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Siglo III - Emperadores Adolescentes

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El primer rayo de sol que entra por el amplio ventanal de la habitación del Príncipe, sorprende a Claudio con los ojos abiertos, tumbado en el lecho mientras besa con adoración los divinos pies del Dios adolescente.

Los suaves ronquidos de Alejandro, lejos de incomodar al soldado, lo hacen sonreír con la seguridad de no estar perturbando el sueño del Príncipe con las caricias que le prodiga en sus plantas desde hace al menos dos horas.

Se siente feliz y profundamente agradecido con su adolescente Amo, quien no solo lo ha honrado eyaculando en la boca del soldado durante el suplicio del semita, sino que además le ha permitido pasar la noche echado a sus pies en el Imperial lecho y en la madrugada, lo ha usado follándole el culo con una larga cogida que ha hecho que Claudio vea las estrellas mientras la potente verga del Dios lo penetra sin miramientos.

Y mientras sigue besando sin parar los pies de Alejandro, el soldado saborea cada recuerdo de los últimos cinco años de su vida, dedicados a servir y a proteger a aquel hermoso Príncipe, quien ha pasado de ser sólo un niño caprichoso y algo sádico a convertirse en el Dueño del mundo, en el Emperador de Roma, en su Amo y Señor.

Con quince años, Claudio había ingresado al ejército.  Gracias a las influencias de su tío que tenía algunos tratos con Heliogábalo y al hecho de que alguien de su parentela pertenecía al orden Ecuestre, el joven soldado fue destinado al Palatino, en vez de enviársele a hacer parte de alguna de las legiones que desde esa época trataban de contener las arremetidas de los barbaros.

El primer día de servicio y tal y como lo preveían las normas de aquel entonces para los nuevos soldados adolescentes, Claudio había ido a presentarse ante el Heligábalo.  Pero el joven soldado tuvo la sensación de que el afeminado Emperador no le prestaba ni siquiera un poco de atención.

En esos momentos Heligábalo estaba ocupado aplaudiendo y riéndose de las “hazañas” de un chiquillo, quien completamente desnudo iba cabalgando sobre el lomo de un esclavo, que también desnudo, se mantenía en cuatro patas sosteniendo sobre su lomo al infantil jinete, quien sosteniendo una improvisada rienda, le azuzaba con fustazos en el culo mientras le ordenaba ir a uno u otro lugar, tomar paso de marcha o de trote.

El pobre esclavo que hacía de montura, a pesar de tener tal vez unos treinta años y de mostrar una importante musculatura, gemía de continuo y contraía el rostro con gestos de dolor ante los continuos fustazos en su culo y con cada tirón de la rienda, que parecía clavársele en la comisura de los labios cada vez que aquel chiquillo halaba hacia atrás o hacia uno u otro lado.

Por su parte, el infantil jinete, a pesar que parecía que a duras penas acababa de mudar sus dientes de leche, se mostraba desaprensivo y cruel con el trato y el castigo de que hacía objeto al esclavo caballo.  Con su culo desnudo bien afirmado sobre el lomo del infeliz, con sus piernas y sus pies descalzos colgando indolentes a lado y lado de la humana montura, mantenía su torso erguido con arrogancia y de tanto en tanto se apartaba un mechón de la negra melena que le caía sobre el rostro, al tiempo que gritaba órdenes, halaba de la rienda de forma desordenada y azotaba inmisericorde el trasero y los muslos de aquella peculiar bestia de monta.

En posición de firme y luciendo orgullosamente los nuevos arreos militares con que estaba vestido, Claudio se mantenía impasible esperando a que Heligábalo se fijara en él y le diera su Imperial anuencia para entrar oficialmente a ser parte de los soldados que servían en el Palatino.  Pero el afeminado Emperador parecía no tener más oficio que el de aplaudir a aquel chiquillo y cuando al fin se fijó en el joven militar, fue para alabar la belleza y los atributos del infantil jinete:

—¡Mira cuán hermoso es! – le dijo el Emperador a Claudio dirigiéndosele por primera vez – ¡Y Priapo ha sido demasiado generoso con él…mira no más la potencia de su falo!

Las palabras del Emperador obligaron a Claudio a dirigir su mirada hacia el vientre del chiquillo y pudo contemplar por primera vez el pene de Alejandro, que completamente erecto y apuntando hacia arriba, ya exhibía un tamaño demasiado grande considerando la edad del Príncipe.

—Cuando llegue su pubertad… – le dijo Heliogábalo a Claudio como haciéndole una confidencia –…su divino falo representará la fuerza y el poder del Imperio…y toda Roma lo adorará como se debe adorar al Dios Priapo…

Claudio no entendía muy bien tanto aspaviento del Emperador, siendo que no se trataba más que de un chiquillo caprichoso y de su pene que lucía tal vez su primera erección.  Empezaba a preguntarse si su servicio de soldado iba a reducirse a estarse en posición de firme oyendo a Heligábalo alabar a aquel muchachito que parecía sentirse el centro mismo del Universo.

—Lo he adoptado… – le dijo Heliogábalo a Claudio –…así que cuando yo muera él me sucederá en el trono…pero como no quiero morir tan pronto, esperaré a que llegue su pubertad y me casaré con él…así Alejandro será Emperador y yo seré su Emperatriz…

Claudio sintió un vacío en el estómago.  Era la primera vez que veía a Heligábalo tan de cerca y no estaba preparado para su amaneramiento y para aquellas Imperiales confidencias tan poco comunes.  La imagen mental que el joven soldado se había hecho de cualquier Emperador Romano, era la de un hombre cabal, fuerte, arrogante y virtuoso.  El afeminado Heligábalo le parecía más bien un comediante de teatro de lupanar, que el hombre que debía regir con fuerza los destinos del Imperio.

Pero muy bien sabía desde entonces que su obligación de soldado era obedecer.  No estaba entre sus facultades opinar y menos hacer juicios sobre el Emperador.  Así que siguió firme, evitando fijar su mirada en ninguna parte, mientras aquel chiquillo se le acercaba acaballado sobre el lomo del esclavo.

Alejandro templó la rienda obligando al esclavo a detenerse como a tres pasos del joven soldado.  Lo observó de arriba abajo con curiosidad y enseguida, volviéndose hacia Heligábalo, señaló a Claudio con la fusta y le dijo al Emperador:

—¡Me gusta! ¡Se ve fuerte! ¡Obséquiamelo!

Heligábalo soltó una aguda carcajada como de mujer.  Se acercó a Alejandro e inclinándose hasta ponerse a su altura, le explicó con su aflautada voz:

—¡Oh, mi divino Alejandro!  Por desgracia no puedo obsequiártelo…no es un esclavo sino un soldado Romano…

El chiquillo hizo un puchero de decepción.  Pero enseguida sonrió divertido y dirigiéndose de nuevo al Emperador le exigió:

—¡Entonces harás que sea mi soldado!

—¡Sea mi divino Alejandro!  Que desde ahora este apuesto soldado esté bajo tus órdenes.

Alejandro sonrió de nuevo y sin fijarse ya más en Claudio le asentó un par de fustazos a su humana montura y se dedicó a dar vueltas y más vueltas por aquel amplísimo salón, mientras Heligábalo seguía aplaudiendo sus ocurrencias y alabando la infantil belleza de aquel Príncipe de piel blanca y largas y espesas pestañas, que parecía no tener más preocupación que la de divertirse a costa del miserable esclavo sobre el cual se mantenía acaballado con total indolencia y al cual castigaba con verdadera crueldad.

Desde entonces, los días se le convirtieron a Claudio en una sucesión de humillantes circunstancias, ya que puesto bajo las órdenes de aquel chiquillo arrogante y caprichoso, había dejado de sentirse un soldado Romano y parecía haberse convertido más bien en un juguete que Alejandro usaba o desdeñaba dependiendo de sus estados de ánimo.

Sobre muchas otras, había tres cosas que jodían demasiado a Claudio, de natural carácter tan indómito y siendo siete años mayor que Alejandro: una era tener que andar todo el tiempo en pos del chiquillo, sufriendo horriblemente al tener que acompañarlo arriesgándose a cada rato en aventuradas excursiones por fuera del Palatino.  Muy bien sabía el joven soldado que la integridad del Príncipe corría de su cuenta y que si al menos sufría un rasguño, como mínimo Heliogábalo haría que él pagara en la cruz cualquier percance que sufriera su adorado primito.

Lo segundo era tener que soportar a cada rato que el chiquillo lo abofeteara en frente de los esclavos e incluso de sus compañeros de armas.  Por el menor motivo y la mayoría de las veces sin motivo alguno, Alejandro se plantaba frente a él y mirándolo fijamente y con total arrogancia, le señalaba el suelo a sus pies y le ordenaba:

—¡Arrodíllate soldado y ofréceme tu rostro que voy a castigarte!

Y Claudio obedecía como el soldado que era.  Temblando de ira se ponía de rodillas a los pies de Alejandro y levantaba su cara evitando mirarlo.  Con las mandíbulas apretadas con fuerza para no gritar de indignación, veía la sombra de la mano del chiquillo que se alzaba con lentitud y luego se abatía sobre sus mejillas, para estamparle un fuerte bofetón, que sin embargo no le causaba daño físico al adolescente militar, pero que sí lo hacía llorar de pura rabia y humillación.

El infantil Príncipe parecía sacarle gusto a obsequiar bofetadas.  La multitud de esclavos que le servían mantenían el rostro ardiendo gracias a la generosidad con la que el chiquillo les endilgaba tortazos y más tortazos.  Y lo peor para Claudio era que desde que estaba bajo la autoridad de Alejandro, al futuro Emperador parecía divertirle especialmente abofetear al joven soldado.

