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Mil de Cal, una de Oro

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Me paso la vida entre viejas y viejos, gordos y gordas, aburridos y mediocres. Ellos vienen a mi con sus problemas matrimoniales, esperando que yo tenga la varita mágica que solucione sus errores y haga que vuelvan a tener la vida que tenían cuando eran veinteañeros. Desconfianza, tedio, falta de tiempo… la mayor parte de las veces, se reduce a eso todo.

Pero una mañana todo eso cambió cuando María y Juan entraron en mi consultoría matrimonial. A Juan lo analicé rápidamente. Trentaypocos, culto, bien vestido, con un físico más o menos cuidado y unos hombros anchos. Probablemente ejecutivo, alguien que está habituado a mandar. Y cansado. Pero a su lado venía la mujer más atractiva que había visto jamás, María. Veintimuchos años colocados en un cuerpo de infarto, con las curvas amplias y perfectas, coronado por una sonrisa capaz de levantar a los muertos de sus tumbas. Sus ojos brillaban como antorchas, y sus cejas se arqueaban y movían como si tuviesen vida propia, dándole una expresividad a su cara que daría envidia a los mejores actores. Y tras ella, una estela negra como la tinta de un libro, y con unos profundos reflejos de azul o algo así. Su vestido no era nada revelador, pero daba igual qué se pusiese esa mujer, porque cualquier cosa con ese cuerpo haría que los hombres se girasen a su paso.

Nada más verlos a ambos supe que nada sería igual, al menos con ellos. Y supe que, por los medios que fuera, yo tenía que hacer que esa mujer fuese mía.

Esa primera sesión fue normal. Con tranquilidad y confianza estuvimos conversando de los pormenores de su relación. Estaban pasando por la primera crisis fuerte de su matrimonio, debida a que Juan tenía muy poco tiempo para dedicarle a María porque trabajaba mucho. Y aún cuando estaba en casa, estaba cansado y sin ganas de hacer nada. Ella no desconfiaba de él, ni nada por el estilo, pero la relación se resentía igualmente.

Yo los escuchaba hablar con una sonrisa en la boca, sentado en mi sofá individual mientras ellos compartían el grande frente a mi. Era un auténtico esfuerzo no dedicar mi vista únicamente a recrearme en el cuerpo de María, pero era necesario para darles confianza y seguridad. Finalmente, cuando el tiempo de la sesión se acababa, les di unos cuantos ejercicios y cosas que podían hacer juntos y que no les llevarían mucho tiempo ni cansancio. Así, al hacer cosas de nuevo juntos, ese abismo dejaría de crecer y, progresivamente, se reduciría.

La segunda sesión, tres días después, fue más o menos igual, y supe por sus gestos y miradas que ya los tenía más o menos convencidos. Realmente los ejercicios les habían venido bien, de modo que confiaban en mi y volverían. Justo lo que necesitaba, ya había conseguido el tiempo que me hacía falta. Esta vez si que dejé que, de vez en cuando y con sutileza, mis ojos rodasen por las formas de María. Sus labios delineados, las redondeles de sus pechos que se insinuaban bajo el jersey, la cintura que desaparecía en unas caderas suaves y redondas… Les volví a dar nuevos ejercicios, pero estos más complicados. Se lo advertí, eran mejores, pero también requerían más tiempo y sacrificio.

Como me esperaba, en la tercera sesión fui capaz de sonsacarles que apenas los habían hecho. Juan llegaba demasiado cansado y sin ganas a casa como para hacer cosas así. Les dije que era necesario, que los ejercicios pequeños y fáciles no eran suficientes para deshacer la brecha, y seguimos conversando de todo ello. Cuando terminábamos, les di nuevos ejercicios, complicados, y me acerqué con ellos hasta la puerta, agarrándolos a ambos con suavidad por los hombros como si fuese un amigo de toda la vida. Sólo sentir la suavidad del hombro de María bajo el algodón de su jersey me tuvo excitado todo el día.

De hecho, cada vez pasaba más tiempo de la semana pensando en ella, maquinando, hasta el punto que yo mismo comenzaba a dedicar menos atención a mi esposa. Irónico, ¿no?

