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Él te observa (episodio 2)

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Detectando actividad paranormal

Aquel domingo falté a misa por segunda semana consecutiva. No recuerdo cómo excusé mi ausencia en esa oportunidad, ni la reacción de Irene ante mi nueva falta; sólo me recuerdo observando el veloz accionar del empleado de Gutiérrez.

Cinco cámaras más –cada una con su correspondiente micrófono– fueron instaladas ese día: cuatro en el piso de arriba (una en cada habitación y otra en el amplio espacio exterior a las tres habitaciones) y la restante en la cocina.

A partir de ese momento comencé a transformarme en un verdadero Gran Hermano. Cuando estaba en casa pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en mi despacho vigilando. Estaba totalmente alienado. Llegaba del estudio y buscaba cualquier excusa –que casi siempre tenía que ver con un supuesto excedente de trabajo– para recluirme y observarlo todo, especialmente a Ali.

La observaba mientras estudiaba, mientras miraba televisión, mientras peinaba su largo cabello castaño y también mientras dormía. A veces me quedaba hasta altas horas de la madrugada esperando a que su agitado sueño la destapara y quedaran expuestas ante mi vista las virtudes de su apetecible anatomía.

Recuerdo una noche en especial: mi nena dormía con un pequeño camisón rosa de encaje, cuya liviandad textil y la adornada transparencia de su trama transformaban la imagen de mi pequeña en la mejor ofrenda a la dupla pagana Eros-Morfeo. Tan breve era ese camisón que rápidamente trepó la sensual cadera de mi niña hasta depositarse insolente sobre su estrecha cintura. Entonces pude observar que el conjunto era completado por una bombachita del mismo color y textura que el camisón.

Mientras dormía boca arriba pude ver el diminuto triángulo garigoleado de esa bombachita y las dos tiritas que lo sostenían –tan delgadas como un hilo– ajustándose a sus voluptuosas caderas. A uno de los lados podía verse parte de su abdomen: absolutamente plano, y al otro sus preciosas piernas: construidas con una perfección casi obscena.

Pero la exposición abarcaba aún más que su tren inferior ya que uno de los breteles de su camisón había resbalado por su hombro dejándole una teta al aire. Uno de sus rosados y deliciosos pezones asomaba como sol naciente por encima del sutil volado que cruzaba el pecho de la prenda.

Cuando se dio vuelta para quedar durmiendo boca abajo pude comprobar que la bombachita era en realidad terrible tanga, cuya casi imperceptible tirita trasera se le perdía en la cola de la forma más impúdica posible y se unía en su espalda baja con aquellas otras tiritas que rodeaban sus caderas.

Verla con un atuendo de cama tan hot casi me hace estallar la cabeza, más aún cuando me tomé la libertad de fantasear con que ella sabía que yo la estaba observando y se había vestido así sólo para calentarme. Ese fue el momento cumbre de mis noches vigilantes. Prácticamente me destrocé la pija a bestiales jaladas mientras injustamente maldecía con furia a mi inocente hija: “¡no podés tener ese orto, pendeja!”. Pobre Ali, ella no tenía la culpa de estar tan buena y de tener un padre tan débil.

Le acabé en la cola: derramé unos buenos chorros de semen sobre sus nalgas. Luego, mientras retiraba mi abundante acabada de la pantalla del monitor, me sentí el más impuro de todos los impuros y el más pajero de todos los pajeros. Sin embargo… ¡cómo había disfrutado de esa paja! ¿Cómo resistirse a ese culo tan perfecto? ¡Por todos los Santos!

De a poco me fui aprendiendo de memoria todo el repertorio de bombachas de mi nena, desde las más inocuas hasta las más sexis; y también todos sus rituales femeninos, desde los más comunes hasta los más excéntricos. Pronto me di cuenta de que de las seis cámaras instaladas en la casa sólo estaba haciendo usufructo de una.

