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Amor de Esclavo

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A Felipe lo conocí desde siempre. Era el hijo de una familia muy adinerada y sus padres me habían hecho de padrinos de bautismo. Papá siempre hablaba de ellos con mucho respeto y consideración y creo que una de las pocas veces que vi al viejo adolorido y triste fue cuando le llevaron la noticia que el padre de Felipe había muerto en un absurdo accidente mientras practicaba uno de esos deportes extremos que tanto le gustaban.

Por aquel entonces yo tenía nueve años y fue a partir de la muerte de aquel señor, que empezaría mi relación con Felipe. Él era el hijo único de esos señores y la muerte de su padre lo había puesto en un estado de melancolía del cual parecía no querer salir. Su madre buscó todos los medios para reanimar a su adorado hijo, pero nada parecía funcionarle.

Finalmente, en ese desespero que suele acompañar a las mujeres que ven sufrir a sus hijos, la señora se acordó de lo buenas que eran las relaciones entre Felipe y yo y optó por ir a decirle a papá que me dejara pasar una temporada con ellos, para ver si yo era capaz de brindarle aunque fuera un poco de diversión al pobre chico. Papá no se hizo de rogar; antes por el contrario, me cedió a la señora como si se tratara de entregar un perrito. Así me sentí cuando lo oí decir:

―Por supuesto…llévatelo…y tenlo todo el tiempo que desees…aquí no hace más que dar problemas; pero si tú crees que pude ayudar en algo para que el niño (Felipe) se recupere….llévatelo. Pero te ruego que no lo mimes y no dejes que el niño se vaya a encariñar mucho de él por que cuando menos lo esperen, saca las uñas…

La verdad es que no me importó mucho el comentario de papá. Me sentía feliz de irme de casa aunque fuera por una temporada, sabiendo que estaría lejos del viejo, de sus palizas y de los insufribles caprichos de mi hermano menor que por entonces tenía no más de cinco años. En cambio iba a estarme con Felipe. Ese chico me parecía el colmo de la perfección. No era que ya fuera conciente de mi homosexualidad, ni que me atrajera Felipe en ese sentido; pero me parecía que era verdaderamente hermoso y además siempre se había mostrado amable conmigo y las veces que habíamos compartido nos divertimos como enanos.

Cuando llegamos a su casa con la señora, me pude dar cuenta de todo el estado de abatimiento en que se encontraba Felipe. Apenas si me saludó con un gesto distante y quiso irse de nuevo a su habitación, donde parecía que permanecía encerrado todo el tiempo. Sin embargo la señora hizo lo posible por animarlo un poco con mi presencia.

―Mira cariño…te traje a Goyo…se va a quedar con nosotros, para que juegues con él…ya verás que te vas a divertir.

Ahora caigo en cuenta que la señora me presentaba ante Felipe como si yo fuera un juguete que ella había adquirido para él. Pero eso no me importaba en ese momento; más bien quería ser todo lo útil que pudiera para hacer que Felipe volviera a ser el mismo niño decidido y audaz que yo conocía y con el que tantas veces me había divertido. Y a fe que lo logré. En pocos días, gracias a mis palabras de alabanza y a que me plegaba sin ningún remilgo a todo lo que a él se le ocurriera, pude volver a ver esa sonrisa suya que tanto me gustaba.

Antes de que transcurriera una semana de mi llegada a su casa, ya Felipe estaba tomándole de nuevo gusto a la diversión y a las travesuras, de las que disfrutaba especialmente cuando tenía alguien como yo, que me plegaba a hacer todo lo que a él se le ocurriera. Para mí no había trauma en secundarlo; él a penas iba a cumplir sus 8 años, así que yo le llevaba algo más de un año, pero desde siempre él había sido el de las ideas, el de las decisiones, el de la inventiva para todo.

Con la perspectiva del tiempo puedo decir que Felipe era en ese entonces mi ídolo. Me fascinaba su seguridad y esa forma suya de actuar tan audaz y tan decidida. Y aunque a veces me costara un poco de trabajo hacer lo que él me pedía; siempre me mostraba dispuesto a satisfacerlo, por que para mí era un verdadero espectáculo verlo sonreír por cada pilatuna en la que nos metíamos; aunque a veces las cosas no terminaran del todo bien, sobre todo para mí, por que cuando nos descubrían en alguna travesura, el que llevaba los castigos era yo.

Pero en esos dos meses que estuve viviendo al lado de Felipe no estaba papá y las cosas fueron más divertidas que nunca. Llegué incluso a disfrutar las apuestas en los videojuegos. Jugábamos y apostábamos que el perdedor debía pagar una penitencia. Yo siempre perdía y la penitencia preferida de Felipe era hacerme poner de rodillas ante él para darme un cocotazo, halarme los pelos o las orejas o pellizcarme las mejillas. Siempre se moría de risa viendo las caras que yo hacía mientras él me imponía el castigo por haber perdido.