Para la siguiente sesión llamé solo a Juan. Les dije que quería hablar con cada uno de ellos a solas, y aunque él desconfió un poco, el hecho de que le llamase a él primero hizo desaparecer esas reticencias. Al fin y al cabo era un lugar público y demás. Estuvimos charlando toda la sesión de su vida, de lo que esperaba de ella, de María, de lo que hacían. Le propuse el juego de que me dijese qué cosas le gustaban a su mujer, y fui tomando notas ávidamente.

Para la siguiente sesión, al día siguiente, vino María sola, como estaba planeado. Y estaba de infarto. Quizás fuese sólo por estar nosotros dos, pero me pareció que estaba más atractiva que nunca con ese sweater un poco flojo y esos vaqueros más o menos ceñidos. La hubiera violado allí mismo, pero quería que ella se entregase sola, lo otro no era lo mismo.

-Pasa María, toma asiento.-

Con tranquilidad, ella se sentó en el sofá delante de mí, y yo permití que mis ojos la recorrieran un momento.

-Te queda muy bien el pelo así, ¿te lo has cortado un poco?-

Ella sonrió y su sonrisa le robó la luz al mundo. Según su marido, siempre había sido muy vanidosa con su pelo, y aquello me lo demostró. Fue una conversación suave y tranquila, no iba a arriesgarme aún. Hacia el final, jugamos al mismo juego que con su marido, pero que ella misma me dijese lo que le gustaba a ella. También tomé nota, sorprendiéndome ante los errores de su marido. Al final, tras los nuevos ejercicios, me levanté y me acerqué a ella.

-Así que nos vemos el miércoles- le dije, dándole la mano para ayudarla a levantar.

-Claro que si, muchas gracias doctor.-

Su voz era suave y tranquila. Yo me había acercado mucho cuando le di la mano, de modo que cuando se levantó estaba muy pegado a ella. Noté la turbación que le producía que yo entrase en su espacio vital, pero no dijo nada, de modo que con una sonrisa la acompañé hasta la entrada. Y durante todo el trayecto, mi mano estuvo posada en su cintura, algo no íntimo, pero ciertamente más cercano que las otras veces. Y juraría que a ella se le puso la piel de gallina.

A la siguiente sesión vino ella sola de nuevo, excusando a su marido porque había tenido una semana muy dura. Yo ya me conocía esas escusas de sobra, decenas de mujeres habían escusado así a sus maridos cuando estos perdían interés, o no tenían valor, o los miles de posibilidades para que a sus psiques les diese vergüenza venir.

Esa vez me senté con ella en el sofá, y estuvimos charlando al principio amigablemente. De vez en cuando, yo hacía algún comentario que sabía que presionaba alguno de los puntos que a ella le gustaban, y el brillo de sus dientes entre sus labios sugerentes me confirmaba que lo había hecho bien. Así le sacaba hierro al asunto, y la hacía sentirse cómoda en mi cercanía. Incluso me permití acariciar muy brevemente su pierna en un momento dado, y ella ni siquiera se inmutó. Para acompañarla a la salida repetí lo mismo de la última vez, pero esta vez estando incluso un poquito más cerca, notando su suave aliento en mi cara. Se azoró un poco, suavemente, pero no objetó nada. Al fin y al cabo, yo sólo era un doctor, no una víbora intentando seducirla. La acompañé a la salida de nuevo tomándola de la cintura ligeramente, solo que mi mano iba un poco más baja que antes. Si ella no hubiera sido tan inocente (su marido había sido su primer novio, al fin y al cabo, y eso te marca) se hubiera dado cuenta de que mi mano estaba posada en ese límite donde da a entender que quiere acariciar lo que hay más abajo también.

La siguiente sesión fue intrascendente, ya que vinieron ambos y todo volvió a ser como al principio. Sin embargo, el marido estaba retraído con respecto al tratamiento, ya no se implicaba. Y la partida estaba casi lista. Lentamente, en la conversación fui metiendo ligeras cuñas de dudas, semillas que germinarían en María durante los cuatro días hasta nuestro siguiente encuentro. Juan casi se dio cuenta, de hecho, en un momento, ya que me miró un poco raro, pero al haber parecido un comentario de consejero matrimonial, nada personal, lo dejó pasar. Sin embargo, estuvo de mal humor toda la semana, y a la siguiente sesión vino María sola de nuevo.

-Buenas, preciosa- la saludé, usando el adjetivo con tanta naturalidad que ella no se lo tomó como el piropo que era. Al menos, no conscientemente.

