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La primera vez que fui violada

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La primera vez que me violaron, fue un conocido. Yo vivía en un edificio de Palermo con mi novio. Salía con él desde hace más de un año, pero no era del todo feliz. Andrés era muy cariñoso, y estaba bastante fuerte: un rubio carilindo de ojos azules. De físico no era imponente, pero aun así, era de esos tipos inusuales, que hacían dar vuelta a las minas, en ese gesto típicamente masculino, como queriendo rastrear su belleza, en ese cuerpo esbelto.

Pero como dije, no era del todo feliz. Nos costaba llegar a fin de mes, a pesar de que ambos trabajábamos. Él era encargado en un mcdonald, y yo trabajaba de secretaria, tres veces por semana, en un estudio jurídico. Créanme si les digo que los abogados son los peores de todos. A pesar de conocer al dedillo las leyes, son los primeros en infringirlas. Me pagaban una miseria, y ni siquiera me efectivizaron. Trabajé casi tres años en negro. Y para colmo, mi jefe, el doctor Barbuto, era un viejo pajero, que no paraba de mirarme el culo, cada vez, que me iba de su oficina, luego de que me diera algunas indicaciones.

Por si se lo están preguntando, sí, estoy muy buena. Soy lo que todos los machos pajeros sueñan cuando piensan en la típica secretaria sexy. Soy rubia, con una cara que me hace ver más joven de lo que soy. Mi culo parado es mi arma mortal, gracias a él puedo manipular a los hombres a mi antojo, y puedo volver locas de envidia a las mujeres. Y mis piernas largas, torneadas por los ejercicios diarios, acompañan elegantemente a mi trasero.

Pero vuelvo a repetir: no era feliz. En esos tiempos tenía veintitrés años, y todavía creía en cosas estúpidas, como la fidelidad y el amor eterno. Estaba perdidamente enamorada de Andrés, pero algo había pasado. De apoco se estaba desinteresando de mí. O al menos, eso creía yo, más que nada basándome en el hecho de que cada vez me cogía menos.

No me quiero detener en este punto mucho tiempo, porque no es el tema de esta anécdota.

Andrés me cogía poco, y cada vez menos. Lo hacía bien, sabía dónde besarme, y en qué posición cogerme (en cuatro, bien fuerte, o encima de él), y siempre me hacía acabar.

Pero me cogía poco.

El hecho de no hacerlo con tanta frecuencia como lo necesitaba, hacía que mis ganas de ser penetrada, y acariciada se incrementen, hasta el punto de que todos los días quería una pija entre mis piernas. Pero claro, Andrés no me la daba, así que ineludiblemente comencé a fantasear con otros hombres.

El hecho de saber que podía tener a cualquiera, no hacía fácil mantenerme fiel. Había un montón de tipos que estaban locos por mí. Empezando por varios empleados de los juzgados, que cuando me atendían en mesa de entrada se ponían nerviosos, le temblaban la voz, y hacían chistes estúpidos para sacarme una sonrisa. Mi jefe era otro que me tenía más ganas que un perro muerto de hambre a un pedazo de hueso. Ya les hablaré más de él en otro relato. Pero hoy les quiero hablar de Jorge, el encargado del edificio.

Era un tipo amable y simpático, pero yo notaba algo perverso en él. Probablemente el hecho de que tratara de ocultar sus miradas calientes hacia mí, me hacían verlo como un ser hipócrita, pero no era sólo eso, realmente había algo retorcido en él.

Habían pasado dos semanas de que Andrés no me cogía, y no me daba una explicación razonable para que lo comprenda, por lo que decidí salir de cacería. Inventaba peleas, lo echaba de casa, me vestía lo más puta posible, y salía a los bares y pubs a buscar chongos.

El encargado Jorge me vio desfilar por el hall del edificio durante varios días. Yo salía maquillada, con los pantalones más ajustados que tenía, las minifaldas más ceñidas, y las blusas escotadas, haciéndole saborear un poco de mi belleza inalcanzable.

Me encantaba ver al viejo babear por mí. Tengo que reconocer, de que a pesar de que ya pasaba los cincuenta era bastante interesante, era canoso, y tenía un físico, que si bien no era la gran cosa, tenía buena forma. Además, en ese edificio los encargados no usaban ese horrible uniforme gris, sino que Jorge, tenía un traje que le quedaba perfecto, y lo hacía ver elegante.