Fue durante esa temporada también que empezaron nuestros juegos sexuales. Aunque claro que en ese entonces no tenían esa connotación. Los dos éramos apenas unos chiquillos divirtiéndose al tiempo que empezaban a explorar su cuerpo y a experimentar sensaciones desconocidas, pero que no tenían ni un ápice de malicia ni de morbo.

A mí siempre me había fascinado Felipe; todo él. Su cuerpo delgado pero no flacucho, su piel blanca, su melena rubia, sus ojos azules y esa expresión de picardía que le imprimía un no sé qué de irresistible atractivo a su rostro de niño santo. No era que me atrajera sexualmente, lo repito; era simplemente que me parecía muy bello. Nada más. Me gustaba verlo, así como a cualquier niño le gustaría ver los ángeles de las pinturas renacentistas. Incluso no había tenido ningún remilgo en decirle que era demasiado guapo para ser de verdad y él se moría de la risa por ese comentario mío.

Por esa razón era que buscaba estar con él desnudo, para poder contemplarlo a mis anchas y verlo soltar su risa cuando le decía: "Tú eres como un muñeco…eres muy guapo para ser un niño de verdad". Nos duchábamos siempre juntos y esos eran unos momentos mágicos para mí por que podía contemplarlo a plenitud y dejarme llevar del entusiasmo para hacerle comentarios que siempre terminaban en carcajadas para ambos.

Un día de esos en los que habíamos corrido como locos por toda la casa, haciendo que las sirvientas rabiaran casi hasta la histeria por nuestras trastadas, nos llegó la hora de irnos a dormir. Pero claro: primero había que tomar la ducha de antes de meternos en la cama. Nos desnudamos en medio de risotadas y comentarios ingenuos sobre nuestras respectivas anatomías y nos metimos al cuarto de baño.

―Mira cómo se me ha puesto mi pito – dijo Felipe con picardía.

―Lo tienes muy grande – dije yo con verdadero asombro –. y también lo tienes muy duro – dije más asombrado que antes y poniéndole mi dedo índice en su glande para ver cómo el pito de mi amiguito saltaba como impulsado por un resorte.

Felipe no paraba de reír mientras yo seguía tocándole su pito con verdadera curiosidad y viendo cómo le saltaba con fuerza cada vez que yo le ponía mi dedo y trataba de bajárselo para luego soltarlo y verlo dando un respingo que lo hacía llegar casi hasta su abdomen.

―Tu pito también parece que está duro – dijo Felipe pero sin ni siquiera dar muestras de querer tocarme.

Me fijé en mi propio pito y me lo toqué para ver que de verdad estaba demasiado duro. Pero en cambio del pito de Felipe, el mío era mucho más chico que el suyo; tal vez mediría no más de cuatro o cinco centímetros, mientras que el de mi amiguito ya parecía alcanzar unos gloriosos diez centímetros en todo su esplendor.

Me fijé en otras diferencias y caí en cuenta que el pito de Felipe estaba circuncidado y era completamente recto como una pequeña varilla de acero; además era blanco pero con un tono rosa que me hacía pensar que esa era la parte más hermosa de la anatomía de mi amiguito. En cambio el mío, además de ser mucho más pequeño, era oscuro y parecía querer ocultarse con timidez en su largo prepucio; y como si fuera poco estaba también algo retorcido, mostrándose inclinado hacia mi ingle izquierda. Felipe también notó las diferencias y se carcajeó de lo lindo comparando nuestros dos pitos que a esas alturas parecían estar en pie de guerra.

―Juguemos a los mosqueteros – propuso mi amiguito.

Yo lo miré con expresión de no entender y él, entre carcajada y carcajada, me explicó que hiciéramos de cuenta que nuestros pitos eran espadas que nos servirían para un torneo de esgrima. Aquella idea me pareció de lo más divertida y acepté de inmediato. Intentamos la primera estocada y Felipe me rozó el vientre con su pito, mientras que yo no llegué a tocarlo a él.

―Jajajaja…tu espada no sirve…Jajajaja….es muy chica y además está torcida….Jajajaja….tendrás que usar otra espada….Jajajaja…

―Pero no tengo más – dije yo entre apenado y confuso.

―Pues no sé que vas a hacer, pero esa espada tuya no te sirve para nada y te voy a dejar lleno de agujeros con mi espada – dijo Felipe entre carcajadas.

No sé qué me impulsó a hacer lo que hice. Solo puedo estar seguro que en mi gesto no hubo nada de malicia. Me puse de rodillas frente a Felipe y saqué mi lengua, mostrándosela como la "espada" que iba a utilizar para seguir jugando con él.

―Jajajaja…esa espada sí vale…Jajajaja…por lo menos está más grande que tu pito...Jajajaja… – reía Felipe viéndome de rodillas ante él y con toda mi lengua afuera.

De inmediato empezó el combate. Felipe me acercó su pito tratando de pincharme la cara mientras yo me defendía con mi lengua, tratando de chocarla con su erecto pene y dándole lametazos que hacían que mi amiguito se torciera de risa mientras seguía tratando de pincharme con su arma. Ingenuamente intenté apresar su aparato enroscando mi lengua a su alrededor.

