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Calígula: Aprendiendo a Montar

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El Príncipe estaba apesadumbrado.  En poco más de una semana tendría que abandonar el campamento de su padre Germánico para ir a la villa de Capri.  El Emperador Tiberio, deseaba tenerlo más cerca de Roma cuando tomara la toga pretexta.  Aunque no todo era malo; su querido tío le había prometido mucha diversión y obsequios magníficos.

Estiró su hermoso cuerpo en el que empezaban a evidenciarse las delicias de la pubertad.  Se sintió solo; casi era una maldición estar rodeado únicamente de esclavos. Si al menos le hubiesen permitido cabalgar con la tropa, seguro no estaría tan aburrido. Ese triclinio era demasiado amplio para Él sólo. Tendría que ingeniárselas para divertirse un poco con alguno de los esclavos que lo servían en ese momento.

¿A cuál esclavo tomaría para divertirse? Los tres eran animales verdaderamente sumisos; como todos los esclavos. Podría disponer de cualquiera de ellos. No encontraría rebeldía en ninguno; así quisiera someterlos a tormento a los tres al mismo tiempo.

El tracio que estaba arrodillado al extremo del triclinio masajeándole los pies parecía concentrado en su labor. El Príncipe le lanzó un golpe con su pie izquierdo que dio justo en el ojo derecho del infeliz. El joven esclavo gimió y se tambaleó; pero se sobrepuso y casi de inmediato volvió a su tarea de masajista. El Príncipe volvió a patearlo, esta vez en la garganta, y le ordenó:

—¡CÁLZAME LAS CÁLIGAS!

El esclavo se estremeció casi con terror. Las cáligas del Príncipe eran especiales; las afiladas púas que las guarnecían sobresalían a la suela y a los costados de aquellas sandalias romanas; y el joven Cayo hacía que se las calzaran cuando en ocasiones decidía divertirse dándoles tormento a los esclavos que le servían.

Los hacía desnudarse y tenderse boca – arriba en el suelo; luego se paraba sobre sus cuerpos inermes y caminaba sobre ellos imitando el paso de marcha de la tropa y haciendo que las finas púas de sus cáligas se enterraran en la piel de los esclavos. Después de dejarlos casi por completo macerados, parecía gozar especialmente quedándose de pie sobre zonas muy sensibles para contemplar las expresiones de sus rostros demudados por el dolor.

Era común que al verlos empapados de sudor y en un estado de angustia terrible, El Príncipe quisiera aumentarles un poco más el tormento. Entonces escogía a uno al azar y se paraba sobre el pecho del esclavo, para refregar con fuerza sus pies sobre las tetillas del miserable, lo cual provocaba que las púas de las cáligas destrozaran y arrancaran a jirones la carne del siervo que no podía contener aullidos de dolor. Aunque ese era el tormento más común, a veces el Divino Cayo sometía a sus esclavos a otras clases de suplicios un poco más refinados, que los hacían delirar de dolor mientras Él alcanzaba un estado de excitación que con la llegada de la pubertad parecía aumentar más cada día.

El esclavo tracio sabía muy bien lo que podía aguardarle y por eso casi empezaba a llorar de terror ante la orden de su joven Amo; él mismo, en los escasos dos meses que llevaba en el campamento, había sido objeto de diversión para El Príncipe. Pero ni se cruzaba por su mente la idea de rebelarse; tres veces hubo contemplado cómo otros de su clase padecían en la cruz hasta la muerte por motivos menos graves que la desobediencia al joven Cayo.

Recogió las cáligas y se dispuso a calzar al Príncipe. Pero una idea fugaz cruzó su mente como un rayo. En un intento fútil por sustraerse al suplicio que tendría que sufrir si era escogido por su Amo para divertirse, quiso mostrar extrema sumisión y antes de calzarlo le besó las plantas de los pies con toda la suavidad de sus labios temblorosos.

El Divino Cayo se enfureció con el tracio; no por el gesto abyecto del mancebo; sino por la impaciencia que le causaba el que los esclavos no le obedecieran al punto. Volvió a patearlo con violencia, estrellando el talón de su pie izquierdo en la boca del fámulo y le gritó:

—¡APÚRATE!

El cuerpo del tracio osciló por la violencia y lo sorpresivo del golpe. Pero por fortuna pudo reponerse de inmediato y con manos temblorosas ajustó las cáligas a los pies del Príncipe y se quedó de rodillas e inmóvil al extremo del triclinio, rogando con todo su ser que su Amo no fuera a torturarlo.

El Divino Cayo volvió a patearlo. En el pecho del esclavo quedó marcado el contorno de la cáliga que ahora cubría el pie izquierdo del Príncipe. El tracio no pudo reprimir un lastimero gemido y se dobló sobre sí mismo hasta que su rostro quedó pegado al suelo. Temblaba como una hoja azotada por el viento, esperando a que su Amo decidiera cuál tormento le aplicaría.

