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El siniestro profesor Leiva. Parte 1

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Ella siempre se sintió intimidada, e incluso asustada ante la presencia del profesor Leiva. Era un cuarentón, canoso, delgado, de voz débil y caminar pausado. No llamaba la atención por su atractivo, aunque tampoco resultaba desagradable para la mirada femenina. Era un profesor del montón, que no resaltaba por su rigurosidad, ni por su habilidad didáctica. Era de esos docentes que la mayoría de los alumnos olvidaba fácilmente.

Natalia era su compañera. Por suerte para ella, aunque pertenecían a la misma cátedra, en los años que llevaba ejerciendo en la universidad, no había compartido una comisión con él.

Resulta extraño el sentimiento que despierta aquel veterano en ella. Si alguien se lo preguntara, no sabría explicarlo con precisión, diría simplemente, que le resulta inquietante y perturbador, que le parece alguien turbio, y de malos sentimientos.

Natalia había escuchado muchos rumores sobre él. Se decía que se acostaba con las alumnas más lindas de la facultad. Ellas, definitivamente, no formaban parte de esa mayoría que pronto olvidaba a ese, en apariencia, profesor insignificante.

En los recreos, Natalia iba al aula ciento veinte, donde su amiga Florencia daba clases de contabilidad básica. Nuca se lo había preguntado, pero le daba curiosidad que Florencia, últimamente, pasara su tiempo libre entre las mismas cuatro paredes donde debía estar cuatro horas seguidas dando clases. Ya no iba a la sala de profesores, o al comedor estudiantil. Pero una vez sucedió algo extraño que la ayudó a comprender.

El profesor Leiva pasaba por el pasillo, y las vio, a través de la puerta entre abierta.

- Hola Nati, después te quiero comentar algo sobre los parciales que estamos armando con la profesora Bustamante. – Le dijo, y reparando en Florencia agregó – Hola Florcita, después hablamos ¿si? - le dijo, haciendo con su mano un gesto, imitando una llamada telefónica.

A Natalia la incomodó la familiaridad con que la trató, ¿desde cuándo le decía Naty?, pero también se sorprendió, porque Florencia nunca le había contado que conocía al profesor Leiva. Cuando iba a preguntarle, vio cómo el cuerpo de su amiga temblaba en su pupitre, como si un fuertísimo escalofrío la hubiese atacado.

- ¿Estás bien Flor? – Le preguntó, al tiempo que la observaba empalidecer.

- Sí Naty. No te preocupes.

Amparada en su larga relación, que excedía el perímetro universitario, y databa de mucho antes a que se convirtieran en profesionales, Natalia insistió. Quería saber qué le pasaba a su amiga.

- ¿Te puso nerviosa el profesor Leiva? Es bastante escalofriante. – Le dijo.

Florencia la miró, sorprendida.

- Después te cuento. Ya termina el recreo.

Por la noche, mientras corregía los trabajos prácticos de sus alumnos, recordó la expresión de su amiga, al ver al profesor Leiva. De repente se le ocurrió algo. ¿Y si Florencia era acosada por ese tipo? No le extrañaría. Flor era, a sus treinta y seis años, una mujer más que atractiva. Gran parte de la atracción del sexo opuesto se debía a sus enormes tetas, pero su rostro de sonrisa fácil también llamaba la atención, y sus exuberantes nalgas, eclipsadas por sus virtudes delanteras, no dejaban de hacer girar las cabezas de los machos calientes.

Como solían comunicarse regularmente vía WhatsApp, un par de días después de haber notado la turbación de su amiga, aparentemente producto del encuentro casual con el profesor Leiva, le preguntó:

“qué onda que te pusiste así cuando lo vimos al profesor Leiva. No sabía que lo conocías.” Esperó unos minutos, mientras preparaba su merienda.

“Nada, no me gusta ese tipo”, fue el mensaje que le llegó de respuesta.

“la verdad que a mí tampoco”, confesó Natalia en su siguiente mensaje. Y agregó “¿pero a vos por qué te cae mal?”

“Después te cuento personalmente, pero te adelanto una cosa: la otra vez lo vi saliendo del estacionamiento de la facultad con una alumna. ¿y a vos por qué no te gusta?”

Natalia leyó el mensaje sin asombrarse. Ya le habían contado que el profesor Leiva solía acostarse con sus alumnas. Era un secreto a voces, pero aun así, su trabajo nunca estuvo en riesgo, cosa extraña, ya que la jefa de cátedra, la profesora Bustamante, era extremadamente estricta, y no dudaría en acusar frente a las autoridades de la universidad, al docente que se relacione sentimentalmente con algún alumno. Pero más extraño aún era que las adolescentes, recién salidas del secundario, accedieran a acostarse con ese tipo. Si bien las chicas tendían a aferrarse a amores prohibidos, en general, los que las atraían eran los profesores más facheros, y más carismáticos, y el profesor Leiva no era ni una de las dos cosas. Natalia sospechaba que usaba el poder que le otorgaba su cargo, para inducir a las chicas a hacer lo que él quería.

