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Mónica 'DELUX' (9): Sexo, lujuria y depravación. ¡Qué combinación! 'Un viaje tortuoso'.

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Tas el desafortunado incidente con mi hermano Toño y su amigo Peluco, quedé tocada durante varios meses. Las relaciones íntimas con Sergio, mi novio, seguían siendo tan placenteras como siempre, pero poco a poco cayeron en una monotonía alarmante a pesar de que él introdujo algunas novedades; ya no le motivaba que interviniese alguno de sus amigos en nuestras sesiones de sexo, sino que comenzó a invitar a perfectos desconocidos que en el fondo no me inspiraban lo más mínimo. No obstante, yo aparentaba estar encantada cada vez que el de turno me follaba ante la atenta mirada de Sergio. Él se mostraba feliz y en mis pensamientos no albergaba la idea de contrariarlo, ni siquiera cuando les daba por jugar conmigo al siempre peligroso juego de la dominación.

He de reconocer que aquella nueva situación me motivaba tras acostumbrarme a apelativos como ‘golfa’ o ‘zorra’, siempre empleados en un ambiente respetuoso. Igualmente me habitué a recibir órdenes de lo más curiosas y obedecerlas con agrado a medida que iba teniendo conciencia del beneficio sexual que me aportaban.

Un sábado por la tarde, Sergio llegó a casa acompañado de su amigo Javier. Ambos afirmaron que se habían encontrado en la calle por casualidad y que habían ido a casa a ver el partido de futbol que daban en la tele. Aquella excusa me pareció bastante absurda porque podían haberlo visto en cualquier bar, y tuve la certeza de que su principal intención era follarme como tantas otras veces. Mi intuición resultó cierta y entre los dos me proporcionaron una noche de placer difícil de olvidar. Sobre todo porque Javier me gustaba no solo como amante, sino que como persona era un encanto.

Habíamos terminado sobre las cinco de la madrugada y Javier se quedó a dormir en el cuarto de invitados. Durante un par de horas di vueltas en la cama sin poder dormir y terminé por levantarme para ir al baño. Justo en el momento en que me disponía a abrir la puerta, casi tropiezo de bruces con Javier, que salía del aseo.

―Veo que tu tampoco puedes dormir ―le dije.

―Pues, no ―respondió Javier―. Siempre me ha costado conciliar el sueño en camas ajenas.

―Entonces espera a que descargue la vejiga y podemos charlar ―le dije endulzando las palabras.

Él asintió con la cabeza y fuimos al dormitorio que ocupaba una vez terminé de orinar. Tras entrar le pedí que cerrara la puerta y me apresuré a sentarme en la cama.

―Quítate el slip y ven conmigo ―le dije al tiempo que daba unas palmadas sobre el colchón.

Él pensaba que tan solo íbamos a charlar, y aun así aceptó.

―¿Has quedado satisfecho? ―le pregunté para romper el hielo.

―¡Mucho! Contigo siempre quedo satisfecho… y lo sabes muy bien ―respondió al tiempo que me regalaba una amplia sonrisa.

Me tumbé en la cama, me quité la braguita y adopté la misma postura en que me había sodomizado unas horas antes: boca abajo, con la pierna derecha extendida y con la izquierda flexionada

―¡Métemela por el coño! ―le pedí―. No quiero follar, tan solo que te muevas muy despacio dentro de mí y sentir el peso de tu cuerpo mientras hablamos. ―Tomé el miembro de Javier con la mano y lo masturbé hasta que adquirió un volumen aceptable.

Entonces él se colocó sobre mí y me penetró, dejándose caer sobre mi espalda y apoyándose en la cama con los antebrazos. Comenzó a entrar y salir con calma, como yo le había sugerido.

―¡Perfecto! Sigue así. ―Me mostré complacida―. Dime una cosa, si te dijera ahora mismo que puedes hacer conmigo lo que quieras… ¿qué sería?

Javier vaciló un instante.

―Creo que me gustaría follarte únicamente por el coño ―respondió con decisión―. Tengo ganas de averiguar si disfrutas tanto como por detrás.

―¡Me encanta que me follen el coño! ―exclamé mientras esbozaba una sonrisa que iluminó todo mi rostro ―. Mucho más si lo hace una polla grande y juguetona como la tuya. Aun así… me gustaría que me sorprendieran algún día con algo nuevo.... Sigue moviéndote como lo haces, con calma… que me siento muy relajada.

―¿Qué quieres decir con sorprenderte? ―preguntó Javier, intrigado.

―¡No sé!... Quizás algo fuera de lo normal; algo que la mayoría de las chicas ni se plantearían. ¡Me muero por experimentar! Una sesión con varios chicos estaría bien…

―¿Con varios chicos? ―preguntó Javier, sorprendido por mi comentario―. Por tus palabras deduzco que tienes algo en mente. ¡Cuéntamelo!

―¡Bah! Déjalo, porque tan solo es una fantasía.

―¿Fantasía? Si no estoy mal informado, una vez lo hiciste con tres chicos. Supongo que al sugerir que te gustaría hacerlo con varios estás pensando en más de tres.

