Nuevos relatos publicados: 13

Loca por los vibradores

  • 15
  • 45.910
  • 9,58 (24 Val.)
  • 3

Por desgracia, la vida sexual de una chica puede llegar a ser, en ocasiones o por temporadas, una especie de montaña rusa. Hay días en que tu pareja te satisface plenamente y otros en que, por motivos varios, tienes que conformarte con lo que buenamente puede dar.

 Yo tengo novio y lo de ‘montaña rusa’ le viene que ni pintado. Tiene 23 años, tres más que yo, y su profesión, agente inmobiliario, es de esas que unos días no paras de trabajar como un ‘chino’ (dicho con respeto) y otras, por el contrario, tienes tan poco que hacer que no despegas el culo de la silla en la oficina.

Es por esto que unos días, los de menos jaleo, me regala tales maratones sexuales que, durante la siguiente media hora, hasta caminar supone una odisea para mí. En el supuesto contrario, cuando llega a casa como si hubiese corrido la Etapa Reina del Tour de France, con más puertos de primera que de tercera, si me dura un asalto en la cama ya me puedo dar con un canto en los dientes. Entonces, una vez se queda dormido, y para no herir su orgullo, me levanto de la cama sigilosamente, voy al cuarto de baño y me hago un dedo, dos o los que hagan falta hasta conseguir al menos un par de buenos orgasmos.

El caso es que masturbarse manualmente como una loca durante un buen buen rato puede llegar a ser agotador. Encontré la solución definitiva una noche, navegando por Internet mientras él dormía, en forma de moderno y elegante vibrador. ¡UF! El cambio fue radical. Mi vida pos-coito alcanzó nuevos horizontes y sin fatigarme más que haciendo mayonesa con la batidora.

Todo iba de maravilla hasta hace un par de semanas.

Yo estaba en el baño, dale que te pego con el vibrador. En un momento dado, mientras me hallaba en pleno éxtasis, entró y me pilló con las manos en la masa. Un mal sueño le había despertado y aprovechó para orinar. Me quedé helada, sin saber cómo salir de aquella situación tan embarazosa. Le confesé la verdad en un arrebato de sinceridad. Tampoco era para tanto. Eso sí, no quise herir su hombría confesando que en ocasiones no me satisfacía del todo.

Dani se lo tomó mejor de lo esperado. Incluso, propuso incorporarlo en nuestras escaramuzas sexuales. Debo reconocer que fue una gran idea porque, tras una semana disfrutando con ambos miembros, el masculino y el artificial, según se terciara, mi felicidad era absoluta. Por no hablar de los ratos de gozo que yo misma me regalaba en su ausencia, generalmente después de comer.

De esta forma llegó el primer sábado de abril. Ese día mis abuelos se presentaron de improviso a comer. Fue una grata sorpresa que traería consecuencias imprevistas para ellos.

Resulta que habíamos terminado de comer, y yo estaba en la cocina preparando café. Ya estaba terminando cuando, de repente, me viene el abuelo y me pregunta con gesto serio:

—¿Esto es lo que imagino que es?

Alzó la mano y puso ante mis narices mi vibrador.

Mi sorpresa fue mayúscula.

—¡Eso no se hace, abuelo! —le reprendí enérgicamente—. No tienes derecho a rebuscar entre las cosas de mi dormitorio.

—No, niña —negó con la cabeza—, estaba en el cuarto de baño, sobre el lavabo.

Enseguida caí en la cuenta y quise que me tragara la tierra.

Recordé que aquella mañana, Dani y yo nos duchamos juntos, luego jugamos un rato con el vibrador y terminamos con un reconfortante polvo en la cama. Era obvio que lo dejé en el aseo con intención de lavarlo más tarde y olvidé hacerlo.

—No, abu, no es la maqueta de un Zeppelin —respondí con tono jocoso al tiempo que sonreía.

Algunas veces, cuando me han pillado en algo y quiero quitar hierro al asunto, suelo recurrir a la broma. Esta situación lo requería.

—Bueno… Yo no digo nada —mi abuelo había captado la indirecta— pero, si tú y Dani tenéis problemillas, creo que…

—No, abu —le frené en seco—, no es lo que imaginas.