Por esos días comencé a asistir con mayor frecuencia a los partidos de hockey de mi princesa. Durante los juegos permanecía totalmente absorto observando sus delicados pero ágiles movimientos de gacela, contemplando su exigua faldita deportiva y sus torneadas piernas de potranca, que parecían columnas de mármol talladas a mano por algún divino artesano.

Me regocijaba obnubilado ante cada momento de tensión de la férrea musculatura de sus muslos, ante cada gota de sudor que recorría su cuerpo. Se me caía la baba, pero ya no de orgullo, sino de rabioso deseo contenido. Estaba completamente enamorado de mi pequeña. Si hasta me parecía verla correr en sensual cámara lenta. ¿Tendría novio? ¿Quién sería el afortunado de disfrutar ese cuerpo de diosa? ¿Quién se estaría comiendo ese culito apretado?

Les juro que la cantidad de pajas que le estaba dedicando a mi hija ya excedían en número a las que me había hecho en toda mi adolescencia.

Para colmo, mi particular atención hizo que ella se apegara a mí. Sus asiduas demostraciones de cariño abrumaban mi pecaminosa consciencia. A veces me sorprendía por detrás y me abrazaba, rozando sus tetas con contra mis brazos o espalda. A veces se sentaba en mi falda, me decía “papi” y me daba besitos tiernos. En aquellos momentos, en los cuales podía sentir sus acerados glúteos surcando mi muslo, toda mi fuerza de voluntad comenzaba a trabajar para disimular mis erecciones, ya que no podía evitarlas.

Sentía que me estaba resignando ante el deseo incontrolable que gobernaba mi mente en forma diabólica y que me hacía desear a mi hija en forma irrefrenable. Quería cogerla en forma salvaje. Quería hacer con ella todo lo que nunca había podido hacer con su madre. Soñaba con hacerla mi putita. Si no hacía algo urgente para sacarme de la cabeza esos indómitos sentimientos incestuosos me iba a volver loco. Así que me dije “basta”.

Se me ocurrió, como forma de reprimir la fuerte atracción que estaba sintiendo por Ali, continuar con la investigación que había dado origen a mi estado vigilante. Así fue que, durante uno de mis tantos desvelos de alcohol, me dispuse a revisar grabaciones de las cámaras del living y de la habitación matrimonial, las cuales tenía completamente abandonadas.

Los videos que elegí para retomar la pesquisa tenían ya un par de días. Y lo que observé apenas le di play al que correspondía a mi habitación no solamente hizo que me olvidara momentáneamente de Ali, sino que logró que escupiera el whisky que había ingerido hacía instantes. La imagen mostraba a Daniel, en mi cama, garchándose a una rubia descomunal. ¡Qué lomazo! ¡Qué pedazo de yegua! ¡Dios santo! ¿De dónde la habría sacado? ¿Cómo pudo meterla en la casa sin que nadie la viera?

Se la estaba culeando en el mismo lugar en donde dormíamos su madre y yo. En nuestro lecho sagrado. El desalmado no sentía ningún respeto por quienes lo habían traído al mundo. Calculé que hacerlo en la cama de sus padres le añadía a la cogida un morbo insuperable. Ni cerca estaría de llegar a ese nivel de morbosidad con sus acostumbradas pajas.

La rubia lo cabalgaba con un ritmo impresionante. Por la forma en la que se movía conjeturé que era una profesional. Tenía unas tetas enormes; tanto que, aunque la cámara tomaba su espalda, podía ver el violento bamboleo de esas terribles ubres sobresaliendo por ambos costados de su cuerpo. En primerísimo plano pude ver su tremendo culazo, con el que reventaba a sentones al borrego.

Confieso que, aunque molesto por encontrarlo primero manoseando a su hermana dormida y luego cogiendo a una prostituta en mi cama, sentí un inevitable orgullo por mi muchacho. Pensé que pagarle a esa rubia era la mejor inversión que podía haber hecho con el dinero de su mesada. La paja que me hice observando la escena fue memorable.