―Tienes razón, pero no solo se trata de cantidad, sino de experimentar cosas nuevas y averiguar dónde está mi límite.

Javier comenzaba a excitarse con el rumbo que tomaba la conversación y su polla se puso dura del todo.

―¿Qué tipo de cosas? ―preguntó―. Me tienes intrigado y…

―Por ejemplo ―me apresuré a responder―: me pone mucho que me digan guarradas y palabras groseras cuando follo. Esta noche me has llamado varias veces ‘golfa’ y ‘zorra, y no veas lo cachonda que me has puesto. Que me lo diga Sergio ya no me motiva demasiado debido a la costumbre. La rudeza y autoridad con que lo has dicho ha sonado en mis oídos como música celestial. Recuerdo especialmente el momento en que me has dicho “¡Vamos, golfa, ponte contra la pared, que te voy a dejar el ojete bien abierto”. Entonces no parecías tú, sino una especie de animal enloquecido. De ese modo me ha resultado muy excitante obedecerte. 

Javier sonrió complacido con lo que escuchaba y dejó de moverse dentro de mí.

―¿Por qué te paras? ¿He dicho algo que no debía? ―pregunté extrañada.

―¡Calla, zorra! ―respondió con autoridad―. ¿Tengo que pedir permiso para hacer lo que quiera?

―¡Umm! Ya sé lo que pretendes, Javi…, y te lo agradezco. ―Mi sonrisa se acentuó mucho más.

―En el fondo sabía que eres una buena golfa. Eres de las que no pueden vivir sin tener una buena polla dentro. ―Prosiguió con el mismo tono.

Reí con ganas ante su forma de tratarme. Poco después recuperé la compostura y me puse seria: sus afirmaciones precisaban una respuesta igual de contundente.

―No te equivoques, ¡amiguito! Que me gusten las emociones fuertes… no significa que necesite tener una polla dentro de mí todo el día. Hay momentos y momentos. ¡Porfa! Sigue moviéndote. Si lo haces…, me siento más relajada y puedo hablar sin cortarme.

Ante semejantes razones, Javier pensó que sería mejor hacer lo que le había pedido; le estaba gustando el tono de la conversación y quería conocer lo que pasaba por mi mente.

―Gracias ―dije al notar de nuevo el leve movimiento de vaivén―. En tu caso… creo que haría una excepción y no me importaría tenerte dentro de mí todo el día. ¿Qué orificio elegirías si se diera tal circunstancia?... ¡No, mejor no me contestes! Prefiero imaginarlo a la espera de que ocurra algún día…

―Si te digo la verdad… ―añadió Javier―, tengo en mente muchas ideas para lo que pides, pero creo que irían más allá de lo que tú entiendes por “emociones fuertes”. No  creo que sean aptas para ti.

Sus palabras me desconcertaron un poco; no tenía muy claro qué había querido decir con ellas, y el tono de su voz me resultó más intrigante que el contenido. Giré la cabeza hacia él y clavé mis ojos en los suyos, tratando de adivinar la intención en un gesto, en una mirada, en... lo que fuese.

―¡No lo sé! ―dije suspirando―. Tampoco pienses que con “emociones fuertes” me refiero a masoquismo ni nada por el estilo. ¡Ese rollo no me va! Admito cierta dureza o brusquedad, siempre y cuando vaya encaminada a conseguir placer sexual. De todas formas…, sería cuestión de ir probando. Tampoco me va ese rollo sumiso en el que hay que estar permanentemente lamiendo botas, andando como un perrito con collar y cadena, artilugios raros… ¡Ya me entiendes!...

―¡Perfectamente!... ―afirmó con rotundidad―. ¡Y, dime!... ¿Con cuántos chicos te gustaría contar para satisfacer tu fantasía?... ¿Dos?, ¿tres?, ¿cuatro?, ¿más?

―¡Uff!... No lo sé. La pregunta tiene miga. Pero creo que no menos de tres. Entre cuatro y seis estaría bien.

Javier se detuvo y acto seguido me propinó varias embestidas bruscas y pausadas.

―¡Vaya con Mónica! ―exclamó Javier, sonriendo maliciosamente―. Parecía una mosquita muerta y ha resultado ser una buena zorra.

Volví a reír, complacida por la rudeza que Javier empleaba de vez en cuando.

―No te confundas, amiguito ―dije para intentar aclarar conceptos―. Me gusta disfrutar del sexo como a la que más; aun así, puedo pasar bastantes días si tenerlo. Por ello no soy una puta, ni una ninfómana…, ni nada por el estilo. Yo lo veo como cuando llega el sábado por la noche y te reúnes con los amigos para, entre otras cosas, ponerte ciego de alcohol y porros… o lo que se tercie. Que lo hagas ese día, no significa que pases el resto de la semana borracho o drogado. Puede que simplemente te tomes una caña o te fumes un porrito a medias con alguien. Con esto quiero decirte que lo que hagas un día concreto no es fiel reflejo de lo que haces el resto; que por ponerte ciego cierto día no implica que seas un alcohólico o un drogadicto.