Él vivía en la planta baja, en un departamento que se le otorgaba junto con su sueldo. Cada vez que yo venía por la noche, daba la casualidad de que Jorge estaba en el hall, haciendo algo, o fingiendo hacer algo. Yo suponía que, llegada la noche, no despegaba la vista del monitor desde donde podía observar las cámaras del edificio, incluyendo las que daban a la calle. Entonces, cuando me veía venir, salía de su departamento, y comenzaba a fingir que estaba arreglando un ascensor o algo por el estilo, a pesar de ser de madrugada, sólo para poder verme.

La idea me resultaba perturbadora, pero al mismo tiempo divertida. Así que para no perderme la cara de bobo que ponía cuando me veía, haciendo un esfuerzo sobre-humano por desviar la vista de mis piernas, comencé a llegar todas las noches a la misma hora, a las tres de la mañana.

Una noche llegué con unos de mis levantes nocturnos: un flaco alto, que ni recuerdo como se llamaba, y que elegí únicamente con la esperanza de que el tamaño de su pija sea acorde al resto del cuerpo. La cara de Jorge se ensombreció de odio cuando me vio subir al ascensor con ese tipo que ya me metía mano por debajo de la pollera.

Por suerte el flaco sí tenía su herramienta grande. Así que gocé como hace mucho no lo hacía, cuando me puse en cuatro para sentir esa verga enorme. En algún momento fantaseé con que Jorge me estuviera escuchando gemir detrás de la puerta, y esa fantasía, me ayudó a acabar en un orgasmo más potente del que jamás haya tenido. Una vez que el alto se fue, quedé casi inconsciente tirada en la cama, toda sudorosa, y llena de olor a semen. Me encantó dormir así de sucia.

En esos días tuve muchas idas y vueltas con Andrés. Digamos que oficialmente seguía siendo mi novio. Cuando estábamos bien, me cogía con esa pasión que tanto le agradecía. Pero apenas pasaban dos días sin que me dé una buena culeada, inventaba una excusa para pelearnos, y me iba de cacería a buscar algún chongo.

Hubo una semana en la que estaba particularmente caliente, y casi todos los días llevaba a mi casa a un tipo diferente. El lunes me acosté con un abogado que conocía de tribunales. El tipo iba de traje, y yo llevaba mi ropa de secretaria fatal: una camisa blanca discreta, una minifalda negra no tan discreta, con medias de red, y una tanga que pedía guerra a gritos. El abogado no cogía muy bien, pero lo compensaba con un buen sexo oral que me hizo acabar, mientras fantaseaba nuevamente con que Jorge, esté escuchando nuevamente mis gritos de hembra satisfecha detrás de la puerta. En retribución a ese orgasmo, me comí la verga del abogado hasta hacerlo acabar en mi carita. Me encanta sentir el semen impactar sobre mi cara, y sobre todo, ver la cara de los machos cuando observan mi rostro bañado con su leche. Es como si se creyeran los dueños del mundo cuando una mujer les da ese regalo. Me dan gracia los hombres. Son unos imbéciles. Podría tener a el que quisiera.

El martes me acosté con un rockerito canchero, que me levanté en el bar de mala muerte donde tocaba, luego de una mirada insinuante, una sonrisa, y un cruce de piernas. Lo llevé a mi casa, al igual que hacía con casi todos, porque como me acostaba casi siempre con extraños, me sentía mas segura ahí, aunque sobre todo lo hacía para volver loco a Jorge, que cada vez que me miraba pasar con un macho diferente parecía enloquecer de celos.

El rockerito canchero no lo era tanto en la cama, porque la tenía chiquita. Pero me apiadé de él y le permití circular por la colectora. O dicho para que todo el mundo entienda, le entregué el culo, cosa que hacía desde hace poco, encontrado un placer insólito e inesperado.

El rockerito me cogió por el culo en todas las posiciones que conocía y se fue contento a su casa, casi corriendo, porque su mujer ya debería estar molesta porque tardaba tanto en llegar.

A partir de ahí se generó cierta complicidad con Jorge, porque yo tuve que rogarle que sea discreto, y no le cuente nada a Andrés, ya que en teoría seguía siendo mi novio. “quédese tranquila que yo no abro la boca” me prometió, aparentemente feliz de haber logrado una especie de acercamiento conmigo.

Si Jorge ya me consideraba una puta después de haberme visto con seis o siete hombres diferentes en muy poco tiempo, en los siguientes días ya no le habrán quedado palabras para describirme.