Pero Felipe, decidido a ganarme la partida, aprovechó el espacio que quedó entre mis labios por las contorsiones de mi lengua y me metió su pito en la boca. Soltó una carcajada; pero en vez de darse por satisfecho, me agarró por las orejas y empezó a hurgarme con su "espada", una y otra vez, mientras yo intentaba ingenuamente darle batalla con mi arma, sin lograr más que lengüetearle el pene, y alzando mis ojos para poder verlo cómo reía divertido.

―Jajajaja…toma…muere… – decía Felipe mientras me metía su pene en la boca una y otra vez –. Jajajaja…siente mi espada…Jajajaja…

Y ahí estaba yo, a mis 9 años, arrodillado a los pies de mi amiguito de menos de 8 años, que por primera vez en mi vida me estaba follando la boca, sin que ninguno de los dos imaginara que aquello fuese algo más que un inocente juego de infancia. Estábamos ambos divertidos, cada uno en su papel: él en el del vencedor; yo en el del vencido; él dominándome; yo sometido.

Aquel juego se hizo una costumbre diaria entre los dos. A cada rato Felipe proponía que jugáramos a los espadachines y cómo no: yo me arrodillaba a sus pies y trataba de darle batalla con mi lengua mientras él me pinchaba con su pene, para terminar agarrándome por las orejas y metiéndomelo en la boca para follármela hasta que ya no aguantaba más la risa y me liberaba quejándose de que mis lengüetazos le provocaban muchas cosquillas en su pito.

Así iban las cosas entre los dos; sin ninguna malicia, sin asomo de morbo y sin que ninguno imaginara hasta dónde llegaríamos con aquellos juegos inocentes, que al menos a mí me empezaban a marcar el camino que habría de recorrer de ahí en adelante. No puedo calcular las veces que Felipe me folló la boca en esos días; pero debieron ser muchas las ocasiones en que lo hizo, por que aquel juego nos parecía tan divertido que no pasaba un día que no lo hiciéramos al menos cinco veces, siempre adoptando cada uno el mismo rol.

Un día de aquellos la señora le trajo un nuevo videojuego y él se fascinó tanto que duró toda la tarde literalmente pegado a la consola. En esa ocasión dimos un paso más adelante en nuestra relación. La tarde era calurosa y los dos nos habíamos quedado en calzoncillos y encerrados en su cuarto de juegos; Felipe no paraba de entusiasmarse con el juego y avanzaba poco a poco a niveles superiores. Yo me mantenía sentado en el suelo, al lado de su sillón mientras admiraba sus progresos y alternaba mi mirada entre la pantalla y su rostro para contemplar sus expresiones de triunfo.

―Oye Goyo…revísame mi pito que algo me está picando – me ordenó Felipe.

Él tenía sus manos ocupadas en la consola del videojuego; así que era obvio que quisiera que fuese yo el que le revisara su pito. No me hice esperar y con la mayor naturalidad del mundo me arrodillé ante él, le metí los dedos entre el borde de su calzoncillo y se lo bajé un poco para liberar su pene. Tenía una evidente erección y una pequeña mancha roja un poco más abajo de su glande. Seguramente que algún insecto le había dado un piquete. Le dije lo que estaba viendo y él me ordenó:

―Ráscame…que tengo comezón…

Con toda la delicadeza de que fui capaz, tomé su pene e intenté repasarle la yema de mi dedo índice por aquella manchita roja. Él dio un respingo, revolviéndose en su sillón y casi a los gritos me reconvino:

―¡Así no! Me duele…

Me asusté por su reconvención y me quedé quieto, con su pene completamente erecto entre mis dedos y sin atreverme a nada más que a mirárselo. Pero él insistió en que se lo rascara:

―Ráscame…mira que tengo comezón…hazlo como cuando estamos jugando a las espadas.

Decididamente entendí a qué se refería y no dudé para inclinarme un poco y meterme su pene en mi boca. A partir de ahí me dediqué a repasarle la lengua por donde creía que tenía la manchita roja y a chupeteárselo muy suavemente, casi con miedo de volver a lastimarlo. Y ahí estaba yo, arrodillado a los pies de mi amiguito y en buena ley, haciendo ahora la primera mamada de mi vida, aunque pensara que sólo le estaba rascando el pito a Felipe.

Él parecía haber vuelto a concentrarse en el juego, mientras yo seguía arrodillado a sus pies, chupeteándole y lamiéndole suavemente su pene. No sé cuánto tiempo pasaría, pero sentí que ya mis piernas empezaban a dolerme; así que solté su pito que se mantenía completamente erecto y traté de levantarme, pero Felipe supo convencerme para que siguiera mamándoselo.

―Sigue…dale…dale que lo estás haciendo bien y siento muy rico…. – me dijo mientras me daba unas suaves palmaditas en mi cabeza.