―No es mi caso; nunca bebo o fumo hasta el punto de ponerme ciego…, pero tienes razón. ―Javier rio―. Entonces…, resumamos para que todo quede claro: quieres emociones fuertes, pero sin llegar a los extremos; prefieres entre cuatro y seis chicos, imagino que con intención de que dure más tiempo; y te pone cachonda que te digan guarradas y apelativos vulgares, pero con moderación. ¿Es así?

―Sí, Javi. Veo que has captado la idea.

―¿Y podría ser yo uno de esos chicos? ―preguntó Javier al tiempo que aumentaba el ritmo de las penetraciones―. Por nada del mundo querría perderme semejante orgía.

―¡Qué bobadas dices, Javi! Tú serías el segundo en mi lista después de Sergio que, por cierto, nos hemos olvidado de él.

―Por él no te preocupes, que si te da apuro decírselo, yo me encargo de dejarlo caer y, si le parece bien, entre los dos lo organizamos.

Nuevamente una amplia sonrisa surcó mi rostro y mis ojos se iluminaron.

―Creo que será lo mejor ―le dije―, pero han de ser conocidos míos, que estoy cansada de los amigos extraños que últimamente me trae Sergio. Pero, de momento fóllame con ganas, que todo esto me ha puesto muy caliente. Luego me quedo a dormir contigo, siempre y cuando no ronques tanto como Sergio.

El domingo desperté bien entrada la tarde y Javier no estaba a mi lado. Me puse la braguita y fui a la cocina loca por tomarme un café bien cargado. Allí encontré a Javier y a Sergio charlando animadamente. Ambos quedaron en silencio nada más verme.

―¿Qué pasa? ―pregunté al notar que me miraban de un modo especial.

―¿Estás segura de lo que quieres? ―me preguntó Sergio.

Tuve dudas acerca de lo que mi chico me preguntaba, pero enseguida comprendí que Javier le había comentado nuestra conversación. Quise salir de dudas.

―Si te refieres a lo que hablé esta mañana con Javi, ¡sí, estoy muy segura!

―Sabes que por mi no hay problema alguno, reina ―dijo Sergio―, pero no quiero que te rajes en el momento de la verdad. Repito… ¿Estás segura?

Asentí con la cabeza y me noté algo violenta al reparar en que ambos me miraban los pechos desnudos. Instintivamente bajé la mirada y pude ver que tenía la piel de gallina.

―Entonces haz lo que tengas que hacer, porque dispones de una hora ―dijo Sergio―. Báñate, come algo o lo que quieras, porque en sesenta minutos vamos a ponerte a prueba y sabremos hasta dónde estás dispuesta a llegar. Puedes tomarlo como un ensayo general antes del día de estreno.

Las palabras de mi novio me pusieron muy nerviosa por un lado y consiguieron excitarme por otro. Como resultado de ello, aquellos sesenta minutos se me hicieron interminables.

Vencido el plazo, y con total puntualidad, Sergio vino a mí mientras yo ponía un poco de orden en la cocina. Me cogió con firmeza de la muñeca y me llevó hasta nuestro dormitorio, donde Javier esperaba. Allí, ambos me sometieron a todo tipo de caprichos durante más de tres horas, algunos de ellos difíciles de digerir, pero supe comportarme como esperaban. Pasado ese tiempo los tres estábamos exhaustos y no dábamos para más. Fue entonces cuando me confirmaron que había superado aquella especie de “ensayo general”, como lo había definido Sergio. 

Ambos se reunieron por las tardes durante varios días, supuestamente para ultimar detalles, manteniéndome al margen de sus conversaciones y en una ignorancia absoluta. Lógicamente yo estaba intrigada, pero no hubo forma de sonsacarles nada. Lo peor de todo es que durante esos días estuve sin sexo, en total abstinencia por prescripción de ambos, y solo me quedó el recurso de consolarme yo misma.

El jueves por la tarde Sergio me comunicó que tenían todo previsto y que el viernes y sábado lo pasaríamos fuera de casa. Lógicamente aquella noticia provocó que mi intriga aumentara hasta niveles peligrosos para mis nervios, que traté de calmar a base de infusiones y más café del acostumbrado. Luego se limitó a darme una serie de instrucciones precisas sobre lo que tenía que hacer al día siguiente. Lo que más me llamó la atención fue que no me recogerían en casa, sino que tenía que ir a un lugar concreto y a una hora determinada.

El viernes acudí al lugar de la cita con puntualidad. Poco después de la hora pactada, las tres de la tarde, ellos llegaron en el todo terreno del padre de Javier. Me sentí feliz al ver en el asiento trasero a Íñigo y Alonso, dos de los tres chicos con los que tuve mi primera orgía con poco más de 18 años y por la que fui de boca en boca durante una buena temporada en mi ciudad de origen.

 Sin tiempo para saludos, ni nada por el estilo, Sergio, que iba sentado en el asiento derecho de la parte delantera, bajo la ventanilla y me habló a través de ella.

―¿Has cumplido todo lo que te ordené?

