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Un culito de ensueño

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Llegué a esa casa un mes después de la sentencia definitiva de mi divorcio, cuando empezaba a terminar la temporada ciclónica y el otoño del Caribe era una larga sucesión de chaparrones y soles que freían al vapor las calles, los techos herrumbrados y las ganas de vivir. Lo que pude sacar de la casa con la que se quedó Milena fueron mis libros, dos paquetes de compacs, un montón de proyectos, varias cajas de bocetos, mis ropas, mis pinturas, algunas herramientas y mi vieja lexicon 80, la máquina de escribir que compré en una casa de empeño de Villa Mella un sábado por la mañana. Milena se quedó con el auto, con la mitad de mis sueldos hasta que Laura y Pedrito crecieran lo suficiente como para trabajar, con la computadora y con mi vida. Fueron meses terribles, incluso hasta ahora me pregunto cómo no me despidieron del periódico. Tal vez mi jefe de ese entonces, “El Cerdo” Martínez, tenía algo de humano en el fondo. Nunca lo sabré.

El departamentito en realidad no era tan pequeño, pero en esos días yo extrañaba tanto mi mundo que me parecía un sucucho. Era un dormitorio de cuatro por tres, con un baño y una cocinita que daba a un pequeño balcón, en la segunda planta de una casa enorme, llena de cuartuchos alquilados por parejas jóvenes, familias venidas del interior y algunas chicas de la noche a las que, por supuesto, de día era difícil que se las viera.

Mientras por mi mente desfilan estos recuerdos, Yomairis duerme a mi lado. La carne morena y tensa de sus senos firmes, como la piel de una pantera, su sexo ahora depilado y la expresión inocente de su rostro dormido, como de niña en estado de gracia, me enternecen tanto que quisiera comérmela, ha cumplido veintitrés años, la misma edad que yo cumplí hace veinte. En noches como ésta me hundo en Yomairis como quien se deja caer en un remanso.

Mi increíble historia comenzó en esos días cuando, por obra del azar que según Borges es inescrutable, un tipo apareció por el periódico para ofrecerme la “chiripa”  (trabajo casual) de que le corrigiera un manuscrito. Si bien es cierto que en esos días necesitaba más que nunca de una entradita extra, también es verdad que mi mente no estaba del todo despejada como para leer y corregir un manuscrito, de manera que puse dos excusas: necesitaba  hojear el material para ver si estaba escrito minimamente en cristiano, y la otra, no tenía computadora y en mi casa los apagones estaban a la orden del día, aunque de noche casi siempre había luz, que era el tiempo del que disponía para trabajar. Al tipo no parecieron importarle mis excusas, me preguntó entonces cuánto tiempo me llevaría. Dos semanas a más tardar, dije, y puse un precio que incluía dos quincenas de mi sueldo, con la esperanza de que el candidato huyera despavorido, pero no. Como está escrito que en mi vida jamás sucede lo que espero que suceda, el tipo dijo que sí con la cabeza.

-La mitad por adelantado- exigí con cara de piedra. Era mi última movida.

El sujeto metió la mano en el bolsillo del saco, vi salir de ahí una billetera negra con bordes dorados, sacó de entre una pila de dólares, euros y demás los billetes que correspondían a mis emolumentos, los dejó caer sobre la palma de mi mano izquierda y se fue con una indiferencia parecida al desprecio. Esa noche me senté en el balconcito y mientras una bachata lacrimógena me acariciaba las trompas de Eustaquio comencé a leer y a marcar con bolígrafo rojo todo cuanto se pareciera a error de ortografía o de estilo. Me entró un poco de sueño a la décima página, de manera que me fui a dormir para soñar, por enésima vez, con Milena, con los chicos, con una casa con patio donde éramos felices y me desperté transpirado y con los pulmones sin aire. Eran las cuatro de la mañana y no había luz, los mosquitos estaban a punto de volverme loco. Me hubiera gustado fumar en ese momento, pero había dejado el hábito hacía muchos años. Me senté en el balconcito a ver la calle oscura hasta que el sueño me ganó de nuevo. A las siete me despertó la lluvia. Decidí que tomaría café en mi trabajo y, como en mis años mozos, cargué en una mochila mis discos, mi auricular, el manuscrito y calculé cuánto tendría que correr hasta llegar al colmado, desde donde podría montarme en una de las chatarras que me dejarían cerca del periódico. Me prometí por enésima vez que me compraría un paraguas cuando cobrara y entonces, como en un ramalazo, recordé que en algún lugar de mi mochila estaban los billetes que me había dado el escritor aquel. Ese detalle me hizo olvidar de la lluvia y, cuando me disponía a cruzar la calle, una vocecita me habló desde atrás.

