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Aquelarre

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– I –

Admito que no era una belleza. Delgada, menuda y pálida, vestida siempre de negro, con el cabello cortado a los chico y premeditadamente despeinado… No, Salomé no era una belleza al uso, pero tenía un encanto especial. No sabría definirlo, un cierto morbo difícil de precisar. Además, yo no estaba para exquisiteces: a punto de licenciarme en la universidad y aún no había logrado desvirgarme… al menos completamente. Algunos escarceos, sí, pero ninguno sin consumar del todo; y como yo no era proclive a acudir a profesionales –como algún amigo mío–, pues…

Así que cuando Salomé, tras una clase, me invitó a aquella fiesta, no lo dudé. Ahí había opción de mojar, pensé. No niego que me sorprendió la propuesta. ¡¿Una misa negra?! Resulta que la chica andaba metida en rollos satanistas y cosas así. La verdad, viendo su estilo un tanto gótico y ese aire inquietante, tampoco resultaba tan extraño. Supuse que se trataría de algún grupo de amigos que montarían fiestas vestidos de cuero negro y maquillajes siniestros para escuchar rock satánico y fumarse unos petas. El plan no me parecía mal, sobre todo cuando de la boca de Salomé surgió la palabra orgía. Intenté no emocionarme en exceso, pues había estado en otras fiestas universitarias que prometían todo tipo de desmadres y luego el sexo brillaba por su ausencia, pero aún así despertó mis fantasías. Por otro lado la forma en que Salomé me lo explicó, aproximándose a mí hasta rozar nuestros cuerpos, con una más que evidente insinuación sexual en su tono y en su mirada, me puso cachondo –para lo cual tampoco hace falta demasiado, la verdad–.

En cuando se fue salí pitando hacia el baño para hacerme una paja. La pequeña zorrita me había puesto tan caliente que me corrí enseguida. Imaginé el delgado y bonito cuerpo de Salomé, desnudo ante mí, sus pechitos cubiertos por mis manos y el enroscado vello del negro pubis destacado contra la blancura de su piel; mis dedos deslizándose entre sus muslos, acariciando la tierna carne de los labios de su coño, jugueteando con el erguido clítoris e introduciéndose en la empapada gruta de la vagina. Me la machaqué ansioso, con vehemencia, y el semen surgió disparado contra la porcelana de la baza.

Me limpié el capullo con papel higiénico, cerré la bragueta y miré la hora en el móvil. ¡Mierda, llegaba tarde a clase de Estadística!

– II –

Me pasé el resto de la semana fantaseando con la velada del sábado, sin sospechar que mi imaginación empalidecía ante la realidad que me aguardaba. Al llegar el día quedé con Salomé en un bar del centro, una de esas viejas tascas reformada en plan cool. Traté de disimular mi ansiedad concentrándome en la banal conversación que mantuvimos –ella parecía estar de lo más relajada– y al caer la noche nos dirigimos al lugar del encuentro.

Era un viejo y apartado caserón en las afueras de la ciudad. Se encontraba en venta, al parecer, en una inmobiliaria propiedad de uno de los participantes en el aquelarre. Cuando llegamos ya se encontraba allí la mayoría de los asistentes. Repartidos por el jardín, entre combinados y canapés, aquello parecía más un anodino evento social que un acto satánico. Salomé, de la que tenía una imagen más bien retraída, se desenvolvía en aquel ambiente con total familiaridad; más sorprendente aún cuando la mayoría de aquella gente parecía muy alejada de su ámbito social. Puede reconocer entre ellos a algunas personalidades de la ciudad: empresarios, políticos, artistas e, incluso, a algún egregio miembro de la comunidad universitaria.

Al poco nos indicaron que entráramos en la casa. Divididos por sexos nos repartieron en diferentes estancias y nos proporcionaron a cada uno una túnica de tela negra con capucha, la cual nos enfundamos tras desprendernos de toda la ropa. Me llamó la atención ese punto de pudor y buenas maneras: separar a hombres y mujeres para cambiarnos, cuando nos estábamos preparando para una orgía. Supongo que la liturgia es importante en todas las confesiones, incluidas las satánicas.

Una vez preparados nos dirigimos todos al salón principal, una enorme estancia que en su momento de esplendor debió lucir señorial; había sido acondicionado como templo mediante candelabros con las típicas velas negras, telas igualmente oscuras decoradas con extraños símbolos, un altar improvisado sobre una imponente y apropiada mesa de mármol y en el centro del salón, pintado sobre el suelo, inevitable, un gran pentagrama repleto de críptica simbología.

