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Risueña

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Quedaban tan solo las largas conversaciones mantenidas a través de las redes sociales. Decenas de miles de palabras acumuladas a lo largo de más de un año, escritas y guardadas en un solo archivo informático, como si de una obra teatral, para actor y actriz e improvisada en directo, se tratara. Era todo lo que tenía de ella. Pensaba en que cuando era joven no tenía ni tan solo eso. Entonces las palabras llegaban a través de aquel aparato telefónico de color crema, con un cable enrollado, y en el único lugar donde quedaban gravadas era en su mente. Ahora, como mínimo, podría releer aquellas conversaciones aunque eso le ocupara unos cuantos días.

Tumbado en el sofá movía el cursor haciendo que las páginas subieran y bajaran sin ningún orden. A veces se paraba en algún lugar del texto, indeterminado, y leía unas cuantas líneas. A su cabeza le venían los recuerdos de los momentos en que fueron escritos. Sonrisas, lloros, carcajadas, enfados, alegrías, tristezas, melancolía se reflejaban en palabras a menudo acompañadas de grafismos. Sueños, promesas, desencantos, alguna que otra mentira y muchos buenos días y buenas noches, uno por cada día de los que transcurrieron desde que empezaron a hablar por la red.

Se había detenido en un fragmento bastante largo donde tan solo hablaba él y en el que, meses después él relataba como la había conocido.

“Ya llevábamos unos cuantos días de aquella calor húmeda y bochornosa tan típica de Barcelona en el mes de Julio. Estaba solo y deseaba encontrar a gente tan solitaria como yo. Entré en uno de las muchas redes sociales que existen. Quería mujeres. Mujeres de más de cuarenta años. Mujeres a las que no debas explicar nada de lo que haces o dejas de hacer. Mujeres que como yo buscaban a otro solitario. Un solitario quien en caso de extrema necesidad puedas follar rápidamente sin ni tan solo la necesidad de tener un lecho. Mujeres que, como yo, sean capaces de sacrificar una noche con alguien del que se arrepentirán al despertar.

Comencé a mirarlas. De repente aparecía en la pantalla la imagen de una mujer con el pelo lacio y media melena de color negro. El color anaranjado, general de la fotografía, impactaba sobre las que la rodeaban. Se la debían haber tomado estando tumbada en el suelo, con el torso entre girado y apoyado sobre la cadera y el codo. La cabeza le descansaba sobre la palma de su mano, como si necesitara de aquel punto de apoyo para resistir la gravedad. Llevaba una camiseta de tirantes blanca que dejaba al descubierto sus hombros y remarcaba la extrema delgadez de su cuerpo como denotaban los huesos marcados de su clavícula. En la camiseta se intuían los pezones de unos pechos que se adivinaban pequeños. Estaba convencido que en el momento de tomar la fotografía no llevaba sujetador.

No era lo que buscaba. Ni esplendorosamente guapa, ni un rostro o cuerpo en el que se pudiera intuir el deseo en follar. Pero era bella. Armoniosamente bella. La mirada, perdida en algún punto de la nada, se mostraba triste, desangelada. Como si no existiera nada más allá del objetivo de la cámara. Risueña como avatar. ¿Quién se puede colocar tal nombre con aquella mirada? ¿Quién sino alguien deseoso de ser observado, con la tranquilidad del tiempo, para darse cuenta de la dicotomía entre el nombre escogido y la mirada de unos ojos que tan solo buscan encontrar el objetivo de la cámara? ¿Cuántos antes se habrían acercado a ese castillo para disfrutar de su sangre, de su sexo, de su mirada? ¿Cuántas veces había ella tenido enfrente una mirada de alguien a quien no había visto, a quien no había sentido palpitar?”