-Saludo, señor, ¿usted es el vecino nuevo?

Me di vuelta y me encontré con una morenita no muy alta, tendría poco más de veinte años, usaba el pelo suelto, tenía ojos enormes y labios carnosos, llevaba puesta una falda negra y una blusa color crema, mocasines negros y una mochila de tela de avión.

-Ah, sí, mucho gusto, me llamo Leandro, Leandro Báez.

-Yo soy Yomairis, vivo en la tercera, arriba, ya usted sabe…

-Oh, muchas gracias…

La chica hizo una seña y uno de los desvencijados autos de transporte público se arrimó al borde de la calle y nos montamos en el asiento de adelante. La sentí apretada contra mi cuerpo en ese espacio insuficiente y me pareció que sobre mi soledad se dejaban caer pesadísimas montañas de arena.

Fue un día gris y tedioso, redacté montones de noticias vacías sobre actividades de los burócratas municipales y edité una página con notas de cine. Eran las seis de la tarde cuando regresé al departamento. Por la vecina de enfrente de la que ya no era mi casa supe que Laura y Pedrito estaban bien, y me pareció una eternidad el tiempo que faltaba hasta el domingo. En el colmado compré queso y galletas, una latita de cerveza, papas y dulce de cajuil. Apenas comencé a subir la escalerita circular hasta mi nuevo refugio noté que alguien descendía. Era de noche y no había luz, pero por el reflejo de los focos de los autos y de las motocicletas de la calle distinguí dos piernas preciosas, como si hubieran sido torneadas a mano, enfundadas en un pantalón blanco. Me quedé esperando a que terminara de bajar y la oscuridad disimuló mi expresión de niño en falta cuando vi que era mi vecinita con la que había compartido el viaje en la mañana.

-Vecino, ¿cómo le ha ido?

-Bien, gracias.

Solo entonces noté que, además, la vecinita tenía una figura preciosa, llena de curvas proporcionadas a la perfección, no le faltaba ni le sobraba nada en absoluto, y caminaba con una sensualidad tan natural, como si danzara.

Esa noche trabajé en el manuscrito hasta las tres de la mañana, si conseguía mantener ese ritmo podría terminar antes de una semana, me dije y esa idea me entusiamó. A esa hora de la madrugada me asomé al balconcito a tomar mi cerveza y me fui a dormir.

El primer fin de semana con los chicos fue un poco difícil pero creo que conseguí superar la prueba. El lunes fue un día soleado y aunque tuve mucho trabajo me sentí algo mejor, esto de divorciarse no es tan infernal como me parecía al principio, comenzaba a recuperar ciertos gustitos que había perdido, no preocuparme por la limpieza o por la suciedad, que venía a ser lo mismo, no preocuparme por mi ropa, a no ser la que me iba a poner, no preocuparme por la comida ni sus nutrientes ni su contenido calórico ni el colesterol, de hecho me era más fácil no comer sino hasta que tuviera hambre, cosa que siempre sucedía en mi trabajo. De todos modos, descubrí también que mi tacañería continuaba intacta, al punto de que no gasté casi nada del adelanto que me dio el escritor. El viernes en la tarde, poco antes de salir de mi trabajo, doña Agustina, la madre de Milena, mi ex suegra, me llamó para decirme que ella y su hija, o sea mi ex esposa, querían llevarse a los chicos a un fin de semana todo incluido que era uno de los chiches, o sea lo que más le encantaba hacer a Milena con mi dinero. Mi mente elucubró cosas a toda velocidad, pensé en negarme porque el fin de semana con los chicos era un derecho, acaso el único, que me había sido otorgado por la jodida y maldita justicia que me había despojado de mi casa, de mi auto, de mi computadora, de mi… ya nada de eso entraba en la categoría de mi, nada de eso era mío, pensé en exigir que fuera la propia Milena quien me lo pidiera, pensé en exigir una negociación, que se llevaran a los chicos a cambio de… ¿de qué? Terminé de descubrir en ese momento, con verdadero terror, que no había nada de Milena que me interesara, que por primera vez este pedacito de mundo que tenía para mí, aun alquilado, me parecía mucho más mío que todo cuanto había podido construir a su lado. Ese descubrimiento me inflamó el pecho de una extraña sensación, no era alegría, era una especie de exaltación que por primera vez en mucho tiempo reemplazaba a la autoconmiseración con que me había estado viendo a mí mismo en los últimos meses, en los últimos años, para sorpresa de doña Agustina respondí que sí, que bueno y corté la comunicación. Entregué mis páginas y salí a la calle, caminé bajo la lluvia sin molestarme por nada que no fuera disfrutar de mímismo, de todo cuanto hacía, de no tener que preocuparme porque al llegar a casa se mojaría el piso o porque mi ropa pudiera arruinarse o porque podría pescarme una gripe. Esa noche fui al malecón, comí pizza y tomé cerveza en un bar y después volví a casa en taxi y hasta me di el lujo de no aceptar el servicio de una mulata de pechos prominentes y boca sensual que me ofreció compañía. Desperté después del mediodía del sábado y lavé un par de camisas, dos camisetas, mis calzoncillos y mis medias, y decidí tenderlos en la terraza. Cuando, para mi contrariedad, vi que casi todos los alambres estaban ocupados, me encontré a la vecinita, no recordaba su nombre, pero la saludé con toda cortesía mientras pensaba poner mi ropa a secarse sobre la oxidada baranda.