Aquellas palabras suyas me borraron cualquier rastro de cansancio y ya no pensé más que en seguir haciendo que Felipe sintiera rico. Seguí chupándoselo y lamiéndoselo muy suavemente, mientras él seguía con su videojuego y a cada tanto me daba otras suaves palmaditas en mi cabeza y me decía lo rico que sentía en su pene por mi mamada. Me volví adicto a esas palabras de aprobación que me dedicaba mi amiguito y siempre que estaba de rodillas ante él chupándoselo, levantaba mis ojos buscando su mirada de aprobación y alguna expresión suya que me indicara que yo lo estaba complaciendo.

A partir de ahí, además del consabido juego de los espadachines en el que Felipe me follaba la boca, cada vez que estaba con sus videojuegos o incluso mientras veía la televisión, me ordenaba que le revisara su pito. Ya sabía a qué se refería y no me hacía repetir la orden para arrodillarme a sus pies, sacarle su pene erecto con toda delicadeza y dedicarme a mamárselo con mucha suavidad, hasta que él explotaba en carcajadas y me lo sacaba diciendo que ya le habían llegado las cosquillas.

Y a cada paso yo iba mostrándome más complaciente y Felipe iba haciéndose más exigente, como si quisiera buscarle el límite a mi entrega. Fue así como empezó a usarme para mear en mi boca, mientras él permanecía cómodamente sentado en su sillón concentrado en los videojuegos o viendo la televisión. Aunque debo decir que mi amiguito me entrenó para lo que tendría que vivir posteriormente, por que no han sido pocos los chicos que me han obligado a darles mi garganta para usarla como urinario.

Una de aquellas tardes en que yo estaba de rodillas a sus pies chupándole el pene suavemente, mientras él parecía particularmente entusiasmado con los videojuegos, empezó mi entrenamiento en esa nueva tarea, que sin embargo sólo seguía siendo un juego para ambos.

―Tengo ganas de mear… – me comunicó – pero si me levanto ahora, pierdo el juego.

Seguí como si nada, chupándole su pene y lengüeteándoselo con toda suavidad. Pensé que él iba a terminar con su juego para luego irse al cuarto de baño a vaciar su vejiga; pero al cabo de unos instantes me dijo:

―Ya no aguanto…voy a mear en tu boca…te aguantas ¿vale? Y no me vayas a dejar que me moje.

Ni siquiera me inmuté. Estaba claro que Felipe ya había decidido mearse en mi boca; y acostumbrado como estaba a plegarme siempre a sus decisiones, ni siquiera me planteé la posibilidad de protestar. En cambio de ello apreté un poco mis labios en torno a su duro pene y dejé de lengüeteárselo para que él pudiera mear.

Debió comprender mi gesto de aceptación y de inmediato me soltó un chorro de orina caliente, que me fue llenando la boca hasta que los carrillos se me hincharon más allá del límite y ya no pude contener ni una gota más de líquido. Tuve que empezar a tragar aceleradamente para evitar que la meada de Felipe se me saliera de la boca, corriendo el riesgo de mojarlo a él y de mojarme a mí mismo.

Sin embargo, no logré por completo mi cometido y un poco de la meada se me salió de la boca y fue a parar al sillón de Felipe, precisamente entre sus piernas, lo cual me valió una amable reprimenda de mi amiguito que además me hizo prometerle que aprendería a tragar más rápido para evitar que volviera a dejar que se salpicara. Por que a partir de ahí, la meada en mi boca, la revisión de su pito y el torneo de los espadachines fueron los juegos preferido de Felipe.

Todo aquello podría parecer algo fuerte para un par de chiquillos de 8 y 9 años; pero en ese entonces yo no veía nada de malo en ello, pues en esa época sólo me importaba la diversión de Felipe, por que su diversión era mi propia diversión. Alguna molestia me causaba en principio la meada en mi boca, pero a instancias de él aprendí rápido a tragar con eficiencia, de tal modo que a la tercera o cuarta vez, ya mi amiguito podía mear en mi boca con toda confianza y seguro de que yo no dejaría derramar ni una sola gota de su meada.

Fue tanto lo que disfruté de aquella temporada en casa de Felipe, que los dos meses se me pasaron volando y cada día sentía que crecía en mí un miedo terrible a estar sin mi amiguito. Y al final de esos dos meses me pareció que llegaba la tragedia de estar sin él.

Viéndolo ya recuperado en gran medida de la depresión por la muerte de su padre, la señora decidió hacer un viaje con él. Me devolvieron a mí a mi casa y yo me sentí morir creyendo que nunca más volvería a ver a Felipe. Papá no paraba de zurrarme a cada momento, según él para calmar mis lloriqueos; mientras que los caprichos de mi hermano menor se me volvían a cada instante más insufribles.

Pero al cabo de poco más de un mes Felipe y su madre regresaron de viaje y la señora telefoneó a casa para pedirle a papá que me dejara ir a visitar al chico. Papá aceptó sin ninguna reticencia y al final de la tarde llegó el chofer de la señora para recogerme y llevarme al reencuentro con mi idolatrado amiguito.