La escenografía logró su efecto. El ambiente distendido y alegre que reinaba entre los presentes cambió una vez dentro del templo. Silencio y solemnidad se adueñaron de nosotros, especialmente cuando entró en la sala la sacerdotisa. Enfundada en la amplia túnica color escarlata y cubierta por la capucha, como todos nosotros, no pude adivinar su aspecto, pero por su voz y sus movimientos la supuse una mujer de unos treinta años. Inició la ceremonia, empleando una especie de latinajo y gran teatralidad para representar una ceremonia que imitaba, de manera pretendidamente siniestra y un tanto paródica, una misa católica. No obstante, su voz resultaba cautivadora, hipnótica; era imposible no dejarse mecer por sus vibraciones. En un momento dado, a modo de comunión, nos repartió unos cálices de los que bebimos un caldo cuyo sabor no supe identificar –¡espero que no sea sangre!, recuerdo que pensé–. De inmediato sentí como subía la temperatura de mi cuerpo y un agradable mareo se apoderaba de mi mente. Afectados todos por las mismas sensaciones, un fuerte influjo sexual se apoderó de la atmósfera del templo.

Entonces, a una orden de la sacerdotisa, todos se desprendieron de sus túnicas. Yo les imité, excitado. Como en un sueño, docenas de cuerpos desnudos a la titilante luz de las velas comenzaron a buscarse entre sí, a cimbrar y a rozarse, danzando al compás de una inaudible música, densa y sexual que todos sentíamos resonar dentro de nuestras cabezas. ¡Al fin! –Exclamé desde algún lugar de mi embotado cerebro– El sueño de mi vida: ¡una orgía!

– III –

Uniéndose en parejas unos, en tríos otros, como siguiendo un guión previamente memorizado, hombres y mujeres fueron agrupándose, comenzando a besarse, a acariciarse, a chuparse, a mordisquearse… Yo permanecía obnubilado, mirando a mi alrededor sin terminar de creérmelo. Entonces Salomé se acercó, cogió mi mano y me besó. Pegó su cuerpo ornamentado con numerosos tatuajes al mío. Puede sentir el calor que bullía bajo su piel. Noté sus pezones anillados y erguidos rozando contra mi pecho. Posé mis manos en su rostro, acaricié su cuello y sus hombros, y descendí por la suave curva de su espalda hasta alcanzar el culo. Sus glúteos eran pequeños, redondos y firmes. Los acaricié, los agarré, los estrujé e introduje mis dedos entre ellos, deslizándolos dentro de la cálida raja hasta encontrar el anillo del ano. Una de mis manos jugueteó con él mientras la otra continuaba su exploración hasta los labios de la vagina, abiertos y húmedos; en su interior latía el clítoris perforado por un piercing –¡lo sabía!–.

Sus manos, entretanto, acariciaban mi cuerpo, deslizándose por mi pecho y descendiendo hacia el abdomen; juguetearon con el vello de mi pubis y cuando se movieron hacia mi polla el corazón, desbocado, casi se me sale por la boca. La última –y primera– vez que una tía me la había tocado había sido en el primer año de carrera, durante la fiesta de fin de curso. Elisa –algo regordeta, melena pelirroja, ojos grandes y miopes– estaba tan borracha que después de magrearnos, y cuando su mano ya se encontraba dentro de mi bragueta, se quedó dormida como un ceporro. Al día siguiente y una vez serenos decidimos que no estábamos hechos el uno para el otro.

Salomé acarició mi verga suave y despacio, recorriéndola al completo como si quisiera familiarizarse con ella, conocer en profundidad cada protuberancia, cada pliegue y cada venoso meandro. Acarició toda la extensión del fuste, siguió las rugosidades del prepucio y deslizó sus yemas por el tenso frenillo hasta el glande. Mojó uno de sus dedos en la gota de semen que emergía de la uretra y se lo llevó a la boca, lamiéndolo con lubricidad. Me puse tremendamente cachondo.

–¿Me presentas a tu invitado?