-Saludos doctor.-

-Llámame Eduardo, ya nos llevamos tratando tiempo de sobra como para seguir con esas formalidades.-

Mi sonrisa hizo que ella asintiera, y comenzamos a hablar normal y corriente, sentados uno al lado del otro. Ella me comentó que su marido llegaba últimamente muy cansado a casa, más de lo normal, y ahí supe que estaba mi oportunidad.

-Pero, ¿le han ascendido o cambiado de trabajo, o algo así?-

-No que yo sepa- me dijo con inocencia.

-Entonces, ¿a qué se debe que esté tan cansado?-

-No lo se, pero ya no quiere hacer los ejercicios ni nada por el estilo.-

Me tomé un segundo para pensar, fingiendo que analizaba la situación cuando en realidad estaba ansioso por responder.

-María, ¿sigue haciendo el amor contigo?-

Ella se puso colorada como un tomate.

-Estoo… bueno…. Yo…-

-Tranquila, no te sonrojes, sólo necesito saberlo como vuestro consejero. Eso es importante en cualquier relación- ella asitio ligeramente, y me permití mirarla un segundo, notando como respiraba aceleradamente.

-La verdad es que no, Doctor- ella se refugiaba en mi titulo en vez de mi nombre para sentirse más segura. Pero eso no la iba a salvar.

-Ya veo. ¿Tiene alguna amante?-

Ella saltó en su sitio, alarmada por la idea, como si nunca hubiese pensado en ella. Para "reconfortarla", posé con suavidad una de mis manos en su pierna derecha, y la dejé estar ahí unos segundos, notando la firmeza de su muslo bajo la falda larga que llevaba ese día.

-No, no creo, aunque…- el germen de duda que yo había plantado la semana pasada comenzaba a germinar.

-¿Aunque?-

-No sé, no me presta atención como antes, ya no me mira como antes.-

-Ya veo. Entonces, habrá que hacer algo para que te mire, ¿no?- ella me miró sorprendida, no entendiendo muy bien por dónde iba.

-¿Algo?-

-Si mujer, tendrás que resultarle más llamativa. Eres una mujer preciosa y atractiva como pocas- se sonrojó de nuevo suavemente-, tienes que sacarle partido a eso. En vez de estos jerseys amplios, prueba a vestir algo más ceñido y sugerente, y en vez de usar pantalones y faldas largos, prueba con faldas por encima de las rodillas y pantalones más ceñidos.-

Ella me miraba sorprendida, tratando de asimilarlo todo. ¡Nunca había usado ropa como esa!

-Pero doctor, si me visto así pareceré una…-

-Eso depende de qué ropa uses. No digo que te pongas una micro falda, ni que pierdas tu estilo. Se trata más de ser sensual, de insinuar, de dejar entrever. De despertar su imaginación. La imaginación es muy seductora, María, sedúcelo con ella.-

Ella asintió, entendiendo, y yo me levanté para ayudarla a levantar como era tradición y acompañarla a la puerta. Ya en la puerta, pero antes de abrir, me paré y le susurré al oído, cogiéndola por sorpresa.

-De hecho, si vistes así todos los días, pronto verás como él te mira con unos ojos muy diferentes.-

Y, ciertamente, la terapia funcionó como yo sabía que lo haría, y durante dos semanas vinieron ambos juntos y todo les iba muy bien. María, sin embargo, estaba arrebatadora. Ahora usaba camisetas con suaves chales por encima, o camisas abotonadas, o… y unas faldas justo por encima de las rodillas, con un ligero vuelo… y cosméticos nuevos, maquillaje suave y casi invisible, pero presente. Era un deleite a la vista, estaba de muerte, y yo notaba como me moría cada vez que ella no estaba. Pensaba en ella, en lo que le haría, en cómo lo haría, y en lo que le estaría haciendo su marido.

Era hora de pasar al siguiente paso, o ambos se volverían a unir y perdería mi ocasión. Así que volví a citarlos por separado. La de Juan pasó lenta y aburrida, contándome lo bien que se sentía ahora con su mujer, en su nueva energía y look, en todos sus puntos fuertes.

Pero después entró ella y yo no pude evitar mirarla de arriba abajo con atención. Unas piernas suaves y aterciopeladas, eternas, se alzaban sobre unos taconcitos no altísimos pero si suficientes como para realzar. La mini falda verde se movía con ella, como si tuviese vida propia, realzando la redondez suave de su culo. La cintura estaba atrapada y casi invisible dentro de una camisa blanca más o menos ceñida, que a la altura de los pechos casi parecía a punto de estallar. Y encima, un pequeño chal verde a juego con la camisa, que transparentaba y daba color a todo el conjunto, produciendo un inquietante juego de sombras.