Desde entonces y durante los siguientes cinco o seis años, cada fin de semana, el chofer de la señora llegaba religiosamente a casa los viernes en la tarde, para recogerme y llevarme junto a Felipe, devolviéndome al agrio seno de mi hogar el domingo en la tarde, luego de haberle colaborado a mi amiguito en sus pilatunas y de haber practicado hasta la saciedad sus tres juegos preferidos: la consabida meada en mi boca, la revisión de su pito y el torneo de espadachines. No existía angustia más terrible para mí que cuando el chofer se tardaba aunque fuera unos minutos en venir a recogerme.

Pero el tiempo fue pasando y nuestros juegos empezaron a tener una connotación que iba más allá de lo estrictamente lúdico. Ya a los 12 años Felipe se había convertido en un verdadero adonis rubio que yo adoraba sin ningún remilgo. En ese entonces yo ya tenía 13 años y había descubierto que mi sentimiento por Felipe estaba mucho más allá de la simple amistad. Él no parecía darle mucha importancia a lo que yo pudiera sentir, pero no dejaba de seguir con aquellos juegos que ahora no sólo nos divertían.

Felipe había empezado a desarrollarse antes que yo; así que mientras a él ya le asomaba una rala matita de vello rubio sobre su pubis y su pene había crecido tal vez tres o cuatro centímetros, yo seguía impúber y con mi pequeño pito sin dar muestras de querer crecer. Pero nuestros juegos habían empezado a variar levemente; ya no terminaban con las carcajadas de Felipe, sino más bien con una especie de ronroneo que salía de su pecho cada vez que yo se lo chupaba o cuando él me follaba la boca en los torneos de espadachines.

Ya no me pedía que jugáramos a los espadachines, sino que directamente me ordenaba: "Arrodíllate que te lo voy a meter…". Ya no me pedía que le revisara su pito, simplemente me ordenaba: "Arrodíllate y chúpamelo…". Ya no me preguntaba si iba a aguantar su meada, sino que simplemente me comunicaba: "Quiero mear…". Yo me afanaba en obedecerle, sabiendo que luego de quedarse satisfecho me daría un par de palmaditas suaves en mi cabeza y me diría: "Lo hiciste bien…"

Incluso, a veces en las noches iba hasta mi cama para despertarme y hacerme ir con él a su lecho y hacerme que me acostara entre sus piernas y se lo chupara. Yo me levantaba somnoliento pero feliz ante la perspectiva de complacerlo. Me dedicaba a chupárselo con tanto empeño y al mismo tiempo con tanta suavidad y ternura, que siempre lo sentía estremecerse antes de que me soltara unas pocas gotas de un líquido espeso y caliente cuyo sabor me desagradaba un poco, pero que igual tragaba por que sabía que eso le gustaba a Felipe.

―Ya vete a tu cama… – me decía luego de acabar.

Yo soñaba con que él me dejara dormir a su lado, contemplándolo, acariciándolo viéndolo tan hermoso. Pero tenía que resignarme a irme a mi cama porque lo que menos quería era contrariarlo. Así que me quedaba un rato despierto, con mis ojos abiertos y tratando de adivinar su silueta y sus movimientos en la penumbra de la habitación y anhelando que en la mañana se despertara con su pito duro y volviera a hacerme chupárselo o que me ordenara ponerme de rodillas a sus pies para metérmelo y follarme la boca.

Así llegamos a la edad en la que las cosas debían avanzar más, dando un paso definitivo, que al menos a mí me marcó el camino y me determinó la existencia hasta traerme a ser lo que soy, en lo que las circunstancias y mi sexualidad me han convertido. Él acababa de cumplir 13 años y yo ya estaba bien entrado en mis 14 años, el día que me poseyó por primera vez en un sentido sexualmente literal.

Fue un 18 de octubre. Esa fecha nunca se me olvidará por que no sólo viví aquella impactante experiencia de la mano de Felipe; sino que además es el cumpleaños de mi odiado hermano menor. Mientras mi pequeño tormento cumplía sus 10 años, yo a mis 14 años iba a ser desvirgado ese día por mi idolatrado amigo y compañero de infancia.

Ese día Felipe se despertó casi a las 11 de la mañana. Hacía ya un buen rato que yo me había despertado pero me quedé inmóvil en mi cama, como hacía siempre, para no perturbar su sueño, mientras lo contemplaba con ojos arrobados por la adoración y la admiración. Se levantó de la cama con una evidente erección que abultaba el pantalón de su pijama y directamente, sin siquiera darme los buenos días, me dijo:

―Ven acá que te lo voy a meter.

Salté de mi cama y me puse de rodillas a sus pies, sabiendo perfectamente lo que esa expresión suya significaba. Él no esperó ni un instante para quitarse el pantalón del pijama, agarrarme por las orejas y meterme su pene erecto entre mis labios y empezar a follarme la boca mientras yo me afanaba por lengüeteárselo y mamárselo suavemente, al tiempo que alzaba mis ojos para ver su expresión de placer.

Se mordía su labio inferior mientras su melena rubia y un poco alborotada se movía al ritmo de las estocadas que me daba en la boca con su pene. Cerraba los ojos y echaba su cabeza un poco hacia atrás mientras aumentaba poco a poco la velocidad con que me estaba cogiendo. Entre tanto, yo no paraba de acariciárselo suavemente con mi lengua, como sabía que a él le gustaba, mientras sentía que su espada iba adquiriendo aquella rigidez típica que caracterizaba los momentos previos a su acabada.

