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Historia del chip 020 - Se aprietan las tuercas - Irma 005

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Esperó pacientemente a su amante. En su postura habitual. Ya había sonado la alarma dos veces, así que llevaba más de dos horas en la misma posición de pechos expectantes. Podía irse o seguir esperando. Llevaba puesto el corsé de castigo incluyendo la cadena entre las piernas. Era capaz de aguantar casi cuatro horas, aunque casi nunca había ocurrido. Pero dos horas no era algo tan extraño. Galatea quizás la perdonase. La sonrisa en su boca era lo segundo en lo que se fijaría, así que Irma no dejaba de mostrar su mejor cara. Escuchó como se abría la puerta. No venía sola. No abandonó la postura. Ni siquiera se lo hubiera planteado. La última vez que lo hizo, en una situación parecida, el castigo fue ejemplar. 30 latigazos en las nalgas. Cada tres días, que era el tiempo que tardaban en recobrar su aspecto virginal. Había sido la primera vez que no habían coincidido en un castigo. Irma comprendió que no tenía nada que ganar. El castigo inicial de un mes había terminado en dos meses... prorrogables. A los cuatro meses todavía sufría su culo el acoso. Cuando por fin se pasó una semana con el culo libre de ardor se prometió cumplir a rajatabla cualquier deseo de su ama.

Estaba expectante. Era consciente del espectáculo que daba. Su fértil cuerpo derretía las miradas. Desnuda, salvo la horrible cadena entre las piernas y la insidiosa apretura en la cintura. Sintió como los pezones eran tironeados con suavidad. Eran los dedos de Galatea, a dios gracias. Ojalá no le permitiese a su acompañante tocarla.

Escuchó como se quitaban la ropa y no tardó en reconocer los sonidos del orgasmo masculino. El esperma estaría ya en la boca de Galatea. Debía de ser un ligue ocasional pues se fue al rato. Irma ni siquiera sabía cuánto la había contemplado o si se había excitado con su cuerpo más que con el de Galatea. Mantuvo su inmóvil compostura.

Galatea fue a preparase un baño. Cuando llevaba unos minutos relajándose, Irma oyó como le ordenaba venir. Bajó los brazos aliviada y se encaminó a toda prisa hacia su ama.

—Entra en la bañera, preciosa—. Irma dudó porque llevaba su corsé de castigo.

—Habrá que acordar un castigo— dijo su ama mientras recibía alborozada los pechos de Irma al nivel de la cara, que inmediatamente volvió a colocar los brazos dónde debían. Era incómodo estar en la bañera con los brazos en la nuca. Y el pequeño descanso sólo servía para acentuar el cansancio que acumulaba. Sólo le compensaba sentir como los pezones eran acariciados con amor y displicencia.

—Propón un castigo, cariño— dijo Galatea mientras miraba la cara de Irma. Se sentía tan afortunada.

—Por favor, elige tú por mí. Aceptaré cualquier cosa que me impongas. Sin condiciones— suplicó.

—Pero la última vez discutiste demasiado. Y te quedó el culo ardiendo. ¿Aceptarías algo así? — preguntó Galatea mientras manoseaba los excelsos pechos. Para corroborar el argumento llevó las manos a las nalgas de Irma y las pellizcó con fuerza.

—Aceptaré. Tres meses, cada tres días, treinta azotes— ofreció Irma insegura.

Temblaba ligeramente pues parte de su cuerpo no recibía el calor del agua. La postura no ayudaba, obligada a mantenerse como una cobra elevando la parte superior. Escuchó el chasquido y al fin retiró los brazos de la nuca. Galatea estaba sonriéndola. Devolvió la sonrisa y recordó que no le había sonreído desde que había llegado a la bañera. Eso requeriría otro castigo. Quizás fuera menor si lo indicaba ella misma.

—Habrá que aumentar el castigo por mi falta de atención— confesó sin reticencias.

—Estoy de acuerdo, pero todavía no hemos acordado el primero. Date la vuelta.

Ahora estaban las dos bocarriba. Irma, sabedora de que quería manosearla a gusto, llevó sus manos a la nuca de Galatea y acarició con los dedos y masajeó los músculos de la zona. Su ama tenía disponible todo el cuerpo de la esclava salvo la zona dónde la cadena impedía el paso. A Irma le sabía a gloria estar así. Acostumbrada a estar en posiciones tan desfavorables entre las piernas de Galatea o de pie en total rigidez, esto era el paraíso. No paró de acariciar la nuca entre sus manos para resaltarlo.