―Sí, Sergio. Al pie de la letra ―respondí―. Me he puesto la camisa que me has dejado a los pies de la cama esta mañana, antes de marcharte, sujetador debajo, una minifalda muy corta y ceñida, tanga en lugar de braguita, medias por encima de las rodillas y zapatos con tacón. El pelo lo llevo recogido con una cola de caballo y el maquillaje es abundante. También he metido en la mochila la ropa que me indicaste ayer.

―¡Buena chica! ―Sergio se mostró satisfecho―. Ahora dame la mochila y quítate el tanga y el sujetador.

―¿Cómo?... ¿En mitad de la calle?... ¡Estás de coña! ¿Verdad? Al menos permite que lo haga dentro del coche.

―Quedamos en que querías emociones fuertes. ¿No? ―me preguntó y asentí con la cabeza. Comenzaba a tener conciencia del interés que mi novio ponía a la hora de meterse en su papel de mandamás ―. Entonces obedece. Hazlo aquí mismo... en mitad de la calle ―añadió bajando el tono de voz.

Cumplí la orden con la mayor discreción posible. Finalmente le entregué mi ropa interior.

―Ahora… desabróchate la camisa del todo y sácala por fuera de la mini. ¡Sin rechistar! ―Volví a obedecer―. He dejado para el final lo más interesante. Tienes que caminar hasta donde termina la calle y sin cerrarte la camisa; tiene que quedar libre y no puedes tocarla con las manos aunque se te abra con una ráfaga de aire o lo que sea. Nosotros te esperamos allí. No son más de doscientos metros y no creo que suponga un problema para ti.

Aceleraron y fueron hasta el lugar donde me esperarían. Yo comencé a caminar con prisa para llegar lo antes posible. Cuando lo hice, dejaron que subiera en el asiento trasero.

―Dime, reina. ¿Verdad que no ha sido para tanto? ―me preguntó Sergio mientras salíamos de la ciudad.

―Pues… Me parece que eres un poco cabrito. Durante el trayecto me he acordado de toda tu familia.

―¿Y eso? ¿Tan malo ha sido?

―¿Malo? ―Reí con ganas al recordarlo―. ¡Qué va! Todo lo contrario. ¡Ha sido una auténtica pasada! Al principio me he mosqueado un poco, cuando has ordenado que me quitase el tanga y el sujetador. Abrirme la camisa ha sido peor, porque, mientras caminaba, he comprendido lo que pretendías; he notado que cuanto más aceleraba, para llegar antes, menos me convenía porque la camisa se abría con más facilidad. Sentía que iba totalmente desnuda. Entonces he comprendido que habías escogido un barrio que frecuento poco y en el que nadie me conoce. Lo bueno hubiese sido encontrarme por casualidad con algún conocido... ¡Qué vergüenza!

―No era nuestra intención ―dijo Sergio―, aunque tu lógica es aplastante. En el fondo queríamos averiguar si eras capaz de hacerlo. Si superabas la prueba…, significaría que estabas preparada para todo. Pero en el fondo queríamos divertirnos.

Los chicos rieron y yo no tuve más remedio que hacerlo con ellos al recordar lo ridícula que me había sentido.

Apenas habíamos recorrido diez kilómetros cuando paramos en un bar de carretera. Al bajar del coche, Sergio se acercó a mí y anudó mi camisa justo a la altura del ombligo.

―No lo toques ―me dijo―. Déjalo tal y como está.

Miré mis pechos y vi que se balanceaban con el más mínimo movimiento o inclinación de mi cuerpo. «Cualquiera que se fije un poco alucinará con el espectáculo», pensé y me detuve, justo antes de acceder al establecimiento.

―¿Esto es realmente necesario, chicos? ―pregunté con ingenuidad―. ¿Os habéis parado a pensar que, salvo por la camisa y la minifalda, voy como mi madre me trajo al mundo?

Los cinco sonrieron maliciosamente.

―¡Tarde o temprano tenía que suceder! ―exclamó Javier―. Tenía la esperanza de que tardaras más en echarte atrás y no lo voy a permitir.

Sin darme tiempo a replicar, me cogió de la mano y tiró de mí, arrastrándome con ellos al interior del local.

Al entrar presentí que todo el mundo me miraba y una sola idea ocupaba mi pensamiento: «Si se dan cuenta de que voy prácticamente desnuda… estoy segura de que me violan uno tras otro». Nos acercamos a la barra y mi preocupación aumentó al notar cómo me miraba el camarero, con todo el descaro del mundo, pendiente de mis movimientos por si, con alguno de ellos, podía divisar algo de carne. Traté de moverme lo menos posible, pero me resultaba imposible y los pechos oscilaban de un lado a otro cada vez que lo hacía.

Me senté en un taburete lo más cómoda que pude, con las piernas cruzadas, dando la espalda a todo el mundo y agazapada para tratar de pasar lo más desapercibida posible mientras me tomaba un café. Todo estaba aparentemente tranquilo, cuando Javier se me acercó por la espalda y la paz que disfrutaba llegó a su fin.   

―Nena, si te pones en esta posición y cruzas las piernas, no tiene gracia el juego. Pediste emociones fuertes y te comportas como una niña recatada. Veo que te falta mucho para estar a la altura en este tipo de juegos.