Me dejó ir sobre mi lengua tres o cuatro chorrillos de ese líquido espeso y caliente que me apresuré a tragar para luego lengüeteárselo suavemente hasta que él me lo sacó de mi boca, me dio las dos suaves y acostumbradas palmaditas en mi cabeza y me dijo:

―Lo hiciste bien.

Se fue hacia el cuarto de baño y yo me quedé aún ahí arrodillado, disfrutando íntimamente de su gesto de aprobación mientras me llevaba una mano a mi pito para sobármelo un poco por encima del pantalón de mi pijama. Pero él me requería de nuevo para otros menesteres.

―Voy a mear – me dijo desde el cuarto de baño.

Me apresuré a levantarme para ir de nuevo a arrodillarme a sus pies. No me extrañaba que no usara el excusado para mear ya que estaba en el cuarto de baño. Sabía que a él le gustaba mucho más mear en mi boca y yo me sentía plenamente satisfecho de poder complacerlo. Creo que incluso me sentía triste cuando él optaba por el excusado para vaciar su vejiga, porque me daba a pensar que ya no le apetecería volver usarme y eso me dejaría sin la oportunidad de sentirme aprobado por él.

Mientras Felipe se lavaba los dientes, yo volví a arrodillarme a sus pies y abrí mis labios para que él me metiera su pene en la boca y meara con toda libertad. No me hizo esperar; me lo metió teniéndolo aún semierecto y de inmediato soltó su chorro que cada día se hacía más potente y torrentoso. Pero yo ya sabía muy bien cómo tragar para que él no fuera a salpicarse. Volvió a hacerme sentir su aprobación y luego nos duchamos a toda prisa para bajar a comer.

Competimos en nuestra carrera hacia el comedor y esta vez logré ganarle. Él se moría de risa viendo mi congestión por el tremendo esfuerzo que hice para llegar primero. Y yo, más que por mi triunfo, me sentía feliz por haberle provocado semejantes carcajadas.

Luego del desayuno anduvimos por ahí un rato, sin saber muy bien qué hacer, hasta que a él se le ocurrió que nos fuéramos al sótano a husmear un poco entre un montón de cajas que habían traído unas personas del club de caridad de la señora, para hacer una venta de garaje y reunir fondos para los niños huérfanos. Estuvimos allí hasta la hora del almuerzo, luego del cual nos fuimos a dormir una siesta. Creo que por toda la energía que gastábamos necesitábamos dormir mucho para poder reponernos.

Al despertarnos, Felipe decidió que nos quedáramos un rato en su habitación viendo la televisión. Estaban pasando un programa sobre la vida cotidiana en el Imperio Romano. La verdad es que a mí no me interesaba demasiado aquello. Y él me dio la oportunidad de entretenerme en otras tareas mucho más divertidas para ambos. Se pasó la mano por su entrepierna, se arrellanó en su sillón y me ordenó:

―Chúpamelo.

Los dos estábamos vestidos a penas con pantalones cortos de deportes. No me hice repetir la orden para arrodillarme a sus pies y desnudarlo, como lo hacía siempre desde un tiempo acá. Me incliné sobre su regazo me metí su pene erecto en mi boca para empezar a mamárselo muy suavemente. Aquel programa terminó y Felipe aún no se corría; pero a mí no me importaba. Siempre íbamos a su ritmo. Sólo hasta un rato después sentí que volvía a descargar sobre mi lengua sus chorrillos de leche que me apresuré a tragar.

Y aún estaba con su pene en mi boca, lengüeteándoselo suavemente para acabar de limpiárselo cuando timbró su teléfono privado. Eran unos amigos suyos del colegio que lo invitaban a jugar un partido de fútbol. Él se entusiasmó con el programa que le proponían y se apresuró a irse. Mientras tanto yo me quedé en su cuarto de juegos, tratando de distraerme mientras él regresaba. Nunca me sentía muy bien estando con sus compañeros, que me parecían demasiado petulantes y Felipe no insistía para que lo acompañara.

Ya casi al caer la noche regresó del partido. Parecía enfadado por algo pero no habló de ello. Más bien se sentó en su sillón a ver la televisión sin casi pronunciar una palabra. Yo estaba angustiándome por su mutismo y pensaba si no había hecho algo que le molestara. No me atrevía a decirle nada y más bien me senté en el suelo al lado de su sillón. Debía parecerle entonces un perrito sumiso que se echa a los pies de su Amo buscando levantarle el ánimo. Pasó un buen rato sin que nada ocurriera. Pero al cabo de ese tiempo, Felipe me dio a entender que no era yo el causante de su enojo.

―Chúpamelo – me ordenó sin despegar su vista del televisor.