No me quedó más remedio que explicarle las circunstancias personales entre mi novio y yo y el motivo por el que lo había comprado. Dejé muy claro que todo estaba superado y que el vibrador tan solo era un complemento en nuestros juegos eróticos que, a la postre, había resultado ser una brillante idea.

—Imagino que las cosas han cambiado mucho desde que tú eras un jovencito, abuelo —le dije haciendo gala de mi madurez—. Ahora las cosas han cambiado y las mujeres no nos conformamos con un aquí te pillo, aquí te mato.  

A medida que le hablaba de la revolución sexual de las mujeres del siglo XXI, le mostraba el funcionamiento de aquel instrumento de placer. Esto despertó curiosidad en mí.

—¿La abuela nunca ha usado uno de estos? —le pregunté con total naturalidad.

—Si lo ha tenido o no, no lo sé; al menos, yo nunca he visto nada semejante por casa.

—Bueno… Semejante, semejante… —dije sin poder evitar una sonrisa burlona—, tienes el mango del cepillo para el pelo o el tubo de pasta dental.

Mi abuelo soltó dos sonoras carcajadas.

No obstante, la conversación había despertado en él un interés sorprendente. No solo me preguntó por el precio, sino que, además, se interesó por cuestiones relacionadas con el modo de empleo, situaciones en que puede ser necesario y otros detalles que me dejaron perpleja.

Finalmente, confesó que todavía, a sus sesenta años, mantenía relaciones esporádicas con la abuela, que iban decreciendo, en cuanto a frecuencia y duración se refiere, con el paso de los años. La razón principal, según confesó, era la falta de motivación por su parte.

—Siendo así —le dije—, si tu fogosidad va decreciendo y la de la abuela no, creo que un complemento como este os vendría bien. Sobre todo para ella.

—No sé yo si ella…

—Ni lo dudes, abu. Seguro que se vuelve loca con algo así en las manos. Piensa que el deseo no tiene edad y que la abuela es tan mujer a sus años como cualquiera. Mira, no está bien que yo lo diga, pero mamá también tiene uno en su mesita de noche y por eso no se termina el Mundo.

Mi abuelo se rascó la barbilla, confuso con semejante revelación.

—¿Cómo…? ¿Tu madre también…?

—Claro, abu. —Ahora las carcajadas eran mías—. A mí no me consta que tenga problemas sexuales con papá; pero, como toda hija de vecino, supongo que ella también necesita un desahogo de vez en cuando. Deja que sirva el café a Dani y la abuela. Luego te muestro cómo hacerte con uno para sorprenderla y que vea que piensas en ella y en su bienestar.

No tardé en regresar a la cocina. Le tomé de la mano y fuimos a mi dormitorio. Allí, encendí el ordenador y busqué el link de la web donde lo había comprado y que tenía guardado en los favoritos del navegador.

—Mira, compré mi vibrador aquí—. Pinché en el enlace y la página se abrió.

Estuvimos navegando por ella durante un rato, viendo decenas de modelos, de todos los colores, formas y materiales. Él no sabía por cuál decidirse entre tanta variedad y rango de precios. Yo trataba de aconsejarle en función de sus necesidades; sin embargo, la información de que disponía no era mucha y mi abuelo se cerraba en banda, reacio a proporcionar detalles demasiado personales.

—Entonces… —le dije—. Creo que lo mejor es que miréis la web juntos, la abuela y tú, y que ella elija en función de sus necesidades. Como ves, incluso los hay específicos para estimular determinadas zonas erógenas: clítoris, punto G… También hay uno que me tiene loca y que voy a comprar ahora para que, de paso, veas lo sencillo que resulta comprar. Y, si mientras miráis el sitio, os surgen dudas, abajo a la derecha hay una ventanita de chat donde alguien os responderá con profesionalidad y educación cualquier cuestión que le planteéis.

—Esto último resulta muy útil para los negados de ‘la internete’ como yo —bromeó el abuelo.

—Tú no sufras por eso, que yo te envío ahora mismo el enlace por email, para que solo tengas que pincharlo.