“No sé, simplemente no me gusta”. Le contestó a Florencia.

Al otro día fue a dar clases, como todos los días. Dictaba administración general en primer año. Los alumnos se llevaban bien con ella, porque era informal, y no demasiado exigente.

Notaba que más de uno la miraba con deseo, no tanto por su belleza, aunque la tenía, sino más bien por el morbo que despertaba la idea de acostarse con una profesora. No estaban mal los pendejos, pensaba para sí a veces, observando a algunos de los pibes más altos, simpáticos, y varoniles. Le gustaba los que mostraban su virilidad en las acciones más comunes: ya sea en su forma de expresarse, o en sus gestos maduros, o en la mirada penetrante y adulta que ya estaba aflorando en algunos y que ella disfrutaba cuando era su receptora. Hablaban con Florencia, a menudo, de los chicos que más le gustaban, pero ambas mantenían todo eso en el terreno de la fantasía, ni siquiera eran capaces de plantearse seriamente acostarse con esos chicos a quienes casi doblaban la edad.

Mientras pensaba en todo eso, y simultáneamente explicaba la definición de retroalimentación a una comisión más silenciosa de lo normal, sintió una punzada de envidia hacia el profesor Leiva, quien, aparentemente, se encamaba con las pendejas que se le antojaba, sin remordimientos en su moral, y sin miedo a perder su trabajo. Y pensar que yo, se decía Natalia, tuve que esperar ocho años para encamarme con quien fuera una vez mi alumno. Se le dibujó una sonrisa al recordar al profesor Russo. Era una de las últimas incorporaciones de la institución. Se trataba de un ex alumno sobresaliente, que a sus veinte años fue alumno de una Natalia que daba sus primeros pasos en la docencia.

Ella nunca se había fijado en él. No era uno de esos chicos que entraban en la lista de “los más lindos”, que hacía Natalia mentalmente. Pero Javier Russo, se había asegurado de que ella no se olvidara de él. En una fiesta de fin de año, donde se mezclaban profesores y alumnos, él, borracho de cerveza, le había confesado su amor delante de un grupo de amigos que se descostillaban de risa. “Profe, no sabe el placer que fue asistir a sus clases” había dicho, largando el aliento etílico, tambaleándose, “usted es la profesora más linda del mundo”, dijo, ante una Natalia colorada como un tomate. “esas pequitas le quedan divinas” siguió diciendo el adolescente borracho, mientras ella daba un paso atrás, y buscaba a Florencia con la mirada, para que venga a rescatarla. “y sus ojitos verdes son los más dulces que vi en mi vida”. El grupo de amigos estalló en carcajadas, y se llevó al chico, para que deje de importunarla.

No volvió a verlo. Alguien le había dicho que se había pasado al turno mañana. En esos tiempos ella sólo daba clases a la noche, así que de a poco, aquel pendejo fue quedando en el olvido. Aunque, cada tanto, lo recordaba, ya no con la incomodidad del momento, sino con gracia, y también con admiración, porque tenía que reconocer que borracho, o no, había que tener mucho huevo para encarar a una profesora.

Ocho años después se reencontraron en los pasillos oscuros de la universidad. A Natalia le costó reconocerlo, porque con la barba frondosa y los músculos marcados, se veía bastante cambiado. Todo vestigio de su adolescencia se había perdido en los hombros anchos y en el pecho peludo. Pero una vez que él le recordó aquella fiesta de fin de año, rápidamente se dio cuenta de que aquel muchacho gracioso que le había confesado su amor, o algo parecido, era el mismo hombre que ahora se mostraba como un macho fuerte y seguro de sí mismo.

No tardó en encamarse con él. Era soltera, y estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, así que no había motivos para las dudas y el histeriqueo. Bastaron unas cuantas charlas agradables para que decidiera cogérselo.

Una tarde, ella le había comentado que su auto estaba en el taller mecánico, y él, rápido, aprovechó para ofrecerse a llevarla, a pesar de que vivía en dirección opuesta.

- Pero se te va a hacer tarde. – le había dicho ella, más que nada por obligación. Quería que el profesor Russo la alcance con su auto, tanto como él quería llevarla.

- No pasa nada. – dijo él, y su barba se movió, cuando se le dibujó la sonrisa. – Si no vivís lejos. Perderé como mucho media hora entre ida y vuelta. Además, va a ser un placer charlar con vos un rato.

Un placer va a ser cuando me metas la pija bien fuerte. Pensó Natalia.

A pesar de lo que había dicho, Javier estuvo bastante silencioso durante el viaje. Sólo preguntó una o dos cosas triviales. La tensión sexual se sentía muy fuerte en el interior del vehículo. Ella pensó que probablemente no quería decir algo que arruine lo que iba a suceder. Porque ya estaba cantado que el trayecto que estaban haciendo juntos, no era por la caballerosidad de él, ni porque ella se hubiese muerto por viajar en transporte público por un día. Iban a coger, ambos lo sabían, pero debían simular ignorarlo. Cuando llegaron a la puerta de su casa, ella le ofreció entrar utilizando una excusa.