-Buenas preciosa, siéntate.-

-Gracias Eduardo.-

Me senté relativamente cerca de ella, oliendo el suave perfume que emanaba de ella. Tenía que hacerla mía.

-¿Qué tal todo esta semana?-

-¡Fantástico!- sus ojos brillaron como dos diamantes, y a mi me clavaron un puñal.

Durante unos minutos, me estuvo contando la dicha de la semana, su nuevo reencuentro, la pasión perdida, todo. Yo asentía, como si estuviese interpretando lo que ella decía, viendo algo que ella no veía.

-Qué lástima- comenté al final, sorprendiéndola por completo y cogiéndola por debajo de la guardia.

-¿Por qué, Eduardo?-

-Es un caso clásico de Reencuentro de Pullman- me lo acababa de inventar, pero necesitaba sonar técnico, y a ella le coló.

-¿Y eso que es?-

-Reencuentro temporal, que luego se rompe. Ahora lo tienes hechizado con tu belleza, pero volverá a cansarse de ella. Hace falta darle el último toque pero no se si tú tendrás el valor para ello.-

Ella me miró sorprendida, en silencio, escuchando sin entender muy bien.

-Ya has visto- continué-, que la imaginación seduce. Hay que seducirlo más para que se vuelva a enamorar. Así que has de excitar más su imaginación. Para ello, debes usar el arma más clásica de la mujer: los celos.-

Ella asentía, en silencio, sin entender muy bien.

-Cuando estéis con vuestros amigos, escoge a uno más o menos atractivo y acércate especialmente. Ríele las bromas, habla con él como si tuvieses confidencias, dirígele miradas veladas que vea tu marido…-

-¡Pero se enfurecerá!-

-Al principio, es posible, pero tú no estás haciendo nada malo y se lo podrás demostrar. Pasa mucho tiempo con él, de modo que sepa que en realidad no pasa nada, pero que no pueda evitar dudar. Así él se esforzará en volver a seducirte, para recuperarte, y el lazo formado será más fuerte que nunca.-

Ella asintió, comenzando a entender.

-Vamos a probar. Imagínate que estamos en una fiesta, y yo soy un amigo vuestro. Él está delante, sentado en aquella esquina. ¿Qué harías?-

Los siguientes veinte minutos de susurros, miraditas, risitas, y leves roces me enviaron al cielo. Disimulé lo mejor que pude, e incluso me convertí un poco en un baboso, "dentro de mi papel". Llegado cierto momento, le cogí de la mano y tiré de ella hacia mi, apretándola contra mi cuerpo. Ella se sobresaltó.

-¡Pero doctor, ¿qué hace?!-

-María, recuerda que no soy el doctor ahora, soy vuestro amigo. Y es posible que ese amigo interprete tus gestos como que tú quieres algo con él y actuará en consecuencia. Y tu marido está delante, tienes que excitar un poco a tu marido, pero evitar que el amigo se propase.-

Ella asintió, comenzando a entender, pero sin verlo nada claro. Y mientras, yo sentía la suavidad de sus pechos ligeramente presionados contra mi, su cara a escasos centímetros de mi, sus ojos mirándome directamente, como queriendo ver dentro de mi.

-Imagina que esto es el teatro. Estamos sólo interpretando unos papeles.-

Ella asintió y se apartó de mi con suavidad.

-Lo siento, Jorge- es el nombre ficticio que le habíamos dado al amigo-, creo que me estás malinterpretando…-

-No, María, se muy bien lo que quieres. Lo llevas pidiendo a gritos toda la noche, y yo quiero dártelo desde que te conozco. Esta noche, te voy a follar como un animal.-

-¡Pero doctor!-

-María, recuerda que es falso- dije, poniendo voz neutra. Ella asintió.

-Yo, Jorge, yo amo a mi marido, si hago esto es sólo para excitarlo…-

-No puedes decirle eso a Jorge, María- le dije yo hablando como yo-. Nadie puede saber que es falso.-

-Yo soy una mujer casada y fiel, Jorge, esto no está bien…-

-Claro que lo está. Tú quieres sexo y yo te lo voy a dar, aquí delante de todos si hace falta- dije, bajando mi mano hasta su culo y apretándoselo con fuerza. ¡Dios! ¿Cómo podía ser así, tan suave, redondo y firme.