Me sentí feliz; como el perrito que recibe una caricia de su Amo luego de un castigo prolongado. Me arrodillé a sus pies y me dediqué a mamárselo con una dulzura y una suavidad que decían mucho de mi ya gran experiencia en esos menesteres. Él apenas me dejaba notar su complacencia por mis caricias con la extrema rigidez de su pene; pero seguía sin decir nada, sin regalarme esos gestos de aprobación que tanto me gustaban; mientras yo más me esforzaba por darle placer.

No sé cuánto tiempo pasé arrodillado a sus pies mamándoselo de esa manera tan dulce y suave, hasta que él empezó a impacientarse. No era que quisiera que dejara de mamárselo; lo que quería era que le provocara el orgasmo lo más rápido posible. Y yo me esforzaba, pero no lo lograba; ya había acabado dos veces en mi boca en ese día, y por más energía que tenga un chico de 13 años, siempre resulta difícil que obtenga tres corridas con diferencia de pocas horas.

―¿Es que no puedes? – me preguntaba en tono de reprimenda.

Yo aceleraba un poco los lengüeteos y aumentaba la presión de mis labios sobre su pene, al tiempo que levantaba mis ojos buscando los suyos para saber si ahora sí lo estaba haciendo bien. Pero él parecía más impaciente a cada momento.

―¿Es que ya se te olvidó cómo tienes que chupármelo? – me preguntaba otra vez en tono de reprimenda.

Yo seguía esforzándome; pero nada parecía funcionar. Lo único que me indicaba que no estaba perdiendo mis esfuerzos del todo era la rigidez extrema de su pene, que a cada lametazo parecía vibrar entre mi boca con una fuerza increíble.

―Voy a tener que jalármela…tú ya no pudiste hacerme acabar…

Esa habría sido la primera vez que él se la jalaría teniéndome a mí para complacerlo. Me sentí humillado, triste e inútil; pensaba que después de aquello Felipe preferiría seguir haciéndose la paja en vez de usarme para darle placer. Pero él no tuvo compasión ante mi suplicante mirada. Me apartó sacándome su pene de mi boca y se dedicó a sobárselo suavemente, mientras me miraba con un gesto que bien podía ser de coquetería, pero que yo veía como de enfado y recriminación por mi intento fallido de complacerlo. Casi estaba a punto de echarme a llorar.

Pero en un momento dado ocurrió lo que debía ocurrir. Felipe seguía sobándose su pene suavemente sin dejar de mirarme mientras yo permanecía arrodillado a sus pies y seguramente dejando traslucir en mi mirada toda la tristeza y la desazón que me había provocado el sentirme inútil para el placer de mi amigo.

―¿Quieres que te acabe adentro? – me preguntó mientras seguía sobándose su pene suavemente.

Creí que se refería a correrse dentro de mi boca, y aunque no era particularmente afecto a tragarme sus hilillos de semen y sólo lo hacía por que sabía que a él le gustaba, el que acabara dentro de mi boca me pareció mucho mejor que nada. Al fin de cuentas podría darle aunque fuera esa pequeña satisfacción, para no quedarme totalmente al margen de su placer. Asentí tímidamente y me incliné un poco con mis labios entreabiertos para recibir su corrida en el momento en que él estuviera a punto. Pero no era esa su intención.

―No. En tu boca no. Ya ves que no pudiste hacerme acabar sólo chupándomelo. Ahora te lo voy a meter por detrás.

Aquella idea suya me asombró demasiado. Ya sabía algo sobre que se podía coger por el agujero del culo; pero nunca me había imaginado que a Felipe se le fuera a ocurrir meterme su pene por ahí. Hasta ese entonces mi generoso y respingón trasero sólo había servido para que él me hiciera bromas que me avergonzaban muchísimo y para que se torciera de risa pellizcándome los cachetes mientras nos duchábamos juntos. Pero nunca había insinuado nada respecto de follarme el ano como me follaba la boca.

―Sácate los pantalones – me ordenó mientras seguía manoseándose su pene con parsimonia.

Me sentí profundamente avergonzado de tener que obedecerlo; pero cualquier cosa era preferible a contrariarlo. Además que qué importaba si me lo metía en la boca o en el ano; lo que realmente importaba era que yo iba a ser útil a su placer y eso valía por cualquier vergüenza o por cualquier dolor. No dudé en empezar a bajarme mi pantalón hasta sacármelo para quedar en condiciones de darle placer a mi amigo. Y ya viéndome desnudo me ordenó que tomara posición sobre el sofá para que él pudiera metérmelo.

Me incliné sobre el mueble, tratando de adoptar la posición que a Felipe le resultara más cómoda para que me lo metiera. Levanté mi culo dejándolo bien expuesto y respingón, mientras oprimía mi rostro contra el asiento del sofá tratando de ocultar el sonrojo que me causaba estarle mostrando mi culo a mi idolatrado amigo.

―Ábrete los cachetes para que te pueda ver tu hoyo – me ordenó Felipe con una voz ronca que pocas veces le había oído.

Acabé de doblarme sobre el mueble, levantando un poco más mi culo, al tiempo que me llevaba las manos a los cachetes y me los separaba lo más que podía, para exponer mi hoyo ante Felipe. Ni siquiera me había planteado que aquello iba a dolerme; solamente deseaba poder serle útil a su placer y que aquello terminara pronto para que él me manifestara su consabido gesto de aprobación.