Luego, mientras limpiaba mis blanquecinos deshechos, y todavía un poco perturbado por lo que acababa de descubrir, recordé que Rosario no había venido a trabajar el día en que se habían grabado esas imágenes. Ahí comprendí que la ausencia de la criada le había facilitado a Daniel el trabajo de meter a la rubia en la casa, considerando que a la hora en que la escena había sido registrada (10:30 de la mañana) seguramente su hermana estaba en la facultad y su madre en el gimnasio.

Lo cierto es que en ese momento tenía dos cosas para quitarme de la cabeza: el voluptuoso cuerpo de Ali y la inquietante imagen de Daniel cogiendo en mi cama.

Pensé que pescar a la ladrona podía ser la salvación para mi atormentado cerebro. Así que, en el afán de conseguir esa anhelada y puntual amnesia, rápidamente sustituí las grabaciones viejas por las del día que recién acababa de terminar y comencé a examinarlas con la esperanza de hallar –por fin– a Rosario en actitud al menos sospechosa (no me había creído –o no quería creer– yo del todo aquella actuación en la cual había interpretado el rol de persona honesta, aunque reconocía que había sido brillante).

En la esquina inferior derecha de la nueva imagen de la cámara del living podía leerse la hora de la filmación, eran las 14:52. La grabación mostraba nuevamente a Daniel, esta vez desparramado en el sofá en una más de sus tantas jornadas de ocio absoluto. Se lo veía alternar su visión entre el televisor y su teléfono celular.

Me di cuenta de que esa grabación no tendría nada jugoso para mis intereses debido a que a esa hora era muy probable que Rosario ya se hubiese marchado. Pero justo en el momento en que me disponía a cambiar ese video por el de esa misma mañana, apareció en escena Irene; lo hizo recriminándole a su hijo, con visible molestia, el desorden que éste tenía en el living.

Él ni se dio por aludido y siguió ensimismado en su teléfono. Ella se colocó al lado de la mesa ratona ubicada frente al sofá y se inclinó hacia adelante con el fin de ordenarla. Cuando Daniel levantó la cabeza vio la contundente cola de su madre interponiéndose entre sus ojos y el televisor.

Lejos de protestar por la inoportuna obstrucción, lo que hizo fue acomodar su celular para tomar una foto de esa particular vista, la que luego continuó observando mientras se manoseaba el prominente bulto de su pantalón y se mordía el labio. El pendejo atrevido se estaba excitando con el culo de su madre. Y para mi sorpresa, antes de que ésta terminara su labor, la sorprendió con una fuerte palmada en una nalga.

Ella, perpleja, irguió su cuerpo de un salto y giró sobre sí misma hasta quedar frente a frente con su osado muchacho. Lo quedó mirando con extremo desconcierto. Quedó petrificada, ni siquiera pudo emitir una palabra. Daniel ni se inmutó, siguió acariciándose el bulto mientras le disparaba una lujuriosa mirada, con la cual parecía inspeccionarla de arriba a abajo. Yo no podía creer lo que estaba observando. No podía concebir que el mal nacido desafiara de esa manera a su propia madre; parecía que, con la mirada, la estaba invitando a tener sexo.

Por fin ella reaccionó y se marchó a paso rápido escaleras arriba. Se fue sin decir nada, casi corriendo, asustada por el comportamiento de su hijo, calculé yo. Daniel, lejos de mostrar algún tipo de arrepentimiento, dibujó una sonrisa en su rostro y luego pronunció unas palabras que no llegué a comprender:

–¡La que te regaló el viejo! –gritó levantando su mentón y dirigiendo la mirada hacia la escalera.

Imaginé a Irene llorando desconsolada, encerrada en nuestra habitación, totalmente decepcionada al descubrir que su amado hijo no era más que un vulgar degenerado.