-¡Jorge, saca la mano de ahí!- dijo ella, tomándomela y subiendo, completamente metida en el personaje.

Entonces yo la cogí con fuerza y la llevé contra la pared, dejándola apretada entre ella y yo, como un sándwich.

-Eres mía, y lo sabes- mi mano se posó en el muslo y comenzó a subir ante su débil resistencia.

Y en eso se desató el infierno. Y no el que yo quería. Se había acabado la hora.

Así que me puse serio, me separé de ella y noté como ella se tranquilizaba. Yo sabía que todo lo dicho permanecería en su subconsciente, y que a partir de entonces comenzaría a verme con otros ojos.

-No ha estado mal, aunque debes ser más firme. Los otros hombres nunca deben llegar a esta situación, o tu marido va a montar un caos tremendo.-

Ella asintió, recomponiéndose de la situación vivida. Con suavidad, la cogí de la cintura y la acompañé hasta la entrada. ¡A qué poco me sabía ahora ese gesto que antes tanto me había excitado!

Las dos siguientes sesiones vinieron ambos y noté que todo funcionaba perfecto. Había calado a Juan, y sabía que el hecho de que ella más o menos flirteara con otros en efecto lo iba a excitar, pero también a enfadar. Así que su relación fue a trompicones. A veces muy bien, a veces muy mal. Dos sesiones después, una de las que llegaban en un momento bueno, me dijo Jorge.

-Eduardo, mira, mañana es mi cumpleaños, y me gustaría que vinieses a la celebración. Has hecho mucho por este matrimonio, y aunque no todo vaya perfectamente, si creo que estamos avanzando.-

-Juan, te agradezco mucho la oferta, pero me temo que no va a poder ser. Ya sabes, hay que mantener una distancia entre vosotos dos y yo- aunque yo bien quisiese deshacer esa distancia con tu mujer…

-Ya, comprendo. No te voy a obligar, pero a ambos nos gustaría mucho.-

Miré a María y noté el brillo en sus ojos. Ella estaba de acuerdo, ciertamente, y algo excitada aunque ella no fuese consciente de ello.

-Bueno, si es así, no voy a rechazar tan generosa oferta. Allí estaré.-

Nos despedimos tras quedar a una hora apropiada en su casa y mi imaginación se volvió loca. Hasta la noche siguiente, estuvo dando mil vueltas, con la imagen, el olor, el sonido de María por todos lados. ¡Esa mujer me volvía loco!

Su casa era un buen chalet en las afueras de la ciudad. Piscina, tres plantas… un buen testigo de la alta posición que Juan tenía en su empresa, especialmente en esta era de encarecimiento del suelo. Pasé cuando me abrieron y felicité a Juan con una amplia sonrisa, entregándole una muy buena botella de vino como regalo, ya que a mi tampoco me van mal los negocios. Y entonces la vi a ella que entraba desde una puerta lateral en el hall y vino a saludarme. ¡Estaba de locura! Una falda larga, negra, con unas aberturas laterales más que largas, que realzaba la línea de sus piernas. Unas sandalias de tacón alto, negras, cerradas con unos suaves cordeles de algún material indefinido. Una camisa blanca como el hielo, ceñida a sus poderosos pechos. Y por encima, una chaquetita de punto, casi una redecilla, que jugaba con la camisa de una manera particularmente excitante. ¡Y qué sonrisa! El pelo, recogido en un moño con un palillo tipo chino, la cara finamente maquillada, y un perfume suave y un poco dulzón. ¡Era una diosa!

Vino a saludarme con una sonrisa que iluminaba la estancia más que las bombillas, y nos dimos dos suaves besos en las mejillas. Estando su marido al lado, había que ser discreto, aunque me permití ceñirla por el talle para darle esos dos besos, colocando mi mano un poco más abajo de lo que sería discreto, intentando mantener alejado de mi mente el impulso de agarrarle el culo como la otra vez.

Estuvimos charlando brevemente. Y entonces Juan se dio la vuelta para ir a dejar la botella en la bodega.

-Espera, ya la llevo yo, no te preocupes. Así curioseo un poco por vuestra casa. Tú atiende a tus invitados- él asintió, sorprendido.