No había tenido que esperar mucho para comprobarlo. Al día siguiente, pasada la media noche, yacían en un lecho de alquiler empapados de sudor. No se habían desnudado uno al otro. Ni tan solo habían hecho el mínimo gesto de hacerlo. Se desvistieron como quien se dispone a echarse a la cama para dormir, casi dándose la espalda, sin ni tan solo una mirada al cuerpo de la pareja. Una vez tumbados, con prisa, las manos recorrieron el cuerpo del acompañante y muy pronto, los pezones intuidos en la fotografía se encontraban entre los labios de él a la vez que la mano le apretaba fuertemente el pecho. Ella le cogió el sexo mientras los labios, de los dos, se fundían en un beso interminable. Sus bocas buscaron el sexo de la pareja. Los fluidos de ella se mezclaban con la saliva de él a la búsqueda de conseguir el placer propio a través del otro. Cada centímetro cuadrado de la cama mantenía la humedad y el calor de los cuerpos. Las luces de la habitación permanecían encendidas para poder observarse mutuamente. Ella se sentó sobre el sexo de él guiándolo con su mano hacia su interior. Derecha, con la espalda erguida, movía las caderas acompasadamente hacia delante y atrás con las manos apoyadas en el pecho de él. Se miraban a los ojos, fijamente, a la espera del orgasmo del otro. Él la cogió de los pechos para atraerla. Deseaba sentir el contacto de sus pechos y escuchar los gemidos de ella junto a su cara. Ahora era él quien imponía el ritmo conocedor de su cuerpo. Las contracciones de los dos se hicieron evidentes en el momento en que se vaciaba en el interior de ella. Pocos minutos después las manos empezaban de nuevo a explorar el cuerpo del acompañante. Aquella noche follaron como hacía mucho tiempo ninguno de los dos hacía. Los primeros rayos de sol les sorprendieron mientras los últimos gemidos del postrer orgasmo resonaban en la habitación. Habían disfrutado del sexo por el sexo, entre miradas, palabras y sonrisas y algún que otro momento de sueño. La noche había acabado y había que volver a la rutina diaria del trabajo. Se ducharon, juntos, sin prisa, mirándose después mutuamente en el orden en que cada uno se colocaba la ropa. Ella primero el sujetador. Parsimoniosos y con lentitud para memorizar cada gesto. Habían descubierto y encontrado un cuerpo del que disfrutar y con el que seguramente pasaría más rápido aquel verano en la ciudad.

-¿Nos volveremos a follar? –preguntó él

La carcajada de ella resonó en toda la habitación mientras sonaba el golpe seco de la puerta al cerrarse. Quizás, en el fondo, el avatar no era porque sí.

Seguía tumbado en el sofá sabedor de que aquella noche sería larga. Un gin-tonic cargado sustituía a la cena con velas que tenía lugar en otro punto de la ciudad. La compañía de los recuerdos y las palabras serían su manjar. Mientras seguía con la lectura su mano empezaba a acariciar su sexo por encima de los pantalones negros, bien planchados.

*****************************

La tranquila llama de las velas proporcionaba la única iluminación a la mesa donde cenabas. Mesa de comedor de casa, preparada para la ocasión. Habías decidido cambiar las camas de alquiler por horas, que tan bien conocías, por una mesa de diseño minimalista en una casa con ventanales cara el mar. Demasiada luz iluminaba el paseo para poder distinguir las estrellas que flotaban en el firmamento. Conocía lo que te gustaba para cenar. Te habías preocupado en hacérselo saber.

Sí, os habíais vuelto a follar. Muchas, muchísimas veces. Demasiadas incluso. Lo habías llegado a pensar a menudo, mientras el autobús te llevaba a los lugares de encuentro, siempre alejados de miradas ajenas, protegidos por cuatro paredes y una puerta que escondiera vuestra desnudez y ahogara vuestros gemidos. Pronto te acostumbraste a presentarte ante él con faldas cortas y una blusa con los suficientes botones desabrochados para que pudiera pasar la mano por el escote tan solo verte. En invierno las medias, nunca pantys, te hacían pasar frío, te sentías desnuda. A veces en el autobús, sentada, lo habías pasado mal delante la mirada de algunos hombres. Sabías que observaban tu regazo, que intentaban adivinar, bajo la falda, el color de las bragas que llevabas. Tenías miedo a que la falda se subiera lo suficiente para mostrar el espacio de muslo que quedaba al descubierto entre el final de la media y la ropa interior. Aquel espacio de carne que sabías que el reseguiría con sus dedos tan solo entrases en la habitación. A medida que te acercabas al lugar de la cita notabas como aumentaba la humedad de tu sexo hasta el punto de vestir siempre faldas oscuras, desde los primeros encuentros, por el miedo a mancharla con tus flujos mientras estabas sentada en el autobús.