-No se apure, yo le hago un lugarcito, dijo ella mientras amontonaba en el alambre algunas prendas casi secas. Sobre la tubería de uno de los tanques se terminaba de secar un par de conjuntos interiores, una tanga roja con encajes negros en los bordes y una verde con voladitos amarillos. Pensé en ese momento cómo podría caber un cuerpo, o la parte más apetecible de ese cuerpo, en ese pequeño trocito de género. Ella se agachó en ese momento a recoger una blusa que se había caído y temía que su ajustado short se reventara mientras alcancé a ver que llevaba una tanguita negra sobre cuyo borde se dibujaba el nacimiento de dos glúteos carnosos, como de ébano barnizado. Ahora están aquí, al alcance de mi mano, los tanteo y después me pellizco para comprobar que la que duerme es Yomairis, y que yo estoy completamente despierto.

En aquel momento alguien la llamó por su nombre y al darme vuelta vi a una mujer mayor, que me llevaría unos cuantos años y que seguramente sería su madre. La mujer me saludó y volvió a bajar.

-Si necesita algo… lo que sea, ya usted sabe- dijo Yomairis y se fue detrás de su madre.

Trabajé en el manuscrito hasta llegar a un punto en que mi cabeza ya se había saturado. Pensé en visitar a alguno de mis amigos, pero me acobardaba la idea de que, en todos los casos, tandría que dar demasiadas explicaciones sobre mi divorcio, o en todos los casos terminaríamos hablando de Milena, o eran mis pocas ganas de salir. En ese momento tocaron a la puerta. Me encontré con la mamá de mi vecinita, sonriente, que me traía un tazón de arroz con leche espolvoreado con canela, ese aroma que me traía recuerdos de mi infancia campesina me emocionó un poco, se lo agradecí pero la mujer apenas me escuchó, dio la vuelta y me dijo que el devolviera el tazón cuando pudiera. Por la ventana entraban rumores de bachatas de amargue. Comencé a ordenar mis cosas, finalmente bajé hasta el colmadón y compré una escoba, un suape, detergente para pisos con aroma de pino, dos botellas de cerveza y una bolsa de hielo con la que improvisaría una neverita. Cuando el cubil estaba arreglado como a mí me parecía que debiera estar me senté en la cama a contemplar mi obra, proyecté una biblioteca en la pared detrás de la cabecera, compraría un radiograbador, me entusiasmé como un niño con un juguete nuevo con todo lo que me quedaba por hacer. Ya de noche subí a la terracita a buscar mi ropa y, como solamente puede suceder en los sueños, o en las mejores fantasías de un cuarentón recién divorciado, mi vecinita estaba allí, en los mismos menesteres que yo. Nos saludamos mientras ella cargaba sus prendas en una canasta de plástico. Era la primera vez que veía desde esa terraza el paisaje de la ciudad lejana, hacia el sur, la luna estaba en cuarto creciente y una que otra nube pasajera la ocultaban por momentos. Respiré hondo el aire fresco del otoño y después cargué sobre mis hombros los pantalones y las camisas completamente secos.