La voz me sobresaltó, concentrado como estaba en la deliciosa catarata de sensaciones que me asaltaba. Era la sacerdotisa que había oficiado la misa negra. Desprendida de su túnica, completamente desnuda resultaba una mujer impresionante. Poseía un físico muy diferente al de Salomé. Alta, morena, con una espectacular melena de brillante y negro cabello que caía sobre la espalda formando suaves ondulaciones. Su poderosa anatomía parecía formada por un sinfín de curvas imposibles, largas piernas de rotundos muslos, anchas caderas que conformaban un culo perfecto, cintura delgada y grandes tetas, naturales y jugosas. Recordaba a una de aquellas carnales y raciales actrices del cine italiano de postguerra –una maggiorata–, pero envuelta en un halo maligno que le otorgaba un atractivo erótico, salvaje, animal. Me quedé admirándola, embobado.

–Claro, mi señora –respondió Salomé respetuosa pero con insinuante descaro–. Es mi amigo Martín, un compañero de clase. Martín, esta es Lilith, Suma Sacerdotisa de nuestra Iglesia.

–Martín –su voz parecía un siseo enroscándose alrededor de mi nombre–, me alegro de que hayas decidido unirte a nuestra pequeña congregación.

–Eh… –balbuceé como un idiota–. Es un placer, señora.

–¡No te quedes ahí, hombre! –dijo Salomé con tono burlón–. Preséntale tus respetos.

Con un gesto me conminó a que me arrodillara ante Lilith. Ésta separó las piernas y su coño se abrió como una flor rosada y húmeda. Hipnotizado por la visión me aproximé y situé mi cabeza entre sus muslos. Aproximé mi boca a la vulva y pude sentir el calor que emanaba de su interior y aspirar el fuerte olor que hacía enloquecer mis sentidos. Posé mis labios sobre los suyos y besé aquella tierna y excitante carne; suave y delicado al principio, incrementé la presión hasta devorar el flujo que empapaba la vagina. Mi lengua exploró su interior, se deslizó por toda la palpitante orografía y buscó el clítoris que reinaba en aquella deliciosa caverna. Al oír ronronear de placer a aquella excepcional mujer sentí una punzada de orgullo. Esto va bien, Martín –me dije–. ¡Para no ser un experto no se te está dando nada mal!

Concentrado en el cunnilingus apenas noté cómo Salomé se situaba a mi espalda y sus manos se posaban en mi culo. Me acarició las nalgas, las abrió y comenzó a juguetear con mi ano. Lamió uno de sus dedos y hábilmente lo introdujo dentro. Yo alucinaba, sintiéndome en el séptimo cielo. Y más aún cuando su otra mano descendió acariciándome el perineo hasta agarrar mis testículos; los estrujó y pellizcó tiernamente, para luego cogerme la polla y comenzar a masturbarme. A punto estuve de pellizcarme a mí mismo la piel del antebrazo para comprobar que aquello era real. Allí estaba yo, en medio de una orgía de cuerpos follándose entre sí: hombre con mujer, hombre con hombre, mujer con mujer, parejas, tríos, cuartetos… mientras le comía el coño a la tía más buena que había conocido, al tiempo que otra me pajeaba y me follaba el culo con su dedo. Temí despertarme solo en mi cama del piso de estudiante para descubrir que todo había sido un sueño.

Apartando cualquier idea de mi cabeza redoblé mis esfuerzos por arrancarle placer a Lilith con mi lengua. Como apoyo introduje un par de dedos en su raja, mientras mi otra mano se sumergía en su ano, acogedor y dilatado. La sacerdotisa gimió, contrajo las músculos de su abdomen y descargo su orgasmo en mi rostro, empapándome con su fluido.

–¡Aaah…! –Suspiró jadeante–. Querido Martín, eres un estudiante aplicado. Serás un buen pupilo de nuestra congregación.

Hizo que me levantara, se pegó a mi cuerpo y me besó. Fue un beso largo, apasionado y salvaje. Uno como nunca me habían dado. Sus dientes se clavaron en mis labios como si quisieran arrancármelos, en tanto su lengua exploraba todo el interior de mi boca. Yo deslicé mis manos a lo largo de toda su piel de seda. Mi polla, dura como el mármol, acarició su rizado pubis. Podía haberme corrido en ese mismo momento, pero entonces se apartó, atrajo hacia nosotros a Salomé y la besó con similar pasión. Con la mirada ambas me invitaron a unirme. Nuestras tres bocas se adhirieron entre sí, aplastándonos los labios, enroscando nuestras lenguas y mezclando nuestras salivas.