Pero lo que definitivamente le acababa de amargar la vida a Claudio, era el tener que ejecutar tareas que estaban destinadas únicamente a los esclavos.  Una de las diversiones preferidas de Alejandro era correr desnudo y descalzo por todo el Palatino, dando vueltas y revueltas, hasta que sudoroso y con sus pies casi ennegrecidos por la tierra adherida en ellos, se tumbaba en el primer triclinio que encontraba y chasqueando los dedos hacía que su soldado se acercara y le ordenaba con frialdad:

—¡Arrodíllate soldado y masajea mis pies con tu lengua!

La primera vez que recibió tan humillante orden, Claudio se sintió profundamente ofendido en su orgullo de soldado y en su dignidad de Romano.  Habiendo aprendido ya que al Príncipe no podía dársele ninguna orden, pero aun así con un tono de voz áspera le sugirió:

—Podrías ordenarle a cualquier esclavo que haga ese trabajo, César…

Alejandro se volvió a verlo con sus ojos negros centelleando de furia pero no le dirigió ni una palabra más.  En vez de eso se puso a berrear llamando a los gritos a un decurión que acudió casi enseguida, aterrado pensando que al Príncipe le hubiese ocurrido alguna desgracia.  Pero al ver la indolencia con la que estaba tendido en el triclinio, con su cuerpo desnudo y sin ninguna mancha de sangre que delatara alguna herida, se cuadró con su puño en el pecho y con voz marcial dijo:

—Estoy a tus órdenes, César.

—¡Azota a este soldado!  Me ha desobedecido y merece diez latigazos por ello.

—Se hará como tú ordenas, César – respondió el decurión echándole mano a Claudio por su corta capa.

Pero cuando intentó arrastrarlo hacia el patio del pretor, donde de ordinario se ejecutaban los castigos a que se hacían acreedores los soldados, Alejandro lo detuvo con una señal y le ordenó:

—Azótalo aquí mismo, decurión.  Quiero verlo de rodillas ante mí recibiendo el castigo.

—Sea como tú ordenas, César.

De inmediato el decurión arrancó la capa de Claudio y rasgó su túnica de un tirón lanzándola lejos de allí.  Teniéndolo ya con el torso desnudo, le propinó un fuerte golpe en la nuca obligándolo a ponerse de rodillas y con su rostro casi entre los pies de Alejandro.  Con gran habilidad, zafó el corto látigo que pendía de su cintura y antes de descargar el primer golpe lo hizo retallar en el aire con un sonido que hizo que cada pelo de Claudio se pusiera de punta.

Recostado sobre el triclinio con total indolencia, el Príncipe sonreía divertido contemplando cada uno de los movimientos del decurión y saboreando dichoso el miedo que a esas alturas se dibujaba con perfección en el rostro del pobre soldado adolescente.

Y cuando el decurión lanzó el primer golpe y el látigo se estrelló con un sonido seco sobre el desnudo lomo haciendo que el soldado emitiera un grito de dolor y de angustia, el Príncipe soltó una carcajada a la que Claudio no pudo responder más que con un torrente de lágrimas que bajaban por su rostro y le empapaban los ya duros pectorales y los marcados músculos del vientre.

El decurión fue eficiente propinando el castigo.  Casi terminó antes de lo que Alejandro hubiese deseado.  Pero a Claudio, aquellos instantes durante los cuales fue azotado, le parecieron una eternidad y en un par de ocasiones estuvo a punto de desmayarse por el dolor.

—¿Qué ordenas, César? – preguntó el decurión antes de empezar a enrollar el látigo para sujetarlo de nuevo a su cintura.

—¡Prepara el garrote, decurión!  Porque si este soldado me desobedece de nuevo, le exigiré a Heligábalo que lo haga ejecutar – ordenó el Príncipe.

Aquello hizo que incluso el curtido decurión se estremeciera.  La muerte por garrote que se les aplicaba a los soldados desertores o insubordinados, no sólo era una muerte infamante sino un suplicio demasiado cruel para un Romano.

—¡Sea como tú ordenas César! – expresó el decurión con tono marcial, antes de dar media vuelta sobre sus talones para irse de allí a cumplir la orden de Alejandro.

Entonces el Príncipe volvió a fijarse en Claudio, que arrodillado al extremo del triclinio, no paraba de llorar y de contraer su rostro con un rictus de dolor.  Y con aparente indiferencia le ordenó:

—¡Masajea mis pies con tu lengua, soldado!

Esta vez Claudio no se lo pensó ni por un instante.  Se inclinó un poco más hasta que su rostro estuvo casi pegado a las plantas del infantil Príncipe y sacando su lengua se dedicó a lamerle los pies con empeño, sin parar de sollozar y asqueado por la humillante tarea, pero sin siquiera pensar en desobedecer al arrogante chiquillo que ahora sonreía divertido viéndolo tan dócil.

Y no paró el soldado de lamer los pies del Príncipe ni siquiera cuando ya los vio inmaculados y con su natural color sonrosado.  Y ni tampoco se atrevió a escupir la mugre que recogía con su lengua y más bien se la iba tragando, para evitar de esa manera que Alejandro lo acusara nuevamente de desobediencia.

Aquella manera de proceder del Príncipe, la forma en como solía abofetearlo y obligarlo a lamerle los pies sin importar siquiera que estuvieran presentes los compañeros de armas del soldado, empezó a traerle inconvenientes a Claudio, que ciego de ira se percataba de que los otros soldados se burlaban de él y murmuraban cuando lo veían tan rebajado en su orgullo siendo abofeteado o sirviéndole como un esclavo más a aquel arrogante chiquillo.

Una mañana, al despertar, Alejandro se percató de que Claudio no estaba allí.  Lo llamó a los gritos sin obtener respuesta alguna.  Entonces le preguntó a uno de los esclavos que estaban de servicio en la habitación y el siervo no supo responderle.

Enfurecido, agarró una fusta y se dedicó a repartir azotes sin orden ni concierto, haciendo aullar a los esclavos que no tenían más opción que estarse de rodillas aguantando el aguacero de golpes con que los estaba obsequiando en infantil Príncipe.

Hasta que uno de aquellos infelices que había recibido un golpe en pleno rostro que por poco le hace saltar un ojo, tuvo el valor suficiente de echarse a los pies del chiquillo y entre besuqueos, lametones y súplicas tuvo los arrestos suficientes para informarle que su soldado estaba en el patio del pretor a punto de ser azotado como castigo por haber molido a golpes a otro soldado.

Alejandro pagó la información del esclavo asentándole una patada por las costillas y salió corriendo hacia el lugar en el que Claudio estaba ya colgado de un madero y a punto de recibir la azotaina de su vida.

—¡Deteneos! – ordenó el chiquillo cuando ya el verdugo se disponía a lanzar el primer golpe de látigo sobre el desnudo lomo de Claudio.

Y encarándose con el decurión a cargo de dirigir el castigo, lo interrogó sobre el motivo por el cual se disponían a azotar a su soldado.  La causa era un pleito que se había suscitado en la madrugada entre Claudio y otros dos soldados – explicó el decurión –.  Y, a decir del mismo decurión, Claudio se había hecho acreedor a veinte azotes por haber apaleado a al menos uno de aquellos dos soldados hasta casi dejarlo inútil.

—¡Es mi soldado! – le espetó Alejandro al enorme decurión - ¡Y sólo yo decidiré si se le castiga!

—Sea como tú dices, César – respondió con resignación el decurión.

—¡Dejadme para que lo interrogue! – ordenó de nuevo el Príncipe.

Entonces los soldados se apartaron reverentes dándole paso al chiquillo que yendo a situarse frente a Claudio se tomó unos instantes para verlo ahí atado por las muñecas y casi colgado, sosteniéndose a duras penas sobre el suelo con los dedos de los pies.  Los músculos del quinceañero soldado se marcaban de tal forma en esa postura, que Alejandro estuvo a punto de ordenar que al fin lo azotaran, solo para divertirse viendo cómo aquel cuerpo hermoso e inerme se contraía de dolor con cada golpe.

Pero contuvo un poco su infantil sadismo y ordenando que lo desataran para que pudiera hablar con soltura, se encaró con Claudio y le preguntó por el motivo de la riña:

—Esos soldados se han estado burlando de los servicios que te presto, divino César.  Por eso me he visto en la obligación de molerlos a golpes.

Alejandro sonrió no tanto por el celo de su soldado, como por la melosa expresión con la que se había referido a él llamándolo “divino César”.  Y en cambio de ordenar que colgaran de nuevo a Claudio para azotarlo, se encaró con el decurión y con la autoridad que sólo un Príncipe posee, le espetó:

—¡Esos miserables soldados no solo han puesto en entredicho el honor de mi soldado, sino que además se han reído del César al burlarse de los servicios que recibo!

El decurión abrió los ojos como platos al oír los argumentos de aquel chiquillo que hablaba como si de un tribuno se tratara.  Carajo con aquel Principito que parecía un maestro de retórica.

—¡Así que te exijo que me los entregues decurión, para que yo les aplique el castigo que considere adecuado! – ordenó Alejando – ¡Has que los lleven a las mazmorras y que estén a mi disposición!

El decurión dejó caer la cabeza sobre su pecho con resignación, suspiró profundamente y con apenas un hilo de voz respondió:

—Sea como tú ordenas, César.

Alejandro dio media vuelta y chasqueó los dedos para llamar a su soldado, que desnudo y cargando bajo su brazo las prendas de su indumentaria militar, corrió en pos de él agradeciéndole interiormente que lo hubiese salvado de aquel castigo tan cruel del que hasta hacía unos instantes creía no poder librarse.

Y durante el resto del día, el Príncipe no se volvió a acordar de aquellos dos soldados que presos en las mazmorras, esperaban con angustia por el castigo que les destinaría aquel chiquillo todopoderoso al que le temían más que al propio Emperador Heligábalo.