Pero El Príncipe no se fijó más en el tracio; observó con detenimiento al armenio que estaba en cuatro patas tratando de pulir el maderamen de la tarima donde se alzaba su lecho y sonrió con gesto de malicia. Ya que su padre no lo dejaba cabalgar con la tropa, Él se proveería de un nuevo caballo para montarlo por entre las improvisadas callejuelas del campamento.

El armenio era un esclavo llegado al campamento de Germánico hacía apenas dos o tres días. Aún no había sido objeto de diversión para el Divino Cayo y parecía no tener otra preocupación que la de convertir la tienda de su Amo en un lugar digno de ser habitado por un Príncipe Romano. Ajeno como estaba al terror del tracio que seguía encogido sobre sí mismo, el esclavo armenio no se percató que El Príncipe se le acercaba; seguía en cuatro patas, concentrado en la tarea de fregar la madera de la tarima con el grueso trapo de lana que sostenía entre sus manos.

—¡TÚ! – le gritó El Príncipe al tiempo que le propinaba un puntapié en el muslo derecho – ¡DESNÚDATE!

El armenio lanzó un grito más de sorpresa que de dolor. Instintivamente giró sobre sus cuatro patas y se echó a los pies de su Amo gimiendo e implorándole piedad con un extraño acento. Desde los cuatro finos agujeros que habían hecho las púas de las cáligas del Príncipe en el muslo del esclavo, empezaban a manar otros tantos hilillos de sangre. Pero el Divino Cayo no mostró clemencia; volvió a patearlo marcándole esta vez el rostro con los clavos que guarnecían los costados de su calzado.

—¡OBEDECE! – le gritó El Príncipe mientras le propinaba otro puntapié a la altura del vientre.

El esclavo gimió sintiendo ahora sí todo el dolor de sus pequeñas heridas y más aterrado a cada momento. Pero comprendió al punto que no tenía más opción que plegarse sin remedio a los deseos de su Amo. Aún en cuatro patas y con su rostro inclinado hasta los pies del Príncipe, se despojó con presteza de su burda túnica.

El cuerpo delgado del armenio quedó completamente desnudo y a merced de su Dueño. Tendría apenas unos 16 años pero su talla era algo fuera de lo común. Puesto en cuatro patas como estaba, parecía un verdadero pony cuya alzada daba casi a la cintura del Príncipe; y no por que el Divino Cayo fuera de corta estatura; sin haber cumplido sus 13 años sobrepasaba por una cabeza a todos sus primos y a su hermana Drusila que había nacido 2 años antes que él.

El Príncipe posó sus manos sobre los omoplatos del esclavo y con gran agilidad saltó para quedar montado a horcajadas sobre su cintura. El infeliz volvió a gemir y el lomo se le curvó bajo el peso de su Amo.

El Divino Cayo intentó asirse de los pelos de su montura; pero el esclavo estaba esquilado de tal forma que El Príncipe no logró su cometido. Volvió a enfurecerse y levantó su mano abierta para propinarle un severo golpe en la cabeza cerca de la oreja derecha. El infeliz gimió y se sintió tambalear; pero haciendo un gran esfuerzo se mantuvo en cuatro patas, evitando así que su Amo cayera por el suelo. Eso habría significado la cruz para el esclavo.

El Príncipe se volvió a mirar al galo que parecía querer ocultarse de los ojos de su Amo. El tercer esclavo estaba acurrucado en un rincón de la tienda y parecía presa de gran terror. Sabía que un solo siervo no bastaba a la diversión del Divino Cayo y aguardaba con angustia el momento en que El Príncipe decidiera usarlo.

—¡TRÁEME UNA BRIDA! – le gritó El Príncipe.

El esclavo galo se levantó como una exhalación y salió de la tienda a toda prisa. Pocos segundos después regresó trayendo en su mano el instrumento que le había pedido El Príncipe. Se acercó tembloroso y se arrodilló a los pies de su Dueño para entregarle la brida; luego se inclinó hasta quedar postrado en el suelo, justo al lado del armenio sobre el que estaba montado el Divino Cayo.

El Príncipe desmontó del lomo del armenio enterrando las púas de sus cáligas sobre la espalda del galo que estaba postrado a su lado. El esclavo gimió al sentir cómo su Amo daba un paso sobre él y le hería la nuca con los clavos de su calzado; pero se mantuvo inmóvil para evitar que el Divino Cayo fuera a dar un traspié.

Con la brida en la mano, El Príncipe le ordenó al armenio que levantara la cabeza y abriera la boca. Entonces intentó hacerle tragar el bocado para enjaezarlo como a un verdadero caballo; pero no quedó satisfecho. La brida que había traído el galo era de las que se usaban para una bestia de gran alzada y portentosa cabeza. Por más que apretó las correas con toda la fuerza de sus brazos, no logró que el instrumento se ajustara debidamente a la anatomía del esclavo.