-¿Puedo preguntarte una cosa?- dije con un poco de corte.

-Sí, dígame don.

-¿Tu mamá me prestará la plancha por un rato?

-Oh, por supuesto, no se apure, yo se la alcanzo orita.

Antes de cinco minutos la tuve en mi puerta. Lamenté no tener un refresco o algo así para invitarla, pero mientras pensaba en eso ella simplemente se fue, y mientras la vi caminar los pocos pasos hacia su puerta, volví a notar que tenía unas caderas de ensueño. Finalmente planché un pantalón y una camisa y, fatigado por la desacostumbrada fajina, apenas me tomé una cerveza y me dormí de un tirón hasta el día siguiente. Lo primero que noté al despertar fue que no había devuelto la plancha, que la había dejado sobre las camisas arrugadas y entonces me vestí todo lo decentemente que pude, me lavé los dientes y, cuando la tomé y quise acomodar la ropa descubrí que, horror, una de las tangas diminutas de Yomairis se había “traspapelado” entre mis camisetas. Era un triangulito rojo, un hilo dental diminuto en cuya pequeñez cabían todas las fantasías. Llamé discretamente a la puerta y me recibió una Yomairis de ojos legañosos, enfundada en una larga camiseta de algodón con un retrato de Taz Mania que le quedaba muy gracioso.

-Perdón, ¿tu mamá está?

-No. Ella se va a misa tempranito.

-Bien, espérame por favor, voy a traerte la plancha.

Asintió con la cabeza.

Cuando le pasé la plancha y la tanguita hecha un rollito ella pareció despertarse y, lejos de sentirse avergonzada o cohibida, simplemente se echó a reír y me cerró la puerta en las narices.

Esa mañana trabajé un rato con el manuscrito y, cerca del mediodía, salí a comprar algo de comer. A unas cuadras de la casa, en una esquina, conseguí cerdo asado, compré tomates y lechuga en un supermercadito y le agregué unos panes baguette, refresco de naranja y algunos dulces. Preparé una ensalada y, siguiendo una súbita inspiración, recobré el tazón en que me habían convidado el arroz con leche y decidí invitar a mis vecinas con una porción de carne y ensalada. Fue una buena idea según pude comprobar después, porque les encantó. Con el estómago lleno me tiré a dormir una inusual siesta y desperté a las cuatro de la tarde mientras los truenos y relámpagos parecían a punto de derrumbar el mundo. A la tardecita Yomairis me convidó café. Tenía puesta una faldita estampada que le tapaba las rodillas y una blusita negra, se había lavado el pelo y olía a jazmines, a menta, a ensueño. Esa noche soñé con ella y me sorprendí al día siguiente cuando descubrí que no había pensado en Milena durante todo el fin de semana. No vi a Yomairis el lunes ni el martes. El miércoles, al volver de mi trabajo, me crucé con ella en la escalera. Esa noche yo tenía toda la intención de terminar con el manuscrito, hasta compré una lámpara de batería autorrecargable por si se iba la luz. Trabajé hasta las tres de la mañana y, vencido por el sueño, me eché a dormir y desperté cerca de las nueve. Me vestí a la carrera, salí sin afeitarme y prácticamente me llevé por delante a Yomairis, que evidentemente también se había dormido. Llevaba puesta una faldita azul, una casaca roja y una camperita de la misma tela de la falda que le sentaba preciosa, estaba tan linda que me hizo olvidar del contratiempo. Vi el celular en su cintura y le pedí que llamara un taxi.

-Vamos, yo invito- dije.

-Ay, no sabe cuánto se lo agradezco- dijo y se tomó de mi brazo. Un Honda negro nos recogió en menos de cinco minutos. Fue un día arduo para mí. Terminé de corregir el manuscrito en el horario de almuerzo, edité mis páginas y adelanté material para, al día siguiente, llegar un poco más tarde. Quería ir al oculista y renovar mis lentes y debía visitar a un amigo de un compañero de trabajo que tenía en venta una computadora usada. En medio de todos estos asuntos pendientes salí rumbo a la casa y solo entonces recordé que no había llamado al escritor para avisarle que el manuscrito estaba terminado. El hombre me pidió que por favor lo esperara en el periódico y llegó antes de media hora, me pagó religiosamente y se fue. Los hechos se precipitaron esa noche. La madre de Yomairis, que en verdad era su tía, se cayó de la escalera y se fracturó el tobillo, justo cuando yo llegaba al edificio. Con la muchacha asustada la cargamos en el mismo taxi de la mañana y la llevamos a una clínica donde la enyesaron, la sedaron y la enviaron de vuelta a su casa, con orden estricta de reposo. Entre la muchacha y yo la ayudamos a subir la escalera y prácticamente la cargué en brazos para llevarla a su habitación. En pocos segundos se quedó dormida.