Mis manos buscaron las entrepiernas de ambas mujeres, acaricié sus labios vaginales y estimulé sus clítoris. Zurdo como soy manejé con mayor habilidad el sexo de Salomé, que se hallaba a mi izquierda, mientras con la derecha procuraba estar a la altura con el coño de Lilith. Ellas, por su parte, sobaron todo mi cuerpo hasta que sus manos confluyeron en mi polla. Me masturbaron entre las dos –otro momento que me pareció un sueño– hasta que, un segundo antes de alcanzar el orgasmo, se detuvieron al unísono, como si lo tuvieran ensayado, dejándome a las puertas. La tensión sexual contenida estaba a punto de hacerme reventar.

Lilith, entonces, invitó a Salomé a tumbarse en el suelo, boca arriba. Se arrodilló a su lado y volvió a besarla. Su mano acarició las tetas de la chica, deslizándose sobre el plano abdomen hasta alcanzar el coño. Sin dejar de besarla la sacerdotisa comenzó a masturbarla, a lo cual Salomé respondió metiendo su mano entre las piernas de Lilith para corresponderla. Yo miraba con la sensación de estar siendo partícipe de una de tantas escenas porno con las que tan a menudo me la había machacado. Observé alrededor y concluí que aquello superaba con mucho cualquiera de las películas que hubiera visto.

– IV –

Entre aquel maremágnum de cuerpos en ebullición distinguí a uno de los más prósperos empresarios de la ciudad comiéndole el coño a una concejal del ayuntamiento, mientras ella clavaba un enorme vibrador en el culo de él. También reconocí a uno de nuestros más mediáticos obispos –infatigable moralista– retozando con un jovencito, el cual le lamía la polla como adorándola cual icono sagrado, al tiempo que otro tipo más talludito sodomizaba al religioso a placer. Creí distinguir, asimismo, al decano de mi facultad ejerciendo como “vagón” intermedio de un trenecito humano; tenía su polla clavada en una señorita que hacía de locomotora, mientras otro maromo se la metía a él por el culo, cerrando el convoy.

Más allá, una de las más honorables damas de nuestra jet-set local, cincuentona para más señas, disfrutaba de una doble penetración virtuosamente realizada por dos sementales con aspecto de, como diría ella, working-class; berraba como una auténtica guarra, muy distinta a la elegante y piadosa señora que una vez al año recolectaba óbolos para los huerfanitos. Y sobre un antiguo tresillo tapizado en terciopelo rojo el líder local del partido conservador, ardoroso defensor de la familia “tradicional” –léase antigay–, era alegremente sodomizado por un conocido transexual de la farándula nacional mientras se masturbaba con fruición.

Esto a los que pude reconocer, porque entre el conjunto de anónimos participantes se desplegaba un inacabable repertorio de posturas sexuales.

–Cariño –me reclamó Lilith, ronroneante–, ¿estás con nosotras? Te necesitamos…

–Oh, sí, claro…

Me agaché y posé mi mano en el coño de Salomé. Mientras la sacerdotisa se aplicaba en lamer y acariciar el cuerpo de mi compañera de estudios, yo me concentraba en estimular su sexo. Ayudado por el abundante jugo vaginal que lo empapaba, masturbé con toda la habilidad que pude reunir aquella palpitante grieta de carne. Salomé me miraba con un fuego feroz en los ojos. Animado por la notable dilatación introduje lentamente mis dedos en la vagina, hasta que media mano desapareció con facilidad en su interior. La mirada de Salomé me pedía más. Profundicé hasta la muñeca. Luego moví con suavidad la mano en su interior, penetrándola, logrando hacerla jadear con intensidad. Lilith aproximó su cabeza a aquel coño en ebullición y lamió el clítoris.

Salomé estalló, moviendo sus caderas al compás del orgasmo, y sus músculos vaginales se cerraron sobre mi antebrazo como una presa. Cuando acabó extraje mi mano empapada por sus fluidos.

Ella permaneció tumbada, saboreando los ecos de su placer, con el pecho aún agitado. Sus pequeñas y erguidas tetas subían y bajaban, relajándose paulatinamente. Lilith le acariciaba con ternura mientras entrelazaban sus lenguas, como dos gatas melosas.