-De acuerdo, adelante. ¿Le llevas tú a la bodega, cariño? Así yo voy a ver si mi jefe necesita algo.-

Ella asintió y me precedió mientras nos adentrábamos en el caserío. Mis ojos no podían separarse de aquellos dos glúteos, suavemente insinuados bajo la falda, que se mecían delante de mí. Descendimos las escaleras y abrimos la puerta de la bodega. Dentro estaba a oscuras.

-Agarrate a mi un momento, que la luz está más adelante- dijo ella, tendiéndome la mano.

Pero yo no iba a dejar pasar esa oportunidad. Ahora no había un límite de hora. Así que me agarré a su cintura y me pegué a ella, dejando que su culo acariciase con suavidad mi pene a medida que avanzábamos. A ella le había sorprendido eso, lo noté, pero no dijo nada, y avanzamos así unos diez metros hasta que encontró la luz en una pared. Yo ya había dejado la botella atrás. Ella me miró, sorprendida de que yo la siguiese abrazando cuando ya había luz.

-María, esta noche vas a ser mía- le dije, directo, notando como sus ojos se abrían enormemente y su piel se sacudía Brevemente.

-Pero, ¿qué dices, Eduardo? Anda ya, no hagas bromas.-

Yo no estaba de broma, y se lo hice saber tirando de sus caderas suavemente con mis manos hasta hacer que quedase bien apretada contra mi. Ella saltó de nervios, notando como mi pene quedaba fuertemente marcado en el espacio de su culo.

-Eduardo, déjame, déjame ya. Tengo que subir, mi marido me espera.-

-Te dijo que me enseñaras la casa, y es una casa muy grande…- le dije, en un susurro en su oído, suave, mientras mi lengua acariciaba momentáneamente el lóbulo de su oreja como un latigazo. Ella dio un respingo.

-Soy una mujer casada, y felizmente, y eso lo sabes bien.-

-Eres una mujer casada, cierto. Pero vuestro matrimonio hace aguas dos de cada tres noches. Discutís a menudo, él no entiende lo que hace, y si seguís juntos es porque la pasión con que él te posee en las noches lo compensa. Esta noche lo compensaré yo.-

Un mordisquito en su oreja, luego otro, y dos besitos. La presión de ella iba aflojándose a medida que le contraargumentaba y la iba excitando. Recordó la otra sesión en que ella se había sentido acosada por aquel alter-ego mío. Recordó sus sentimientos, las sensaciones…

-No, Eduardo, déjame ir. No puedo hacer esto.-

-¿No puedes hacer qué? ¿Vestirte como yo te he pedido que lo hagas? ¿Cambiar de personalidad y forma de comportarte como yo te dije? ¿Qué clase de peticiones mías son las que no puedes hacer?-

Una de mis manos en el lateral de su cintura avanzó, rodeándo su talle por completo y apretándola contra mi. Como si fuesemos un solo cuerpo, casi sin aire en el medio. La otra mano, comenzó a subir casi sin tocarla, apenas un roce en su ombligo, más arriba, y más, un toque suave en su pecho derecho, en su torso, en su cuello… hasta posarse con fuerza en la línea suave de su mandíbula. Con un poco de presión hice que volviese su cara para mirarme con sus enormes ojos negros, que casi parecían suplicar algo. Su boca estaba ligeramente abierta, en un rictus de indecisión, y aproveché la brecha.

Con energía, pasión y fuerza, la besé. Sus labios, finamente delineados, turgentes y húmedos permanecieron estáticos, sin responder, pero sin la energía de apartarse. Lentamente, serpenteando, mi lengua se coló entre ellos y comenzó a acariciar la suya con suavidad y sensualidad. Casi un minuto de beso hasta que me retiré y la miré a los ojos.

-Dime que no te ha gustado- le dije con firmeza.

-Mi marido está arriba, podría bajar a buscarnos- protestó ella.

-Tiene una enorme casa por revisar, y muchos invitados que atender sólo. Dime que no te ha gustado.-

-Yo no puedo hacer esto…-

-Dime que no te ha gustado.-

Se hizo el silencio, y muy lentamente volví a acercar mi boca a la de ella, deteniéndome a unos centímetros. La miré a los ojos, profundamente, quieto a esa distancia nimia de ella. No dijo nada. Me acerqué un poco más, hasta casi rozarlos, y bajé mi mano de su barbilla de vuelta a su cintura. No apartó la mirada de mi, no giró la cara.

