolor, la humillación, las perversiones extremas, el placer más intenso y refinado. Ahora, con la aparición de Lucía y luego de Rocío y Guadalupe, su situación se había perfeccionado, porque, ¿cómo le hubiera sido posible soportar esas horas de libertad en la escuela que habrían contrastado dolorosamente con la tiranía de Milena en casa, con la frecuente presencia de Amalia, su Ama, o de Elena, adorablemente pérfida. En el devenir de esos pensamiento y sensaciones se encontró ante la puerta de la sala de profesores. Se preguntó si la señora Godínez habría llegado ya y ante la duda optó por llamar con los nudillos.

-Adelante. –autorizó la docente desde el interior y a Areana le costó dominar el temblor de su mano derecha para tomar el picaporte y abrir la puerta.

Lo primero que vio fue una mesa larga y rectangular con varias sillas a ambos costados y en la cabecera opuesta, la profesora Godínez, sentada con los codos en la mesa y apoyando su barbilla en ambas manos, con los dedos entrecruzados.

-Permiso, señora… -murmuró la esclavita mirando al piso no bien hubo cerrado la puerta.

-Venga, Kauffman, venga acá. –dijo la Godínez.

Areana avanzó con paso vacilante por uno de los costados de la mesa y un metro antes de llegar a la cabecera la profesora la detuvo:

-Quédese ahí.

-Sí, señora. -dijo la niña recordando lo que la docente le había dicho respecto de qué hacer luego de recibir una orden.

-Los pies juntos. –le indicó la Godínez.

-Sí, señora. – dijo Areana antes de obedecer.

-Manos en la espalda.

-Sí, señora. –murmuró la niña y colocó ambas manos atrás mientras sentía que la iba invadiendo una fuerte y excitante tensión ante el tratamiento que le daba Godínez.

La profesora tomó con su mano derecha una hoja en la cual Areana alcanzó a ver algunas líneas escritas.

-¿Sabe lo que esto, Kauffman? –preguntó.

-No… No, señora…

-Su legajo, Kauffman. Un legajo lamentable, un horror.

-Perdón, señora… Perdón… -atinó a murmurar Areana.

-¡¿Perdón?!... No, Kauffman, conductas como la suya no se perdonan, se castigan.

La frase resonó con fuerza en la mente de la esclavita y un escalofrío la sacudió. Súbitamente se agitó al recordar aquella primera paliza sobre las rodillas de Amalia y cómo se había mojado, al punto de dejar flujo en el vestido de su Ama. En esa ardiente evocación estaba cuando vio que la profesora se ladeaba un poco hacia la derecha y tendía su mano hacia la silla contigua, para después ponerse de pie empuñando una regla de madera, de esas típicas reglas escolares, de cincuenta centímetros de largo por tres de ancho. Supo de inmediato, por supuesto, lo que le esperaba. Sus ojos se abrieron al máximo, fijos en ese instrumento que la Godínez empuñaba y con el cual se daba golpecitos en la palma de su mano izquierda, como una suerte de mensaje mudo dirigido a la alumna, que respiraba con fuerza por la boca.

Cuando estuvo junto a Areana la tomó de un brazo y la condujo hasta la cabecera opuesta a la que ella había estado esperando a la alumna. Una vez allí apartó la silla y ordenó:

-Inclínese sobre la mesa, Kauffman.

-Sí, señora… -respondió la niña con una vocesita adelgazada por la intensa emoción que la invadía.

(continuará)

(9,50)