-Ay, mi don, yo… no sé cómo agradecerle, le juro…

-Muchacha, no te preocupes, mira, te voy a pedir una sola cosita- dije viendo en mi reloj que ya eran casi las dos de la madrugada.

-Sí, dígame…

-Despiértame antes de las siete y media, por favor… ¿puede ser?

-Oh, sí claro…

Esa noche soñé otra vez con Yomairis, la veía subir y bajar escaleras que se bifurcaban como los jardines de los cuentos de Borges.

Eran las seis de la mañana cuando, sudoroso en medio de un apagón, me despertó el rumor apagado de un llanto. Salté de la cama y manoteé una bermuda, me puse una camisa y, descalzo, subí la escalera toqué la puerta del departamentito de Yomairis.

La muchacha estaba despierta, tenía puesta la camiseta de Taz Mania.

-Mami está un poco dolorida- dijo.

-¿No le diste un calmante?

-Yo… iba a comprarlo hoy pero…

-Dime qué calmante es…

-No… no se apure yo…

-Yomairis- dije contrariado – si no tienes dinero no te preocupes, dame la receta, después lo resolvemos, pero no puedes dejar así a tu tía, mira ¿tienes tu celular?

-Sí.

-Pide un taxi y vamos a buscar una farmacia.

La escuché discutir con su tía y estuve a punto de intevenir pero finalmente apareció, cambiada, se había puesto pantalones y zapatos, un suéter y trajo el celular.

Llegamos a una farmacia en la avenida Charles de Gaulle y compramos dos cajas del medicamento. Le agregamos un té de jengibre y porciones de arepa que vendía una morena en una parada de autobuses de transporte público. La mujer, cuyo nombre conocí en ese momento, se llamaba Dumelia, se tomó dos comprimidos y volvió a dormirse.

Bajé a mi casa y me di una ducha helada, caminé mojado, envuelto en una toalla y me dejé caer sobre la cama. Supongo que en algún momento me quedé dormido porque desperté sin la toalla, con una erección de como cuando tenía veinte años. En ese momento tocaron a la puerta.

-Soy yo, le traje café.

-Un momentito.

Me puse un pantalón arrugado y abrí.

La cara de Yomairis denotaba preocupación y angustia.

-Pasa, tengo que hablar contigo.

Obedeció como una niña. Eso me conmovió.

-Cuéntame- ordené casi.

-No… yo… no sé si…

-Mira, vayamos al grano, tu tía necesita dinero ¿verdad?

-Bueno, sí… es que… en estos días tiene que llegarnos un envío de mi hermano que vive en Nueva York, tía gastó el dinero que nos quedaba porque mi hermano nunca pasa de esta fecha, pero ya van dos días y no logro comunicarme con él, mire, no es un problema tan grave, porque mi padre también me manda una remesa, pero yo no quiero molestarlo ahora.

-Está bien, no te preocupes, mira, toma esto, dije y le pasé dos billetes de mil pesos. No te preocupes por…

-Ay, no, es mucho dinero, usted ya hizo mucho por nosotras no…

-Mira, niña, déjate de vainas, tú me lo devuelves cuando llegue esa remesa de tu hermano, o me lo devuelves de a poco… vete- dije y la saqué del departamento casi a empujones.

Esa  noche Yomairis vino a verme.

-Mi tía le manda esto- dijo y me entregó cuatro billetes de 500 pesos. La remesa de José, de mi hermano, llegó esta tarde, yo… las dos le estamos muy agradecidas- dijo y se me quedó mirando. Sus ojos enormes se me antojaron transparentes pese a la oscuridad. No sabía qué decir, esa mirada me estaba embobando tanto que cerré los ojos, ella me besó en la mejilla y yo permanecí de pie, casi como una estatua, pensé que se iría pero no se fue, continuó besándome y entre el tercero o cuarto beso la tomé en mis brazos y sentí su fragilidad, era como cargar una muñeca de ébano, olía a jabón de sándalo, a maquillaje de colegiala, a rocío, a…