-Dime que no te ha gustado- silencio-. Pídeme que te bese.-

Ella tenía la garganta seca, me miraba a los ojos incapaz de decidirse. Hice ademán de acercarme más aún, pero me retiré justo antes de besarla.

-Pídeme que te bese.-

Silencio. Así que, lentamente, comencé a retirarme de ella. Sus ojos se abrieron, y su lengua humedeció sus labios mientras yo separaba mi cara de ella. Y entonces, con una voz suave y dulce lo pidió.

-Bésame.-

Nuestros labios se fundieron como magma, enredándose y rozándose. Mordiéndose, tomándose y dejándose. Acariciándose y poseyéndose. Nuestras lenguas salieron a acariciarse, formando nudos inseparables mientras ella cerraba los ojos y se entregaba.

Siempre he pensado que se puede follar a una mujer, se la puede joder. Pero nunca la habrás tenido entera si no te besa de verdad. ¡Y aquello era la definición misma de un beso de verdad!

Estuvimos una eternidad besándonos así a medida que notaba que se relajaba entre mis brazos, que se excitaba más y más. Entonces mis manos se pusieron en movimiento. Una ascendió hasta sus pechos. Grandes, firmes, resistentes. Aún por encima de la camisa y del enrejado, jugué con ellos. Los agarré, sopesé, acarició, toqueteé. Creo que hice cualquier verbo que pueda ser aplicado a unos pechos. Eran increíbles, firmes como ningunos pese a su voluminoso tamaño. Y ella me los entregó sin recato, dejando que sus pezones se endurecieran entre mis manos.

Mientras tanto, la otra descendió y se coló por los laterales de la falda hasta llegar a su entrepierna. Estaba empezando a humedecer las bragas ya, señal inequívoca de que de esto ya no había marcha atrás. Con suavidad, acaricié sus muslos sedosos, suaves, calientes, subiendo lentamente por el interior de los mismos hasta su diminuta tanga. Por encima de la misma la acaricié toda, calentándola, excitándola con el roce de la tela y la presión de mis dedos sobre sus partes íntimas.

Y tras un minuto así, mis manos regresaron a sus caderas con un gemido de protesta por su parte. Las planté con suavidad y firmeza a sus lados y, con un movimiento decidido, la obligué a darse la vuelta y quedarse delante mía, sin que nuestros labios se separasen en ningún momento. Un beso tan fantástico no podía ser desperdiciado. Ella misma rodeó mi cuello con sus brazos y se apretó contra mi, como si quisiese expulsar todo el aire que pudiese separarnos.

Mis dos manos regresaron a ese culo del que nunca se hubieran separado y, levantándola por ahí, la llevé hasta la pared. Besándola durante todo el camino, sus ojos prendidos como llamas en los míos. Sólo una vez recostada contra la pared separé mis labios de ella, que aproximaba su cabeza detrás mía como si no me quisiese dejar marchar.

-No te equivoques, María, esta no es una noche de pasión, no es un calentón y ya está. Esta es la primera de muchas veces. Tantas que ni tu propio marido en vuestros seis años de matrimonio más el noviazgo podrá igualar jamás.-

Su culo en mis manos, sus pechos aplastados contra mi, sus ojos clavados en mi como dagas. Dejé que mis palabras calasen en ella, y ella por toda respuesta sólo se humedeció los labios en anticipación, mostrando brevemente su lengua juguetona. El pacto estaba sellado.

-Voy a demostrárselo a todos.-

Y entonces, con un movimiento rápido, saqué el alfiler que sujetaba el pelo en su apretado moño. Casi fue como una explosión, al liberar el pelo de su cadena, este cayó por su espalda desordenado, salvaje, como una cascada negra de pasión. Ella solo sonrió.

-Si de verdad me quieres tener- respondió con la voz enronquecida por la excitación-, demuéstramelo.-

Mis labios se apoderaron de los suyos inmediatamente, y estos los recibieron ansiosos. Con mis manos separé su culo de la pared, apretándolo contra mi paquete. Las metí por ambas aberturas y agarré sus bragas. Me solté con pena de sus labios fantásticos y fui agachándome ante ella a medida que le bajaba su tanga. Ella misma movió sus dos columnas hacia fuera cuando su tanga llegó al suelo, y yo, con una sonrisa sardónica en la boca, me las guardé en un bolsillo. Ella sólo rió suavemente. Agarré la redecilla que cubría su camisa y casi con dulzura se la fui sacando por encima de la cabeza, mirándola a los ojos.