El miércoles llegué a la misma hora de siempre, con un vestido negro corto, tacos altos, y mi pelo, por entonces rubio, recogido, lo que resaltaba las facciones de mi cara. El afortunado de esa ocasión era un pendejo chato, que no pasaría los veinte, pero más que lindo. Se parecía un poco a Andrés, un rubito de ojos claros que no tenía idea de nada en la puta vida, aunque más musculoso. A ese pibe le tuve que enseñar varias cosas. Me cogía muy fuerte de entrada, cuando todavía no estaba dilatada, y no sabía chupar la concha. Pero luego de un curso intensivo conmigo ya manejaba mejor su verga, y tengo que reconocer que sí sabía usar sus dedos, los cuales enterró tanto en mi sexo, como en mi culo, que ya se estaba acostumbrando a ser invadido por todo tipo de falos.

El jueves le hice una maldad a Jorge. Llegué con un tipo de mas o menos su edad. Un viejo pelado, que incluso era menos atractivo que él. Cuando subimos al ascensor, me arrodillé, le bajé el cerré del pantalón, y le hice un pete.

Yo sabía que en los ascensores había cámaras, y rogaba que Jorge me estuviese mirando mientras me tragaba ese falo veterano, todo venoso, hasta tragarme la leche.

El otro día le pregunté a Jorge, haciéndome la tonta. “Jorge, ¿esas cámaras andan?”, refiriéndome a la de los ascensores. Me había puesto una calza negra bien ajustada. Jorge perdió su vista entre mis piernas, donde la tela ajustada marcaba a forma de mi vulva. “Sí, ¿por qué?”, me dijo. Pero el temblor de su voz, y el tono rojizo que tomó su piel, me hicieron comprender que sabía muy bien de qué le hablaba. “No, por nada” le dije, sosteniéndole la mirada mientras enrojecía más y más. “Acuérdese, no le vaya a decir nada a mi novio, por favor” le recordé con la sonrisa más dulce que pude sacar.

Hace rato que venía fantaseando con acostarme con dos tipos a la vez. Así que simplemente lo hice. El viernes salí de cacería con una pollerita floreada, y una blusa semitransparente. “Nos vemos mas tarde” le dije a Jorge, guiñándole el ojo.

Fui a un pool, y después de una hora de estar sola, vi entrar a dos tipos. Cuando cruzamos las miradas les regalé una sonrisa y enseguida los tuve comiendo de mi mano. Tomamos cerveza y jugamos al billar un buen rato. Uno de ellos, el que mas me gustaba, un morocho barbudo, me comió la boca un par de veces. El otro, un hippie veinteañero, lo imitó cuando me descubrió tan predispuesta. Cuando se hizo las dos y media, les pedí que me llevaran a mi casa.

En el trayecto, el barbudo me acariciaba las piernas mientras al otro se le hacía agua la boca. No hizo falta que los invitara a subir. Ya estaba todo dicho. Me siguieron hasta la entrada, y entraron conmigo. Jorge, fingía arreglar una lámpara. Ya no le quedaba asombro en la mirada, pero los celos estaban a flor de piel. Para colmo del pobre Jorge, el hippie que venía babeándose en todo el camino, no pudo esperar a llegar al departamento, y ya comenzaba a manosearme el culo en presencia del pobre encargado.

Una vez arriba, me empezaron a desnudar: me bajaron la bombacha, despacio, y con ternura. Se deshicieron de mis zapatos, luego de la blusa y del corpiño, y al final me quitaron la pollera floreada, dejando todo desordenado en el piso. Tengo que decir que las escenas de las películas porno, no son tan fáciles de realizar como lo hacen ver las actrices, pero aun así lo hice bien: empecé por hacerles el mejor pete del mundo. Un pete experto, gracias a todas las pijas que había chupado en el último tiempo. Después me puse en cuatro, ya ahí es cuando se puso difícil la cosa, porque mientas uno me culeaba, el otro me ponía la verga en la boca para que se la mamara, cosa muy dificultosa debido a las sacudidas que sufría cada vez que su amigo me la metía más y más en el culo. Pero aun así lo hice bien. Esa noche me acabaron en la cara, en las tetas, en el culo, y en el clítoris. Nunca estuve tan impregnada de esencia masculina. Nunca me había sentido tan puta como esa noche. El barbudo y el hippie, me habían hecho acabar varias veces, y el olor de mis fluidos se mezclaba con el de su semen, viciando el aire de la habitación con el sucio olor a sexo que tanto me fascinaba. Me encanta que me deseen, me encanta que me cojan, me encantan las pijas. Soy tan libidinosa como los hombres, sino más, y si el imbécil de mi novio no me quería coger, no me iba a quedar con las piernas cerradas. Esa noche quedé más exhausta que nunca, y dormí con todos os fluidos adheridos a mi.