-Niña, yo no quise…

Me volvió a besar con toda la fuerza de sus poco más de veinte años y su respiración entrecortada, sus pezones erguidos bajo la finísima tela de su blusa, sus mejillas que parecían arder, el torbellino enloquecido en que mi mente comenzó a girar a partir de ese momento, todo fue una suerte de vertiginoso conjuro en el que me dejé caer y actué con la torpeza de un estudiante secundario, mis dedos intentaron desmañadamente descorrer el cierre de su falda, levantar su blusa, pero no acertaban con ninguno de sus propósitos, en medio de una excitación exacerbada por tantos meses sin sexo, una muchachita que podría ser mi hija me llevó literalmente a la cama, se desnudó ante mis ojos con una velocidad increíble y, antes de que pudiera reaccionar la tuve sobre mi cuerpo. Todo fue muy rápido. La oí gemir mientras mi lengua buscaba sus pezones y la sentí cabalgarme con fuerza hasta que me sentí vacío. Ella dejó de moverse y se recostó sobre mi pecho.

-Gracias- musité con la voz temblorosa, casi al borde del llanto.

-Tonto- respondió ella sonriente y volvió a besarme. Saltó de la cama después y se vistió con la velocidad del rayo.

-No puedo quedarme más tiempo, mañana hablamos- susurró y desapareció como una visión.

No la vi a la mañana siguiente ni me animé a aparecerme por el departamentito, ni siquiera con la excusa de saber sobre la salud de su tía. En esos días hice algunos cambios en mi vida. Como si ese rápido y fugaz coito hubiera sido una alucinación que despertó mis aletargadas ganas de vivir, compré la pc usada, que resultó buena, al menos tenía los programas que yo necesitaba, y el reproductor de música, más algunas aplicaciones de las que me habló el muchacho que me la vendió y que no llegué a comprender del todo. Renové la vajilla de mi cocina minimalista, me compré una neverita usada. No quise cambiar las sábanas para acostarme sobre el olor de Yomairis que me pareció que las impregnaba y anduve todos esos días como un sonámbulo, incapaz de concentrarme en nada. Redactaba las noticias pero mi mente se ocupaba en reconstruir segundo por segundo el efímero episodio… hasta que sonó el teléfono.

-¿Leandro?

-Sí… ¿quién habla?

-Yomairis- respondió ella y me pareció percibir un dejo de frustración en su vocecita.

-Yo…

-Mira, no tengo mucho tiempo, tía está mejor y es una suerte que no te hayas aparecido por el departamento, porque ella estaba como sospechando algo y… pero necesito que hablemos, ¿qué tú haces mañana?

-Tengo la tarde libre, hasta la noche.

-Mira, búscame a las seis de la tarde en La Estrella Dorada, en la Ciudad Vieja, como a las cinco, si no estoy ahí espérame ¿sí?

-Eh… está bien…

Es una locura, me repetía mientras bajaba del autobús en la Calle de las Guirnaldas en la Ciudad Vieja. En una farmacia compré goma de mascar y algunos dulces. Recorrí despacio las cinco cuadras que faltaban hasta llegar a La Estrella Dorada, una librería para estudiantes y proveeduría para artesanos y pintores. En mis años juveniles no estaba abierta los sábados en la tarde. Me puse unas gafas oscuras que encontré en una gaveta de mi escritorio, como si temiera que alguien pudiera reconocerme, estaba tan nervioso que recordé la época en que militaba en el grupo clandestino de la universidad hacía veinte años. Como si nuestros movimientos hubiesen estado sincronizados, al doblar la esquina de la calle Cervantes con Las Damas hacia la librería, vi salir de ahí a Yomairis. Con toda naturalidad me dio un beso en la mejilla y caminamos hacia el parque municipal.

Llevaba puesto un vestido negro de mangas largas con lunares blancos, sandalias negras y su infaltable mochila. Unas enormes gafas de sol colgaban de su escote. El celular estaba adherido a su brazo con una especie de brazalete. Una cuadra antes del parque apareció un taxi turístico.

-Detenlo- pidió ella.

Antes de montarnos le pregunté adónde iríamos.

-Mi amor, vamos a una cabaña, ¿sí?