Ella casi parecía desafiarme a continuar, y yo acepté el desafío. Con destreza, comencé a soltarle los botones de la camisa, de abajo hacia arriba, retrasando el placer de ver sus dos pechos y aumentando así nuestra ansia y excitación. Pero finalmente quedaron a la vista, atrapados en un sujetador blanco de encaje que los mantenía en su posición perfecta, redondos y suaves, grandes pero no demasiado. Elegantes y pasionales.

-Ellos también son tuyos- dijo ella con una sonrisa, dejando caer la camisa, que descendió rozándole los brazos y la espalda.

Yo, por mi parte, la recosté de nuevo contra la pared y me dediqué a saludar con efusión a mis dos nuevas propiedades. Besos, mordiscos, abrazos, apretones, achuchones, caricias suaves, caricias fuertes, lametones. Nunca pensé que unos pechos naturales pudiesen ser de ese tamaño y casi no caerse por la gravedad. ¡Bendita juventud! Bajé ambas copas del sujetador y me lancé a devorar sus pezones, como si me fuera la vida en ello.

Y mientras, mis manos se encargaban de su falda. Un botón, dos botones, y cayó al suelo deslizándose por sus piernas, que ella contoneaba para facilitar su descenso. ¡Estaba desnuda para mi! Volví a besarla durante minutos sin fin, mientras mis manos se paseaban por todos los pliegues de su cuerpo, explorando, acariciando, amando. Ella me miró a los ojos, separándose de mi suavemente.

-Fóllame.-

Una sola palabra, casi un mandato. Me bajé los pantalones mientras seguía disfrutando de sus pechos, y pronto los siguió el calzoncillo. Me erguí ante ella y, mirándola a los ojos, coloqué la punta de mi pene en la entrada de su vagina. Ella solo sonrió, y meció las caderas invitándome a entrar. Y yo, obviamente, no decliné su invitación.

Despacio, sintiéndola entera. Dos meses de conocernos deseando este momento, preparándolo con cuidado, manipulando todo lo necesario para que llegase… ¡y aquí estaba! Choqué con mis caderas contra las de ella con un gruñido sordo, acompañado de un gemido de ella. Nos quedamos quietos, pausados en el tiempo como una única estatua, mirándonos.

Y luego empezamos a movernos. La pasión que nos animaba al principio se unió a la dulzura en movimientos largos y suaves, pero profundos. Ella movía su cadera al mismo tiempo que yo, y sus círculos hacían que todos nuestros cuerpos se rozasen, fuera y dentro, como si tratáramos de lijarnos el uno al otro. Nuestros labios se fundieron de nuevo, intercalando sus besos y caricias con los gemidos de ambos.

Y, lentamente, el movimiento se fue acelerando. Al calor y la excitación del momento, dejamos de besarnos, y sólo nos miramos a los ojos, como retándonos a ver cual de los dos se corría primero. Ansiosos el uno del otro. Ninguno de los dos ganó ese desafío, y ambos llegamos al mismo tiempo. Dentro de ella. No se si es que no nos acordamos del condón, o simplemente no le dimos importancia.

Nos quedamos abrazados unos minutos más, como lamentando que el final hubiese llegado. Besos, caricias, todos nuestros contactos buscaban prolongar ese éxtasis un poco más. Me hubiera gustado haberle hecho muchas más cosas, haber compartido con ella otras posiciones, y momentos, pero en la sonrisa de ella estaba la promesa de que eso llegaría.

Nos vestimos y nos arreglamos con cuidado en un baño cercano, entre las últimas caricias y besos, y luego nos reunimos con los demás. Ella iba con el pelo suelto, y no se qué le dijo a su marido para explicárselo.

Fuimos amantes durante siete meses y a medida que su matrimonio se enfriaba, nuestra relación cobraba aún más fuego, y pasión, y amor. Amor, ciertamente, me había vuelto loco por ella… y al cabo de trece meses, ella se entregó a mi por completo, ante el juez. El brillo de su sonrisa en el momento es algo que me seguirá hasta la tumba, pase lo que pase a partir de ahora en nuestra vida juntos. Y dice que quiere un niño…

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