Yo me encontraba a cien, cachondo como un carnero en celo y sentía mi polla a punto de explotar. Me devoraba la imperante necesidad de metérsela a una de aquellas dos excitantes golfas y explotar en su interior; o me volvería loco. La verdad es que empezaba a sospechar que aquel par de diablesas me estaba utilizando como un objeto sexual para su exclusivo placer; lo cual, en principio, habría satisfecho cualquiera de mis onanistas fantasías. Pero en aquella situación, rodeado por la obscena atmósfera de concupiscencia, me estaba produciendo una desagradable ansiedad. ¡Necesitaba follarme a alguien!

– V –

–Es tú momento –se dirigió Lilith a mí, como si me hubiese leído la mente–. ¡Ven con nosotras!

Ambas me tendieron sus manos y me dirigieron hasta el altar. Sobre él descansaban una daga de aspecto antiguo grabada con símbolos rúnicos, un plato de cerámica extrañamente ornamentado y un pañuelo negro de evidente uso ceremonial. Las dos mujeres se pegaron a mí y volvieron a manosearme. Salomé agarró mi polla y comenzó a masturbarme, mientras un dedo de Lilith se introducía en mi ano y estimulaba mi próstata. La sensación es indescriptible. Como si activaran un secreto resorte el orgasmo largamente contenido estalló, arrancándomelo de las entrañas. El abundante semen cayó sobre el plato que Lilith sujetaba delante de mi verga.

–¡Eso es! –Dijo la sacerdotisa, mientras la mano de Salomé ordeñaba hasta la última gota de mi eyaculación–. ¡Dánoslo todo!

Yo estaba extasiado, demasiado concentrado en mi placer como para intentar comprender lo que estaba ocurriendo. Sólo retorné a la realidad cuando oí el cloqueo de la gallina. Uno de los participantes en la orgía traía al animal agarrado por las patas, mientras se debatía aleteando. Supongo que la habían tenido aguardando en la antigua cocina de la casa. La colocó sobre el altar, Lilith blandió la daga y pronunció algo parecido a una oración, supongo que para consagrar el arma –o su equivalente en el mundo satánico–. Luego, sin vacilar, sajó el pescuezo del animal, que pataleó y chilló mientras su sangre era cuidadosamente recogida en el cuenco, donde se mezcló con mi esperma.

La vista de la sangre pareció sobreexcitar a los feligreses, que se refocilaron con más ansia, si cabe, en su desenfreno. Penetraciones vaginales, anales, dobles penetraciones vaginales y anales; felaciones, cunnilingus, fisting, sadomaso, bondage, lluvia dorada, gangbang… El jardín de las delicias al completo se desarrollaba en aquel viejo caserón ante mis ojos. Y yo me sentía cada vez más atrapado en una irreal fantasía.

Lilith y Salomé continuaron con su ritual. Situaron el cuenco con los fluidos en el centro del pentagrama y al unísono desgranaron una repetitiva letanía, en parte rezo y en parte cántico, entonada en un incompresible idioma. Una llamarada surgió espontáneamente del cuenco. Pequeña e incandescente, generó una espesa nube de humo que ocultó todo el espacio circunscrito por el pentagrama. Por unos instantes nada se veía en el interior de la cortina de humo. Hasta que intuí un movimiento: una sombra pareció delinearse entre la niebla. Un escalofrío me recorrió la espalda. Algo se había corporeizado delante de nosotros –¡Vaya, sí que es potente la droga esa!–.

El humo se diluyó lentamente y todos los presentes detuvieron su actividad sexual para mirar lo que ante nuestros ojos se mostraba. Yo quedé hipnotizado, incrédulo. La más hermosa criatura que jamás hubiera visto se hallaba ante mí. Quieta, en pie en el centro del pentágono; una mujer alta, esbelta, de cuerpo escultural, piernas largas y torneadas, caderas y cintura dibujando dos perfectas curvas, y con pechos a la vez firmes y jugosos. Desnuda, sólo un ligero velo de seda cubría su entrepierna. Su rostro, adornado por una corta melena rubia, parecía cincelado en mármol, configurando unos rasgos magnéticamente atractivos. Su figura entera desprendía una belleza angelical… si no fuera por el oscuro fuego que desprendía su mirada. Un ardor que irradió toda la sala cuando aquella criatura miró a su alrededor.

–¡Belzeba! –Anunció Lilith con solemne y temeroso respeto, casi en éxtasis– ¡La hija del Diablo!

Los congregados respondieron con tono de adoración que me recordó a un Aleluya.