Me giré sin decir nada, luchando conmigo misma por no darle un buen mamporro en la cabeza. Pronto fui consciente de que en esa posición y con la pinta que tenía parecía una auténtica puta de carretera. Y seguramente pensaron eso mismo dos tipos que comían frente a mí, porque con un ojo miraban el plato que tenían delante y con el otro mi entrepierna.

Cansada de las miradas, hice un gesto con el dedo a Alonso para que se acercase a mí.

―Alonso ―le dije con tono serio―. Creo que esos tipos me están mirando el coño. ¿Por qué no te asomas discretamente a ver si realmente se me ve? Tengo dudas y no consigo relajarme.

Él se agachó con descaro y echó un buen vistazo, haciendo caso omiso a lo que le había pedido y tratando de demorarse todo lo posible. Su comportamiento me incomodaba más aun, por lo que no tuve más remedio que obligarle a levantarse tirando de su pelo.

―¡Qué va! ¡No se te ve nada! ―Exclamó y mi corazón recobró su ritmo habitual.

Tan pronto como regresó junto a sus amigos, formaron un pequeño corrillo entre los cuatro. Les dijo algo que no pude escuchar y acto seguido rompieron a reí con ganas.

―¿Qué pasa?... ¿De qué os reís? ―les pregunté nerviosa.

Alonso se giró para responderme, con los ojos bañados en lágrimas y conteniendo la risa. Imaginé que lo que iba a decirme no me gustaría lo más mínimo.

―Les he dicho por qué me he agachado delante de ti.

―¿Y?... ¿Cuál es el problema? No veo la gracia por ningún lado. ―De momento no había conseguido disipar mis dudas.

Sin poder contenerse, se giró hacia los otros para compartir con ellos nuevas carcajadas. Varias veces le insistí para que me respondiera sin más dilación. Finalmente no tuvo más remedio que hacerlo.

―No es nada, tontina. ―Sus ojos volvieron a humedecerse mientras luchaba con todas sus fuerzas por contener la risa―. Es solo que… te he dicho que no se te va nada y, salvo el Carnet de Identidad, lo cierto es que se te ve todo ―Explotó con una sonora carcajada que sobresaltó a buena parte de la clientela del local.

Quise enojarme y arrancarle la lengua con las manos, pero me lo tomé por el lado cómico y acompañé sus risas. La expresión de su rostro mostraba tana sinceridad que no podía, mejor dicho, no debía enojarme con él; tan solo se trataba de una chiquillada inocente.

Sergio vio con buenos ojos mi reacción y se colocó delante de mí, me abrió las piernas y se metió entre ellas, pegando su cuerpo al mío. En ese momento lo agradecí porque tenía el coño bien abierto y su cuerpo impedía que cualquiera pudiese ver lo más mínimo. No me importó que metiera la mano entre mi camisa y magreara los pechos al tiempo que me acariciaba el muslo con la otra. Estaba tan alegre que lo pasé por alto. Incluso me permití el lujo de guiñarles un ojo a los tipos que no habían dejado de mirarme durante todo el rato.

―Ahora si que te comportas como una verdadera golfa ―me dijo Sergio con orgullo―. Veo que empiezas a tomarte esto como lo que es: un juego inocente y divertido. No veas las ganas que me están entrando de follarte aquí mismo. Solo con pensar que otros te desean…, se me pone dura.

―¡Calla, Sergio! ―exclamé ruborizada―. No sigas hablando porque estoy a punto de mojar el asiento. ―Y no exageraba, ya que me había puesto tan cachonda que notaba como se me humedecían los labios vaginales.

―¡Eres una golfa deliciosa! ―exclamó muy risueño―. Tú sí que sabes cómo calentar a los tíos. No te haces una idea de lo que daría por verte tumbada en una de las mesas y observar cómo jodes con todos, uno tras otro. Me pasaría meses empalmado solo con recordarlo.

―¡No seas guarro! ―le dije algo molesta con su desfachatez―. ¡Vayámonos, Please! Tengo ganas de ir al baño y está justo al lado de la salida.

Sergio consultó mi propuesta con los demás y estuvieron conformes. Yo me sentía satisfecha porque, después de todo, me había divertido y excitado. Ardía en deseos de llegar al coche y meterme la verga del primero que se me pusiera a tiro.

¡Y así fue! Apenas nos pusimos en marcha, abrí las piernas, sentada entre Íñigo y Alonso en el asiento trasero.

―¡Podéis tocar! ―les sugerí―. Vais a ver que no mentía cuando he dicho que estaba mojada.

No tuve que insistir ya que los dos pugnaron por meter la mano entre mis muslos.

―¡Joder, tía! ―exclamó Íñigo―. No solo estas mojada, sino que además lo tienes ardiendo. Solo falta que empiece a salir vapor ―añadió y comenzó a reír.

―¡Yo si que te voy a dar a ti vapor, cabronazo! ―respondí al darme cuenta de que me estaba tomando el pelo.