- ¿Querés tomar un café? Ya que viniste hasta acá… Me da pena dejarte ir tan rápido, como si fueses un taxista.

- Sí, dale. -aceptó él, aunque no le gustaba el café. Le caía mal.

Apenas atravesaron el umbral de la puerta, el profesor Russo la abrazó por atrás, la tomó del mentón, hizo girar su rostro, despacio, y le comió la boca de un beso. Ella se dio vuelta, y teniéndolo frente a frente pudo disfrutar mejor del beso. Lo abrazó y frotó la espalda ejercitada de su ex alumno, sintió el miembro erecto de Javier apretándose en ella.

- vení, vamos al cuarto. – le dijo, y una vez que entraron agregó. -Así que querías cogerte a tu profesora. – recordando la confesión de él hace casi una década. – Vení pendejo, cojete a la profesora.

Él la abrazó y la besó de nuevo. Le raspaba la piel con su barba, pero a Natalia no le molestaba. Le acarició le culo, y se lo pellizcó fuerte.

- No sabés cómo me calentaba este culito manzanita. – le susurró él, y le dio un beso en el cuello.

- ¿sí? ¿te gustaba? ¿te gustaba mirarle el culo a la profesora, pendejo atrevido?

- Me encantaba. – respondió él, masajeándolo con ganas. - Me encantaba.

Natalia le acaricio la verga. Estaba durísima, y se notaba que tenía un buen tamaño. Le bajó el pantalón, y luego el calzoncillo de un tirón. El miembro del profesor Javier Russo era ancho, y asimétrico. A ella le gustó la postura de mástil inclinado y el color rojo por la sangre que corría furiosa en su interior. Se sentó en el borde de la cama, agarró la pija de su ex alumno, y de un suave tirón le indicó que se acercara.

- Ahora la profe te va a chupar bien la pija. – le dijo, con una sonrisa deliciosa, y acto seguido sacó la lengua y recorrió el tronco con ella.

No tenía treinta y seis años en vano. Sabía chupar pijas, y se enorgullecía de ello. Saboreó el tronco y se metió el glande a la boca. Le escupió la punta, y lo hizo dos veces más antes de metérselo adentro de nuevo. Luego abrió la boca bien grande y se lo tragó casi entero, hasta que la cabeza le tocara la garganta. No le gustaba mucho hacer eso, pero sabía que muchos hombres enloquecían con eso, y quería satisfacer a su amante, para asegurarse de que ese encuentro se repita. Él apoyó la mano en su nuca, e hizo presión, acompañando los movimientos de ella.

Enseguida lo hizo acabar.

- Démela en la boquita. – Le dijo mientras lo masturbaba. – Dame toda tu leche.

Javier sacudió la verga un par de veces, y eyaculó en la cara de Natalia.

- Que linda pija tenés. - le dijo, mientras se limpiaba la cara con un papel. Le gustaba comportarse vulgar, y entregar todo al momento del sexo. Era de las que pensaban que todas las mujeres debían ser unas putas en la cama. - ¿Te gustó? – le preguntó.

-Mucho. – dijo él.

- Bueno, esperá que voy al baño, y vamos por la segunda.

Cuando volvió, él estaba desnudo encima de la cama, y para su deleite, ya la tenía dura de nuevo.

Se tiró encima de él, y se montó en la verga gruesa.

- Primero despacito. - le pidió.

Él le acariciaba el culo y las tetas mientras Natalia marcaba el ritmo con suaves movimientos pélvicos. Es increíble que el pendejo que conocí, se haya convertido en semejante macho, pensaba.

Le gustaba mucho sentir el fierro duro dentro suyo, y los masajes que le generaban las penetraciones la hicieron acabar enseguida.

Ya acostumbrada al tamaño y dilatada, se puso en cuatro.

- Cogeme fuerte.- ordenó.

Él se aferró a sus pequeñas tetas y embistió con potencia. El cuerpo de Natalia era sacudido de tal manera, que todo ante sus ojos temblaba como en un terremoto.

- ¡Sí pendejo, no pares, no pares, por favor!

Él no paró. Al menos no por los siguientes quince minutos, y cuando eyaculó sobre sus nalgas, ella ya había acabado de nuevo.

- Que bien que cogés. – lo felicitó a Javier, que estaba exhausto, acostado a su lado, con la respiración entrecortada.

Volvió de sus pensamientos. Casi había olvidado que estaba en clases. Por suerte sus alumnos estaban haciendo un trabajo práctico y no parecían notar su distracción.

Estaba caliente. Cuando tocó el timbre del recreo, fantaseó con ir a buscar a profesor Russo para cogérselo en uno de los salones vacíos. Pero nunca haría algo tan arriesgado, y en todo caso, ese día el profesor no estaba dando clases.

Entonces fue al aula 120 donde estaba su amiga Florencia. De repente se le fue la calentura. No veía la hora de chusmear con Flor, y enterarse de qué había entre ella y el profesor Leiva.

Continuará.

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