Sintió que la cólera volvía a invadirlo y con la misma brida empezó a dar golpes furiosos sobre la cabeza del armenio. Tampoco se olvidó del galo que estaba echado a sus pies y mientras azotaba al otro, a éste le pisoteaba la cabeza con fuerza, arrancándole piel y pelos que se quedaban enredados en las púas de sus cáligas. Los dos miserables no se atrevían a moverse ni menos a parar los golpes que les prodigaba El Príncipe, pero chillaban aterrados e imploraban clemencia. Casi estaban al borde del colapso por tanto dolor y tanto miedo. Ya se habían convencido que les esperaba un cruel y prolongado tormento.

El Príncipe estaba demasiado alterado y no iba tener piedad con ese par de animales que tan mal le servían; hasta pensó en hacerlos colgar por los pulgares para azotarlos Él mismo hasta arrancarles el cuero del lomo. Pero luego reflexionó un poco y dedujo que de nada iba a servir a su diversión moler a los esclavos a golpes. Ya que la brida no se ajustaba a la anatomía del armenio, Él adecuaría al armenio para que se ajustara a una nueva rienda. Le propinó una patada salvaje por la cabeza al galo y le ordenó:

—¡DAME MI DAGA!

El esclavo se estremeció convencido que El Príncipe había decidido apuñalarlos. Pero era mejor eso que cualquier otro tormento. Casi agradeció que su Amo hubiera decidido hacerlos morir de una manera tan poco cruel. Se arrastró unos cuantos palmos y luego se levantó con presteza y fue a por la daga del Príncipe para volver a toda prisa a postrarse a sus pies, entregarle el arma y esperar sumisamente la punzada mortal que creía le iba a propinar el Divino Cayo.

El Príncipe tomó la daga de manos del esclavo y volvió a patearlo con fiereza. El miserable chilló y de nuevo se postró hasta el suelo para intentar besar los pies de su Amo; pero recibió otro golpe casi más fuerte que el anterior y una nueva orden.

—¡DAME UNA CUERDA! – le gritó El Príncipe.

El galo salió de nuevo en busca de lo que se le pedía y El Príncipe se acercó al armenio blandiendo la daga. Casi sonrió imaginando lo cómico que se vería el esclavo enjaezado de la manera que Él había ideado. Seguro que cuando llegaran su padre Germánico y el centurión Lúcilo se iban a torcer de risa viéndolo montado sobre semejante "caballo". Puso la punta del arma sobre la mejilla izquierda del siervo y presionó con fuerza; pero apenas pudo abrirle una pequeña herida por que el miserable chilló e involuntariamente torció la cabeza hacia la derecha.

El Príncipe se encolerizó de nuevo y le propinó unas cuantas patas furiosas al esclavo; luego le ordenó que se echara en el suelo indicándole que debía quedar de medio lado. El armenio obedeció con docilidad y mientras las lágrimas manaban a borbotones de sus ojos aterrados, El Príncipe le puso el pie derecho sobre el cuello haciéndolo que fijara la cabeza en el suelo e hiriéndolo nuevamente con las púas de su calzado.

Entonces se inclinó un poco y le puso la punta de la daga sobre la mejilla izquierda, justo en la pequeña herida que ya le había abierto; presionó con fuerza y el arma penetró en la carne del armenio. El miserable abrió la boca para exhalar un gemido lastimero, pero el puñal de su Amo pasó de largo hiriéndole la lengua y clavándosele por la parte interior de la mejilla derecha.

El Príncipe contempló por un instante su daga enterrada en la boca del esclavo y decidió darle un poco más de amplitud al agujero que le había abierto en la mejilla izquierda; giró el arma con un movimiento de torsión hacia la diestra y luego hacia la siniestra; con lo que la herida lineal que tenía el siervo se convirtió en un orificio circular por donde podría pasar con algo de comodidad el extremo de una cuerda.

El esclavo estaba casi a punto de perder la conciencia, pero la misma intensidad del dolor y el supremo terror que agarrotaba todo su cuerpo lo mantenían en un estado de vigilia que le resultaba demasiado cruel. Sus ojos inundados de lágrimas casi estaban a punto de salírsele de las órbitas; y ya no tenía ni el consuelo de poder gemir. El pie del Divino Cayo le oprimía la garganta haciendo además que las púas de la cáliga penetraran en la carne como una infinidad de pequeños puñales. La daga enterrada entre su boca le impedía hasta el más mínimo movimiento de la lengua, so pena de volver a herírsela.

