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Doctor Luc en “Queensboro Plaza Station

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Porque en el más frío de los inviernos de la vida de Pablo, el Doctor Luc llegó sin avisar y se convirtió en su verano más caliente. Uno muy, muy caliente.

Lo vio por primera vez en la estación Queensboro Plaza, a punto de abordar el icónico metro de Nueva York. Entró un frío de los mil demonios cuando las puertas del vagón se abrieron, pero cuando el Doctor Luc estuvo adentro, Pablo enseguida se sintió caliente. El Doctor, de unos cuarenta años, llevaba puesta una gabardina color carbón, una corbata rojo vino y un maletín de doctor de cuero negro. Llevaba una barba de tres días muy bien cuidada y un prominente bigote que le recordaba al bigote de Daniel Day-Lewis en la película “Pandillas de Nueva York”, solo que este era rubio oscuro, era precioso. Aquel hombre era tan masculino y sexy que en un segundo Pablo fantaseó con que se dejaba dominar, amarrar y follar por él, gritando de placer.

A Pablo le parecía estar viendo al surfista californiano más hermoso de la vida en un traje de negocios de Nueva York, y mejor aún, masivamente musculoso y entrado en sus cuarenta años. No había nada que le gustara más que un cuarentón sexy.

Aquel hombre, aún desconocido para él, era tan perfectamente precioso que para Pablo -y todos a los que le contara esto en el futuro- era imposible entender que aquel toro de ojos azules y cabello rubio oscuro, piel canela, mirada de rompe culos y con aquella seguridad en sí mismo, se hubiera fijado en él -un chico tan simple- desde el momento en que entró y se sostuvo del mismo tubo al que se estaba sostenido Pablo desde que había subido al metro en la estación de Times Square.

Aquel Dios del sexo se acercaba cada vez más a él y no dejaba de mirarlo a los ojos, a Pablo esto lo puso nervioso al principio y pensó en salir corriendo, pero luego se dio cuenta de que una oportunidad como esta no se volvería a dar fácilmente, y que de verdad, le apetecía demasiado este hombre y se merecía probarlo. Aquel hombre estaba ofreciéndole el glorioso placer de un acostón, así, sin vergüenza y sin titubeos. Aquel semental precioso era demasiado seguro de sí mismo como para andarse con rodeos.

Cuando el metro se detuvo en la siguiente estación, el Doctor, con un movimiento hábil y excepcional, se pegó totalmente a Pablo haciendo que su gabardina prácticamente los arropara a ambos para que los demás pasajeros no vieran lo que estaba a punto de suceder.

Enseguida el hombre soltó su maletín en el suelo del vagón, y con la mano derecha -que era la que ahora tenía libre, porque con la otra se estaba sosteniendo al tubo-, sin pedir permiso, se fue directo a la entrepierna de Pablo. Le agarró los huevos, lo miró a los ojos y sonrió. Pablo sonrió de vuelta, no podía creer lo que le estaba pasando. Se mordió un labio para comprobar que no estaba simplemente teniendo un sueño húmedo y le dolió la mordida, estaba despierto, definitivamente se había ganado la lotería.

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En la siguiente parte:

SEXO EN EL METRO DE NUEVA YORK

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