—Pero, dime, ¿qué tiene de especial ese que has mencionado?

—Este, es lo que llaman un “masajeador con control remoto”. Una amiga tiene uno similar y habla maravillas de él. La idea, ya que estamos en confianza, es introducírmelo dentro de la vagina para que Dani, con el control en su poder, elija el modo, la intensidad y el momento de activarlo. Estoy segura de que lo pasaré en grande cuando note sus efectos por sorpresa. La diversión, y algo más, está garantizada.

»¡Uf! ¡No puedo esperar a recibirlo! —añadí lanzada, aunque con cierto rubor en las mejillas—. Por suerte para mí, en 24 horas lo tengo en casa.

Mis abuelos, juntos e igual de animados, hicieron su pedido esa misma noche, aunque desconozco el modelo que eligieron. Esto pertenece a su privacidad.

Por mi parte, recibí el mío al día siguiente por la tarde, tal y como estaba previsto. Rápidamente abrí el paquete, leí las instrucciones y lo puse a cargar. Tan sencillo como colocarlo en la base de carga y conectarlo mediante cable USB. Igual que con el teléfono.

Como el fin de semana estaba cerca, decidí mostrar a Dani la nueva adquisición el sábado después de comer. Pensé que sería mejor pues, al no trabajar, estaría descansado y tendríamos por delante todo el tiempo del mundo.

—Tengo una sorpresa —le dije apenas terminamos de tomar café.

—¿Para mí? —preguntó con absoluta normalidad.

—Mas bien, para los dos. Ambos lo podemos utilizar; tú de una forma, yo de otra. Lo importante es que ambos lo pasaremos bien.

Su absoluta normalidad se transformó en impaciencia.

—Bien. Entonces ve al dormitorio y lo coges. Está sobre la cama.

Mientras él iba a por la sorpresa, yo me recosté sobre el sofá. Vestía una mini de color rosa y braguita roja, su preferida, con un sugerente top negro en la parte superior.

Me mojo recordando aquel día.

Yo estaba en el sofá, con las piernas semiabiertas y mostrando la tela roja entre ellas.

Dani regresó a muy risueño. Se había tomado su tiempo en hacerlo. Seguramente estuvo analizando el masajeador. Igual que hice yo al recibirlo.

—¿Esto es seguro? —preguntó por preguntar ya que sabía la respuesta, pero sirvió para romper el hielo.

—Prueba y lo averiguamos —respondí al tiempo que levantaba las piernas, las abría y retiraba a un lado la braguita. Mis labios vaginales se abrieron como una flor.

—¿Tengo que meterlo dentro? —Volvió a importunarme con preguntas estúpidas.

Me las tomé a guasa.

—Tú verás… Si antes no quieres contarle un chiste de leperos, sí, será mejor que lo metas dentro de mí.

El juguete tiene forma de ‘U’ y es flexible, con dos partes que cumplen distintas funciones. Una, la mas delgada, se introduce en la vagina y puede orientarse, incluso, hacia el punto ‘G’. La otra, más gruesa, queda fuera y tiene el botón de encendido. También puede orientarse para que estimule el clítoris al mismo tiempo.

Lo introdujo con cautela, como si mi coño fuera la minúscula abertura de un pistacho y temiese partirlo. Luego volví a la posición original, cómodamente sentada.

—Entiendo para qué sirve —dijo Dani, como perdido—, pero no entiendo que pinto yo en esto.

Sonriendo, le pedí que se acercara a mí para besarle con ternura.

—Soy un juguete en tus manos —le susurré al oído—. La idea es que tú tengas el mando y lo utilices cuando quieras. Cierto que yo seré quien disfrute, pero tú te divertirás ‘torturándome’. Seguro que, con la práctica, termina gustándote más que a mí, aunque no del mismo modo.

Dani dibujó una sonrisa maliciosa en su rostro.

—¿Cuando yo quiera y como quiera?

Afirmé con los ojos. Luego los cerré, abandonándome en mis pensamientos y deseos.

No tardé en recibir la primera andanada de vibraciones, más potentes a medida que Dani iba comprendiendo el funcionamiento y los efectos que producía en mí.