—Adoro estar así, Irma, pero no podemos olvidar los dos castigos. Y considero grave el de la sonrisa. No te has mostrado amorosa hacia mí— dijo Galatea haciendo hincapié mientras tenía una mano en los muslos y la otra entre los pechos de su amante. —Si te parece bien, el primer castigo será por seis meses, pero sesenta azotes cada vez.

Irma no hubiera aceptado esas condiciones unos meses antes, pero los precedentes le decían que era mejor curarse en salud.

—Me parece perfecto, Galatea. No volveré a bajar los brazos cuando no corresponda.

Como si de un resorte se tratara, los dedos de su ama presionaron los pezones al unísono, en un gesto que no podía sino otorgarles un inmenso dolor. Irma mantuvo las manos en la nuca de Galatea.

—Bien, estoy tan contenta contigo a pesar de todo. Tu culo ardiente te enseñará a cumplir con tus votos si por cualquier motivo no obedeces a la perfección. El dilema está en el segundo castigo. No se trata de que me sonrías si no lo sientes así, se trata de que recuerdes que sonreír no cuesta nada y te salga de manera natural. No importa lo que estemos haciendo.

A modo de complemento a la explicación, un nuevo tirón impuso la locura en los gruesos pezones de Irma. Para su alivio, los dedos fueron a acariciar la cara y las orejas. Galatea sabía que la excitaba ser acariciada en esa zona.

—Para el segundo castigo, debemos buscar algo que no te permita olvidar tu preciosa sonrisa. ¿Qué te parecería un piercing en las orejas? — preguntó figuradamente Galatea.

Irma no deseaba quejarse, sabedora de los peligros.

—Estaría bien, pero perdería mi virginidad— resumió con ironía. Las dos hablaban de cuando en cuando sobre la completa integridad del cuerpo de Irma. Casto, puro y virginal.

—Podría ser con esos nuevos implantes tecnológicos. Si no llevaras nada, se regenerarían solos. En cierto modo, seguirías intacta, dijo Galatea con sorna. No dejaba de acariciar el objeto del debate concienzudamente.

—Son extremadamente caros con las nuevas leyes. No podría pagarlos— argumentó Irma, creyendo que no parecería una queja.

—Tienes razón... pero estarás tan atractiva con unos colgantes. Encontraremos la manera— dijo Galatea con aire de súplica.

Los lóbulos de Irma estaban enrojecidos de haber sido manoseados tanto rato. Los dedos de la taimada Galatea fueron de nuevo a los pezones para alivio de su amante. Sabía que era el momento de dejar el tema.

*—*—*

Esperaron solemnemente a que terminasen de cerrarse los lóbulos. Y luego al día adecuado para simbolizar el nuevo acuerdo. Galatea preparó todo con esmero. Las dos en la bañera un sábado por la mañana y con todo el fin de semana libre. El kit de piercing estaba cerrado, junto a ellas. Se acariciaron con delicadeza. La piel mojada y brillante. Irma se colocó en la postura de atención y se centró en los dedos de Galatea que además de jugar con los pezones realizaban círculos por las mamas ofrecidas de Irma.

—Voy a ponerte una venda, aunque sé que no abrirías los ojos. Es a modo de ritual. Luego procederé a perforarte el lóbulo derecho. Posteriormente el izquierdo. Lo haré todo con lentitud y ritmo pausado. Si te es posible, mantén la postura.

Irma realizó un minúsculo gesto de asentimiento. La venda se posó sobre sus ojos y la habitual negrura se ahondó... Tuvo que esperar a que Galatea terminase de calibrar pacientemente los pezones antes de sentir el pinchazo en el lóbulo derecho. Fue repentino, sabía que iba a ocurrir porque los pezones se habían quedado solos. Consiguió quedarse quieta. El dolor resultó menor de lo esperado, pero no se mitigó como hubiera esperado. Unos leves instantes, unas leves caricias en las orejas, fueron las únicas sensaciones en sus necesitados lóbulos antes del desgarro.

Deseaba con toda su alma que Galatea le acariciase la oreja o la zona del cuello cercana. Era como si las conexiones nerviosas se hubieran encendido de golpe. Todo el lado derecho desde la cabeza hasta los hombros parecía tener vida propia, independiente del resto del cuerpo. Cuando le perforó el lóbulo izquierdo, notó más dolor. O porque era más sensible o porque el punto elegido había tocado un nervio acerado.

Sintió como Galatea acariciaba con extrema suavidad el borde a cada lado del cuello evitando cualquier punto demasiado cercano a las orejas. Volvió a los eternos pezones rígidos. Se quedó allí tanto rato que los brazos se le cansaron, a pesar de su costumbre. O podía ser que la intensidad de las sensaciones que tenía superaba su capacidad para procesar.