No fue hasta el anochecer, cuando Alejandro recordó el incidente de la mañana, al sentir cómo Claudio le lamía los pies de una forma especial, como queriendo expresarle su agradecimiento.  Entonces, presintiendo que podría sacar alguna diversión de los dos presos, le ordenó a su soldado que se fuera con él a las mazmorras.

Allí le señalaron a los dos infelices.  El chiquillo se asombró de que su soldado hubiese podido apalearlos a ambos, pues no sólo parecían como de dieciocho años cuando Claudio apenas contaba quince, sino que además eran más grandes y musculosos que él.

Al enfrentar la mirada de Claudio, los dos infelices vieron en los ojos del soldado un brillo de venganza y se estremecieron y empezaron a gemir al tiempo que se arrojaban a los pies de Alejandro para implorarle clemencia.

—Si deseas castigarlos como corresponde a un poderoso Príncipe como lo eres tu divino César, sería menester que los hagas conducir a la sala de tortura – le dijo Claudio al chiquillo saboreando ya su desquite.

—Tienes razón mi astuto soldado – respondió Alejandro con los negrísimos ojos brillándole de emoción ante la inminente diversión.

Y sin que se lo pensara, el Príncipe ordenó que condujeran a los presos hacia donde le había sugerido Claudio, encargando a su soldado de disponer lo necesario para la diversión que esperaba obtener del suplicio de aquellos dos miserables.

En aquella húmeda y penumbrosa sala de tortura había infinidad de instrumentos de suplicio.  Al ver llegar a los dos recios carceleros que arrastraban por los pelos a los aterrados soldados, algunos esclavos que estaban allí se pusieron a avivar la llama de un gran brasero en el que se calentaban a fuego lento una buena cantidad de hierros de diferente forma.

Cuando Alejandro y Claudio entraron unos instantes después a la sala de tortura, ya los soldados estaban desnudos y habían sido atados por el cuello con gruesas cadenas que parecían nacer del lamoso y húmedo muro.  El largor de sus ataduras los obligaba a permanecer en cuatro patas, igual que perros aterrados y suplicantes.  Eso divirtió mucho al Príncipe, que sin embargo no se entretuvo demasiado y luego de curiosear un poco, se acomodó en un pequeño asiento de madera y acolchado que estaba allí y preguntó a los enormes carceleros:

—¡¿Quién será el verdugo?!

Claudio se apresuró a inclinarse reverente ante el chiquillo y con el tono más meloso de que era capaz, se aventuró a sugerirle:

—Si tú me autorizas, divino César…me gustaría servirte en esta ocasión…

El Príncipe miró a su soldado por unos instantes, como evaluándolo para saber si iba a ser capaz aquel adolescente de torturar a aquel par de musculosos y aterrados soldados.  Entonces sonrió divertido al imaginar a su Claudio en el papel de verdugo, cuando apenas unas horas antes había estado a punto de ser azotado cruelmente.

—¡Sea! – dijo el Príncipe.  Y luego le advirtió a su soldado: ¡Pero hazlo bien porque si no me diviertes, haré que te torturen a ti!

Claudio se estremeció de miedo, pero controlando su emoción se postró ante el chiquillo y con gesto servil le besó las doradas sandalias dándole las gracias.

—¡No pierdas tiempo, soldado…ponte a lo tuyo!

—Como tú ordenes, divino César – respondió Claudio con voz melosa – ¿Deseas algún castigo en especial divino César?

—¡Sólo has lo que se te ocurra! – le ordenó el Príncipe – ¡Pero que me divierta!

Claudio se puso en pie con ligereza y le ordenó a uno de los esclavos que avivaban la llama del brasero, que le diera un hierro ya tan caliente que había tomado una tonalidad rojiza brillante.  Enseguida se acercó a uno de aquellos infelices soldados que aguardaban por el tormento e indicándole a uno de los carceleros que obligara al infeliz a abrir las mandíbulas, al otro curtido hombre le ordenó que trincando la lengua del torturado con una pinza se la sacara de entre la boca estirándosela al máximo.

Enseguida, sin la menor delicadeza, el joven soldado de Alejandro aplicó el hierro ardiente sobre la lengua del torturado y mantuvo el instrumento allí, oyendo complacido un chisporroteo y viendo cómo el color rojizo del hierro se iba diluyendo a medida que la lengua del infeliz se iba asando hasta ennegrecerse.

Cuando Claudio retiró el hierro ya casi frio de la lengua del soldado y los dos carceleros le quitaron las manos de encima, el infeliz, con los ojos desorbitados empezó a mover su cabeza de un lado a otro, con su ennegrecida lengua penduleándole y a la cual llevaba sus manos para sobársela, como si quisiera curarse así el terrible ardor que debía estar sintiendo en aquellos momentos.

Al ver la cómica expresión del infeliz, Alejandro empezó a desternillarse de risa elogiando el trabajo de su soldado.  Claudio, feliz de haber complacido al Príncipe, vino de nuevo a ponerse a sus pies para besarle las doradas sandalias con un servilismo que en las semanas previas había estado lejos de mostrar.

Pero al recuperarse de su ataque de risa, el chiquillo le estampó una patada por la cabeza a su soldado y le ordenó que dejara de perder el tiempo y fuera a ocuparse de torturar al otro miserable que chillaba de solo imaginar que a él le harían lo mismo que acababa de padecer su compañero de desgracia.

Un poco mosqueado, Claudio se levantó y fue a repetir en todos los detalles la misma operación con el otro soldado, que opuso un poco más de resistencia que el primero, pero que al final terminó también con su lengua asada y colgándole por fuera de su boca desmesuradamente abierta.

Esta vez ya Alejandro no se divirtió tanto y quiso él mismo ir a sazonarle un poco el tormento a uno de los soldados.  Acercándosele a aquel al que Claudio había machacado más en la mañana, lo observó con detenimiento y enseguida le ordenó a uno de los esclavos del brasero que le diera un hierro.

Con el hierro sujeto en su infantil mano, el Príncipe le reclamó a los carceleros que le sostuvieran muy bien la cabeza al soldado y poco a poco fue acercando el ardiente instrumento al rostro del miserable, que con su lengua colgándole, abría con desmesura los ojos, preso del más indecible terror.

Y cuando ya se había solazado un poco con el miedo en la mirada de aquel infeliz, el Príncipe le aplicó el hierro ardiente en su ojo izquierdo, cegándolo de esa manera tan cruel mientas el supliciado emitía un ronco gemido e intentaba debatirse inútilmente, con su cabeza apresada entre las manos de los rudos carceleros.

Sin darle ningún respiro, aún le aplicó el caliente instrumento en el otro ojo, haciéndolo de una forma tan descuidada, que el globo ocular quemándose saltó de la órbita del ahora completamente ciego soldado.

Esta vez, sin embargo, el Príncipe no se divirtió como en otras ocasiones, en las que solía cegar de la misma forma a algunos esclavos para luego desternillarse de risa azuzándolos con un látigo para verlos correr enloquecidos y desorientados, mientras iban estrellándose entre ellos o con cualquier obstáculo.

Empezando a hartarse un poco, Alejandro decidió que Claudio hiciera algo de lo cual no esperaba en realidad mucha diversión, pero sí le permitiría ver algo que había querido observar en la mañana.  Así que señalando al infeliz que acababa de cegar, le ordenó a su soldado:

—¡Que lo cuelguen de las manos y azótalo!

Inmediatamente los carceleros soltaron la cadena que se enganchaba en el cuello del infeliz y en cambio le sujetaron grilletes en las muñecas y lo izaron crucificándolo en el aire y hasta que sus pies estuvieron como a cuatro palmos del suelo.  Enseguida ataron a sus tobillos dos gordas piedras que por el peso hicieron que el soldado quedara completamente estirado, exhibiendo perfectamente sus voluminosos músculos.

Empuñando ya el látigo, Claudio se volvió a ver al Príncipe para solicitar su anuencia y empezar con el castigo.  Alejandro le hizo una señal y cuando ya el soldado apuntaba el instrumento de tortura hacia el cuerpo del supliciado, el propio chiquillo detuvo a Claudio con un grito y le ordenó:

—¡Desnúdate!  ¡Deseo verte desnudo mientras lo azotas!

Claudio se estremeció de miedo.  No fuera a suceder que al Príncipe se le ocurriera desear que también lo azotaran a él.  Pero sabiendo muy bien lo que le costaba desobedecer a su infantil Amo, se despojó de sus prendas militares con toda celeridad y cuando ya estuvo desnudo recibió la orden de Alejandro de proceder con el látigo.

Cortando el aire con pasmosa velocidad y emitiendo un característico sonido, el látigo volaba hacia el cuerpo del supliciado abriéndole vetas sanguinolentas en la piel, mientras el infeliz emitía roncos gemidos con cada golpe y no paraba de estremecerse.  Llegó incluso el infeliz a mearse por el sufrimiento a que era sometido y casi enseguida, cuando la punta del látigo le reventó una tetilla, también se cago sin ningún remilgo.

Alejandro reía divertido y veía con asombro cómo los músculos de Claudio se le iban marcando más a cada instante por el ejercicio del látigo.  La piel del joven soldado estaba perlada de sudor y un leve jadeo hacía pensar que el muchacho estaba empezando a agotarse de tanto azotar al miserable que allí colgado, seguía aullando sordamente con cada golpe.

Y tanto fijarse en los músculos de Claudio, hizo que Alejandro notara algo que despertó su curiosidad.  El rabo del joven soldado estaba completamente tieso y apuntaba hacia el techo de la sala de torturas.  Así que indicándole que detuviera el castigo, le ordenó que se acercara.

Tomando una fusta que le reclamó a uno de los carceleros, el chiquillo la repasó por la polla de su joven soldado y hurgó con ella sus huevos.  El terror de Claudio hizo que su rostro se demudara, pero su excitación era tal que ni aún a pesar del miedo se le bajó tan potente erección.

—¿Qué le pasa a tu pito? – le preguntó el Príncipe con genuino asombro.