El Príncipe volvió a torcer su daga entre la herida del esclavo hasta quedar satisfecho con la amplitud del agujero. Luego haló su arma desclavándola de la carne del miserable. No le dio tregua; levantó su pie derecho y volvió a descargárselo con fuerza sobre la cabeza. Eso hizo que el cuerpo del armenio se agitara con una especie de convulsión que provocó las risas del Divino Cayo. Pero no iba a perder el tiempo con esa nimia diversión; su objetivo era proveerse de una montura adecuada. Lo liberó de la presión de su pie y le ordenó que se diera vuelta sobre sí mismo y que le mostrara la mejilla derecha. El esclavo obedeció con prontitud y su Amo le hizo sentir de nuevo la presión de su pie derecho sobre la garganta.

El galo había regresado ya con la cuerda y estaba postrado sobre el entarimado, temblando y casi gimiendo por el terror que le provocaba el imaginarse que iba a ser sometido al mismo tormento que estaba sufriendo el armenio. Pero El Príncipe no se fijaba aún en él; mientras oprimía cruelmente la garganta del armenio con su pie derecho, volvió a inclinarse un poco y posó su daga sobre la mejilla derecha del miserable para repetir en todo la operación que ya había ejecutado sobre su mejilla izquierda.

Cuando ya estuvo satisfecho con las adecuaciones que había hecho en las mejillas del armenio, tomó la cuerda que le ofrecía el tembloroso galo que estaba postrado a sus pies, lo pateó y pateó al esclavo que usaría de montura y le ordenó que se pusiera de nuevo en cuatro patas; lo contempló por un instante. El miserable estaba empapado en sudor y de sus ojos manaban torrentes de lágrimas; el rostro le había quedado cubierto de sangre, pero aún así, a través de los agujeros de las mejillas, se veían sus muelas. El Príncipe sonrió contento de la eficacia de su daga; mientras el esclavo ni siquiera se atrevía a gemir y apenas sollozaba muy quedo. Ahora iba a enjaezarlo para divertirse como esperaba.

Tomó la cuerda por uno de sus extremos y trató de hacerla pasar a través del agujero que había abierto en la mejilla izquierda del armenio. Pero las muelas del esclavo detuvieron la cuerda. Entonces levantó la mano abierta y le descargó un severo golpe sobre la cabeza y le ordenó que abriera la boca. El infeliz gimió por la potencia del golpe pero obedeció de inmediato.

Entonces El Príncipe hizo que la cuerda pasara por el agujero que había hecho en la mejilla izquierda del esclavo, sacando el extremo por su boca abierta; entrelazó los cabos y los anudó firmemente sobre la comisura izquierda de los labios del infeliz. Tiró con fuerza de la cuerda para probar la resistencia de la carne del esclavo. No fuera a ser que se desbocara demasiado pronto; no correría peligro en ese caso, pero la diversión no le duraría mucho entonces.

Un espasmo de dolor recorrió todo el cuerpo del siervo; pero el infeliz supo ahogar un gemido que seguro hubiera excitado la furia del Joven Príncipe. Se estaba comportando como un animal digno de ser montado por el Divino Cayo. Aunque apenas lograba sostenerse sobre sus cuatro patas y estaba empapado en sudor, no se arriesgaría a recibir un tormento aún más cruel que el que ya estaba padeciendo.

El Príncipe sonrió viendo cómo la tensión de la cuerda provocaba un gesto indefinible en el rostro del siervo. Pero no se dio demasiado tiempo para esta diversión. Introdujo el otro extremo de la cuerda por el agujero de la mejilla derecha del esclavo y la anudó sobre la comisura de los labios.

Pasó la cuerda ya anudada por sobre la cabeza del armenio y la tensó al máximo, al tiempo que contemplaba con curiosidad la expresión del esclavo. Soltó una carcajada estrepitosa al ver cómo los labios del infeliz se estiraban obligados por la tensión del dogal, dejando al descubierto sus dos hileras de dientes, como si de verdad fueran los incisivos de un equino.

Estiró aún con mayor fuerza la cuerda y volvió a reír con satisfacción al oír los leves gemidos del esclavo y al comprobar cómo de los ojos del miserable seguían manando gruesos goterones de lágrimas que empezaban a lavar la sangre del perforado rostro.

Ya estaba disponiéndose para montar sobre el lomo del infeliz cuando se percató que faltaba un detalle más para lograr que el armenio quedara convertido en un verdadero pony. La grupa del improvisado caballo estaba incompleta; le faltaba una cola. Toda bestia tenía una cola y Él no haría el ridículo paseándose por ahí sobre un caballo sin cola. Luego no podría soportar las risitas burlonas de los integrantes de su Guardia de Honor.

Pateó de nuevo al galo que seguía echado a sus pies y le señaló un flagelo. Aquel instrumento le serviría para proveer de una cola a su montura. Pero cuando el esclavo volvió ante Él para entregárselo, no resistió la tentación de propinarle un golpe. Las nueve tiras de fino cuero retorcido quedaron marcadas en el lomo del infeliz, mientras que una de las pequeñas bolas de plomo que remataban cada tira le impactó sobre una de las tetillas arrancándole un aullido de dolor.