Lo que sucedió a partir de ese momento me lo busqué yo solita. ¡Lo reconozco! Si no llego a pedirles que me toquen el coño, para demostrar que realmente lo tenía mojado, me hubiese ahorrado un mal rato. Porque Alonso, lejos de pensar en bromas y tonterías, tenía una idea fija en la cabeza. En un momento dado me dijo que era una “guara” y me ordenó que le chupase la polla. Eso sí, añadió que “sin rechistar”. Justo en el momento en que iba a replicarle, me puso la mano en la nuca y bajó mi cabeza con brusquedad hacia su entrepierna. Como es lógico, y ya que estaba en esa posición, aproveché para hacerle una buena mamada; tampoco era cuestión de desperdiciar la ocasión. Comenzaba a sentirme cómoda cuando me dijo que quería follarme hasta que aullara como una loba.

¡Total! Que después de sentarme en su polla y metérmela en el coño, empecé a cabalgar y mi cabeza no hacía más que chocar contra el techo del coche. Busqué comodidad recostándome sobre él y aplastando mis tetas contra su pecho. De ese modo ambos alcanzamos un ritmo adecuado y consiguió que disfrutase como una golfa. Lo cierto es que yo me sentía como tal y él no dejaba de recordármelo entre jadeo y jadeo. Todo parecía demasiado bonito para ser verdad y Javier se encargó de cortarnos el rollo.

―¡Alonso! ―Javier llamó su atención―. Si te vas a correr, mejor será que esta guarrilla te la chupe y se trague la leche, porque no quiero una sola gota en la tapicería, que luego mi padre se pone como una fiera.

―¿Y qué pasa si se mancha un poquito? ―pregunté―. Al ser de cuero se limpia fácilmente con un paño o un trozo de pap…

No puede terminar lo que iba a decir porque Alonso tapó mi boca con la suya, metiéndome la lengua hasta la campanilla.

―No digas nada porque Javier es muy tozudo ―murmuró Alonso―. Coloca el culo pegado al cristal de la ventanilla y me la chupas hasta que me corra ―me ordenó, dejándome totalmente descolocada... ¡Cómo si fuera tan fácil lo que pedía!

Imaginé que aquella comedia la habían planeado entre ellos para poner a prueba mi paciencia y resolución. En ese sentido jugaban con ventaja, porque aquella extraña situación había salido de mi calenturienta mente y, supuestamente, ellos se habían ofrecido de forma desinteresada con la intención de satisfacerme.

Pero me había propuesto aceptar las reglas y no negarme a nada. De ese modo volví a obedecer y planté mis reales posaderas en el cristal, para que media España las viera bien. Incluso, cabía la posibilidad de que cualquier día apareciesen en Google Maps e imaginé a un internauta indeterminado navegando por los mapas y fijándose en algo sonrosado y con forma de corazón pegado al cristal de un coche, preguntándose qué sería lo que veían sus ojos y sin saber qué se trataba de mi trasero.

Ni siquiera Alonso sabía cómo colocarse para que yo pudiera llegar a su verga. Aun así, encontré una postura más o menos cómoda y durante varios kilómetros me esmeré en hacerle una buena mamada a fin de que me soltara la leche en la boca. No fue posible porque, para él, la postura era incómoda. Mejor habría estado su culo pegado al cristal. Entonces podría haber dicho que no estaba cómodo.

Luego vino lo de Íñigo. ¡Qué eso ya no tiene nombre! Durante más de diez minutos trató de follarme de cinco formas diferentes: sentada frente a él, de espaldas, de lado, medio tumbada boca arriba y del mismo modo boca abajo. “No soy capaz de concentrarme”, me dijo después de practicar medio Kama Sutra.

¿Cuál fue el balance final de todo aquello?... Muy sencillo: por un lado me vio el culo media España, aunque es una buena forma de promocionar el turismo nacional ya que, todo hay que decirlo, el culo de las españolitas no tiene igual en el resto del mundo; después pillé un calentón del quince; y finalmente tuve un buen dolor de rodillas durante un rato largo.

―Lo siento, Moni ―me dijo Íñigo―. No te puedes hacer una idea de lo incomodo que es follar en el interior de un coche y lo violento que resulta que el dueño no deje de vigilarte por sí cae una gotita en la puñetera tapicería.

―¡Excusas! ¡Excusas! ¡Y más Excusas! ―exclamé con decisión y continué―. ¡A mí me vas a decir tú lo que es follar en un coche! No tienes ni idea de la cantidad de veces que lo he hecho sin el menor problema. Pero… el caso es que tampoco estábamos mal del todo. Al menos yo estaba disfrutando, y en cada una de las cinco posiciones del puñetero Kama Sutra he estado a punto de correrme. El problema es que no has aguantado unos segundos más en cada una de esas ocasiones; en todas me has cortado el rollo y he estado a punto de llorar de rabia y desesperación. ¡Para mí que lo has hecho adrede!