Cuando llegabas él siempre estaba ya en la estancia. En los lugares donde las habitaciones no tenían sistema de cierre automático no te hacía falta llamar. Entrabas directamente, sabiendo que la puerta estaría abierta y él justo al otro lado, de pie, esperando. En los otros, un simple golpe en la puerta con los nudillos servía para que te abriera en el acto. Sabías que en el mismo momento en que la puerta volviera a encajar en el marco detrás de ti, notarías como su mano ascendía bajo tu falda para, con sus dedos, retirar aquella maravilla de bragas que te habías colocado al salir de casa y con la cita en la mente. Aquella maravillosa ropa interior a la que él nunca hacía caso. Notarías como un dedo entraba en ti comprobando tu excitación. Lo tenía fácil. El dedo resbalaba y se introducía fácilmente por tu lubricación. Las primeras veces habías bajado la cabeza avergonzada. Con el tiempo viste la sonrisa en su rostro en el momento en que lo hacía. Él nunca se había dejado tocar mientras estabais así, junto a la puerta, de pie. Las primeras veces que os encontrasteis lo habías intentado hacer y él te había retirado la mano. Quería tu placer, que nunca tardaba demasiado en llegar, en forma de orgasmo incontrolable y donde él te acababa sujetando para no caer al suelo. Tan solo entonces te besaba desaforadamente, con su lengua resiguiendo cada rincón de tus dientes, de tu boca, paladeando el sabor de tus labios.

Minutos, horas, días enteros en habitaciones de alquiler. Cada día un espacio de tiempo distinto. A veces no había hecho falta ni tan solo habitación. Siempre hay algún lugar discretos para los amantes. Y siempre llegabas sabiendo que él estaría esperándote. Conociste lavabos de restaurantes, probadores de centros comerciales, ascensores y algún portal de escalera decorosa e importante de Barcelona. Aquellos escalones que bajaban al pozo del ascensor o a las antiguas carboneras estabas convencida que habían sido pensados para amantes con prisas. Menos de cinco minutos, con su dedo en tu interior eran suficientes para desear ir después a cualquier lugar que propusiera y donde le darías todo tu cuerpo para ser usado. Después, en todos los casos, sabías que hablaríais de la vida, del trabajo o de vuestros respectivos hijos, de las horas donde no estabais juntos y de cómo las llenabais. En esto nunca había prisa. Os habías acostumbrado a hablar de todo, a reír de todo. Igual tumbados en las camas, en los días donde el reloj podía ir pasando horas como en los días donde tan solo teníais quince minutos arrancado al horario rutinario del día a día disfrutabais de la conversación, acompañada a menudos de sonrisas.

Habías llegado a la casa. Llamaste a la puerta y tuviste que esperar un rato que te abriera. Llevabas pantalones y en el autobús nadie bajó la mirada hacia tu regazo. Te notabas seca por dentro y esa sensación hizo que esbozaras una pequeña sonrisa. Hoy nadie te manosearía tan solo entrar. Sabías que no tendrías esa mirada a menudo desvergonzada, a veces tierna, ni esos ojos que te desnudaron el primer día. Estabas convencida de ver, en sus pupilas, tu cuerpo desnudo cuando te miraba. Ahora, en medio de la cena, observabas la mecha de la vela pensando en el día en que él te azotó las nalgas, por primera vez, mientras se introducía en tu interior desde atrás, contigo a cuatro patas y con las rodillas ancladas en los pies de la cama. No te quejaste. No sabías el porque pero no lo hiciste. O el día en que con su corbata te ató las manos en la espalda impidiéndote tocar su cuerpo. En ese momento recordaste que aún llevabas en el bolso aquel pequeño vibrador en forma de huevo que regaló un día pidiéndote que lo llevaras siempre encima. Nunca lo habías sacado del estuche que llevaba, escondido tras la cremallera de uno de los bolsillos del bolso, salvo en los días que él te lo había dicho y le entregabas el mando a distancia. O el día en que se había introducido en tu culo, sin advertirte antes de sus pretensiones, y tus uñas desgarraron las sábanas de la cama. La llama seguía tremolando y la voz del hombre que tenías delante se iba paulatinamente alejando, poco a poco, hasta parecer que se perdía en el mar que veías tras los ventanales. Hacía ya rato que no sonreías, absorta, pensando en él.

La pantalla del móvil que tenías al lado se iluminó. Tan solo una palabra y una dirección. Notaste como los pezones se te endurecían bajo el sujetador y tu sexo empezaba a mojarse. Dejaste la servilleta al lado del plato y te levantaste de la mesa. Te colocaste el abrigo mientras le decías al hombre que tenías delante, y que aún permanecía sentado al otro lado de la mesa, y mal iluminado por las velas que tenías que irte. Saliste deprisa del apartamento con el móvil en la mano para pedir un taxi. La suave brisa que siempre existe al lado del mar de golpeó el rostro. El taxi llegó y le diste la dirección que aún permanecía en la pantalla del teléfono. Esta seguía iluminada en mientras la sostenías en tu mano pero sabías perfectamente que ya no habría ninguna palabra más. La dirección correspondía a un edifico del Eixample de Barcelona. Un piso sin vistas más allá del otro lado de la calle. En mayúsculas, y sobre la dirección tan solo tres letras: “VEN”. Durante el trayecto aquella palabra resonaba en la cabeza aumentando de volumen en la misma medida en que crecía tu excitación mientras te acercabas al destino.