Esta vez las cosas fueron distintas. Me tomé el tiempo necesario para besarla con desesperación, con la sensación de que cada beso encerraba un sortilegio que me contagiaba la tersura de su carne joven. Cuando la hube besado lo suficiente me senté en el borde de la cama circular y levanté su vestido para descubrir que llevaba puesta la tanguita roja que se había infiltrado entre mis camisas, la fui deslizando con suavidad mientras ella terminaba de quitarse el vestido, ese culito de ensueño estaba ahí, junto a mi boca, pensé en morderlo pero me contuve, en cambio me deleité con su sexo hirsuto y oloroso hasta sentir que una miel espesa comenzaba a cubrir los bordes. Como una manera de obligar cediendo, Yomairis se echó hacia adelante y quedamos tendidos sobre la cama, me ayudó a desvestirme y, cuando estuvimos totalmente desnudos se montó sobre mi vientre y fue alternando en mi boca sus dos pezones erguidos y dulcísimos, giró después y de nuevo me encontré con su sexo en mi boca, esta vez con el paisaje del perineo y de la cuevita menor ahí, a merced de mis dedos, cuando estaba entretenido con esa textura salobre y aterciopelada sentí un calor húmedo y tibio en la punta del pene, aceleré el ritmo de las estocadas de mi lengua, quise que fuera como un estilete explorando esa gruta cada vez más cálida hasta que Yomairis se apretó contra mi boca, su vientre se puso tenso y la oí gemir como si quisiera cantar y se dejó caer a mi costado, transpirada y temblorosa.

-¡Muchacho!- exclamó mientras me abrazaba y me acariciaba debajo del ombligo. Cuando hubo recuperado el aliento me besó los muslos, se aseguró de que me pusiera perfectamente enhiesto y, con lentísima delicadeza me colocó un condón, después se me montó encima y comenzó a moverse despacito, con una angustiante y deliciosa lentitud, hasta que fue acelerando la cabalgata y esta vez el ritmo de sus senos carnosos al hamacarse me encabritó la sangre de tal manera que empecé a moverme hacia arriba y me vacié en un orgasmo que no había tenido ni siquiera en mis mejores fantasías.

Ella me abrazó un momento y después se dio vuelta y se acurrucó. La abracé de atrás, con una mano aprisioné uno de sus senos y con la otra apreté su cintura para que ese culito respingón y redondito se estacionara en mi pubis. Su respiración se hizo acompasada hasta que se quedó dormida. Yo también me dormí. No sé cuánto tiempo estuvimos así, me desperté al sentir que ella contrajo su entradita trasera y aprisionó la punta de mi pene en reposo. Dio un largo suspiro y al despertar se dio vuelta y me estampó un beso.

-¿Estás bien?- preguntó.

Asentí.

-¿Y tú?

-Maravillosamente.

Su celular sonó en ese momento.

-¿Aló? Tía, estoy en camino, sí, no te preocupes, mira, viene mi transporte, nos vemos.

Es de pesada- exclamó después de guardar el celular.

Saltó de la cama y caminó hacia la ducha. Sus movimientos eran felinos, ágiles y seguros. Cuando abrió la llave  del agua me miró de frente. La luz roja del cuarto acentuaba las líneas de su cuerpo.

-¿Quieres ayudarme?

La seguí y nos dimos un baño. La ayudé a secarse y eso pareció gustarle.

-Gracias, caballero, mira, mañana tengo casi el día completo ocupado, pero no voy a dormir en casa porque ahí no habrá nadie, tía se va a una misión con la iglesia y regresa el lunes en la tarde, ¿comprendes? Pero puedo arreglar con mis amigas para terminar de estudiar, como… a las cuatro, eso nos daría tiempo para estar juntos hasta las ocho de la noche más o menos, antes de las nueve yo tengo que estar en casa de abuela, en Villas Agrícolas. Tenemos que hablar… ¿verdad?

Su expresión de niña pícara, de muchachita sorprendida en una travesura, me enterneció tanto que casi suelto una lágrima. La vi vestirse, mientras la ayudaba con el broche del brassier mi erección regresó.

-Mire, señor,- dijo mientras me lo tocaba con el dedo índice –dígale a su amiguito que se porte bien, ¿oyó?