Él no dijo nada. El dedo se le había pegado al botón. De este modo, tras cinco minutos, más o menos, me vi atrapada en un orgasmo tan intenso, que no pude reprimir varios gritos de placer (para bien o para mal, suelo ser muy rápida alcanzando el primer orgasmo). Lo acompañé juntando los muslos cuanto pude y restregándolos suavemente para mantener la posición del vibrador.

—¡Me encanta! —exclamé entre suspiros.

En ese momento dejó de vibrar, cuando recuperé el ritmo respiratorio.

—Ya sabía yo que le cogerías el gusto a eso de controlar el botoncito —le dije tras abrir los ojos y contemplar su rostro de niño travieso.

—Como para no cogérselo —respondió—. De otro modo no podría ver la cara de putita que pones cuando te corres. Es solo comparable, guardando las distancias, a las contadas veces que te masturbas delante de mí y que tanto me gusta, como bien sabes.

—Ahora no será necesario. Al menos, mientras seas tú quien controla la situación.

Con el discurrir de la tarde, noté que se había aferrado con uñas y dientes al término ‘control’ y a su significado. Así, caprichosamente, ejercía su poder cuando yo menos lo esperaba. En ocasiones, no usaba el control durante un buen rato. Luego, cuando estaba distraída viendo la tele, me regalaba interminables minutos de inesperado placer.

A eso de las nueve, la situación cambió radicalmente con una propuesta insospechada.

—Cenemos fuera —me dijo—. Quiero ver cómo te comportas estando en público.

—¿Te refieres a usarlo donde vayamos? —pregunté haciéndome cruces.

—Claro. Será divertido.

Le noté tan seguro que no me opuse, aunque mis planes pasaban por pasar la tarde y la noche en casa, motivada por un maratón de placeres ahora frustrado.

—Está bien. Deja que me arregle y lo limpie como es debido. Antes, llevada por la emoción, he olvidado hacerlo, y la higiene es lo primero.

Dani insistió en que ya no tenía remedio. Prefirió que lo mantuviera en mi interior. En estas circunstancias utilizó el mando mientras me vestía, o en el baño cuando me maquillaba, o bajando en el ascensor, incluso en el garaje, cuando fingió confundir el mando con el de la puerta automática, apretando una y otra vez mientras protestaba porque “la puñetera puerta no funciona”.

¡Que cabrito puede llegar a ser en ocasiones!, pensé.

¡En fin!

Durante el trayecto al restaurante, aprovechó cualquier semáforo para darme matarile apretando el botoncito, jugando con la duración y la intensidad. Llegó un momento en que no pude más y me corrí como una cerda en la intersección de una calle, sin darme cuenta de que, a nuestra derecha, había otro coche parado y dentro un hombre y una mujer de mediana edad.

Quise desaparecer del mapa. Estaba segura de que ella había notado que algo extraño me pasaba. Posiblemente, viendo mis gestos, su conclusión era certera.

—Lo siento en el alma, Dani, pero debo sacármelo —le dije compungida—. No creo que sea bueno llevarlo dentro tanto tiempo. Deja que descanse al menos durante la cena.

—Tú misma —respondió como si nada—. Tú decides cuándo sí y cuándo no.

Me sentí la mujer más afortunada con un novio tan guay. Este pensamiento abrió mi apetito, tanto que repetí postre: una macedonia de frutas que, según la carta, contenía un componente afrodisiaco.

No se si fue por la fruta o por la novedad que suponía cenar fuera de casa con mi amor. El caso es que me sentía eufórica, con ganas de bailar.

Apenas compartí este deseo con Dani, hizo una llamada de teléfono.

—He quedado con Carlos y Azucena —me dijo—. Ahora están en un local con otras dos parejas. ¿Te animas?

—Sí, cielo, pero antes debo ir al baño.

Diez minutos más tarde, volvíamos a recorrer las calles de la ciudad en el coche.

—¿Tienes por ahí el mando de ya sabes qué? —le pregunté.

—Sí. ¿Por?

—No me preguntes, Dani, pero he vuelto a meterme el aparatito. Ha sido un impulso repentino.

Para mí era un reto más que un impulso. Me motivaba llevarlo dentro cuando estuviésemos rodeados de gente.