Sabías que tan solo llamar a la puerta esta se abriría sin hacerte esperar, con su dedo a punto para introducirse en tu interior y su mirada clavada en tus ojos. Intuías que más tarde, cuando el sexo dejara paso a las palabras, te echaría en cara el hecho de ir vestida con pantalones y jersey de cuello alto, dificultando que comprobara tu grado de humedad.

Después él te explicaría que hasta ese momento había estado tumbado en el sofá, con un gin tonic cargado a su lado y con la mano acariciando su sexo.

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El jersey de cuello alto en el suelo, en el recibidor del piso, al lado de aquella cajonera antigua que había. Los pantalones a los pies del cuadro del desnudo femenino que había en el pasillo. En el suelo también, y al lado de la mesa del comedor se acumulaba su ropa interior. Sujetador y bragas de color blanco, con encajes pero ni mucho menos eran de las más bonitas que tenía. Encima de la alfombra los zapatos y los calcetines al lado. Te había ido desnudado sin decir ni una palabra y tú ibas dejándote quitar la ropa, pieza a pieza, para ofrecerle tu cuerpo desnudo, sabiendo que él lo sabría complacer.

El salón era amplio, con un gran sofá en el centro. Las paredes, vacías, sorprendían una vez vistos los muchos cuadros que adornaban el pasillo. Tan solo entrar te empujó contra la pared más próxima, con tu cara hacia ella. Tuviste el tiempo justo de colocar las manos para impedir que tu frente golpeara en ella. Él seguía vestido, con la ropa que usaba en el trabajo. Los zapatos, de cordones, negros y bien lustrosos, los pantalones del traje, también negros y con la raya de la plancha bien marcada, camisa azul claro i corbata oscura. Te sorprendía que no se hubiese cambiado al estar en casa y una vez llegado del trabajo. Notaste un ligero puntapié con sus zapatos en tus pies descalzos que te obligaron a abrir las piernas y a sacar el culo hacia fuera. Lo sentías detrás de ti, con sus manos agarrando tus senos por debajo y subiéndolos igual que hacían aquellos sujetadores que nunca te querías poner, hasta casi ese punto de dolor. Notabas que la piel se tensaba al máximo mientras su boca llegaba al costado derecho de tu cuello. En el preciso momento en que notabas sus dientes clavarse en tu cuello su mano dejaba la voluptuosidad del pecho para pinzar tu pezón entre sus dedos índice y pulgar. Su cuerpo se separó del tuyo y la dureza de su sexo en tus nalgas desapareció para, inmediatamente, escuchar el sonido de la cremallera de sus pantalones abrirse.

Las manos se te crisparon hasta llegar a clavar las uñas en la pared. Las marcas quedarían allí, como garras de animal herido, clavadas en el yeso hasta que alguien, algún día volviera a pintar las paredes. Justo en el mismo momento en que sabías que había dejado sus dientes marcadas en tu cuello y que el pellizco en el pezón se tornaba insoportable entró en tu sexo con tan solo un golpe de cintura. En una única embestida había llegado al fondo de tu coño. Te sentiste invadida y a la vez llena como nunca y notando como tus ojos se humedecían a la misma velocidad que lo hacía el sexo. Con una mano en tu cintura, hacía la fuerza necesaria para apretarse a tu cuerpo en un intento de que su pene entrara en tu interior lo máximo posible. Eran golpes, bandazos de deseo. Los dientes se habían separado de tu carne y la mano que torturaba tu pecho había descendido hasta tu cadera. Notabas como sus dedos se hundían en tu carne. Ocho, nueve, diez. Ibas contando mentalmente las veces que retiraba su sexo de tu interior para volverse a introducir con mayor fuerza. A veces notabas el glande de su pene justo en la entrada de tu sexo sin llegar a retirarse del todo. Otras sí sacaba su verga absolutamente para introducirse nuevo. Las penetraciones eran cada vez más fuertes, sin ningún otro ritmo que el necesario para coger impulso para volver a penetrarte. Trece, catorce, quince. Cada inserción era como un martillazo, seco, duro, que se propagaba desde el interior de tu vagina hasta tu cerebro a través de toda la columna vertebral.