El Príncipe no le prestó demasiada atención al galo. Más bien contempló el grueso mango del flagelo, cuya longitud alcanzaba casi los dos palmos, y sonrió divertido al imaginar cómo iba verse su montura adornado con aquel artilugio. No esperó demasiado; puso la punta de la empuñadura en el culo del esclavo y empujó con decisión, pero el ano del infeliz se contrajo impidiendo el paso del extraño dildo.

El armenio exhaló un quejido lastimero y en su memoria se agolparon los recuerdos de su pasado reciente, cuando habiendo sido el juguete del hijo de su antiguo Amo, era sodomizado frecuentemente por aquel chico que a pesar de no haber cumplido los 14 años, ya exhibía una verga monumental; pero que no llegaba a tener ni la mitad del tamaño de lo que intentaba meterle por el culo el Divino Cayo.

El miserable intuyó inmediatamente que iba a recibir un nuevo castigo; así había sido siempre. Cada que su antiguo Dueño tenía dificultades en penetrarlo sabía muy bien dónde golpearlo para que relajara el ano. El Príncipe no sería menos que aquel chico; ya había probado suficientemente su crueldad. Pero se equivocó; en vez del temido golpe recibió una patada en el interior de su muslo izquierdo y la orden de abrir las piernas.

El Príncipe sonrió divertido al ver cómo el esclavo casi se despatarraba para exponer su culo; pero de inmediato volvió a acometer el ano del infeliz con el mango del flagelo. Esta vez alcanzó a entrar apenas la punta del instrumento y sin embargo el siervo no pudo evitar un gritito que expresaba todo el dolor que estaba padeciendo.

Cayo volvió a empujar el artilugio pero no obtuvo resultados; el ano del esclavo seguía demasiado contraído y no lograba hacer que el mango del flagelo penetrara como era debido. Con lo que le había entrado, la cola se caería a los primeros pasos de la montura. Volvió a empujar y no logró ningún avance. Se enfureció demasiado y sin pensárselo le asestó una nueva patada que fue directo a los huevos del siervo.

El infeliz exhaló un gemido gutural y se tambaleó sobre sus cuatro patas. Casi no podía respirar y estaba a punto de perder la conciencia, pero se sobrepuso pensando que si dejaba de serle útil a la diversión del Divino Cayo, seguramente El Príncipe lo haría morir en medio de tormentos aún más crueles.

Cayo estaba a punto de volver a patear al miserable, pero reflexionó por un instante y una idea cruzó por su mente. Pateó al galo ordenándole que se pusiera de rodillas, lo agarró por lo pelos y lo arrastró hasta hacerlo pegar el rostro al culo del armenio.

—¡LÁMELE! – le ordenó El Príncipe al galo mientras le señalaba el culo del otro esclavo.

El galo sintió que una oleada de repugnancia le revolvía el estómago. Nunca había sido usado para esos menesteres y no creyó posible que algún día tuviera que verse en la situación de lamerle el culo a otro esclavo. Pero sabía muy bien que no podía ni pensar en desobedecer al Divino Cayo. Eso le significaría la cruz o algún otro tormento más cruel. Así que sacó su lengua y tímidamente empezó a repasarla sobre el ano del armenio.

El Príncipe notó la falta de entusiasmo del galo y decidió incentivarlo un poco. Levantó el flagelo y le propinó un primer golpe que en realidad fueron nueve golpes, uno por cada tira de cuero que tenía aquel instrumento de tormento. El galo se estremeció de dolor pero comprendió demasiado bien que lo que su Dueño exigía era mayor decisión en la ejecución de la tarea que le había impuesto.

El infeliz se aplicó ahora sí con total entusiasmo a lamer el culo de su compañero de desgracia; pero El Príncipe siguió implacable, azotándolo sin misericordia y contemplando con cierto deleite los surcos sanguinolentos y los verdugones que empezaban a aparecer en el lomo del esclavo.

El armenio ni se movía de lo aterrado que estaba. No sabía lo que estaba pasando; ni siquiera podía imaginar lo que le estaban haciendo en su culo ni se preguntaba por qué El Príncipe había desistido de sodomizarlo. Pero de todas formas le resultaba agradable, luego de tanto dolor, que le pasaran por su ano ese algo húmedo y caliente que él no podía definir.

El Príncipe no paraba de azotar al galo, cada vez más entusiasmado por los efectos de las tirillas de cuero del flagelo y de las pequeñas bolas de plomo que las remataban. El miserable sabía que no podía moverse; su única opción era seguir lamiendo el culo del otro esclavo, tal y como se lo había ordenado el Divino Cayo. Así que se esforzaba; ya metía su lengua en el ano del armenio, no sólo tratando de demostrar su obediencia, sino también para ahogar sus gritos de dolor que seguramente habrían excitado más la furia del Joven Amo.

