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Liturgia de los cuerpos (parte 3)

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Mientras subía por las escaleras para alcanzar la cima de la torre me preguntaba cómo iba a ingresar al cementerio sin la llave correspondiente, aunque me importaba más lo que iba hacer ella allí y nada iba hacer yo para evitar su ingreso. Rápidamente me dejó de importar el posible acto de vandalismo. Escondido, detrás de uno de los pilares ya fuleros, se orquestaba un acto voyerista en mi mente.

El chillido del portón enrejado, como funesta queja de cerdo mamón, colmó de ávida impaciencia a los pardos y negros zorzales chiguanco, entretanto, su vestido rojo con flores blancas contrastaba con el entorno, pero por sobre todas las cosas, era un derroche de vida en el valle de los muertos. La veo caminar por los estrechos pasillos del pequeño pero no desdeñable cementerio haciendo algunos apuntes en un cuaderno azul hasta desaparecer detrás del mausoleo, pasaban los segundos y no aparecía. De pronto, agarrándome totalmente desprevenido, reapareció por el otro lado del mausoleo mirando hacia el campanario dándome un susto poniéndome al resguardo bruscamente de sus ojos.

Luego de unos minutos y con algo de miedo pero con muchas dudas me volví a asomar. Estaba sentada encima de una tumba escribiendo su cuaderno azul que posaba en su falda, podía ver como apretaba sus piernas moviéndolas lentamente a la vez que parecía hundir el cuaderno levemente entre sus piernas y acariciaba su muslo con la otra mano abriendo paso al viento que se colaba entre los pliegues de su pollera. Soltó el cuaderno, se acostó, comenzó a masajear su clítoris por encima de su pollera y locionaba sus tetas apretando sus pezones al morder su labio. Podía sentir sus gemidos taciturnos mientras pensaba en entrar en escena y bajar por ella. Eso supuse que le excitaba, mis miedos, mis dudas, mi morbosidad, mi deseo y lo prohibido.

Decidí mirar un poco más y ella ahora estaba boca abajo con su pollera por arriba de su cola que en movimiento pendulares se agitaba aplastando y frotando sus pezones en el frío mármol. Mi erección ya era firme y comencé a masturbarme. Deseaba cogerla como nunca antes deseé otra cosa, deseaba sus labios y lengua en mi verga, penetrarla por la concha y sentir sus gemidos... pero entre ese caos erótico no me podía sacar la idea de que tal vez esa sea mi única oportunidad de hacerla mía aunque corra el riesgo de arruinar algo que jamás me había sucedido ni presenciado.

Apresuradamente baje por las escaleras y me dirigí al cementerio por una entrada que está dentro de la iglesia (habrá sido muy cómico ver al cura corriendo con una erección o muy horrible, depende), abrí la puerta y al llegar ya no estaba, la pude ver correr y acomodar su vestido, sentí aún más funesto el chillido del portón al cerrarse y solo dejó su perfume y sudor en el mármol. La más hermosa de las posibilidades se ha trasformado en una venganza que me condenará al infierno de su lujuria y al vacío en el tacto ante su utópica piel.

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