—Se me ha puesto tieso, divino César…

—¡Eso ya lo sé! – le respondió el Príncipe con aspereza – ¡Lo que quiero saber es porqué se te ha puesto así!

—Estoy castigando a ese perro, divino César…y cuando castigo a alguien siempre se me pone la polla como de burro, divino César…

Ante la respuesta de su soldado, el Príncipe levantó su túnica hasta descubrir su vientre y señalándose su propio pene le espetó:

—Pero yo no estoy dando castigo y desde el principio mi pito se me ha puesto tieso, como el hierro.

—No estás dando castigo, divino César… – argumentó Claudio –…pero yo lo estoy dando en tu nombre y por orden tuya, divino César…soy tu instrumento de tortura, divino César…

Alejandro caviló por unos instantes y al final pareció conforme con la melosa respuesta de Claudio.  De inmediato le indicó que continuara con el látigo sobre el macerado cuerpo del miserable que seguía colgado recibiendo tan atroz castigo.

Hasta que finalmente el chiquillo pareció hartarse de aquello y decidió concluir con aquel guiñapo sanguinolento y gimiente que seguía exhibiendo su ennegrecida lengua de forma obscena.  Ordenándole a Claudio que parara con los azotes, se levantó de la silla en la que había permanecido sentado y caminó hacia donde colgaba el supliciado.

De inmediato chasqueó los dedos indicándole a uno de los esclavos que se pusiera en cuatro patas al lado del torturado y encaramándose encima del siervo, le afirmó sus doradas sandalias sobre el lomo y le reclamó a uno de los carceleros que le entregara su daga.

—¡Sujétale el pito y estíraselo! – le ordenó el Príncipe a Claudio.

El soldado obedeció agarrando con gesto de asco el exánime rabo del torturado y de inmediato Alejandro puso la daga sobre la base, muy cerca del vientre y de un solo tajo se lo cortó por completo.  Claudio arrojó al brasero aquel pellejo sanguinolento y reclamó de uno de los esclavos que le diera un hierro caliente, que aplicó sobre la herida parando enseguida la hemorragia.

—¡¿Has visto que a este no se le ha puesto tieso su pito?! – le dijo al Príncipe a su soldado con una pícara sonrisa.

Claudio se estremeció y no pudo más que responder con una leve reverencia al comentario de su Príncipe.  Y los pelos acabaron de ponérsele de punta al joven soldado cuando el chiquillo fijó la punta de la daga en el escroto del torturado y le hizo un corte que lo abrió por completo, haciendo que los huevos afloraran desnudos al tiempo que el infeliz gemía sordamente.

—¡Aplícale también un hierro allí! – ordenó el Príncipe.

Y Claudio, temblando de miedo al suponer que algún día su infantil Amo le hiciese lo mismo a él, reclamó otro hierro de uno de los esclavos que mantenían vivo el fuego del brasero y se lo estampó en los huevos al torturado, lo cual tuvo el efecto de que el miserable, a pesar de la horrible quemadura en su lengua, lanzara un aullido aterrador, para enseguida perder la conciencia.

—¡Ya está bien! – dijo el Príncipe – ¡Parece que este soldado ya no se burlará más del César!

Enseguida puso la punta de la afiladísima daga sobre el vientre del infeliz y le abrió la piel de un solo tajo, provocándole una larga herida horizontal por donde empezaron a brotar con lentitud los intestinos del moribundo soldado que en la mañana había sido molido a golpes por Claudio.

—¡Tengo sueño, soldado! – dijo el Príncipe con un bostezo – ¡Ahora quiero ir a mis habitaciones…ya luego me ocuparé del otro perro!

Aquella noche, mientras Alejandro dormía plácidamente velado por dos enormes soldados que permanecían en la entrada de sus habitaciones y por casi una docena de esclavos que estaban atentos a cualquier requerimiento del infantil Príncipe, Claudio se escabulló y enrutó sus pasos hacia la sala de torturas.

Allí seguía estando colgado el cadáver del soldado que el propio Alejandro había cegado, castrado y vaciado de sus intestinos.  Su desgraciado compañero se mantenía en cuatro patas, llorando y tratando de sustraerse a la horrible visión de aquel cadáver destrozado de forma tan brutal.

Al percatarse de la presencia de Claudio, el infeliz se puso a chillar como un cerdo, presintiendo que le había llegado la hora a él de ser tan horriblemente torturado como lo había sido su compañero de desgracia.  Pero esta vez Alejandro no había venido en compañía de su soldado y eso tranquilizó un poco al miserable, que sin embargo no tuvo tiempo de alegrarse de la suerte que tenía al no recibir la visita del sádico Principito.

Sin dirigirle ni una sola palabra, Claudio se desnudó a las volandas, agarró una fusta y le asentó un fuerte azote por el lomo, que hizo que el infeliz se pusiera de nuevo a chillar.  Entonces el adolescente soldado de Alejandro, le propinó una fuerte patada por el rostro ordenándole recibir el castigo en silencio y a partir de allí se dedicó a molerlo a fustazos.

Hasta que al cabo de casi treinta golpes, Claudio sintió que su rabo estaba al máximo.  Fue ahí cuando finalmente empezó a hacer lo que tenía planeado cuando se escabulló de las habitaciones del Príncipe.

Un año antes de enlistarse en el ejército, Publio, el padre de Claudio, había sorprendido al muchacho haciéndose mamar de un liberto como de diecisiete años que le hacía de sirviente.  Ese día Publio se maravilló del buen tamaño que exhibía el rabo de su hijo y lo dejó concluir su placer en la boca de aquel siervo.

Y cuando ya el liberto había acabado de limpiar con su lengua la polla de su joven Amo, Publio se presentó ante su hijo y le dio una lección sobre la virtud Romana, que Claudio no había olvidado:

—La virtud del Romano está en su fuerza para conquistar y someter… – le había dicho Publio a su hijo –.  Un Romano verdaderamente virtuoso, no es aquel que se abstiene, sino por el contrario, es aquel que tiene la fuerza y el poder suficiente para gozar.  El Romano verdaderamente virtuoso, es aquel que no se exime de penetrar los agujeros de aquellos que le sirven o le son inferiores…es aquel que se hace dar placer penetrando con su nabo la boca o el culo de aquellos de que dispone.

Ese mismo día, Publio había ido al mercado de esclavos para comprarle un obsequio a Claudio.  Y había llegado a casa llevando consigo un muchacho como de la misma edad del liberto, de hermosa estampa y prominentes músculos, que además estaba virgen y tenía un carácter dócil y apacible.

—Es tuyo… – le había dicho Publio señalándole al esclavo que se mantenía de rodillas ante Claudio –.  Úsalo como desees y adiéstralo para que te haga gozar.  Pero recuerda que debes ser un Romano virtuoso y en consecuencia te está permitido penetrarlo cuanto quieras y, al mismo tiempo, te está vedado dejarte penetrar, si es que no quieres perder tu virtud de Romano.

Desde aquel día, a sus catorce años, Claudio había dispuesto de dos esclavos sexuales tres años mayores que él.  Los agujeros del liberto y del siervo que le había obsequiado Publio, sirvieron para que el muchacho desahogara su permanente calentura y para que fuera aprendiendo la mejor forma de encular o de hacerse mamar para obtener el mayor gozo posible.

Aquella noche en la sala de torturas, recordando las palabras de su padre, Claudio no sólo se disponía a gozar sino, sobre todo, a arrancarle la virtud Romana a aquel soldado que había tenido la osadía de humillarlo en la mañana y que ahora se veía en la triste condición de no ser más que un agujero, que el joven soldado de Alejandro penetraría hasta la saciedad.

Con su rabo tieso y a reventar, liberó al soldado de la gruesa cadena que lo mantenía atado por el cuello y puesto en cuatro patas.  Enseguida lo obligó a ponerse de rodillas a sus pies y agarrándolo firmemente por los pelos le hundió el nabo en la boca, ordenándole que mamara.

El infeliz no atinó más que a llorar con desconsuelo, mientras que la polla del joven soldado iba y venía sobre su escaldada lengua.  No atinaba a colaborar en nada para el placer de Claudio, sino que simplemente se dejaba follar la boca con mansedumbre y eso lo hacía acreedor a fuertes tortazos que el joven soldado le endilgaba cada vez con más furia.

Hasta que terminó por correrse en la garganta del infeliz, rugiendo de placer y sintiendo que aquel orgasmo le exorcizaba toda la ira contenida que había acumulado por los tratos de que lo había hecho objeto Alejandro durante las pocas semanas que llevaba bajo las órdenes del divino Príncipe.

Aquella noche Claudio le folló la boca y el culo a aquel miserable soldado hasta que quedó agotado de verdad, como tomando venganza en los agujeros del infeliz por todas las afrentas que le había impuesto el Principito.

El humillar a aquel miserable, le había permitido a Claudio olvidarse momentáneamente de las humillaciones que él mismo sufría por parte de Alejandro, exorcizar su ira y sentir su orgullo de soldado renovado.  Así que tomó algunas medidas para que al cabo de algunos días, cuando ya el Principito no se acordaba de aquel soldado, el infeliz se reintegrara al servicio, manteniéndolo siempre amenazado con una tortura como la que había sufrido su desafortunado compañero, si es que no se prestaba con docilidad a ser usado por él.

De esa forma, Claudio había convertido a aquel soldado tres años mayor que él, en su esclavo sexual, usándolo para desahogar su ira y su humillación cada vez que Alejandro lo rebajaba, lo afrentaba y lo hacía sentirse como el más miserable de los Romanos.

Así había podido resistir Claudio el trato que le infligía el Principito, sintiendo una confusa mezcla de emociones hacia su infantil Amo, pues por un lado lo odiaba por las humillaciones a las que lo sometía, pero por otra parte sabía perfectamente que Alejandro lo protegía y que gracias a ser “su soldado”, tenía un relativo poder que le servía para machacar impunemente y follarse a quien se le diera la gana.