En vistas de cómo estaba la situación, decidí no seguir mareando la perdiz y restarle importa. Permanecí en silencio durante varios kilómetros, algo molesta por cómo se habían desarrollado los acontecimientos. No llegué al extremo de enfadarme, pero en el fondo me sentía insatisfecha y frustrada por la forma en que me habían tratado. Se suponía que era un viaje de amigos, en el que todos debíamos divertirnos a partes iguales. Sin embargo, me encontraba en clara desventaja frente a los cuatro chicos, que parecían tener un plan bien trazado y sincronizado, en el que cada uno sabía qué hacer y cuándo. Si se trataba de lo que yo sospechaba, no tenía muy claro cuál era mi papel. Posiblemente lo hacían para desesperarme y conseguir que me subiera por las paredes suplicando por un polvo… o varios. No tardaría demasiado en averiguarlo.

―Vamos a parar en el siguiente pueblo. Necesito comprar tabaco ―dijo Sergio.

Yo me quedé a cuadros porque la parada no estaba prevista. ¡Ahí me la pegaron bien pegada!

Entramos en el pueblo y estacionamos donde Sergio indicó a Javier que lo hiciera.

―Moni, quítate la camisa y pasa a la parte delantera, conmigo ―dijo Sergio tras girar la cabeza hacia mí. Su mirada me insinuó que no tenía posibilidad alguna de oponerme a sus deseos.

Yo no tenía muy claro cuál era su intención, pero pensé que saldría de dudas obedeciendo y no con preguntas. Al quitarme la camisa quedé desnuda del todo, puesto que la minifalda había abandonado mi cuerpo un buen rato antes. Intenté colarme entre los asientos delanteros y Sergio me lo impidió.

―¡Por aquí no! ―dijo con determinación―. Sal del coche y entra por mi puerta.

―¿Quieres que lo haga desnuda? ―pregunté imaginando cuál sería su respuesta.

―¡Sí! ¡Por supuesto! ¿Tienes algún problema? ―Su determinación se convirtió en chulería.

Miré por las ventanillas y me percaté de que habíamos estacionado justo en la mismísima plaza del pueblo. No podía creérmelo, pero, ante la impaciencia de Sergio, volví a mirar en todas direcciones por si se acercaba alguien. Por mi derecha venían dos señoras de mediana edad, rechonchas y con paso lento. Por detrás unos niños en bicicleta, que no debían tener más de diez años a juzgar por su escasa estatura. Esperé a que pasaran y, cuando me aseguré de que no había moros en la costa, salí por mi puerta, entre por la de Sergio y me senté sobre su regazo, sin emplear más de cinco segundos en todo el proceso. Imaginé la cara que hubiese puesto cualquier viandante si ve bajar de un coche a una chica en cueros y meterse rápidamente por otra puerta. Ni que decir tengo si dicho viandante hubiese sido un policía. Aun así, no pude evitar lo inevitable.

―¡Joder! ―exclamé―. Justo en este momento tenía que pasar un coche. Creo que el señor que conducía me ha visto. ―Miré por si paraba y me tranquilicé al ver que se alejaba como si nada.

Sin tiempo para reponerme del sobresalto, noté como Sergio se sacaba la polla bajo mi culo y acto seguido sentí su dureza y tamaño.

―Levanta un poco y métetela en el coño ―me ordenó.

Como buena chica obedecí, a pesar de estar encajonada entre su cuerpo y el techo, mirando hacía la parte delantera.

―Ahora comienza a moverte. No te detengas pase lo que pase ―sugirió con el mismo tono autoritario.

Sergio era plenamente consciente de la hora, las cuatro y media de la tarde, y de que cualquiera que pasase podría verme sentada sobre él, en pelotas, con las tetas apuntando hacia el frente y con cara de circunstancia. Yo no dejaba de mirar a nuestro alrededor, nerviosa por si se acercaba alguien: en esa posición me encontraba muy expuesta y sin lugar donde esconderme.

―¿A qué esperas, zorra? ―Sergio volvió a insistir ante mi pasividad y me dio tal cachete en el muslo que vi las estrellas.

No tenía la más mínima intención de recibir otro y comencé a cabalgar sobre su verga, dejando a un lado los nervios y plenamente concentrada en busca del orgasmo que tantas veces me habían negado durante el viaje. Como es lógico, los jadeos y gemidos no tardaron en escapar de mi boca; me estaba gustando tanto que no pude controlarme. Justo en el momento en que un viejo se me quedó mirando, sin saber de dónde había salido el puñetero, Sergio me mandó parar, frustrando de nuevo el inminente orgasmo. El caso es que yo estaba totalmente lanzada y quería más… mucho más, pero, ¡cómo no!, mi dicha no podía ser plena.

―Ponte la camisa y abrocha solo los tres botones de la parte baja ―Sergio volvió a darme una nueva orden.

Empalada por su polla y sin apenas poder moverme, cumplí al pie de la letra su nuevo capricho.

―Ahora ve a ese estanco tal y como estás ―lo señaló con el dedo― y compra un paquete de tabaco… ¡ya sabes cuál me gusta! ―me dijo al tiempo que tapaba mi boca con su mano―. Sin rechistar ―añadió porque sabía de sobra que yo pensaba protestar.

Íñigo, Alonso y Javier permanecían impasibles, sin decir nada y sin mostrar un poco de piedad por mí. En el fondo estaban disfrutando tanto como Sergio.