–¡Oh, mi señora Belzeba! –Continuó la sacerdotisa– ¡Princesa de los Infiernos! Somos tus humildes siervos. Tuyos y de tu adorado padre, Satán.

La criatura hizo un gesto de aceptación en silencio.

–Y como muestra de devoción he aquí el presente que te ofrece nuestra congregación. ¡Un hombre virgen!

La verdad, no sé que es lo que más me preocupó en aquel momento. Si aquel surrealista guión de terror de serie B –¿no era evidente para todos el viejo truco de magia para su “sobrenatural” aparición– o el hecho de que conocieran mi condición. ¿Tan evidente resultaba, coño? El caso es que la extraña mujer fijó su atención en mí. Sentí como si su mirada de fuego me atravesará, capaz de ver hasta el más oculto pliegue de mi alma.

–Bien –su voz, al tiempo grave y musical, masculina y femenina, pareció emerger de las profundidades de la Tierra–. Aceptó la ofrenda.

Avanzó hacia mí. Yo permanecí paralizado, aguardándola. Aquella mujer tenía algo; algo morboso y a la vez terrorífico que le confería un incuestionable poder. Sabía que no sería capaz de resistirme a lo que tuviera planeado hacer conmigo.

Sus manos se posaron sobre mi cuerpo como si tomaran posesión de él. Se deslizaron sobre mí, acariciando toda mi anatomía, hasta que ambas convergieron sobre mis genitales, sopesándolos. Abrió sus labios y los posó sobre los míos. Nuestras lenguas se enroscaron –en aquel momento hubiese jurado que la suya poseía dos puntas– y sentí como si absorbiera mi alma a través de su boca. Luego colocó sus manos sobre mis hombros y empujó hacia abajo, haciendo que me arrodillara delante de su entrepierna. Desató el cordón que rodeaba sus caderas y el sedoso trozo de tela cayó al suelo. ¡Me quedé blanco!

No terminaba de comprender lo que estaba viendo. ¡Aquella criatura poseía los dos sexos! De su entrepierna colgaban un pene y dos testículos, pero tras ellos podía distinguir con claridad una vagina femenina. Polla y coño. ¡Tenía delante a un hermafrodita del Averno! ¡Joder, esto me pasa por no hacer caso a mi madre!

–¡El sexo bífido de la princesa del Infierno! –Proclamó Lilith con entusiasmo–.

Su mano se posó sobre mi cabeza, atrayéndola hacia su pubis. Todo mi ser quería resistirse y salir corriendo, pero mi cuerpo no respondía a las órdenes que le lanzaba. De alguna forma sentía la mente de la criatura dentro de mi cabeza, y me resultaba imposible resistirme a sus deseos. Mi mano agarró su polla y comencé a acariciarla. Mi otra mano elevó sus testículos para que mi lengua pudiera alcanzar su coño. En un instante y sin saber cómo me hallaba masturbando por partida doble a aquél ser, mientras los fervientes creyentes de Satán elevaban plegarias a su señor sin dejar de follar. Pude ver a Lilith y Salomé entrelazadas devorándose el coño la una a la otra.

Cuando el miembro de Belzeba estuvo bien duro y su coño abierto, dilatado y empapado, me levantó del suelo y me llevó hasta el altar, donde me tumbó boca arriba. Sus manos se posaron sobre mis muslos y los abrieron. Se colocó entre ellos y sentí su polla contra la mía. Las restregó entre sí. Luego descendió la suya hasta situarla contra mi ano. Empujó. En un primer momento sentí dolor, pero a continuación me invadió una agradable sensación. Un sentimiento de plenitud –vaya, ¿quién lo iba a decir?–. La mano de ella cogió mi verga y la pajeó, mientras su glande estimulaba mi próstata. Un fuerte orgasmo se desencadenó en mi interior, como si una fuerza invisible lo arrancara de mis entrañas. Entonces la diablesa se agitó, embistió con fuerza y se corrió en mi interior.

Confieso que cuando acepté acudir a la orgía con esperanza de perder mi virginidad, nunca pensé que sería de esta manera.

Tras apurar su orgasmo la hija del Diablo se inclinó sobre mí, abrió la boca y su lengua larga y pegajosa recorrió todo mi rostro. Luego pegó su cara a la mía y me susurró al oído.

–¡Ahora eres mío para siempre!

Tranquilo –dije para mí, procurando animarme–, mañana te despertarás con una gran resaca y recordarás esto como una alucinación. Sólo una alucinación.

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