Así pasaron cuatro años, hasta que un par de semanas antes de que el Príncipe ascendiera al trono dorado de los Césares, a Claudio se le voltearon las tornas y tuvo que soportar con resignación que Alejandro le arrancara su virtud Romana.

Por aquella época Alejandro y Casio se habían hecho amigos muy asiduos.  Aquel jovencito, hijo de uno de los más poderosos generales Romanos y algunos meses mayor que el Príncipe, compartía con él el gusto por divertirse a costa de los esclavos.  Habitualmente se reunían para torturar a unos cuantos miserables, hasta causarles la muerte o hasta dejarlos terriblemente mutilados.

Una tarde, llegando Alejandro a la lujosa villa de la familia de Casio, su amigo lo recibió con más aspavientos de los habituales.  El Príncipe estaba algo intrigado y le preguntó con curiosidad:

—¿Acaso me has preparado alguna diversión especial?

—Ni que lo digas Alejandro…lo que tengo para hoy te habrá de dejar asombrado…

—¿Te has inventado algún suplicio nuevo? – preguntó el Príncipe –.  Mira que ya me aburre cegar esclavos.

—No te burles mi buen amigo, que en verdad te digo que lo de hoy no sólo te divertirá sino que te hará gozar…

Los dos jovencitos se dirigieron hacia una espaciosa sala, sobriamente adornada pero en la que no faltaba ninguna comodidad.  Al tumbarse sobre los cómodos triclinios, dos parejas de esclavos se pusieron a los pies de cada uno de los chicos para descalzarlos y atenderlos.  Alejandro sintió en sus plantas la húmeda y tibia lengua de los siervos y se estiró en el lecho expectante.

Casio se volvió a verlo y guiñándole un ojo con gesto de complicidad, tronó los dedos y de inmediato, de entre las largas cortinas que velaban la cómoda sala de los rayos del sol, salió un muchacho como de unos dieciocho años, completamente desnudo, depilado hasta el extremo y con su vientre coronado por un minúsculo rabo.

Por su aspecto parecía oriental y por su cadencioso andar y sus maneras delicadas, le recordó a Alejandro a su primo Heliogábalo.  Casi estuvo a punto de soltar una carcajada el Príncipe al ver semejante mequetrefe tan estrafalario.  No se imaginaba qué gusto podría sacarse de torturar a semejante infeliz.

Pero aquel muchacho no estaba allí para ser torturado.  Acercándose con paso femenil e intentando parecer coqueto, fue a ponerse de rodillas al lado de donde Casio permanecía tumbado y sin poder disimular su impaciencia.

Con delicadeza, el oriental levantó la túnica de su joven Amo y entonces apareció ante sus ojos y ante los ojos del Príncipe una polla mediana, erguida al máximo sobre una rala mata de vello rubio y con el capullo cubierto por un largo pellejo.

Enseguida, sin siquiera esperarse a una orden de su Amo, aquel esclavo oriental le agarró la polla a Casio y empezó a magreársela con la mano y poco a poco se la fue despellejando hasta que el capullo apareció rojizo y húmedo.  Entonces se inclinó sobre el vientre del chico y de un solo bocado se tragó aquel rabo mediano y tal vez muy delgado para su longitud.

Casio empezó a retorcerse y a jadear de placer al tiempo que el oriental le comía la polla con verdadero entusiasmo.  Hasta que al cabo de algunos instantes, el chico se tensó sobre el triclinio, puso sus manos sobre la pelada cabeza del esclavo, se levantó hasta casi quedar sentado en el lecho, emitió un hondo gemido y de nuevo se dejó caer sobre los mullidos cojines de seda que estaban sobre el lecho.

Aún se sacudió un par de veces más el chico mientras que el oriental seguía con su polla en la boca.  Y pasados algunos instantes, ya recuperado de su orgasmo, Casio dio una suave palmada sobre la pelada cabeza del esclavo indicándole que liberara su rabo, que aparecía ahora minúsculo y arrugado y cubierto de baba.

—¡Muéstrale al César! – le ordenó Casio a su esclavo oriental.

El amanerado siervo se puso en cuatro patas y reptó hacia el triclinio donde estaba tumbado Alejandro y abriendo la boca le mostró algunas gotas de una sustancia espesa y blanca que tenía en la lengua.

Alejandro se volvió a ver a su amigo con gesto interrogador y entonces recibió una explicación que al Príncipe le pareció un tanto extraña:

—¡¿No lo entiendes mi querido César?!

Alejandro hizo una mueca que no significaba nada.  Casio quiso entonces ufanarse un poco y le explicó que aquello significaba que ya se había hecho hombre y que la leche que estaba sobre la lengua del esclavo era la evidencia de que había alcanzado el pleno desarrollo de su hombría.

—Padre me ha obsequiado mi primer esclavo sexual… – dijo Casio señalando al oriental que se mantenía en cuatro patas cerca del triclinio de Alejandro –…y es magnífico dando placer…

—Pues a mí no me parece gran cosa – dijo el Príncipe dedicándole una mirada despectiva al depilado esclavo.

—Eso lo dirás tú porque no tienes un esclavo sexual… – ripostó Casio –…deberías usarlo y así cambias de opinión.

El esclavo le dedicó una furtiva mirada al Príncipe y anheló con toda su alma que Alejandro aceptara el ofrecimiento de usarlo.  Aquel jovencito era de verdad hermoso, muy diferente de su amigo Casio.  Estirado sobre el triclinio, con su larga melena negra, su rostro de rasgos finos, sus espesas cejas negrísimas y su mirada profunda, tenía un aspecto de virilidad poco común en un chico de su edad.

Había crecido ya hasta casi tener la estatura de un hombre adulto, los músculos de sus brazos empezaban a marcarse con perfección y sus largas y potentes piernas aparecían ahora cubiertas por una tenue nubecilla de vellos negrísimos que iba hasta sus tobillos y aún se extendía sobre sus blancos y largos pies que en ese momento estaban siendo lamidos con dedicación por los dos esclavos que atendían al Príncipe.

Pero no pudo el esclavo solazarse por mucho tiempo contemplando la belleza de Alejandro.  El comentario de Casio había importunado al Príncipe, que se desquitó asentándole un fuerte tortazo al oriental por su pelada cabeza y mostrando su mosqueo le respondió a su amigo:

—¡Para que lo sepas, hace ya meses que tengo mi propio esclavo sexual!

—¿Y cuál es que nunca me lo has enseñado? – preguntó Casio con sorna.

Alejandro se quedó en silencio y no le respondió a su amigo más que con una mirada de furia.  Los esclavos que estaban lamiéndole los pies fueron esta vez los paganos de la ira del Príncipe, que los pateó en el rostro haciéndolos gemir.

—Porqué será que presiento que mientes y que ni siquiera te has hecho hombre aún… – dijo Casio con sorna.

Alejandro bufó con rabia contenida.  Casio abusaba de su amistad y de su suerte al burlarse de esa manera del Príncipe, al que le hubiese bastado con tronar los dedos para hacer que azotaran al hijo del poderoso general Romano.  Pero no quiso darle más motivo de sorna al chico y le respondió con aspereza:

—¡Tu esclavo es un mequetrefe…en cambio yo uso a mi soldado…Claudio es mi esclavo sexual! – mintió Alejandro.

Casio abrió los ojos con asombro.  No podía ni imaginar lo que gozaría su amigo pudiendo usar a semejante macho en el que se había convertido Claudio, que a sus diecinueve años era la viva imagen de la virilidad y de la apostura Romana.  ¡Joder con el Príncipe…qué bien guardado se lo tenía! – pensó Casio.

Cabreado con su amigo, Alejandro decidió terminar su visita y se hizo conducir al Palatino, manteniéndose con un humor de los mil demonios el resto del día y cavilando sobre lo que había visto hacer a Casio con su esclavo oriental.  Y cada vez que le venía la imagen de la mamada que había recibido el chico, cerraba los ojos y se veía a sí mismo en el lugar de Casio y veía a Claudio en el lugar del esclavo oriental.

Por su parte, Claudio vio también los demonios teniendo que lidiar con el mal humor de Alejandro el resto del día.  Por más que el joven soldado se esforzaba, nada parecía complacer a su Amo.  El cabreo del Príncipe le valió al soldado al menos una docena de bofetadas y ni que decir de la forma en como el chico le pateaba el trasero a cada rato gritándole órdenes y contraordenes.

Y para completar, en la noche Alejandro desdeñó el servicio de los esclavos encargados de atenderlo en el momento de irse a dormir y le ordenó al soldado que le sirviera él.  Sin más opción Claudio ayudó a su Amo a quitarse la túnica y en el momento de descalzarlo se postró y con servil hipocresía le besó los pies tratando de concitarse la voluntad del Príncipe.

Pero en cambio de complacerse con aquel gesto de sumisión del soldado, Alejandro le estampó una patada en pleno rostro y le ordenó que siguiera en lo suyo sin perder el tiempo.

Aunque mosqueado, Claudio se puso entonces de rodillas ante su joven Amo y le retiró el paño que le cubría el vientre.  En ese instante la verga del Príncipe saltó como impulsada por un resorte y alcanzó a rosar el rostro del soldado pringándoselo con la baba untosa y transparente que le empapaba el capullo.

Claudio dio un respingo y echó su cabeza hacia atrás y con gesto de asco se llevó la mano al rostro e intentó limpiárselo del precum del Príncipe.  Pero para entonces ya la calentura le había ganado la partida al chico y sin darle tiempo a nada, agarró al soldado por su ondulado y castaño cabello y lo haló con fuerza hacia su vientre.