El sábado llegué sola al edifico. Me dije que con lo del viernes me había sacado la calentura por tres días, pero lo cierto es que de alguna manera sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Era algo que palpitaba muy en el fondo de mi consciencia. Era algo que yo misma propicié durante toda esa semana.

Jorge estaba loco por mí. Lo sabía. Y desde que empecé a llevar hombres, y a refregárselos por la cara, como burlándome del hecho de que a pesar de que me acostara con quinientos tipos, ninguno de ellos sería él, empecé a notar que su locura iba en aumento.

Y cuando lo hice cómplice de mis traiciones a mi novio, empeoré las cosas, porque lo hacía partícipe de mis infidelidades, pero participe pasivo, no activo, como lo eran todos mis amantes.

Así que supongo que de alguna manera esperaba lo que iba a ocurrir, e incluso lo deseaba.

Llegué el sábado a las tres de la mañana. Esa vuelta mi arma de seducción era una remera musculosa negra, y una calza de mismo color. Era de esas calzas que quedan como guante, y que mi culo parece tragar su tela. Jorge me vio sola, y se sorprendió como hace mucho no lo hacía. “Esta vez no hubo suerte”, le dije. “¿Pero, qué pasó? ¿No había hombres a dónde fuiste?”, me preguntó, al mismo tiempo que daba sus pasos de lobo hambriento acercándose hacia mí. “parece que no le parecí linda a nadie” le dije, en un histeriqueo infantil. “Pero si sos hermosa” me dijo. Le di las gracias por el piropo, y le deseé las buenas noches.

Escuché la puerta de su departamento abrirse a mis espaldas, por lo que estaba segura de que estaba entrado, al mismo tiempo que se abría la puerta del ascensor. Así que me llevé un gran susto cuando sentí sus manos en mi cintura. Largué un grito. El me alzó, y me arrastró hasta su departamento. Todo sucedió muy rápido. “Así que te gusta la pija”, me dijo, furioso. Me tiró sobre la cama con la misma facilidad que un niño tiraría un muñeco. Mi nariz se golpeó con el colchón. Cuando levanté mi vista nublada por las lágrimas, sentí el tirón de mi calza, de la que era despojada violentamente. Me mordió el culo. Y me dio muchos besos ahí. “Así que está bien depiladita la muy puta. Bien así me gusta” me dijo, entre susurros. Luego agarró la tanga con el dedo índice, y de un tirón me la arrancó. “¡No Jorge, por favor!” Grité. Pero algo adentro mío me impedía gritar lo suficiente como para que escuche alguien. “quedate quietita y callate” me dijo, mientras me metía el dedo en el culo, haciendo que de un respingo. “Yo conozco a las putitas como vos. Les gusta calentar pijas, y después se quejan” me dijo, indignado, sacando el dedo, para meterlo con más violencia. “Pero yo te voy a dar lo que te gusta”. Bajó el cierre de su pantalón, y sin mediar palabras me la metió. Tenía la verga grande. Casi tan grande como el alto con el que había estado esa misma semana. Enseguida mi cuerpo me empezó a traicionar. Estaba asustada, llorando, pero mi sexo se encendía al ritmo de sus estocadas. “yo conozco a las putas como vos, las conozco bien”. Repetía una y otra vez, hasta que acabó sobre mi culo.

Después me dio un buen sexo oral. Uno de los mejores. Yo estaba rendida ante él. Asustada y excitada. Ya no veía remedio en escapar. Ya me había cogido, y para colmo lo estaba disfrutando. Su trabajo lingual era perfecto, me calentó tanto que estallé en un orgasmo sobre su cara.

“Sos una putita reventada” dijo, triunfal, con su cara bañada en mis flujos. Me arrimo la verga babeante y olorosa a la cara, y se la mamé, rendida, y me tragué toda la lechita que el veterano tenía guardada para mí. Después me hizo el culo, con esa verga bestial. Ahí si empecé a gritar de dolor, aunque también me gustaba. Me daba nalgadas, y me arrancaba el pelo. Me decía puta de todas las maneras imaginables: puta, reventada, prostituta, putona, más fácil que la tabla del uno, más puta que las putas, fiestera, petera de mierda, culeada, necesitás de la verga más que de agua, calienta pijas… y su repertorio seguía y seguía mientras me culeaba, hasta que me hizo acabar. Era la primera vez que acabé mientras me hacían sexo anal, así que se lo agradecí quedándome toda la noche con él. Jorge hizo todo lo que hizo con mi cuerpo. Dispuso de como nadie lo había hecho. Me hizo acabar una y otra vez. El miedo se me fue paulatinamente, al fin y al cabo, me había pegado la mejor cogida de mi vida.

Fin

(9,20)