Y él no se hizo esperar. Al parecer estaba demasiado excitado como para darle largas a lo que se proponía hacerme. Acercó su estoque a mi ano y empujó con fuerza, como si quisiera clavarme con una sola embestida. No pude evitar gemir y dar un respingo, conciente ahora sí de todo el dolor que iba a causarme el que Felipe me follara por el culo y no por la boca, como era la costumbre entre los dos.

―¡Quédate quieto! – me ordenó casi a los gritos.

―Es que me duele mucho – le dije yo con un hilo de voz.

―¡Pues aguanta! – me ordenó él sin mostrar ninguna consideración.

No tuve más remedio que obedecer. Me estuve estático, mientras él intentaba meterme su pene pero sin mucho tino. A cada arremetida me hacía más daño; punteándome con su "espada" muy cerca de mi agujero, pero sin atinar de pleno. Con cada embestida suya sentía que me estaba desgarrando y no podía evitar gemir por el dolor que me causaba.

―No hagas tanto ruido… – me ordenó –. O métete algo entre la boca para que no estés chillando tanto….

Lo único que encontré a mano para meterme entre mi boca fue uno de los calcetines que Felipe había usado para el partido de fútbol. No me lo pensé y me metí la prenda impregnada del sudor de sus pies; pero no me importó, por que mordiéndola pude aguantar un poco más el dolor que seguía causándome con sus fallidas estocadas.

Seguramente ya cansado de no lograr su objetivo, me ordenó que me aflojara, como si yo tuviera la culpa de que él no pudiera penetrarme. Sin embargo yo no estaba en condiciones de discutir por nimiedades. Abrí un poco más mis piernas y traté de separar un poco más los cachetes de mi culo estirándomelos con las manos. Él debió entender que era necesario también un esfuerzo suyo; así que me agarró por las caderas y volvió a embestirme.

Esta vez sí atinó. Su pene debió traspasar mi ya maltrecho y dolorido ano, arrancándome un gemido de dolor que ni siquiera su calcetín entre mi boca pudo disimular. Volvió a embestirme y sentí cómo su pene entraba un poco más en mí, pero sin llegar al fondo. Pero Felipe no estaba para esperarse; una nueva arremetida mucho más fuerte que todas las anteriores y acabó de violar el frágil sello de mi virginidad, haciéndome ver los diablos por el dolor, pero sin darme ni un minuto de tregua antes de empezar a follarme a todo tren, con la fuerza de su intensa calentura.

No sé cuánto tiempo pasó dándome palo con toda la potencia de su pene y sin preocuparse por mí; y aunque poco a poco se me había ido pasando el dolor, la verdad era que aún sufría por la forma desaprensiva en como él me estaba sodomizando sin ningún miramiento. Ni siquiera sentí cuando acabó; pero esta vez lo hizo, efectivamente; ensartándome por el culo alcanzó el orgasmo que yo no había sido capaz de provocarle con la dulzura de mi tierna mamada.

―Chúpamelo que se me ha quedado sucio – me ordenó inmediatamente después de sacármelo.

Para entonces yo no tenía nada más que hacer que agradecer que aquello hubiera terminado. Me di vuelta al tiempo que me sacaba su calcetín de mi boca, me arrodillé a sus pies con los ojos llorosos y me di a mamarle su pene con mucha suavidad, temiendo lastimarlo.

Sentí un profundo asco por tener que mamárselo. Su hermoso pene, de natural sonrosado, estaba untado de sangre, semen y mierda, todo lo cual hacía que tuviera un olor muy desagradable. Y sin embargo me metí en la boca aquel falo que ahora me parecía enorme, aunque no midiera más que 14 centímetros, y me dediqué a lengüetearlo suavemente mientras alzaba mis ojos para buscar la mirada de aprobación de Felipe.

Él debió notar la urgente necesidad que tenía yo de su gesto de aprobación; así que empezó a repasar su mano por mi cabeza revolviéndome el cabello y hasta secó una lágrima que resbalaba por mi mejilla derecha. Aquello me dio mucho ánimo y acabé pronto de limpiarle su pene, tragándome los restos de su orgasmo y los rastros de los destrozos que había infligido en mi culo, junto con mi propia mierda.

―¿Te gustó? – me preguntó mientras acariciaba mi cabeza y sonreía.

―Sí… – le respondí yo casi con un sollozo –…sólo que me dolió un poco…pero igual…cada vez que tú quieras lo hacemos….

Entonces él volvió a sonreír, teniéndome aún de rodillas a sus pies y con su pene ya fláccido junto a mis labios. Y acabó por colmarme de felicidad.

―Lo hiciste bien…lo hiciste muy bien…me hiciste gozar….

Creo que en ese momento sollocé; más por la felicidad que me causaron sus palabras que por el dolor que me había hecho sentir al desvirgarme. Y lo adoré tanto por ese gesto de aprobación, que hubiera podido caer a sus pies para besárselos con sumiso y total agradecimiento.

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