La dura verga del Príncipe se pegó al rostro de Claudio, quien en un intento más por salvar su virtud y por sustraerse a la terrible humillación que le significaba lo que sin duda estaba intentando Alejandro, echó de nuevo su cabeza hacia atrás.  Pero el joven Amo ya no quiso darle ninguna opción y con la voz enronquecida por la excitación le ordenó:

—¡Mámame la verga, soldado!

Claudio aún alcanzó a levantar su rostro con los ojos inundándosele de llanto y alzó su mirada suplicante hacia el Príncipe en un último intento de salvar su virtud.  Pero Alejandro nunca había condescendido a las súplicas de nadie y ésta no iba a ser la primera vez.  Menos aun cuando la terrible humillación que se pintaba en el rostro de su soldado hacía que el joven Amo se calentara mucho más de lo que ya estaba.

Previendo que Claudio se negaría a obedecerle, echó mano de una corta y flexible fusta que tenía allí cerca y sin pensárselo ni un instante y con una habilidad pasmosa, le cruzó el rostro al soldado con un azote furioso que le hirió la mejilla izquierda y le gritó de nuevo:

—¡Mámame la verga, soldado!

El llanto se le hizo incontenible a Claudio y a su memoria acudió atropelladamente la vieja amenaza del Príncipe de hacerlo ejecutar mediante el garrote si se atrevía a desobedecer de nuevo sus órdenes.  Sin ninguna opción, entreabrió los labios y entonces Alejandro ya no encontró ningún obstáculo a su deseo.

Halándolo de nuevo por los pelos, el Príncipe le penetró la boca con fuerza, obligando al soldado a tragarse entera su potente verga y provocándole una arcada que Claudio no supo controlar.

En ese instante el soldado tuvo conciencia de todo lo que había crecido su joven Amo.  Su nariz quedó enterrada entre la tupida mata de vello negrísimo que coronaba el vientre del Príncipe y su garganta se vio invadida por el arrogante y potente capullo que parecía palpitar al mismo ritmo en que lo hacía el desbocado corazón de Claudio, que a esas alturas hubiera querido morirse de vergüenza, de humillación y de rabia.

Pero sin más opción, arrodillado a los pies de Alejandro, llorando a mares como un crío y con su boca colmada por primera vez por la potente verga de su joven Amo, Claudio pensó que lo mejor era apurar aquel trago tan amargo y empezó a colaborar con el placer del Príncipe, lamiéndole cuanto podía la poderosa tranca y mamándosela suavemente, tal y como el propio soldado le exigía a sus esclavos sexuales que le hicieran a él.

Los esfuerzos de Claudio se vieron compensados casi al instante, pues llegando al colmo del placer demasiado pronto, Alejandro empezó a estremecerse y a rugir, al tiempo que se sostenía de los pelos del soldado casi arrancándoselos.  Y mientras un agradable correntaso le recorría toda la piel, empezó a experimentar lo que sería su primer orgasmo.

La potente verga de Alejandro vomitó una muy generosa cantidad de semen directo en la garganta de Claudio, quien sintiéndose morir de humillación, debió soportar que la espesa leche del Príncipe resbalara por su gaznate, teniendo que tragársela sin remedio, pues el chico lo mantenía agarrado por los pelos y empalado sin darle tiro de retirarse.

Muy a su pesar y para mayor vergüenza suya, Claudio se percató que su propio rabo se le había puesto tieso.  Era como si su mente se sintiera profundamente abatida por la humillación y la rabia, mientras que su cuerpo se excitaba al ser usado por el hermoso y arrogante Príncipe.

Aquella noche, luego de haber tenido que tumbarse en el lecho junto a su Amo para lamerle los pies por casi una hora, cuando los leves y acompasados ronquidos de Alejandro le indicaron que ya el chico dormía con un profundo sueño, Claudio se levantó y escabulléndose hacia las mazmorras, se llevó con él al primer esclavo que se cruzó en su camino, para torturarlo y violarlo con saña, tratando de exorcizar la humillación que le había infligido el Príncipe, pero sin poder dejar de pensar en que su boca había sido penetrada por la potente y hermosa verga del próximo Emperador de Roma.

A partir de aquella ocasión Alejandro requirió a su joven soldado para que le mamara su poderosa verga a cada rato, ensayando diferentes formas de usar la boca de Claudio, desde simplemente penetrarlo hasta la garganta y dejarse hacer, hasta follarle con impaciencia asentándole violentos tortazos para instarlo a colaborar aplicando sus labios y su lengua a la tarea de incrementar su placer.

Por su parte Claudio no podía evitar llorar con desconsuelo cada vez que era usado por Alejandro, al mismo tiempo que se avergonzaba y se odiaba a sí mismo al ir notando cómo en cada nueva ocasión le costaba menos trabajo y le excitaba más el entregarse pasivamente para el placer de su joven y hermoso Amo.

En esas se la pasaron el Príncipe y su joven soldado las siguientes dos semanas, hasta que los acontecimientos políticos que se precipitaron con el asesinato de Heliogábalo, elevaron a Alejandro al trono dorado de los Césares.

El día que fue proclamado como Emperador, durante la ceremonia en la que lo más granado de la aristocracia Romana vino a rendirle homenaje de sumisión, el Príncipe estaba arrebatadoramente hermoso y todo él parecía haber sido envuelto en un aura de divinidad, de arrogancia y de poder.

Vestido con sencillez y extrema elegancia, con su frente ceñida por la corona de laureles dorados adornada de las más hermosas piedras preciosas, en medio de una sala enorme y colmada con las más suntuosas riquezas, acomodado sobre su Imperial trono, el Emperador Alejandro Severo, a la tierna edad de trece años, vio complacido pero con gesto adusto, como el orden senatorial en pleno y todo el orden ecuestre, así como los más poderosos generales Romanos, vinieron a postrarse ante él para besarle los pies con labios temblorosos y jurarle fidelidad y lealtad.

Cuatro de los más antiguos y fieles centuriones del Pretor, parados cada uno en una esquina de la tarima que sostenía el trono dorado, guardaban al joven y hermoso Emperador, mientras que dos esclavos nubios aún adolescentes y tan negros como el ébano, postrados ante el Dios repasaban suavemente sobre sus doradas sandalias inmaculados paños de seda luego de que cada Senador o Caballero o General le besaba los divinos pies.

Observando disimuladamente desde un rincón, ataviado con sus arreos militares y como uno más de los soldados que permanecían en la sala haciendo la guardia de honor, Claudio se sorprendió a sí mismo mirando con envidia a los dos nubios que permanecían a los pies del Emperador.  De buena gana hubiera ido a patearles el culo a los siervos para apartarlos de su Amo y ser él quien tuviera el privilegio de permanecer postrado ante el hermoso Dios adolescente.

Sin darse cuenta, el soldado de Alejandro estaba sintiendo por primera vez el gusano de los celos corroyéndole el espíritu.  Lo que había vivido en los últimos días, el uso que había hecho el Príncipe de su boca y el verlo allí tan hermoso, tan arrogante, tan seguro, proyectando tanta fuerza, con todos los poderosos de Roma besándole los pies, todo ello hacía que el soldado dejara de ver en el Príncipe al chiquillo caprichoso al que servía desde hacía cinco años y lo viera ahora como al Dios en el que se convertiría pronto.

Para Claudio, la imagen que proyectaba ahora Alejandro era la verdadera imagen del poder, de la fuerza y de la arrogancia debida a un Emperador Romano, tal y como el joven soldado siempre lo había supuesto.

Aquella noche, luego de concluida la extensa ceremonia de entronización de Alejandro, al retirarse el Príncipe a sus habitaciones, Claudio fue a ponerse a sus órdenes, deseando tener la oportunidad de rendirle en privado su particular homenaje y jurarle fidelidad y sumisión por siempre.

Al percatarse de su presencia, Alejandro pateó a los dos esclavos que postrados ante él se disponían para descalzarlo y con una seña le indicó a Claudio que se acercara.  El joven soldado llevó su puño al pecho en actitud sumisa y vino a ponerse de rodillas a los pies del Príncipe con la cabeza gacha.

—¡De todos los que han debido rendirme homenaje hoy, solo faltas tú, mi soldado! – dijo el Príncipe con voz segura.

Claudio suspiró y sintió su pecho henchido de orgullo ante la afirmación de Alejandro.  Lejos estaba el soldado de imaginarse que el hermoso Emperador lo tuviera tan alto como para considerarlo al mismo nivel de los senadores, los caballeros y los generales Romanos.

Levantó la cabeza y con los ojos brillantes de emoción le dedicó una mirada a su joven Amo.  Alejandro le sonrió levemente y señalándole el suelo a sus pies, le indicó que le permitía rendirle el homenaje.  Claudio no se lo pensó dos veces.  Con un elegante movimiento se postró ante el hermoso Emperador y le besó los pies con tanto temblor en los labios, que el chico pudo leer perfectamente en ello toda la emoción de su soldado.

Arrodillándose de nuevo con lentitud, como si le costara despegar sus labios de los pies del Príncipe, Claudio le juró obediencia y fidelidad eternas.  Alejandro sonrió divertido y palmeándole una mejilla le dijo con un tono casi de intimidad:

—Me has servido bien hasta ahora, mi soldado.  Y hoy quiero algo especial…enséñame a gozar como un hombre…deseo aprender contigo.

Claudio sintió un intenso hormigueo en su vientre.  Sabía lo que tenía que hacer, deseaba hacerlo y aun así no lograba resignarse a convertirse en lo que ya era realmente: el primer esclavo sexual de aquel poderoso y hermoso jovencito que siendo siete años más joven que él, se le había convertido al soldado en el Dueño absoluto de su vida, de su espíritu y de su cuerpo.

De rodillas como estaba, tratando de controlar el temblor de sus manos y de evitar que Alejandro se diera cuenta de toda la turbación que le causaba lo que empezaba a hacer, levantó suavemente la túnica del chico, con cierta torpeza le desató el paño que le cubría el vientre, alzó la mirada hacia el rostro del Príncipe y entreabrió los labios y se los humedeció con la lengua, como ofreciéndoselos a su Dueño con la más candorosa sumisión.