Ya en el local, y tras las presentaciones (Dani no me dio tiempo para más), empecé a notar las primeras vibraciones. Trataba de disimular el gustito que se apoderaba de mi entrepierna, mientras él me miraba con malicia y yo le devolvía una sonrisa, retándole, ansiosa porque recogiera el guante.

Lo hizo, aprovechando que yo charlaba con las chicas y él con los chicos, con su mano metida en el bolsillo y apretando el botoncito sin miramientos, una y otra vez.

Me costaba, me costaba mucho mantener la compostura, evitar que ellas vieran lo que aquella señora del otro coche. Cuando ya no podía más debido al intenso placer, disimulaba los gemidos con todo tipo de artilugios. Unas veces, tosía volviendo la cabeza; otras, simulaba un estornudo girando el torso; el resto, simplemente tarareaba la canción que sonaba.

Estuvimos en aquel local unas dos horas, tiempo más que suficiente para que yo me pusiera más cachonda de lo que recordaba.

—Vamos a casa, Dani —le dije aprovechando que le tenía a mi lado—. Ya no puedo más y necesito que me folles salvajemente.

Nos despedimos de nuestros amigos y apresuradamente salimos de allí.

El regreso a casa fue más o menos tranquilo pues, sabiamente, Dani apenas utilizó el mando. Lo suficiente para mantener la llama encendida. Volvió a la carga en el ascensor. Durante el ratito que tardamos en subir los siete pisos, no dejó de pulsarlo al tiempo que me magreaba los pechos y el culo, arrebatado, mucho más impetuoso de lo normal.

—Espera a que estemos en casa —le dije, tratando de evitar que me follara allí mismo.

Apenas entramos en el apartamento, se aferró a mí por la espalda y caminamos de mala manera hasta el dormitorio.

—No, no te desnudes —dijo cuando me disponía a hacerlo—. Quiero hacer algo que lleva torturándome toda la noche.

Ni corto ni perezoso, me situó junto al borde de la cama, de espaldas a él, forzó mi cuerpo hacia delante y quedé con el culo expuesto. Luego levantó mi minifalda, me bajó la braguita e hizo lo propio con sus pantalones y el slip.

 

 

 

—Abre las piernas —ordenó.

—¿Me saco el vibrador? —pregunté.

—No, de momento no.

Di por sentado que pretendía jugar un poco más antes de penetrarme.

Qué equivocada estaba.

Seleccionó la máxima intensidad y pulsó el botón. El placer era increíble y por momentos creí desfallecer. Entonces, aprovechando que mi cabeza estaba en otra parte, colocó el glande en el ano y empujó hasta introducir del todo la verga, sin levantar el dedo del botoncito.

¡Dios! Creí morir de placer entre gritos y gemidos. Otras veces habíamos intentado la penetración anal, sin demasiado éxito pues, aunque mi ano se dilataba con relativa facilidad y él conseguía introducirla del todo, al poco me me invadía una extraña sensación de malestar y teníamos que desistir. No obstante, al prescindir en esta ocasión de los prolegómenos e ir al grano, la situación se asemejaba con todas las de la Ley a una doble penetración. Seguramente todo esto hizo que mi organismo aceptara su miembro tantas veces como quiso, hasta que el esperma abundante y calentito inundo mis entrañas.

Aquel inolvidable sábado supuso un antes y un después en nuestras relaciones sexuales. Ahora ya no importa si Dani llega cansado y sin ganas a casa. Si este es el caso, simplemente me introduce el masajeador y disfruta viéndome gozar. Por el contrario, si regresa pletórico de fuerzas, las sesiones de sexo no parecen tener fin.

 

Con el paso de los días descubrimos que también sirve para estimular su miembro. Y goza con ello, casi tanto como yo. Otro dato a tener en cuenta es que el aparato puede controlarse desde largas distancias mediante una app instalada en el teléfono. De este modo, cuando él llama y pide que me lo introduzca, una simple conexión a internet es suficiente para jugar conmigo. No sé, pero de este modo le noto más cercano aunque no le tenga a mi lado. 

FIN

(9,58)