Esa noche estaba tan feliz que casi olvido que a la mañana siguiente me esperaban Laura y Pedrito. Los llevé a almorzar y los devolví antes de las cuatro. Llamé a Yomairis a su celular y pasé a recogerla en un taxi en el sitio convenido. Esta vez buscamos una cabaña con yacuzi. Quise hablar pero ella no me dejó. Literalmente me comió a besos mientras me fue quitando la ropa, encendió una luz verde de la cabaña y, con la música que sonaba en ese momento, hizo para mí el streep-tease más sensual que haya imaginado. Estuve tan desatado, tan desinhibido, que la tomé en mis brazos y la deposité sobre la cama y esta vez no me detuve, mordisqueé las redondas colinas, paseé mi lengua por el huesito dulce, la abrí de par en par y le estampé un beso negro que primero la sorprendió, sentí cómo se contraía la pequeña puertita oscura, pero después comenzó a abrirse despacio, como si me invitara a entrar. Se dio vuelta y se tomó las piernas con las manos, paseé mi lengua por los bordes de su sexo y la oí gemir…

-Por favor, métemelo mi amor, por favor…

Mientras me ponía el condón sentí que las sienes me latían a mil por segundo, la penetré lentamente hasta lo profundo y después nos movimos a un ritmo que tenía un poco de danza, de ritual, esperé a que llegara y después tuve un orgasmo imposible, sentí un cosquilleo hasta en las pantorrillas, en la nuca.

Como dos adolescentes nos juramos amor eterno, nos dimos un baño en el yacuzi y después la hice llegar al paraíso con una sesión de lengua como si fuera yo un experto. Ella pareció sentirse desafiada y me retribuyó sentándose sobre mi pene de espaldas a mi cara, se movía raudamente y ese culito encantador se abría y se cerraba y eso me excitó tanto que me hizo eyacular enseguida. Bailamos desnudos una canción de Alejandro Sanz y su boca me regaló el último orgasmo de la tarde para dejarme saciado, agotado, me sentí como si un grupo de extraterrestres me hubiera secuestrado y extraído toda la energía. Esa noche dormí de un tirón hasta el amanecer.

Al otro día, casi a las dos de la tarde, mientras preparaba el grupo de noticias con que armaría la portada de internacionales, sonó el teléfono.

-¿Leandro?

-Sí, soy yo…

-Hola, ¿cómo está mi tigre?

Mi respuesta fue por demás elocuente

-Miauuuu…

Su carcajada fue estridente. Desde ese día vivo al borde de un presagio, sé que un día Yomairis se irá de mi vida, de mis cosas, acaso se enamore de un chico de su edad, hace meses que estamos en esto, no me animo a hablar porque sé que es tan poco lo que tengo para ofrecerle, acaso el lamento anticipado por su partida que doy como un hecho, en cambio ella me dice que debemos hablar, que tiene cosas que decirme, pero cada vez que nos encontramos terminamos teniendo agotadoras sesiones de sexo y solo abrimos la boca para, entre otras cosas, jurarnos amor eterno.

Yomairis salta de la cama. Estamos en un hotelito de la ciudad vieja desde donde se ve una parte del puerto y el mar, insondable y misterioso. Ella sale de la ducha con la toalla puesta sobre el hombro y se asoma a la ventana. Ya es de noche.

-Está lloviendo- dice y de su mochila saca un frasquito de miel y se unta los pezones. Comienzo a limpiarla cuidadosamente pero ella agrega miel en otras partes de su cuerpo. Tengo la lengua empastada de miel y Yomairis me besa una y otra vez mientras su mano encuentra en mi prepucio un juguete nuevo. Me hundo en Yomairis, me encanta hundirme en Yomairis en noches como ésta, mientras afuera llueve como si el cielo se vaciara y yo también me vacío en ella, en Yomairis que se mueve sobre mi cuerpo, se mueve hasta gemir y mi piel se reblandece como si se convirtiera en flan y hasta rejuvenezco, como si su carne joven me alimentara después de una larga travesía por el desierto.

-Ahora- pide Yomairis, acostada de bruces sobre un almohadón y vuelvo a hundirme en esa cuevita que ella me ofrece con ese culito de ensueño, levantado y brilloso de crema, dejo que la punta de mi pene bailotee suavemente, lentamente, hasta que Yomairis se mueve de golpe hacia arriba y yo, para no lastimarla, salgo de allí y ella se sienta sobre mí y tenemos un orgasmo, nunca simultáneo, pero sé que ella ha llegado porque sus pezones se yerguen, sus mejillas se colorean y eso me enloquece de tal manera que vuelvo a eyacular aunque ya no me sale nada de adentro, solo una contractura del glande y una gotita o dos y Yomairis me abraza, me besa y me dice

-Mi tigre...

Y yo respondo

-Miauuuu.

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