Habrán pasado unos pocos minutos en los que Daniel continuó manoseándose el bulto, seguramente pensando en su madre. De pronto, ésta apareció de nuevo en escena. Al verla, mis ojos casi se me salen la cara, mi cabeza casi se da contra la pantalla. Ella no solamente había vuelto con su impúdico hijo, sino que lo hizo casi desnuda. Tan sólo llevaba puesta la diminuta tanguita que yo le había comprado hacía tiempo, esa que siempre se había negado a usar en nuestros austeros despliegues amorosos. Allí recién comprendí las palabras que Daniel había gritado antes (el bastardo me había llamado viejo).

Irene se acercó a él caminando lentamente, contoneando su cuerpazo en forma extremadamente sensual mientras lo miraba con lasciva sonrisa. Jamás la había visto comportarse de esa manera. Jamás había visto esa expresión en su rostro. Daniel se levantó de su asiento y, sin desperdiciar un segundo, la recibió con una buena manoseada de nalgas luego de ponerla en cuatro sobre el sofá.

En más de veinte años, era la primera vez que veía a mi mujer entangada. Su culazo descomunal, enorme y perfectamente redondo, se tragaba completamente la pequeñísima tirita de la tanga. ¡Qué buena que estaba!

Pero si estaba yo sorprendido de ver el espectacular culote de mi esposa en colaless, más me sorprendió ver cómo ella dejaba que su propio hijo se lo tocara a placer. ¡Cómo le manoseaba el orto el pendejo! Se lo amasaba, se lo deformaba, se lo cacheteaba, le hacía lo que quería.

Luego el mocoso se agachó hasta que su rostro se encontró con ese precioso culo y le dio una degustada completa. Su lengua parecía que volaba saboreando las nalgotas de su madre. No pude evitar comenzar a masturbarme nuevamente.

La escena siguió con el arrecho joven metiendo dos dedos entre las nalgas de mi mujer para desenterrarle la tirita de la tanga y dejársela trancada sobre uno de esos enormes cachetes: quería comerle el orto sin inconvenientes. Primero hundió su rostro casi completo entre los glúteos de su madre y sacudió unas cuantas veces su cabeza, luego procedió a enterrarle toda la lengua en el ojete.

El micrófono de la sala comenzó a captar fuertes manifestaciones de placer. Nunca había escuchado a mi esposa gemir de esa manera, ni suspirar como lo hizo cuando Daniel sacó su miembro y se lo enseñó con soberbia. Casi me muero al ver el pedazo de pija que tenía el imberbe (no se la había visto en la grabación anterior pues siempre la había tenido clavada en el ojete de la puta).

Era enorme. Claramente sobrepasaba los veinte centímetros y era tan gruesa como una botella de refresco de 600 mililitros. Me pregunté de quién la habría heredado, o si quizá había alcanzado esas proporciones a puro ejercicio de paja (a esto me refería yo cuando hice mención a su “desproporcionado antebrazo derecho”).

El pendejo se sentó en el sofá, ella se arrodilló frente a él y comenzó a chuparle ese vergajo con la técnica de una chupapijas profesional. ¿Dónde había aprendido a chupar una pija de esa manera? Luego se agarró sus enormes tetas y sitió con ellas la tremenda verga de Daniel para hacerle una rusa como las que yo sólo había visto en películas porno. Cada vez que la cabeza de la pija de su hijo amanecía entre sus pechos, y antes de que ésta volviera a ocultarse, la putona le daba un veloz lengüetazo.

–¡Qué pija que tenés, papito! –le repetía una y otra vez la zorra con una voz de puta que parecía provenir de los mismísimos sótanos del tártaro. En ese momento no parecía ser mi recatada Irene, sino algún tipo de súcubo que la estaba poseyendo.

Pararon más de veinte minutos y el pendejo todavía tenía la pija tan parada como al principio, y ni miras de acabar.

–Vamos arriba, quiero cogerte en donde dormís con papá –le dijo el atrevido.