Pero ya estaba bien; para azotar a cualquier miserable esclavo sobraba tiempo. Ahora lo que El Príncipe quería era acabar de enjaezar a su bestia para de una vez por todas darse un paseo a caballo por entre las improvisadas callejuelas del campamento. Agarró nuevamente al galo por los pelos y tiró con fuerza, separándolo del culo del armenio. El infeliz tenía el rostro bañado en llanto y su boca abierta por el dolor y por la sorpresa del tirón.

El ingenio del Príncipe volvió a aflorar; puso el mango del flagelo sobre los labios del galo y empujó con fuerza. El grueso palo entró hasta la garganta del infeliz desgarrándolo y haciéndolo que sus ojos casi saltaran de sus órbitas. Una oleada de lágrimas brotó de los ojos del esclavo mientras El Príncipe sonreía por la expresión tan cómica que tenía el miserable. Pero su intención era otra.

—¡CHÚPALO! – le ordenó El Príncipe.

El siervo estaba demasiado aterrado y dolorido, y además el grueso mango del flagelo alojado en su garganta le impedía respirar, pero hizo su mejor esfuerzo por obedecer al Amo, aunque su rostro ya empezaba a tomar una tonalidad violácea por la falta de oxígeno. Por fortuna para el infeliz, El Príncipe estaba impaciente por ver si ahora sí podía proveer de una cola a su montura.

El tracio se había arrastrado hasta un rincón de la tienda. El terror que le produjo todo lo que le había visto hacer a sus dos compañeros, le había puesto en un estado de pánico tal, que a lo único que atinó fue a esconderse para tratar de ocultarse a los ojos del Joven Amo, no fuera a ser que también se le sometiera a algún tormento. Pero El Príncipe no se había vuelto a acordar de él. Ahora estaba demasiado entusiasmado con su nueva montura; aunque ya le llegaría el momento de divertirse a costa del esclavo tracio.

El galo fue liberado tan intempestivamente como había sido penetrado con el mango el flagelo; pero la salida del grueso palo le había provocado nuevos desgarros en la garganta que hicieron que su boca se convirtiera en un manantial sanguinolento que le produjo demasiado asco al Príncipe. El esclavo finalmente había perdido la conciencia y yacía convulsionando a los pies del Divino Cayo.

El Príncipe pateó al miserable con violencia, hasta tirarlo de la tarima; no quería que fuera a mancharle los pies con su sucia sangre de esclavo. Se dispuso entonces a terminar su cometido de enjaezar adecuadamente a la bestia que montaría. Puso de nuevo el mango del flagelo en el ano del armenio y empujó con todas sus fuerzas. El palo untoso con la baba del galo se introdujo casi todo en el recto también lubrificado del esclavo que estaba enjaezando.

El armenio no pudo evitar que un alarido se escapara de su garganta y que un estremecimiento sacudiera todo su cuerpo, desde el culo hasta la cabeza. Pero aún logró sostenerse sobre sus cuatro patas. El terror a un tormento más cruel y sobre todo a la muerte, le daban fuerzas para resistir aquel dolor indescriptible y terrible.

El Príncipe contempló su obra pero no quedó satisfecho. Había algo que no estaba bien en el conjunto. Ya. Era que el mango del flagelo había quedado demasiado metido en el culo del esclavo y las tiras de cuero se pegaban a sus muslos. Así el esclavo parecía más un jamelgo enjuto que un corcel verdaderamente digno de ser montado por un Príncipe Romano.

Era necesario corregir el error. Tomó el flagelo por las tirillas de cuero y haló; pero no midió sus fuerzas y el mango se salió todo del culo del esclavo. El miserable chilló con desesperación; unas agudas asperezas del palo le habían provocado nuevos y dolorosos desgarros en el ano. El miserable ya no creía poder aguantar un tormento más.

Pero El Príncipe, sorprendido por el efecto que había causado la salida del mango del flagelo del culo del esclavo, volvió a penetrarlo con él y volvió a sacárselo tirando con fuerza. El infeliz volvió a chillar y esta vez ya no pudo evitar debatirse instintivamente, estremecido por el increíble dolor que le recorría todo su cuerpo, desde el culo hasta la cabeza. Lanzó una coz involuntaria, que por desgracia para el esclavo, fue a dar contra una de las rodillas del Divino Cayo.

El Príncipe, de nuevo sorprendido, osciló por el golpe que le dio el esclavo; pero se repuso al instante y un brillo de furia en su mirada iluminó su hermoso rostro. El miserable recibiría un castigo por aquel acto sacrílego. Nunca un siervo se quedaría indemne luego de atentar contra un Príncipe Romano. La cruz sería un castigo demasiado dulce comparado con lo que le esperaba al infeliz.