¡Total!, que me bajé del coche, con el billete de diez que Sergio me había dado para pagar, y me dirigí hacía el estanco. ¡Solo faltaba que, después de todo, yo tuviera que pagar sus vicios! Cuando entro, resulta que hay un señor comprando puros y me toca esperar. Ahí estaba yo, de pie y vestida con una camisa que me tapaba menos que si hubiese llevado la minifalda puesta, con las tetas prácticamente a la vista y el coño al aire. Tuve que cruzar las piernas porque notaba como el coño me sudaba y chorreaba por los muslos. Si la estanquera hubiese tenido perro, seguro que se pone a olisquearme el coño y acto seguido me viola allí mismo, a cuatro patas sobre el suelo. Intenté disimular mientras inspeccionaba el local visualmente. Lo único que conseguí fue deprimirme: tan solo se trataba de un pequeño cuchitril con las paredes descorchadas y el techo lleno de las típicas manchas de humedad, con todo tipo de productos para fumadores y un mostrador que daba pena verlo. Estuve a punto de preguntarle a la buena señora si la gente del pueblo, cansada de vivir, iba a morirse de asco a su local.

El tipo ni me miró al marcharse: iba demasiado distraído, comprobando que la estanquera le había devuelto bien el cambio. «Debe ser el tacaño del pueblo», pensé. Pero lo de ella fue diferente: me miró de pies a cabeza cuando le pedí el paquete de tabaco, con sus gafas de hacer calceta y como si yo fuese una cualquiera. Solo le faltó decirme algo. Si lo llega a hacer, le respondo algo como… «Señora, véngase conmigo a ese coche, que hay cuatro pervertidos que le van a dar una alegría al cuerpo. Verá como después su aspecto es muy diferente». Antes de salir por la puerta, y para chincharla un poco, me levanté la camisa para que me viese bien el culo: no quería dejarla con la duda sobre si llevaba bragas o no.

Al llegar al coche, algo me llamó la atención: de repente, Íñigo, Alonso y Javier habían recuperado el habla. ¡Cómo no!, les interesaba porque querían saber lo que había ocurrido en el estanco. Se lo conté con pelos y señales, y los cuatro comenzaron a carcajearse. Como no podía ser menos, terminé contagiándome con sus risas.

―Si llego a saberlo… ―dijo Sergio―, entro detrás de ti como un cliente más. Me encantaría haber presenciado la escena. Sobre todo la cara de la estanquera al enseñarle el culo. Igual cierra el estanco y me viola.

Volvieron a reír. No cabía la menor duda de que se lo estaban pasando en grande.

―¿Estaba buena? ―preguntó Íñigo.

―¡Qué va! ―respondí yo―. Si llegas a verla…, no se te levanta la polla en un mes. Tenía cara de Lechuza del Pirineo y cuerpo de Buitre Leonado. Era idéntica a Danny de Vito con peluca.

Nuevamente surgieron las carcajadas de los chicos y provocaron que sus ojos se humedecieran con lágrimas. Pasados unos instantes, Sergio encontró fuerzas para hablar.

―Imagino que, después de todo, lo has pasado bien y ha merecido la pena. Habíamos hecho apuestas entre nosotros y ninguno creía que fueras capaz de hacerlo. Ni siquiera yo. En ese sentido nos has sorprendido.

―Apenas me conocéis y os queda mucho que saber de mí. ―Me mostré orgullosa por mi hazaña―. No me considero una chica sumisa, en el sentido estricto de la palabra, pero sí una a la que le gustan los retos. No tengo ninguna experiencia en este tipo de juegos eróticos-gamberros, pero ten plena certeza de que me esforzaré en aprender. Si eso significa pasar por el aro en determinadas situaciones… no dudes que intentaré estar a la altura. Que me llaméis “guarra”, “zorra”, “puta”, “golfa” o lo que os parezca, me gusta siempre que sea en un ambiente alegre e íntimo. Fuera de eso… al primero que me diga algo así le machaco los huevos de un puntapié.

―Bueno, chicos, creo que esta moza se ha ganado un par de cervezas ―dijo Sergio muy sonriente―. Hay un bar muy chulo cruzando la plaza y podemos tomarnos algo allí. ‘El Portalón’ se llama. Tú, Mónica, vístete y ponte bien guapa, que ya hemos dado demasiado el cante en este pueblo… de momento ―añadió y soltó una carcajada macabra. Acto seguido sacó su teléfono y se dispuso a efectuar una llamada―. ¡Mierda! ―exclamó―. No me queda ni pizca de batería. Id vosotros delante, que conecto el teléfono al encendedor del coche y hago la llamada. En un rato me reúno con vosotros.

A mi me apetecía quedarme un rato a solas con mi novio, pero, tras insistir un par de veces, no hubo manera de convencerle. Entonces pensé que se había inventado la excusa de la batería agotada para hablar con alguna guarrilla con total privacidad. No me dio tiempo a más, porque el resto de amigos tiraron de mí y me forzaron a caminar con ellos en dirección al bar. De ese modo nos alejamos y Sergio quedó solo.

Continuará…

 

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