—Eres perfecta, amada Irma. Quiero estar más rato así. Aunque sé que estás cansada. Luego te iremos a comprar algunas joyas para tus nuevos encantos.

Galatea no pareció dar una orden, o así lo imaginó Irma, pero no pensaba moverse. Su culo hubiera sentido quién sabe cuánto tiempo las consecuencias. Y si no era así porque se le pedía mantenerse bien erguida como muestra de amor, era todavía más trascendente. Galatea no era cruel pero tampoco generosa. Estuvo un buen rato.

Luego llegaron los besos ardientes y la pasión desbocada. Las manos de Irma seguían en su lugar y su necesidad de ser acariciada en las orejas, el cuello, los hombros y la parte superior de los pechos era tan vasta que varias veces estuvo a punto de interrumpir el contacto con los labios cálidos de su amante. Mientras la humedad se trasladaba hacia abajo en el caso de Galatea, eso no debía ocurrir en el caso de Irma, que trataba por todos los medios de agradar a su pareja.

Sintió un estremecimiento cuando los dedos acariciaron su cabeza, y empezaron un periplo por las zonas carentes que podían resumirse en toda la parte superior de su cuerpo. Hubiera estado así durante toda la vida incluso cuando los brazos a duras penas podían mantenerse arriba. No era posible que unos simples agujeros en sus orejas tuvieran ese efecto. Una sensualidad así debía estar latente desde hacía tiempo. Admiró la percepción de Galatea.

Cuando su amada detuvo sus caricias e Irma oyó el chasquido supo que debía comprobar cuán húmeda se hallaba su compañera. Se colocó con la cabeza entre los muslos entreabiertos y expectantes, sus orejas rozando las piernas levemente mojadas de sudor. Los pechos presionaban el suelo frío. Fruto de la práctica su lengua se colocó en la parte superior de la vagina tratando de tocar levemente el clítoris sin llegar a conseguirlo. Era el momento de la dulce venganza, tratando de acrecentar el placer de su Galatea que aún sin poder conseguir el orgasmo se cansaría de ser excitada. Ambas mujeres conocían el ritual. Mientras una disfrutaba sin condiciones salvo el orgasmo, la otra presionaba los pechos hacia el suelo y las orejas agujereadas hacia la agradable piel de las piernas que también conocía. La otra diferencia era el dolor que había recobrado su vigor en cuanto las caricias dejaron de ser recibidas. Lo único que llegó a tocar Galatea fue el pelo suelto de Irma, lo que fue insuficiente.

*—*—*

Sólo pudo verse la cara, -y sobre todo las orejas-, en la joyería. El dolor era mayor. No había sangre. Galatea le dijo que no llegó a haberla en ningún momento. Y que no había riesgo de infección. La dependiente llegó con lo que le habían solicitado. Tres pequeñas cadenas metálicas terminadas en unas campanillas. Doradas y elegantes. Cada campanilla descendía un poco más que la anterior formando una cascada. Pero todo el conjunto era ligero y discreto. Casi no hacían ruido. O eso pensó equivocadamente Irma.

Galatea le rozó los hombros cuando le ajustó los pendientes desde atrás, mientras Irma observaba a través del espejo. El fugaz contacto despertó las ansias mientras acalló el dolor. También provocó que se moviese. Fue entonces cuando oyó el tintineo en los oídos. Era tan sutil que casi creyó que eran imaginaciones suyas. ¿Lo habría oído Galatea? No lo creía.

Sintió como una mano acariciaba la espalda semidesnuda. Un arrebato de pasión casi hizo que se quitase la ropa. Necesitaba volver a estar con su amante. El dolor se paraba con un roce, la pasión crecía con la más leve de las caricias. Debía ser una reacción a toda la tensión acumulada. Se acabaría antes o después, o eso esperaba. Irma tenía el máximo esmero a la hora de plantar una sonrisa en su cara, sin importar que sintiese dolor o placer.

A Galatea no pareció importarle en absoluto el dolor en las orejas de su amada o puede que todavía la exaltase en mayor medida. En cuanto cerraron la puerta de la casa, después de las largas y agotadoras horas entre la comida y las compras, Irma notó como un pezón era acariciado. Los automatismos estaban tan arraigados que en un periquete se había quitado el top y colocado en posición. Mantenerse extremadamente quieta mientras era explorada resultó más difícil, por el dolor acumulado y por el débil sonido de las campanillas. Por suerte, Galatea no tardó en solicitar los servicios en otra parte. Irma rozaba la cara interior de los muslos con el metal de los pendientes mientras proporcionaba el máximo placer del que era capaz. Se sentía agradecida porque al menos las manos de Galatea se prodigaban entre los pechos excitados en vez de yacer presionando el suelo del baño.