Pero el tormento del esclavo podía esperar. Por el momento ya no aguantaba el deseo de montar. Ensartó de nuevo al siervo con el mango del flagelo, metiéndole en el ano poco más de la mitad del grueso palo. El miserable volvió a chillar pero El Príncipe no lo tomó en cuenta. Solo sonrió al ver que esta vez la cola del animal había quedado como era debido y aparecía alzada con donaire y con el orgullo de ser la bestia de monta del Divino Cayo.

Sin querer contener más su deseo, dio un paso hacia delante, tomó la cuerda que le haría de rienda y saltó con agilidad sobre el esclavo. El infeliz gimió mientras su lomo se curvaba bajo el peso del Joven Amo. Fue necesario que hiciese un esfuerzo supremo para no dejarse caer y arrastrar con él al Príncipe. En su mente afiebrada y convulsa por el dolor, era persistente la idea de la muerte y el pavoroso terror que ella le inspiraba. Eso le daba fuerzas suficientes para resistir sobre sí al Divino Cayo.

El Príncipe torció la rienda hacia la izquierda y simultáneamente espoleó con fuerza al animal. El infeliz, más por el dolor en su rostro que por un entendimiento tácito con su Hermoso y Arrogante Jinete, empezó a girar sobre sus cuatro patas mientras intentaba no incomodar a su Amo y clamaba con todo su ser que al Divino Cayo no se le ocurriera volver a espolearlo.

Pero el Joven Amo era impaciente y volvió al golpear el vientre del infeliz con los talones de sus cáligas. Las finas púas del calzado penetraron limpiamente en la carne del esclavo y lo obligaron a dar un paso. Una nueva "caricia" de esas espuelas sui géneris y el animal avanzó con andar vacilante. Pronto el binomio se encontró al borde de la tarima y el corcel volvió a quedar estático.

El animal tenía miedo que al dar un paso más para bajar de la tarima se desnivelara su lomo y eso fuera a incomodar al Hermoso Jinete. El Divino Cayo seguro se enfadaría demasiado con la más mínima sacudida de la bestia y no dudaría en aplicarle un duro castigo. Pero El Príncipe se impacientaba por la inmovilidad del corcel. Volvió a espolearlo con violencia y lo intimó para que marchara.

—¡ARRE! – ordenó El Príncipe al tiempo que espoleaba con renovada fuerza a la temblorosa bestia.

El infeliz no pudo evitar gemir lastimeramente aunque cada gesto le provocaba un terrible dolor en el rostro que permanecía completamente estirado, gracias a la fuerza con que el Divino Cayo mantenía templada la rienda. Pero la acuciosidad con que El Príncipe lo espoleaba, hizo que en el animal despertara algo de ingenio.

Flexionó sus cuatro patas, apenas para que su alzada se viera disminuida en proporción similar a la altura de la tarima; con extremo cuidado deslizó su pata delantera derecha y la afianzó sobre el piso de la tienda. Luego bajó su otra pata delantera y poco a poco fue deslizándose, teniendo extremo cuidado de no incomodar al Hermoso Jinete. Finalmente pudo bajar su pata trasera derecha y se alzó nuevamente con cuidado, hasta alcanzar la altura normal. Finalmente bajó su otra pata y ya pudo volver a soportar con cierta seguridad a la Preciosa Carga, sobre su lomo que permanecía curvado bajo el peso del Divino Cayo.

El Príncipe torció la rienda de nuevo hacia la izquierda y espoleó al animal indicándole que continuara su camino. La bestia andaba con paso que a cada momento se hacía menos torpe. Su cabeza se alzaba con gallardía y hubiera podido decirse que se mostraba orgulloso de llevar sobre su lomo al Divino Cayo; pero la cómica mueca que se veía en su rostro delataba todo el dolor que estaba sintiendo.

Los dientes del infeliz aparecían completamente expuestos, pues la cuerda que se anudaba sobre la comisura de sus labios se mantenía tensa hasta el extremo gracias a la templanza con que el Arrogante Jinete tiraba de la rienda. Aunque ya había cesado la hemorragia de las mejillas, de los ojos del esclavo no dejaba de correr un manantial abundante de lágrimas y a cada instante exhalaba un gemido quedo, que hacía que su rostro se contrajera aún más provocándole dolores indecibles. Si El Príncipe hubiese contemplado la graciosa expresión del miserable se habría desternillado de risa y tal vez hubiese querido repetir la misma maniobra con los otros esclavos a su servicio.

Pero muellemente sentado a horcajadas sobre el lomo de su bestia, El Príncipe no tenía cabeza más que para disfrutar de la cabalgada. Ayudado de la rienda y espoleando continuamente al animal, fue dirigiéndolo con cierta maestría hasta donde se hallaban colgados los instrumentos de tortura. De allí tomó una delgada y corta fusta y la contempló con satisfacción. Le serviría; estaba como mandada a hacer para incentivar a un animal como el que estaba montando.