Mordiéndose el labio inferior como síntoma claro de su excitación, Alejandro sostuvo la cabeza de Claudio y lo penetró con arrogancia, llenándolo hasta la garganta con toda la potencia de su juvenil erección.  Enseguida se dedicó a follarle la boca con embestidas profundas y pausadas, que hacían que al joven soldado le sobrevinieran arcadas y se le llenaran de lágrimas los ojos, aunque no por ello mermaba sus esfuerzos para hacer que el Príncipe gozara como era debido a su divinidad.

Durante un buen tiempo, Alejandro se mantuvo follándole la boca al soldado, controlando los espasmos que a cada rato le sobrevenían como anuncio de un orgasmo próximo.  Hasta que algo sudoroso y queriendo prolongar su placer, liberó la cabeza de Claudio, se tumbó en un diván y le indicó a aquel varonil esclavo sexual que viniera a darle placer por su cuenta.

Claudio se arrodilló al lado de su joven Amo y con toda la delicadeza de que era capaz, tomó la poderosa verga de Alejandro, se la besó con reverencia y enseguida empezó a comérsela despacio, tragándose la Imperial erección poco a poco, succionando con suavidad al tiempo que iba dándole un masaje suavísimo con su lengua a todo lo largo de la imponente tranca.

Alejandro sonreía complacido por la sumisa entrega de su soldado, que pasaba de mamar la Imperial verga de su joven Amo con suavidad, casi con ternura, para enseguida dedicarse a engullir la poderosa erección con verdadera pasión, sin olvidarse de homenajear de tanto en tanto los Imperiales huevos del Príncipe, los que lamía con dedicación y chupeteaba con verdadera suavidad y adoración.

El tiempo parecía no transcurrir ni para Alejandro ni para su soldado.  Todo era placer para el hermoso Amo y excitación para el varonil esclavo.  De tanto en tanto, al sentir la proximidad del orgasmo, el Príncipe le obsequiaba alguna leve palmada a Claudio en su cabeza, avisándole de que mermara el ímpetu de las caricias con las que homenajeaba su poderosa verga, pues la intención del joven Emperador era prolongar al máximo su Imperial gozo.

El control que ejercía el Príncipe sobre su propio cuerpo obligaba al soldado a un esfuerzo para el cual no estaba prevenido.  Las rodillas le dolían ya de tanto tenerlas asentadas sobre el piso, la frente se le perlaba de sudor y los poderosos músculos de su rostro empezaban a contraérsele con algo de dolor por tanto mamar y lamer la arrogante verga y los Imperiales huevos del hermoso Amo.

Y a pesar de ello, nada en el mundo hubiese convencido a Claudio de cejar en su empeño de complacer a Alejandro, a no ser que el propio Príncipe decidiera concluir aquella faena tan intensa en la que por primera vez el soldado no se veía forzado a servir al placer de su Amo, sino que se entregaba por propia voluntad a ser usado y se esforzaba con verdadera adoración para que su Dueño llegara al clímax del gozo.

Hasta que al final, como lo preveían ambos, el Amo decidió que ya había llegado el momento de acabar.  Mientras su esclavo le mamaba con verdadera pasión, sintió el Príncipe que su vientre se contraía con espasmos que se le extendían por toda su blanca piel y en vez de hacer lo necesario para que Claudio parara con su trabajo, lo instó entre jadeos a continuar mamando como lo estaba haciendo.

El esclavo, por su parte, sintió que la poderosa verga de su hermoso Dueño se ponía completamente rígida entre su sumisa boca y que empezaba a vibrar con fuerza Imperial, rebotando entre su paladar y su lengua, anunciando que en pocos instantes honraría al soldado al inundarlo con el divino y espeso néctar del más poderoso de los Príncipes de la tierra.

Alejandro entonces tensó todos los músculos de su juvenil anatomía, dio un rugido de león y sintió que todo su cuerpo vibraba de placer mientras su arrogante verga empezaba a expulsar chorros y más chorros de semen, colmando la boca de su soldado con una muy generosa eyaculación que Claudio se sintió incapaz de tragar, no solo por lo abundante de la lefada, sino además porque aún mantenía cierto escrúpulo en relación con su virtud Romana.

—¿Lo has disfrutado, poderoso César? – preguntó Claudio con un hilo de voz, aún de rodillas al lado de su Amo.

Alejandro entreabrió los ojos que los había mantenido cerrados mientras se corría y durante los momentos que Claudio dedicó a lamerle la verga para recoger con su lengua los restos del orgasmo.  Se volvió a ver a su soldado con expresión adusta y le respondió:

—¡No ha sido suficiente, soldado!  ¡Tienes que darme algo nuevo! – exigió el Príncipe - ¡Tu boca ya la he probado otras veces y te he dicho antes que hoy quiero aprender!

A Claudio se le heló la sangre en las venas.  Lo único que le quedaba por ofrecerle al Príncipe era su culo.  Y no estaba muy seguro el soldado de poder llegar tan lejos.  Tenía miedo de lo que le esperaba a su orgullo y a su dignidad si terminaba por resignar lo que le quedaba de su virtud Romana.  Pero le tenía aún más miedo a lo que le pudiera hacer su hermoso Amo si no claudicaba ante sus exigencias.

—Haré como tu ordenas, poderoso César – dijo Claudio inclinando la cabeza –.  Solo te suplico que me des unos instantes para prepararme, poderoso César…

—¡Sea! – respondió Alejandro con arrogancia – ¡Pero no me hagas esperar demasiado…recuerda que mi paciencia es muy corta, soldado!

Claudio se estremeció.  Pero aun así tuvo el valor suficiente para tomar la mano de su Dueño y besársela sumisamente con gesto de gratitud.  Se levantó y caminó con premura hacia su habitación, situada muy cerca de las habitaciones del Príncipe.  Y ya en la intimidad de su cubículo de soldado empezó a prepararse para lo que sabía inevitable: entregarse completamente a su Imperial Dueño para hacerlo gozar y mostrarle algunas de las posibilidades que podría encontrar en un sumiso esclavo sexual.

Desechando la inicial idea de hacerse ayudar por algún esclavo, el soldado se despojó del paño que le cubría el vientre y con mucho desasosiego puedo comprobar cómo su rabo estaba totalmente tieso y babeaba por la excitación.  Eso lo humillaba demasiado, pues no podía concebir cómo era que la sola idea de ir a ser enculado enseguida por el Príncipe, le provocara semejante calentura a él, que se consideraba un macho cabal y que nunca había concebido el pensamiento de entregarse a otro hombre.

Para evitarse al menos en parte la vergüenza que eso le significaba, Claudio tomó una tira de lienzo y se fajó el vientre apretándose firmemente el enhiesto rabo sobre su abdomen.  Enseguida embebió los dedos de su mano derecha en un fino aceite, se inclinó sobre el lecho dejando su culo en pompa y se levantó la túnica y empezó a darse sobijos en el ano, introduciéndose los aceitosos dedos, primero uno y luego dos, hasta que consideró que ya estaba preparado para ir a ser usado por Alejandro.

Reacomodó sus arreos militares y haciendo acopio de su valentía y de su sentido de la obediencia, se dirigió hacia donde el Príncipe lo aguardaba ya con impaciencia.

Tumbado indolente sobre el amplio diván, Alejandro permanecía aún vestido con su Imperial atuendo.  Se veía demasiado hermoso con su túnica de seda púrpura y su corona de laureles dorados.  Sus pies aún calzados con las ricas sandalias, invitaban a ser besados con devoción.  Claudio se estremeció con una mezcla de respeto, adoración y temor al ver a su Amo y tener conciencia de que en pocos instantes ese adolescente arrogante y todopoderoso iba a violar hasta el último vestigio de su virtud Romana.

—¡Has tardado, soldado! – le espetó el Príncipe con aspereza.

—Suplico tu clemencia, poderoso César… – le respondió Claudio cuadrándose con el puño sobre el pecho –…pero servir bien a tan poderoso Dios, requiere de tu humilde esclavo una preparación especial…

Al Príncipe le satisfizo la respuesta de Claudio.  Desde el diván lo contempló tan apuesto con sus arreos militares, tan musculoso, tan viril y al mismo tiempo tan sumiso, tan entregado.  Su Imperial verga ya erectándosele, le dio un respingo sobre el vientre ante la certeza de poseer el cuerpo de aquel soldado que de hecho le pertenecía y que en breves instantes estaría usando para darse placer.

—¡Actúa soldado! – le ordenó el hermoso Emperador – ¡Dame lo que me ofreces…y que sea bueno de verdad…o veré de complacerme crucificándote!

Claudio sintió que un nudo le atenazaba la garganta.  El miedo se le confundía con la excitación y le provocaba un gran vacío en el estómago.  Se sentía mareado y al mismo tiempo ansioso por ir a entregarse al placer de su adolescente Dios.  Sin poder articular ni una sílaba, tomó lugar en el diván al lado de Alejandro.

Con la generosidad de que sólo es capaz quien está acostumbrado a dar las órdenes, el Príncipe dejó que Claudio actuara libremente.  El soldado se puso en cuatro patas sobre el diván, levantó el faldellín de su atuendo militar hasta recogérselo sobre la cintura, abrió un poco las piernas y enseguida inclinó la cabeza dejando que su culo sobresaliera del resto de su cuerpo.

Enseguida, quedándose apoyado sobre su frente y sus rodillas, llevó sus manos hacia atrás y agarrándose las dos potentes y apretadas bolas de carne de su trasero se las separó un poco, exponiendo tímidamente su aceitado y medio dilatado ano.  Con un hilo de voz se dirigió entonces al Príncipe y le dijo:

—Si es tu voluntad, divino César…te suplico con humildad que uses el ano de tu obediente esclavo…

Alejandro sonrió un tanto divertido ante la súplica tan peculiar de su soldado.  Incorporándose un poco sobre el lecho, contempló la postura sumisa con la que Claudio se le entregaba.  Y aunque su experiencia era nula, su varonil instinto de Activo Alfa le fue indicando lo que debía hacer.