No es que Irma tuviera mucho tiempo para acostumbrarse a su nueva situación. La cantidad de estímulos y la variedad de percepciones contribuyeron a mantenerla en un estado de trance casi continuo. No afectó a su trabajo, sobre todo por la comprensión de sus jefes. Había tenido la enorme suerte de entrar en una empresa muy consciente de las discapacidades y los problemas privados de los empleados. Descubrió, por casualidad, que la directora general ayudaba en varias fundaciones solidarias. Aunque no la había conocido, sus allegados sí que eran jefes de sus jefes. Tenía una malsana curiosidad y un no aparente interés por encontrarse con ella, aun sabiendo que no estaría a la altura. Su trabajo era añadir complementos a los vestidos que se diseñaban. Era un trabajo agotador. La competencia era enorme y un simple botón de tonalidad incorrecta o un lazo de la medida inexacta podía suponer la diferencia entre un éxito de ventas o un fracaso estrepitoso.

La formación fue intensa y exhaustiva. En realidad, estaría en período de adaptación varios años más, pero la empresa era eminentemente práctica y superponía el trabajo real con la enseñanza. Su jefa directa era delgada y particularmente poco atractiva. Casi una excepción en un universo de mujeres impecables. Había oído rumores sobre discriminación, pero no entendía el motivo, si es que existían.

Se enamoró de ella al cabo de poco tiempo. Irma no sabía explicarle a su terapeuta por qué. O prefería no admitirlo. Era flaca, casi masculina. Ciertamente esbelta, sin embargo, con un pecho pequeño. Sin embargo, no dejaba de admirar las piernas desnudas o las facciones de su cara. Ella no podía saberlo, pero Lena tenía un tipo parecido, con algo más de pecho.

Siempre desayunaban juntas. Y le contaba problemas sobre los proyectos, presupuestos sobredimensionados o tareas incumplidas. No es que Irma entendiese demasiado lo que le decía, pero tenía la oportunidad de expresarse de manera coloquial y no con la formalidad requerida en otros ámbitos. Cuando Irma tenía algún problema, llegaba hasta el ordenador, ponía las manos en los hombros desnudos de su subalterna y le explicaba como saltar al siguiente paso o retroceder lo andado.

Para Irma esto era un problema que poco a poco había tenido que solventar. Los contactos en las zonas cercanas a los lóbulos eran problemáticos, por no decir insalvables. De forma inmediata se excitaba y ansiaba con todas sus fuerzas besar y acariciar. Cuando se lo explicó a Galatea, ésta se sintió halagada. Y no hizo más que fomentar el hecho, obligándola a llevar siempre tops nada recatados. Irma ya no recordaba cuando había tenido los hombros cubiertos o la parte superior de la espalda tapada. Los talles eran ceñidos o, al menos para Irma, excesivamente ajustados para su cintura regordeta. Galatea le decía que su talle era perfecto aún sin el corsé de castigo, pero el condicionamiento de Irma era parecido al de las anoréxicas, que se veían en el espejo demasiado gordas.

Además de la adaptación a la desnudez superior, a los pendientes en los piercings, a la nueva sensibilidad retomada en los pechos, los pezones, los hombros, la espalda, el cuello y la cabeza, tuvo que amoldarse a los tacones de 12 centímetros, el mínimo exigido en la empresa. Lo de la falda corta no le molestaba. Le encantaba mostrar sus piernas y ya que su vagina quedaba exenta de cualquier evento, al menos tenía sus piernas para compensar. Fue Miss Iron la que le indicó que debía actuar de manera natural en este campo. ¿Qué mujer no se siente satisfecha de lucir unas piernas esbeltas? ¿Qué mujer no desea las miradas entre el hueco de la falda y la separación insuficiente entre los muslos?

Pero Irma debía de tener cuidado, -al contrario que cualquier otra mujer-, en azuzar al lobo que podía surgir desde dentro. Por eso, un atisbo de humedad entre los labios verticales solitarios debía soslayarse llevando la atención a los lóbulos de las orejas o a los pezones primordialmente. Salvo que Irma encontrase otro lugar dónde poder desviar el foco. Unas caricias en su espalda podían ser la solución. Era en el lugar de trabajo dónde se hallaba el problema, allí no podía colocarse en la postura de atención y sumisión.

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