Volvió a espolearlo con fuerza y simultáneamente le asestó un fustazo sobre el muslo derecho. El animal exhaló un quejido inaudible y una nueva mueca de su rostro hizo que el dolor de sus mejillas se volviera más punzante. Pero El Príncipe no le dio tiempo de reponerse. Volvió a espolearlo y lo obsequió con un nuevo golpe de la fusta al tiempo que lo intimaba para que continuara con la cabalgada:

—¡ARRE BESTIA!

El infeliz no tuvo más opción que avanzar sobre sus cuatro patas mientras sentía que cada músculo de su cuerpo se contraía por el dolor y el miedo. Cada nuevo paso era en sí mismo un cruel tormento para el esclavo; en las manos y sobre todo en las rodillas empezaba a acusar el peso de llevar sobre su lomo al Divino Cayo.

El mango del flagelo sólidamente ensartado en su culo le impedía acomodar sus patas traseras de manera tal que pudiera caminar con normalidad; su andar iba aumentando imperceptible pero dolorosamente las desgarraduras de su ano. Además la rienda sujeta y siempre templada por la mano izquierda del Príncipe, le hacía sentir que toda la piel se le estaba desprendiendo llevándose con ella los músculos de su rostro.

Pero lo que más sufrimiento y más miedo le provocaba, era la forma desordenada y violenta con que el Divino Cayo le espoleaba el vientre y le fustigaba los muslos y el culo con la delgada fusta que esgrimía en su mano derecha. Hubiera preferido que los golpes fuesen regulares, que El Príncipe se los propinara con ritmo y no de la manera caótica en que lo estaba haciendo. Pero él era solamente un esclavo, sometido ahora a la condición de bestia de monta. Su Amo era el único que tenía el poder de decidir de qué forma lo torturaba; él sólo podía esforzarse en obedecer la rienda y en satisfacer plenamente al Joven y Hermoso Jinete.

Y El Príncipe se divertía a sus anchas. Un leve cosquilleo en el vientre se unía con la sensación de omnipotencia que lo invadía y le provocaba una especie de ebriedad que lo llevaba a prodigar los azotes y las espoleadas sobre el cuerpo atormentado de su bestia. Quería que el animal cabalgara de verdad, quería que el corcel volara como un Pegaso, llevándolo a Él por los aires con sus rizos dorados agitados por el viento mientras exhalaba fuertes y aguerridas consignas de victoria y de poder.

Poco a poco el binomio atravesó la tienda y se asomó al exterior. El Príncipe propinó a la bestia un par de fustazos más violentos que los anteriores y lo taloneó con extrema fuerza mientras lo intimaba para que apurara el paso. El infeliz trató de obedecer a su Amo y logró que sus cuatro patas alcanzaran un cierto compás que se asemejaba muy de cerca al paso de galope de un buen animal de monta.

El Divino Cayo estaba exultante. Redobló el castigo sobre el animal y lo condujo fuera de la tienda. Lo hizo cabalgar por sobre las callejuelas del campamento, haciéndolo tomar un paso acompasado y fino que obligaba a la bestia a hundir sus cuatro patas en el polvoriento camino.

Pequeñas y finas piedrecillas se iban enquistando en las manos y las rodillas del miserable; su tormento aumentaba a cada paso; pero precisamente el dolor en sus patas hacía que la bestia mantuviera un paso acompasado, incrementando la exquisita sensación de ebriedad y de poder del Divino Cayo. El Príncipe no paraba de azotarle el culo y los muslos con la fusta al tiempo que le enterraba en el vientre las púas de sus cáligas, y hacía que por todo el campamento se oyeran sus estentóreas consignas de victoria y de poder.

Los bravos soldados romanos se volvían a mirar con asombro y admiración al Hermoso Príncipe que se contoneaba suavemente sobre el lomo de aquella extraña bestia. Reían al ver la cómica mueca del animal, pero no podían dejar de sentir un gran orgullo al contemplar la gallardía del Divino Cayo, su poder, su belleza, su arrogancia. Se sentían seguros junto a Él; aunque aún no cumpliera sus 13 años, aunque aún su cuerpo de Dios Adolescente no vistiera la toga pretexta, estaban seguros que bajo su recia guía Roma sería más grande y más poderosa. Así lo auguraba el dominio que mantenía sobre el corcel que montaba en esos instantes.

El binomio fue recorriendo una a una las callejuelas del campamento. El animal, instado por la fusta y por las cáligas de su Amo fue devorando las distancias, dando vuelta a cada tienda, mostrando a todos los que allí estaban cuán hermoso, cuán grande y cuán poderoso era El Príncipe Romano, el bello Dios Adolescente que algún día llegaría a regir los destinos del mundo con la misma reciedumbre con que ahora manejaba la rienda y la fusta que usaba para dominar a su corcel.

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