Sentías tu propia humedad bajando por las piernas. Estabas mojada desde tu culo hasta las rodillas. El orgasmo era ya inminente aunque ya te dolía todo el cuerpo y tenías los dedos adoloridos por la fuerza con que intentaban separarte de la pared. Dieciocho, diecinueve. Se había retirado del todo. Sentías que tan solo quedaba un golpe más. Una violenta entrada más. La veinte. Pero esta vez escogió tu culo para hacerlo. Igual que las anteriores, de forma animal, había introducido todo su pene en tu ano. Bestial. Veinte. Tu grito de dolor se mezcló con el del orgasmo de los dos y ocuparon el salón en el momento en que él se vaciaba en tu interior y su semen se depositaba en el fondo de tu culo. Tus espasmos, tus contracciones, lo expulsaron de tu interior mientras caías al suelo arrodillada, con movimientos incontrolados y con tus manos apretando fuertemente tu coño. Te tumbaste en el suelo, encogida, casi en posición fetal, sin sacar en ningún momento las manos de tu sexo.

Escuchaste de nuevo el sonido de la cremallera, esta vez para subirla y el de los muelles del sofá en el momento en que el se tumbaba. No había abierto la boca y ni una sola palabra había salido de ella desde el momento en que entraste en el piso. Te incorporaste lentamente del suelo hasta quedarte de rodillas y gateando fuiste a recoger tu ropa interior que, sentada en el suelo hidráulico del piso fuiste colocándote lentamente. Primero el sujetador, como siempre hacías. Te costó un poco más ponerte las bragas blancas y mientras lo hacías pensaste que era la primera vez que no te había introducido el dedo para comprobar tu excitación tan solo entrar. No querías ponerte de pie, las piernas aún te dolían. En la espalda, las caderas y las nalgas el enrojecimiento de tu piel, fruto de la presión de sus manos, contrastaba con la palidez del resto de tu piel y el blanco de la ropa interior. Fuiste a cuatro patas, como una perra, hasta el sofá, a sus pies. De repente tuviste la sensación que había tardado en abrir la puerta mucho más de lo que en él era habitual.

Tenía una tableta informática en sus manos y estaba leyendo una de vuestras conversaciones. Las conocías bien de las horas que habías pasado mirándolas. En la pantalla había una lista que un día, ya lejano, habíais hecho entre sonrisas de las cosas que os gustaría hacer sexualmente. Era la primera vez que la volvías a ver. Era lo suficientemente larga para llenar toda una página. Veinte o veinticinco tareas a realizar, fantasías sexuales que un día compartisteis y anotasteis. Todas estaban tachadas con una fina línea roja. Sus dedos empujaron la página hacia arriba por tal de ver el final de la página. La última línea estaba escrita con una tipografía distinta y con una medida mayor de letra. Puso el dedo encima del botón para poder tachar en rojo aunque escogió un grueso de trazado superior. Su dedo se desplazó hacia la primera letra de la última línea, la única sin tachar, justo detrás del guion que encabezaba todas las frases.

Lentamente viste como desaparecía la frase bajo el trazo. Una frase muy corta comparada con las otras, pero la única escrita en mayúsculas. Le miraste a los ojos mientras lo hacía y por primera vez le viste unos ojos amarados en lágrimas. “ERES MÍA” había desaparecido bajo en trazo rojo.

Te levantaste sin decir nada. Le acariciaste el rostro y fuiste hacia el pasillo a ponerte los pantalones y el jersey de cuello alto. Mientras lo hacías escuchabas de fondo el sonido de un llanto que se iba escampando por el piso. Abriste la puerta y bajaste corriendo las escaleras. Necesitabas aire fresco. Era la primera vez que habías estado en su casa, la primera vez que entrabas en su mundo. Ahora estabas convencida que no regresarías nunca más.

He escuchado el timbre de las puertas, breve, mientras miraba el mar a través de los ventanales. Siempre había pensado que demasiada luz iluminaba el paseo para poder distinguir las estrellas flotando en el firmamento. De camino hacia la puerta encendí las velas de la mesa. Hacía ya casi hora y media que había retirado los platos y cubiertos pero había dejado las velas. Al irte había puesto en funcionamiento el equipo de música y seleccionado el Tannhaüsser de Wagner. Ahora se escuchaba a Elisabeth en el principio de tercer acto. Seguía vestido exactamente igual que antes que marcharas. Abrí la puerta y ahí estaba ella. Entró encaminándose al sofá donde se tumbó con el teléfono móvil en las manos. Estaba eliminando un montón de entradas de texto y fotografías. Tenía muy claro que jamás sería del todo mía. La risueña había quedado en un piso del Eixample con vistas tan solo hacia el otro lado de la calle. Tampoco quería ni pedía nada más.

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