Ella asintió con maliciosa sonrisa e inmediatamente él la levantó y la cargó al hombro como quien carga una bolsa de cemento. El culazo de la caliente madre se veía como una enorme manzana cortada por la mitad al lado de la cabeza del joven. Él se lo iba manoseando con furibundo entusiasmo mientras ella le rodeaba el cuerpo con su brazo derecho para agarrarle la pija.

A medida que fueron subiendo la escalera se fueron perdiendo de la imagen, la cual marcaba exactamente las 15:29 horas.

Rápidamente busqué el video generado por la cámara de la planta superior, en el cual pude ver a Daniel ingresando a la habitación matrimonial cargando a su culona madre al hombro; y el de la cámara interior al cuarto, en donde pude ver al pequeño demonio dándole por el orto a mi señora con inusitado entusiasmo.

Le metía la pija entera. Irene gritaba desaforada, no era para menos con más de veinte centímetros reventándole el ojete. Sin embargo la hembra no se amilanaba y desde su posición perruna mandaba furiosas embestidas hacia atrás para hacer que su protuberante culazo se devorara por completo el colosal mástil de carne de su hijo.

Había que ver lo que era cada choque de las nalgas de ella contra el bajo vientre de él, la velocidad a la cual dichos impactos se producían y el estruendoso ruido que hacían: “PLAF, PLAF, PLAF”. Les juro que daba miedo. A cada instante la cama amenazaba con desmoronarse con el intenso ajetreo. No me hubiera sorprendido si en ese mismo momento hubieran comenzado a temblar las paredes de la casa.

Debo reconocer que en ese momento pensé que ese culo enorme no merecía otra cosa que ser penetrado por una pija como esa. El placer que estaba sintiendo esa madre con la verga de su hijo metida en el orto era inconmensurable. Tanto así que pronto se vio desbordada y comenzó a temblar ante la evidente presencia de un orgasmo tan gigante como la pija del nene. ¡Qué bien que le hizo el orto el pendejo! Y yo si apenas le había acariciado un poco las nalgas en veintidós años de casados.

Pasado el lujurioso ápice, Daniel se dirigió a su madre de la siguiente forma:

–¡Ponétela ahora, dale!

Ella, obediente, abandonó la cama y se inclinó ante la cómoda. Abrió el último de los cajones y de su fondo sacó una peluca rubia, la cual se colocó mientras reía en complicidad con su vástago.

¡Era ella! ¡Era la puta de la grabación! ¡¿Cómo no la había reconocido?! Me sentí tan idiota como cornudo; sin embargo no tuve tiempo para indignarme, el grado de excitación que me provocó ver a mi esposa e hijo consumando el mayor de los pecados hizo que casi me arrancara la pija de tanto jalármela.

La acción del video continuó con la misma energía de sus comienzos: la insaciable madre, transformada en putita rubia, se volvió a montar sobre su retoño y prosiguieron la cogida con el mismo ardor con el que habían comenzado hacía casi una hora.

Al rato Daniel anunció su inminente orgasmo. Entonces su madre se desmontó y rápidamente ambos se acomodaron para que ella quedara de cara a ese vergón a punto de explotar. Grandísimos chorros de blanco semen salieron disparados directamente hacia la boca bien abierta de Irene.

La puta se tragó todo lo que pendejo había acumulado durante más de una hora de garche salvaje. Se tragó hasta los restos de leche que habían impactado en las inmediaciones de su boca, lo cuales recogió con su lengua, y hasta empujó con sus dedos para rescatarlos del desamparo del mundo exterior a su cuerpo ¡Cómo disfrutó tomarse la leche de su hijo la perra!

Una vez finalizado el maratónico encuentro sexual, proseguí revisando grabaciones antiguas durante toda la madrugada. Pude verificar que los mal paridos se pasaban cogiendo todo el día, aprovechando cada momento de soledad.

Sentí terror por mi pequeña Ali. No dejaba de pensar en el peligro que corría en una casa que parecía tomada por la lujuria. Sentí que mi obligación era hacer todo lo posible para alejarla de esos dos miserables pecadores… y también de mí.

CONTINUARÁ...

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