Observó con curiosidad y por unos instantes el duro culo de Claudio y le gustó el espectáculo que ofrecían aquellos músculos duros que se abrían para ofrecerse a su Imperial placer.  Entonces levantó la mano y estampó una sonora nalgada sobre una de aquellas bolas de carne prieta y ordenó:

—¡Aparta las manos, soldado!

Claudio obedeció de inmediato y entonces el Príncipe se dedicó a darles sobijos al tiempo que iba apretándole las bolas de carne, como para tantear su firmeza y su volumen.  A esas alturas el soldado debía estarse esforzando para no gemir y sentía como su rabo tieso se debatía inútilmente por salir de la prisión de lienzo a la que él mismo lo había confinado.

Al cabo de un momento de estarse sobándole las duras y voluptuosas bolas de carne, el Príncipe decidió ir a mayores y empezó a repasar un dedo por la raja.  Claudio se estremeció y no pudo evitar que se le escapara un apagado gemido.  El miedo le atenazaba la garganta mientras que la calentura se le empezaba a hacer insoportable.

Alcanzando a percibir aquel gemido del soldado, Alejandro quiso divertirse un poco nalgueándolo y levantando su mano abierta se dedicó a darle golpes secos en el culo, lo cual hizo que Claudio se estremeciera un poco, mientras el Príncipe seguía palmeándolo y observando con algo de curiosidad cómo las prietas y firmes bolas de carne iban enrojeciéndose.

Hasta que sin que nada lo anunciara, el joven Emperador dejó de golpear el culo de su soldado y metiendo el dedo medio de su mano en la raja, hurgó allí hasta encontrar el agujero y lo penetró descuidadamente, haciendo que Claudio se estremeciera y empezara ahora a gemir con todo descaro.

Aquello divirtió al hermoso Príncipe, quien esbozando una sonrisa apuntó con más fuerza su dedo entre el ano del soldado y se dedicó por algunos momentos a palparlo por dentro, para luego empezar alternativamente a hundir y sacar su dedo de aquel agujero caliente y suave, mientras Claudio seguía gimiendo y estremeciéndose ante tan inusual cogida.

A esas alturas, la calentura del soldado había llegado a tal nivel, que a punto estaba de empezar a suplicarle al Príncipe que lo follara de una vez por todas y sólo el temor a la reacción del hermoso Dios le impidió hacer tal cosa.  Aunque de todas formas ya no tuvo que esperar demasiado.

Aguijoneado por su propia excitación, Alejandro se inclinó sobre el cuerpo del soldado y apoyándole su Imperial y erecta verga en la raja, llevó su mano hasta el rostro de Claudio y le introdujo en la boca el dedo con el que le había estado hurgando el culo.

El soldado entendió perfectamente el deseo de su joven Amo y se dedicó a chupar y a lamer el largo, fino e Imperial dedo que aparecía pringado de su propio culo.  Entretanto, el Príncipe tanteó con su arrogante verga en la raja de Claudio, pero debido a su inexperiencia, no atinaba a encontrar el camino hacia su gozo.  Así que incorporándose de nuevo y sacando su dedo de entre la boca del soldado, le asentó una nueva nalgada y le ordenó:

—¡Ábrete el culo, soldado!

Claudio sintió que su hora por fin había llegado.  Y no pudo evitar un gemido al tiempo que volvía a posar sus manos sobre las gordas y firmes bolas de carne de su trasero, abriéndoselas como le había ordenado su Amo y exponiendo ante los ojos del adolescente Dios, su agujero a medio dilatar y rezumando algún hilillo del fino aceite aromático con el que se lo había lubricado.

Alejandro contempló por un instante aquel rosado y estrecho agujero que le ofrecía su soldado y sintió que su Imperial verga empezaba a dolerle por la potente erección que la erguía con altanera arrogancia.

Así que sin querer entretenerse más en ningún prolegómeno, el Príncipe tomó su potente estoque, lo apuntó hacia el agujero que Claudio le ofrecía tan sumisamente y arremetió con una primera embestida que por la inexperiencia del joven Dios, no logró más que puntear por un lado y dolorosamente el ano del soldado, arrancándole un gritito.

Aquello divirtió al hermoso Emperador, que con más ánimo volvió a embestir y esta vez logró que su Imperial verga se colara hasta el capullo en el ano del soldado.  Entusiasmado por el avance logrado, Alejandro arremetió de nuevo y esta vez su poderoso estoque entró hasta la mitad, llenando con su potencia casi por completo el estrecho agujero de Claudio.

Al sentir la invasión y aún a pesar que la esperaba con ansiedad, el soldado sufrió un agudo dolor que lo obligó a dar nuevos grititos y a contraer sus esfínteres, haciendo que su ano se estrechara aún más y al momento se dilatara un poco, provocando que el joven Dios sintiera en su Imperial verga una caricia deliciosa que redobló su entusiasmo y lo llevó a empujar con mayor fuerza, hasta lograr que su poderoso estoque quedara completamente clavado en el voluptuoso culo de Claudio.

Con su poderosa verga invadiendo el culo del soldado hasta forzarlo a abrirse más allá de su capacidad, el Príncipe se recostó sobre el lomo de Claudio y metió su mano a través de la túnica militar, dedicándose a acariciar suavemente los firmes pectorales hasta que sus dedos encontraron los erectos y duros pezones y entonces, agarrándolos con fuerza, se concentró en retorcerlos arrancándole sordos gemidos al soldado.

En eso se entretuvo Alejandro por uno rato, torturándole los pezones a Claudio mientras sentía cómo su Imperial verga, alojada en el estrecho y caliente ano del soldado, era acariciada sumisa y suavemente por las sucesivas contracciones de aquel túnel de carne aceitosa.

Por su parte Claudio, estaba babeando y gemía como una puta al sentir su agujero completamente lleno por la poderosa estaca de su joven Amo.  Aquello era más de lo que el soldado podía soportar y sin remedio sintió que sus huevos se contrajeron y con un espasmo expulsaron a través de su rabo una lefada abundante, que empapó el paño que le recubría el vientre apresándole la polla.

Retorciéndose de placer, el soldado sintió que su joven Amo se incorporaba un poco y le ponía una mano en la nuca hundiéndole el rostro en el lecho.  Casi al instante un ruido seco le indicó que el Dios adolescente acababa de obsequiarle una nueva nalgada para enseguida dedicarse a encularlo con verdadera arrogancia.

Con fuerza, con potencia, con desaprensión, el hermoso Dios se dedicó a mover su pelvis sacando y hundiendo su Imperial y poderosa verga en el culo de su soldado, violándolo sin misericordia, mientras que se mordía el labio inferior y su negra melena se agitaba desordenada a cada movimiento.

En un momento dado paró por un instante y con una embestida brutal metió todo su poderoso estoque en aquel agujero.  Entonces Claudio sintió que algo se le rompía por dentro, que la poderosa verga del Dios acababa de presionar un punto en sus entrañas haciéndolo delirar y estremecerse, al tiempo que en medio de gritos y convulsiones volvía a correrse.

Alejandro no le dio tregua y de nuevo continuó con la enculada, ensartándolo con todo, invadiéndolo con su poder, conquistándolo una y otra vez con la potencia de su divina verga de Dios adolescente, al tiempo que, increíblemente, el soldado seguía corriéndose con un orgasmo interminable, que le anunciaba que de ahí en adelante no sería más que un agujero deseoso de ser penetrado por la imponente verga de su hermoso y joven Amo.

Loco de placer, babeando, gimiendo y retorciéndose, ensartado hasta el fondo una y otra vez por su Dios, Claudio recordó entonces las palabras de Heliogábalo, que cuatro años atrás le había anunciado que llegado el momento, el divino falo de Alejandro representaría la fuerza y el poder de Roma y todo el Imperio lo adoraría.

Y sin parar de correrse en medio de su interminable orgasmo, Claudio sintió cómo su Dios se tensaba, lo oyó rugir, al tiempo que la divina verga se ponía tan rígida como no lo había estado antes, al tiempo que manteniéndolo completamente empalado, empezaba a colmarlo por dentro, inundándole las entrañas con la esencia sagrada del hermoso Emperador.

Agotado y sudoroso, Alejandro se dejó caer en el lecho, resoplando como un toro y con su potente verga aún enhiesta.  Entonces Claudio, como enloquecido, perdiendo por completo su compostura y saltándose sobre el temor que le profesaba al Dios, se dio también la vuelta y poniéndose a la altura del Imperial vientre, tomó con todo cuidado la divina verga y se dedicó a besarla con adoración, antes de introducirla en su boca para mamarla con sumiso agradecimiento, recogiendo y tragándose los restos de aquella fabulosa follada con la que su joven y hermoso Amo lo había despojado por completo de su virtud Romana.

Reponiéndose poco a poco de su propio orgasmo, Alejandro entreabrió los ojos y se encontró con su soldado que le mamaba la Imperial verga con verdadera adoración.  Sonriendo satisfecho, posó su mano sobre la cabeza de Claudio y mesándole los cabellos le anunció:

—Lo has hecho bien, mi soldado…mañana serás centurión.

Claudio no pudo evitar que el llanto lo acometiera.  Esa felicidad que sentía era nueva y todo se lo debía a aquel Dios adolescente al que pertenecía.  Esa noche no hizo falta que los esclavos vinieran a atender a Alejandro.  Su soldado se encargó de hacerlo y mientras su hermoso Amo dormía apaciblemente, se dedicó a lamerle los pies con tanta entrega y con tanta adoración como no lo hubiese hecho el más experto de los esclavos.

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